Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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Rubin tuvo que controlarse. Dominando su náusea y su dolor, trató de caminar otra vez pausadamente por el corredor. Recordó la fábula de Krylov, "La Espada de Damasco". Cuando, estaba en libertad, en alguna forma, se le había escapado el sentido de la fábula, pero en la prisión lo captó:
La espada afilada de acero de damasco
fue arrojada a un montón de chatarra
y llevada al mercado, vendida a un campesino por nada...
El campesino utilizó la espada para descortezar los árboles y cortar astillas de madera para su tea. La espada casi no era más que un filo mellado y oxidado. Y un erizo le preguntó a la espada que estaba bajo un banco de la cabaña:
Dime ¿qué clase de vida estás llevando?
¿No es vergonzoso partir astillas
y estacas?
Y la espada le respondió al erizo, lo mismo que Rubín se había respondido cientos de veces:
¡En las manos de un guerrero vencería al enemigo!
Pero aquí mi temple está desperdiciado.
Sin embargo, yo no soy el culpable,
Sino el que no sabe utilizarme.
TEMPLOS CÍVICOS
Rubin sintió las piernas débiles y se sentó a la mesa, con el codo apoyado sobre ella.
Por muy violentamente que refutara los argumentos de Sologdin, le lastimaban porque sabía que había alguna justicia en ellos. Sí, los cimientos de la virtud habían sido conmovidos; especialmente, entre la generación más joven; la gente había perdido la sensibilidad para las acciones morales hermosas.
En las antiguas sociedades sabían que para mantener la moralidad era necesario una iglesia y un sacerdote con autoridad. Aún ahora, ¿qué campesina polaca daría un paso serio en la vida sin el consejo de su sacerdote?
Quizás en el presente era más importante para la Unión Soviética mejorar la moralidad pública que construir el Canal Volga-Don o el Angarastroi.
¿Cómo podría lograrse? Ese era el tema del "Proyecto para Templos Cívicos" de Rubin, ya en borrador. Esta noche, mientras durara el insomnio, debía agregarle los toques finales. Luego, cuando se le concediera el derecho de visita, trataría de enviarlo al exterior. Podría ser escrito a máquina y remitido al Comité Central. No podría enviarlo bajo su propio nombre —el Comité Central se sentiría ofendido si tal consejo proviniera de un prisionero político– pero tampoco podía hacerse anónimamente. Dejaría que lo firmara alguno de sus amigos de la misma ideología; por el bien de una buena causa, Rubin sacrificaría con placer la gloria de haberle dado origen.
Esforzándose por olvidar las oleadas de dolor en su cabeza, Rubín llenó su pipa con tabaco "Vellocino de oro" —por simple hábito; no tenía deseos verdaderos de fumar en ese momento y, en realidad, lo encontró nauseoso. Sin embargo, fumó y comenzó a examinar el proyecto.
Sentado con su capote y ropa interior a la rustica mesa llena de migas de pan y ceniza, respirando el sofocante aire del sucio corredor a través del cual, de tanto en tanto, corrían hacia el baño zeks somnolientos, el autor anónimo estudió la desinteresada propuesta que había escrito en muchas hojas de papel.
El preámbulo planteaba la necesidad de elevar más aún la ya alta moralidad de la población; de dar un mayor significado a los feriados revolucionarios y estatales, y prestar mayor dignidad ceremonial a los actos de casamientos; de otorgar solemnemente nombre a los recién nacidos; la entrada a la mayoría de edad y funerales cívicos. (El autor haría notar suavemente que el nacimiento, matrimonio y muerte, se observan entre nosotros en forma rutinaria, de manera tal, que el ciudadano siente qué sus vínculos familiares y sociales son los más débiles).
Como una solución, la propuesta propiciaba el establecimiento de Templos Cívicos, tan majestuosamente diseñados como para que dominaran sus alrededores.
Luego, en secciones separadas, que a su vez estaban divididas en parágrafos, el plan de organización estaba cuidadosamente delineado: en qué centros de población, de qué magnitud, o sobre las bases de qué unidad territorial debían construirse los Templos Cívicos. Qué fechas particulares habían de celebrarse con la presencia de todos los habitantes de la zona. La duración aproximada de los rituales individuales: Los casamientos serían precedidos por esponsales y el anuncio del casamiento con dos semanas de anticipación. Aquellos que entraran a la mayoría de edad serían presentados en grupos y, en presencia de toda la comunidad reunida en el Templo, prestarían un juramento especial de cumplir con sus obligaciones para con el país y sus padres y también pronunciarían un juramento de naturaleza ética general.
La propuesta destacaba que el aspecto ritual de todas estas observaciones no era para ser tomado a la ligera. Las vestiduras de los que servían al Templo debían apartarse de lo común, distinguirse por sus adornos y destacando la pureza blanca como la nieve de aquellos que las vestían.– Los rituales debían desarrollarse rítmica y emocionalmente. No debía descuidarse ninguna oportunidad de llegar a todos los sentidos físicos del auditorio; un perfume especial en el aire del templo, cánticos de música melodiosa, el uso de vidrios de color, candilejas y pinturas murales, todo debía perseguir el desarrollo del gusto estético del pueblo. En verdad, todo el conjunto arquitectónico del Templo debía respirar majestad y eternidad.
Cada una de las palabras del proyecto tenía que ser esmerada, delicadamente escogida entre muchas palabras posibles. De lo contrario, los lectores poco profundos, superficiales, podrían sacar en conclusión, por algún ligero descuido, que el autor proponía simplemente revivir los templos cristianos, sin Cristo. ¡Pero en el sentido más profundo esto no era verdad! Algunos querían trazar analogías históricas, podrían acusar al autor de copiar el culto de Robespierre, del Ser Supremo. Pero, desde luego, ¡eso también era algo muy distinto!
El autor consideraba la parte más original del proyecto, la sección de los nuevos —¡no, no sacerdotes!– sino servidores del Templo, como los llamaba. Consideraba que la llave del éxito de todo el proyecto residía en establecer en toda la nación un cuerpo de servidores con autoridad, que gozaran del amor y confianza del pueblo porque sus propias vidas eran irreprochables, generosas y dignas. Proponía al Partido que la selección de candidatos para los cursos que los prepararían para convertirse en servidores del Templo, deberían de hacerse de acuerdo a los principios de moralidad, y que debían ser removidos de cualquier otro trabajo que pudieran estar realizando. Después de haber sido satisfecha la pesada demanda inicial, este programa de cursos podría, con los años, hacerse mucho más extenso y más profundo y podría suministrar a los servidores una amplia y brillante educación, incluyendo —en particular– la retórica. (La declaración proclamaba audazmente que el arte de la oratoria había declinado en el país, tal vez porque no había necesidad de ser persuasivo donde la población entera, incondicionalmente, apoyaba a su amado Estado, sin ella).
La revisión de esta declaración absorbió en tal forma su espíritu laborioso que, si no podía olvidar del todo su dolor, por lo menos ya lo trataba como algo extraño.
El hecho de que nadie viniera a echar un vistazo a un prisionero que podía estar muriendo en una hora inoportuna, no sorprendió a Rubín. Había visto bastantes ejemplos como este en las prisiones de contraespionaje y en campamentos de tránsito.
Así, cuando la llave sonó en la puerta, Rubín, con el primer latido de su corazón, tuvo miedo de ser descubierto en medio de la noche realizando una actividad que estaba contra los reglamentos y tener que soportar algún castigo fastidioso y estúpido. Recogió sus papeles, el libro, el tabaco, y se volvió a la habitación semicircular; pero era demasiado tarde. El rudo y corpulento Sargento principal lo vio a través de la ventanilla y lo llamó desde el otro lado de las puertas cerradas.
Inmediatamente Rubin recapacitó nuevamente; sintió que lo recorría otra vez su soledad, su penoso desamparo, su dignidad herida.
—¡Sargento! – dijo despacio, acercándose al ayudante del oficial de guardia—. He estado pidiendo que llamaran a la ayudante del médico durante más de dos horas. Voy a elevar una queja a la administración de MGB, contra la ayudante del médico y contra usted.
Pero el Sargento mayor respondió en tono conciliatorio:
—Rubin, no pude hacer nada antes. No fue culpa mía. ¡Vamos...!
Lo que pasó fue que, tan pronto como supo que no se trataba de alguien que provocara un alboroto menor, sino de uno de los prisioneros más molestos, intentó hacer levantar al Teniente. No había obtenido respuesta durante largo rato; luego la ayudante del médico miró hacia afuera por un momento y desapareció. Por fin, el teniente dejó el dispensario malhumorado y dio permiso al sargento principal para hacer entrar a Rubin.
De manera que Rubin metió sus brazos en las mangas del capote y lo abotonó encima de su ropa interior. El sargento mayor lo llevó por el corredor del sótano y subieron al patio de la prisión por las escaleras, en donde se asentaba una capa de nieve. La noche estaba inmóvil como una pintura, la nieve se amontonaba en blancos pilares contra la oscuridad, mientras el sargento mayor y Rubin cruzaban el patio, dejando profundas huellas en la esponjosa nieve.
Aquí, bajo el hermoso cielo nublado de la noche, ahumado por las luces, sintiendo el inocente contacto de las frías y pequeñas estrellas hexagonales sobre su cara ardorosas y en su barba, Rubin se detuvo y cerró los ojos. Se sintió lleno de una sensación de paz que era tanto más profunda por ser tan breve... todo el poder de la existencia, todo el encanto de no ir a ninguna parte, de no pedir nada, de no desear nada, de permanecer solamente allí toda la noche, feliz bienaventuradamente, como se yerguen los árboles acogiendo copos de nieve.
Y en ese preciso momento oyó un largo y penetrante silbato de locomotora que procedía de las vías que pasaban a menos de un kilómetro de Mavrino, ese especial silbato, solitario en la noche, sobrecogedor, que en nuestros últimos años nos recuerda nuestra infancia, porque en la infancia prometía tanto.
Si uno pudiera quedarse aquí durante media hora, todo desaparecería, cuerpo y alma volverían a ser un todo otra vez, y podría componer versos tiernos sobre los silbatos de locomotoras en las noches.
¡Si tan sólo no tuviera que seguir tras el guardia!
Pero el guardia ya estaba mirando hacia atrás con desconfianza... ¿quizás planeara una fuga nocturna?
Las piernas de Rubin lo llevaron a donde tenía que ir.
La joven ayudante del médico estaba rosada de sueño juvenil, la sangre jugando en sus mejillas. Vestía un delantal blanco, obviamente no sobre su camisa y falda de campaña, sino sobre muy poca ropa. En cualquier otro momento, Rubín, como cualquier otro prisionero, hubiera advertido esto y tratado de mirar su cuerpo, pero en este momento sus pensamientos no se interesaban en esta vulgar criatura que había sido la causa de su tormento durante toda la noche.
—Necesito una píldora "Tres en Una" y también algo para el insomnio, pero que no sea luminal. Tengo que dormir en seguida.
—No hay nada para el insomnio —respondió ella, rehusando automáticamente.
—¡Lo necesito! – repitió con insistencia Rubín—. Tengo un trabajo importante que hacer para el ministro desde la mañana temprano. Y no puedo conciliar el sueño.
La mención del ministro, y la consideración de que Rubín pudiera continuar parado allí, insistiendo en que le diera píldoras, así como el hecho de que algo le decía que el teniente volvería en seguida, la convencieron de que debía darle el remedio.
Sacó las píldoras del botiquín e hizo que Rubín las tragara en su presencia, (porque, de acuerdo a la normas de la prisión, toda medicación estaba considerada como un arma y debía ser depositada, no en las manos de un prisionero, sino directamente en su boca).
Rubín preguntó la hora y se enteró de que ya eran las tres y medía; salió. Volvió al patio y miró con simpatía los tilos nocturnos que estaban iluminados desde abajo por los rayos de los reflectores de 200 y 500 vatios de la zona; respiró muy hondamente el aire que olía a nieve, se inclinó y tomó un puñado de centelleantes copos de nieve y se frotó con ellos el rostro y el cuello y se llenó la boca con la helada sustancia incorpórea y leve.
Y su alma estaba acorde con la frescura del mundo.
LA COSMOPOLITA SIN RAÍCES
La puerta que daba del comedor al dormitorio no estaba cerrada por completo y se pudo oír con claridad un único y fuerte tañido del reloj de pared repercutiendo en ondas armónicas antes de desvanecerse.
Eran las "y media" ¿de qué hora? Adam Roitman quería mirar su reloj pulsera que dejaba oír su suave tic-tac desde la mesa de noche, pero temía que el repentino resplandor de la luz pudiera molestar a su esposa. Su mujer dormía en una posición particularmente graciosa, de costado, curvada hacia él, el rostro pegado al hombre de su marido, y Adam sentía el pecho de ella en su codo.
Hacía cinco años que estaban casados, pero hasta medio dormido sentía una oleada de tierna gratitud de que ella estuviera a su lado, por la forma graciosa en que dormía, calentando sus pequeños pies, siempre fríos entre las piernas de él.
Recién se había despertado de un sueño incoherente. Quería Volver a dormirse, pero comenzó a recordar los boletines de noticias de la tarde y los problemas en la sharáshka, y a medida que los pensamientos se apilaban sobre los pensamientos, sus ojos se abrieron y se quedó mirando fijamente. Se sintió víctima de esa lucidez nocturna que hace imposible e inútil todo esfuerzo por conciliar el sueño.
En el departamento de arriba de los Makarygin hacía tiempo que había cesado el andar de un lado a otro moviendo muebles, que había durado casi toda la tarde.
A través de un estrecho espacio entre las cortinas corridas, llegaba el débil y grisáceo resplandor de la noche.
Insomne, acostado allí en pijama, Adam Veníaminovich Roitman no sentía nada de la seguridad en sí mismo y superioridad que le daban durante el día los galones de sus charreteras de Mayor de la MGB, y su medalla del Premio Stalin. Estaba de espaldas en la cama, como otros mortales, y sentía que el mundo estaba lleno de gente, que era cruel, que no era un lugar fácil para vivir.
Esa tarde, mientras en lo de Makarygin bullía la alegría, uno de sus más antiguos amigos vino a verlo. También era judío. Llegó sin su esposa; estaba preocupado y lo que le dijo a Roitman era deprimente. No era nada nuevo. Había empezado la primavera anterior en el campo de la crítica teatral. Al principio pareció bastante inocente imprimir los verdaderos nombres de los críticos que entre paréntesis eran judíos. Luego se trasladó al mundo literario. En cierto periódico de menor importancia, que se ocupaba de todo lo que existe bajo el sol menos de sus asuntos, alguien deslizó la venenosa palabra "cosmopolita". Así se descubrió la palabra. La hermosa y orgullosa palabra que une a todos los mundos del universo, que había coronado los genios más nobles de todas las edades —Dante, Goethe, Byron– esa palabra había sido distorsionada y afeada en las páginas de ese despreciable pasquín, y empezó a significar judío.
Luego se arrastró aún más escondiéndose vergonzantemente en archivos de documentos guardados detrás de puertas cerradas.
Y ahora, el soplo escalofriante y admonitorio estaba llegando hasta la esfera técnica. Roitman que avanzaba sin cesar y brillantemente hacia la fama, había sentido el mes anterior que su propia posición estaba siendo socavada, ¿Podría su memoria estar jugándole una mala pasada? Durante la Revolución, y por mucho tiempo después, la palabra hebreo había tenido una connotación de mayor confianza que la palabra "ruso". Un ruso tenía que ser más investigado que un judío: ¿Quiénes eran sus padres? ¿Cuál había sido su fuente de ingresos antes de 1917? Esto no era necesario con un judío. Para cualquiera, los judíos estaban en favor de la Revolución que los había librado de los pogroms, y de las restricciones de residencia.
Y ahora, imperceptiblemente, Iosif Stalin, ocultándose detrás de una pantalla de figuras de segundo rango, estaba empuñando el látigo del perseguidor de los israelitas.
Cuando un grupo de personas es perseguido porque ha explotado a otros, o han sido miembros de una casta dominante, o profesado ciertos puntos de vista políticos, o tienen ciertas relaciones, siempre hay motivos razonables (o seudo-razonables) para iniciar una acción contra ellos. Por lo menos, sabría que uno mismo ha elegido su suerte, que podía haber elegido de otra manera.
Pero, ¿la nacionalidad?
(El yo íntimo de Roitman, su yo nocturno, objetaba: la gente no elige su origen social, tampoco. Sin embargo, era indudable que los perseguían por ello).
Pero en él caso de Roitman, lo que verdaderamente lastimaba, residía en el hecho de que en el fondo quería pertenecer, quería ser lo mismo que todos los demás. Pero ellos no lo querían, lo rechazaban, decían que era un extraño. Que no tenía raíces. Que era un judío.
Lentamente, con gran solemnidad, el reloj de pared en el comedor dio cuatro campanadas y se detuvo. Roitman esperó la quinta campanada; se alegró de oír sólo cuatro. Todavía tenía tiempo para volver a dormirse.
Se movió ligeramente. Su esposa murmuró algo en el sueño, dándose vuelta y apoyando la espalda contra su marido. Él cambió de posición, ajustándose al contorno del cuerpo de ella y le pasó un brazo por encima. Agradecida, quedó en silencio.
En el comedor su hijo dormía tranquilo, tranquilo como siempre. Nunca se despertaba durante la noche, nunca lloraba ni llamaba.
Este vivaracho chiquillo de tres años era el orgullo de sus jóvenes padres. Adam Veniaminovich describía todos sus hábitos y sus progresos con delicia, hasta a los zeks en el Laboratorio de Acústica. Con la insensibilidad habitual de las personas felices, no comprendía cuan doloroso era esto para hombres privados de la paternidad. Su hijo podía charlar con fluidez, pero su pronunciación todavía era incierta. Durante el día imitaba a su madre (se adivinaba que ella era del Volga por la forma en que pronunciaba una "o" con acento). Por la tarde hablaba como su padre —Adam no sólo hacía sonar las "r" en el fondo de su garganta, sino que también tenía otros desgraciados defectos de pronunciación.
En la vida sucede que si llega y cuando por fin llega la felicidad, no tiene límites. Amor y matrimonio, seguido del nacimiento de su hijo, coincidieron en la historia de Roitman con la terminación de la guerra y con su Premio Stalin. Y no era que le hubiera ido mal durante la guerra. En la tranquila Bashkir, con generosas raciones de alimentos, él y sus actuales colegas en el Instituto Mavrino, habían diseñado el primer sistema para la codificación telefónica. Ese sistema parecía completamente primitivo ahora, pero en aquellos días los convirtió en personajes laureados.
¡Qué febrilmente habían trabajado en eso! ¿Qué había sido de su entusiasmo, de su decidido espíritu de investigación, de la llama que se encendiera dentro de ellos?
Con la penetración que da el yacer despierto en la oscuridad, cuando la propia visión no está distraída y se vuelve para adentro, Roitman comprendió de pronto lo que había echado de menos estos últimos años. Sin duda, era el hecho de que todo lo que estaba haciendo, no lo hacía él mismo.
No había advertido, siquiera, cuándo y cómo había dejado de ser un creador para deslizarse al papel de jefe de otros creadores.
Retiró el brazo que oprimía a su mujer como sí se lo hubieran quemado, arregló la almohada y volvió a ponerse de espaldas.
¡Sí, sí, sí! Era engañoso. Era fácil decir, cuando volvía el sábado a la tarde a su casa y se sentía ya tomado por lo acogedor del hogar y los planes de la familia para el domingo: "¡Valentiné Martynich! ¡Debe resolver mañana cómo podemos librarnos de las distorsiones no lineales! Lev Grigorich, ¿quiere leer este artículo de Proceedingsy anotar las ideas básicas?" Y el lunes a la mañana, al volver al trabajo sintiéndose fresco y descansado, encontrar sobre su escritorio —como en un cuento de hadas– un resumen del artículo de Proceedingsy Pryanchikov lo explicaba cómo eliminar las distorsiones no lineales... si él mismo no lo hubiera logrado ya el domingo.
¡Muy conveniente!
Y los zeks nunca estaban resentidos con Roitman. Por el contrario, lo estimaban porque no actuaba como un carcelero sino como un ser humano decente.
Pero la creatividad —el júbilo de una locura existosa y la amargura de la derrota inesperada– lo habían abandonado. Librándose de la frazada se sentó en la cama, abrazó sus rodillas y apoyó en ellas su mentón.
¿Qué lo había mantenido tan ocupado, todos estos años? La intriga. La lucha por la prioridad dentro del Instituto. Él y sus amigos hicieron todo lo posible para desacreditar y hacer caer a Yakonov, porque les hacía sombra con su antigüedad y aplomo. Tuvieron miedo de que, personalmente, obtuviera el Premio Stalin sólo para sí. Aprovechando el hecho de que, a pesar de todos sus esfuerzos, Yakonov no había sido admitido en el Partido a causa de las marcas negras en sus antecedentes, los "jóvenes" habían utilizado las reuniones del Partido para urdir su ataque contra él. Introducían en la agenda un informe que él había preparado, y le pedían que se ausentara, mientras lo discutían, o sino lo discutían en su presencia (votando solamente los miembros del Partido) y aprobaban una resolución. De acuerdo a estas resoluciones del Partido, Yakonov estaba siempre equivocado. A veces Roitman tenía lástima de él. Pero no había otra salida.
Ahora todo se había invertido. En su persecución de Yakonov, los "Jóvenes" habían olvidado el hecho de que entre los cinco que formaban el grupo, cuatro eran judíos. Y en estos momentos Yakonov no se cansaba de proclamar desde todas las plataformas, que el cosmopolitismo era él peor enemigo de la patria Socialista.
Ayer, después de la cólera ministerial, un día crucial para el Instituto Mavrino, el prisionero Markushev había propuesto combinar el regulador y el amplificador. Semejante idea era, probablemente, una acabada tontería, pero podría ser presentada al ministerio como una mejora fundamental. De manera que Yakonov ordenó la construcción del amplificador qué se le trasfiriera al GRUPO SIETE, en seguida y ordenó que Pryanchikov fuera trasferido con él. En presencia de Sevastyanov, Roitman, impetuosamente, elevó varias objeciones y comenzó a discutir Pero Yakonov, con un gesto condescendiente como demasiado entusiasta, lo palmeó en la espalda.
¡Adam Veniaminovich! No obligue al ayudante del ministro a pensar que usted pone sus intereses personales por encima de aquellos de la Sección Técnica Especial.
Allí residía la tragedia de su actual situación: ¡lo golpeaban a uno en la cara, y no se podía llorar siquiera! ¡Lo estrangulaban a plena luz del día y uno debía permanecer de pie y aplaudir!
Dieron las cinco, no había oído dar la media hora.
Ya no quería dormir y la cama empezaba a molestarle.
Despacio y con cuidado se deslizó fuera del lecho y metió los pies en las zapatillas. Sin hacer ruido, evitó la silla que se hallaba en su paso, y se dirigió a la ventana, separando los cortinados de seda.
Cuánta nieve había caído!
Del otro lado del patio estaba el más lejano y olvidado rincón de los Jardines Neskuchny, una empinada barranca llena de nieve y cubierta con solemnes pinos blancos. El antepecho de la ventana estaba oculto bajo el esponjoso montón de nieve que el viento adhería a los vidrios.
La nieve casi había dejado de caer.
Los radiadores debajo de la ventana calentaban sus rodillas.
Otra de las razones por la cual casi no había llegado a nada en su especialidad durante los últimos años, era que estaba agobiado de reuniones y papeleo. Había instrucción política todos los lunes, e instrucción técnica todos los viernes. Reuniones del Partido dos veces por mes; también reuniones del Bureau del Partido para el Instituto dos veces por mes; y dos o tres veces por mes lo llamaban del ministerio; una vez al mes había un sesión especial sobre seguridad y vigilancia; todos los meses tenía que elaborar un plan para nuevos proyectos específicos, y cada tres meses tenía que enviar un informe de su trabajo; luego, por alguna razón, también cada tres meses tenía que redactar informes individuales sobre cada prisionero... un día entero de trabajo. Y además de todo eso, sus subordinados lo interrumpían cada media hora con pedidos: cada condensador, aunque fuera del tamaño de una pastilla de goma, cada metro de alambre y cada tubo electrónico, tenía que ser requerido en un formulario de solicitud firmado por el jefe del laboratorio; si no el depósito no los entregaba.
¡Ah, si sólo pudiera liberarse de todas esas exigencias y de la lucha asesina para salir a la superficie! Si pudiera él solo estudiar escrupulosamente los diagramas, tomar la herramienta de soldar en su propia mano, sentarse frente a la ventanilla verde del osciloscopio y tratar de conseguir una curva determinada... entonces él, como Pryanchikov, podría tararear un alegre Boogie-woogie. Qué bendición había sido cuando tenía treinta y un años, sin el peso de esas opresivas charreteras, indiferente a las apariencias externas y, como un muchacho, soñando con construir algo.
Se había dicho "como un muchacho", y como a través de una jugarreta de la memoria, recordó cuando era niño. En su mente nocturna, un episodio profundamente enterrado, olvidado durante muchos años, subió a la superficie con despiadada claridad. Adam, de doce años, con su corbata roja de Pionero, con la voz temblorosa de agravio y dignidad, estaba de píe delante de la Asamblea General de los Pioneros, en la escuela, pidiendo que se expulsara y exigía la expulsión, del núcleo de Pioneros y del sistema de la escuela soviética a un agente de la clase enemiga. Mítka Shtitelman había hablado antes que él y Mishka Lyuksemburg después que él, y todos habían denunciado a su compañero estudiante, Oleg Rozhdestensky sobre la base de antisemitismo, que concurría a la iglesia y que tenía un origen de clase extraño. Mientras hablaban, echaban miradas aniquiladoras al tembloroso niño que estaba siendo juzgado.
El año 20 estaba llegando a su fin, y los muchachos de esa época todavía estaban viviendo de la política, periódicos fijados en las paredes y ventanas, gobierno propio y debates. Era una ciudad sureña y los judíos constituían la mitad del grupo. Aun cuando los muchachos eran hijos de abogados, dentistas y hasta de pequeños comerciantes, todos ellos se consideraban, con frenética convicción, miembros del proletariado.
Oleg era pálido, delgado, el mejor estudiante de la clase. Evitaba los temas políticos y se había unido a los Pioneros con una evidente falta de fervor. Los jóvenes entusiastas sospechaban en él, un elemento extraño. Lo observaban, esperando sorprenderlo en un paso en falso. Un día Oleg dijo:
—Cada persona tiene el derecho de decir todo lo que piensa. Shtitelman dio un respingo:
—¿Qué quieres decir con... "todo"? Nikola me ha llamado cara de judío; ¿también está bien eso?
– ¿Decirlo...?—Oleg estiró su cuello fino y no se retractó—. Todos tienen el derecho a decirlo que quieran.
El caso contra Oleg estaba lanzado. Se encontraron amigos que informaron de sus movimientos; Shurik Burikov y Shurik Vorozhbit vieron al acusado entrar a una iglesia con su madre, y lo vieron llegar cierto día a la escuela con una cruz pendiendo de su cuello. Se llevaron a cabo reuniones, sesiones del comité de los alumnos, de comité del grupo, juntas de los Pioneros, desfiles de los Pioneros; y en todos ellos, los Robespierre de doce años, denunciaron a las masas de estudiantes la complicidad de los antisemitas y al conductor del opio de la religión, que no había comido durante dos semanas a causa del terror y había ocultado a su familia el hecho de que ya había sido expulsado de los Pioneros y que pronto sería expulsado de la escuela.
Adam Roitman no había sido el instigador. Había sido arrastrado a ello. Pero aun ahora, vergüenza por la vileza de todo aquello lo hacía ruborizarse de vergüenza.
¡Un anillo de ofensas!, ¡un anillo de ofensas! Y no había manera de quebrar el círculo vicioso. No había salida. De la misma manera que no había salida para su litigio con Yakonov.
¿Por dónde debería empezar uno para arreglar el mundo? ¿Por los otros? ¿O por uno mismo?
Ahora sentía la pesadez en la cabeza y la vaciedad en el pecho, preliminares indispensables para quedarse dormido.
Se llegó hasta la cama y se tendió calladamente debajo de la frazada. Tenía que dormir algo, antes de que dieran las seis.
A la mañana seguiría adelante con la fonoscopia. ¡Esa era la carta de triunfo que reservaba en la manga! En caso de éxito, la empresa podría convertirse en una empresa científica separada...
LUNES AL AMANECER
La diana en la sharashkaera a las siete de la mañana.
Pero el lunes, mucho antes de la diana, un guardia entró a la habitación en que vivían los trabajadores, y sacudió el hombro del portero. Spiridon resopló, se despertó y miró al guardia a la luz de la lamparilla azul.
—¡Vístete, Yegorov! El teniente te necesita,.-dijo en voz baja el guardia.
Pero Spiridon permaneció tendido con los ojos abiertos, sin moverse.
—¿No me oyes? Te he dicho que el teniente te necesita.
—¿Para qué? ¿Se ensució en los pantalones? – preguntó Spiridon, sin moverse aún.
—¡Levántate!, levántate! – persistió el guardia—. No sé para qué.
—¡Bah! – Spiridon suspiró profundamente, poniendo sus brazos cubiertos de vello rojo detrás de su cabeza y bostezando—. Llegará el día en que no tenga que levantarme. ¿Qué hora es?
—Casi las seis.
—¿Todavía no son las seis? Bien, puede marcharse. ¡Está bien!
Y continuó tendido donde estaba.
El guardia lo miró de reojo y salió.
A medias iluminado por la luz azul y a medias en la sombra proyectada por la litera de arriba, yacía Spiridon sobre su almohada y con las manos cruzadas detrás de la cabeza, sin moverse.
Lamentaba no haber terminado su sueño.
Había estado viajando en una carreta donde se apilaban ramas secas (y debajo de las ramas secas había algunos troncos ocultos al guardia forestal). Parecía dirigirse desde el bosque que conocía, hacia su casa en la aldea, pero por un camino desconocido. Pero aun cuando el camino le era desconocido, Spiridon veía claramente cada detalle con sus dos ojos... ¡que en el sueño eran ambos buenos! Las raíces protuberantes cruzando el camino, árboles partidos por antiguos rayos, bosques de pinos, y la arena profunda donde se hundían las ruedas. En su sueño, Spiridon percibía todos los olores del bosque a principios del otoño, y los aspiraba con ansiedad. Los aspiraba con ansiedad porque, en su sueño, recordaba con nitidez que él era un zek, y que su condena era de diez años más cinco, que había escapado de la sharashka, que para entonces habrían notado su ausencia y que tenía que darse prisa para llevar esa madera a su esposa e hija antes de que echaran los perros tras él.