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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Stalin levantó la cabeza, se puso la pipa apagada entre los labios, y aspiró bocanadas una o dos veces. No hizo otro movimiento que demostrara interés para nada; pero Abakumov que había llegado a sondear a su jefe un poco, sintió no obstante que había dado en el blanco.

—¿Y Rankovich? – preguntó Stalin.

—¡Oh, sí! – El movimiento había sido calculado para que Rankovich, Kardel y Mosa Pijade —toda la claque– volasen por el aire ¡juntos! Estimamos que no puede tener lugar más allá de esta primavera. (Se suponía que toda la tripulación del yachtperecería en la explosión también, pero el ministro no mencionó este detalle, y el Mejor Amigo de los Marineros no hizo cuestión de ello tampoco).

¿Pero en qué pensaba chupando su pipa fría, mirando en blanco hacia el ministro sobre la pendiente de su nariz?

No importaba, desde luego, que el partido que él gobernaba hubiese repudiado los actos individuales de terror. Ni que él hubiese surgido del terror. Mientras chupaba su pipa y miraba a aquel camarada de rojas mejillas, bien alimentado, joven, calvo, con las orejas coloradas, Stalin estaba pensando en lo que siempre pensaba cuando veía a sus poderosos, agraciados subordinados.

Su primer pensamiento era: ¿hasta donde puede ser creído? y el segundo: ¿no ha llegado el momento de que esta persona sea liquidada? Stalin sabía todo acerca de la secreta fortuna de Abakumov. Pero no tenía apuro en castigarlo. A Stalin le agradaba el hecho de que Abakumov fuese la clase de persona que era. La gente ávida de dinero era fácil de gobernar. Ante todo, Stalin estaba cansado de la gente que permanecía pobre, como Bukharin. Él no entendía sus motivos.

Pero no podía confiar aún en ese comprensible Abakumov. La desconfianza era el rasgo determinante de Iosif Vissarionovich. Desconfianza era su visión del mundo.

No confiaba ni en su madre. Y no tenía confianza en Dios ante quien había inclinado la frente hasta el suelo durante once años de su juventud. Más tarde, no confiaría ni en sus camaradas miembros del Partido, especialmente aquellos que hablaban bien. No confiaba en sus compañeros de exilio. No confiaba en los campesinos que esparcían los granos, y que cosechaban lo producido, a menos que fuesen obligados y que su trabajo fuese regularmente controlado. No confiaba en la labor de los trabajadores a menos que normas de trabajo fuesen establecidas para ello. No confiaba en que la intelligenziacometiese sabotaje. No confiaba en que los soldados y generales luchasen sin la amenaza de penas, fusiles y máquinas a su zaga. No confiaba en sus íntimos. No confiaba en sus mujeres, ni en sus amantes. No confiaba en sus hijos. Y siempre resultaba que tenía razón.

Había confiado en una sola persona, sólo una, en una vida llena de desconfianzas. Una persona tan decisiva en amistad como en enemistad. Sólo una entre tantos; mientras el mundo entero lo observaba, dándose vuelta le ofreció su amistad. Y Stalin confió.

Aquel hombre era Adolfo Hitler.

Stalin había contemplado con malicioso deleite cómo Hitler sometía a Polonia, Francia, Bélgica, y sus aeroplanos ennegrecían el cielo sobre Inglaterra. Molotov regresó asustado de Berlín. Sus oficiales del servicio secreto informaron que Hitler estaba reuniendo sus fuerzas para una guerra en el Este. Hess voló a Inglaterra. Churchill advirtió a Stalin del ataque. Todas las grullas en las aspas de Belorrussia y los álamos de Galitzia gritaban la guerra. Las mujeres en los mercados predecían la guerra día a día. Solo Stalin, permanecía sereno y despreocupado.

Había creído en Hitler.

Casi, casi perdió la cabeza por esta fe.

De tal modo, ahora, una vez por todas, desconfiaba de todos.

Abakumov podía haberle respondido amargamente a esa desconfianza, pero no se animaba. Había sido un error de parte de Stalin salirse de la pista, haber emplazado a aquel cabeza dura de Petro Popivoda, por ejemplo, y hablar acerca de los artículos de los diarios que atacaban a Tito. Nunca debió dar vueltas, justamente sobre la base de sus cuestionarios de seguridad, aquellos buenos camaradas que Abakumov había juntado para cazar al oso. Debió hablar con ellos y confiarse en ellos. Ahora, desde luego, sólo el diablo podía decir qué pasaría con el plan de asesinato. Toda aquella falta de efectividad enojaba a Abakumov.

Pero él conocía a su amo. Nunca se debía servir a Stalin plenamente nunca, nunca más de la mitad. Él no toleraba que se negasen a seguir sus órdenes, pero odiaba un rendimiento total porque veía en ello un atentado a su propia condición de insustituible. Nadie fuera de él podía ser capaz de hacer algo perfecto.

De tal modo, cuando parecía estar erguido en su montura, Abakumov estaba empujando con la mitad de su fuerza y, así hacían todos los otros.

Exactamente, así como el rey Midas convertía todo en oro, Stalin lo volvía mediocridad.

Pero hoy le parecía a Abakumov, al adelantarse con su informe, que el rostro de Stalin se aclaró. Y después de explicarle con todos los detalles la propuesta explosión, el ministro saltó con apuro sobre la Academia Frunze para pasar a la Academia Teológica y daba vueltas y vueltas evitando la cuestión del teléfono, tratando de no mirar al del escritorio para no atraer la atención del Líder sobre él.

¡Pero Stalin recordaba! En ese mismo momento recordaba algo, y debía ser el teléfono. Su entrecejo se frunció en profundas arrugas y el cartílago de su gran nariz se puso tirante. Fijó sus ojos sombríos sobre Abakumov (el ministro intentó asumir una mirada recta, honesta) pero no podía recordar. El desvaído pensamiento se alejó. Las arrugas de su entrecejo se desvanecieron solas.

Stalin suspiró, tomó su pipa y la encendió.

—¡Ah, sí!, dijo en la primera bocanada de humo, recordando otra cosa, no el pensamiento importante que se le había escapado.

—¿Ha sido arrestado Gomulka?

Recientemente Gomulka había sido removido de sus cargos oficiales, e instantáneamente caía en el abismo.

—¡Sí, lo ha sido!, dijo Abakumov aliviado, levantándose a medias de su silla. (El hecho le había sido informado a Stalin). El arresto de la gente era el trabajo más fácil que su ministro podía trasmitirle.

Apretando un botón sobre su escritorio, Stalin encendió la luz. Las lámparas de las paredes brillaron. Se levantó de su escritorio, y humeante la pipa, comenzó a caminar. Abakumov comprendió que su informe estaba terminado, que nuevas instrucciones le serían dictadas. Abrió su gran libreta sobre sus rodillas, sacó una pluma fuente y se preparó a escribir. Al Líder le agradaba que se escribiesen sus palabras.

Pero Stalin se encaminó hacia el combinado y volvió, fumando sin decir palabra, como si se hubiese olvidado por completo de Abakumov. Su rostro gris, picado de viruela, se frunció en un esfuerzo torturado por recordar. Al pasar junto a Abakumov, el ministro vio que los hombros del Líder estaban encorvados hacia adelante, haciéndole aparecer todavía más corto, muy pequeño. Y aunque usualmente se prohibía tales reflexiones allí, no tanto porque ellas pudieran ser leídas por alguna clase de instrumento oculto en las paredes —Abakumov pensó que el Padre del Pueblo no iba a vivir diez años más, que se iba a morir– Abakumov deseó que eso ocurriera pronto. A todos los íntimos le parecía que cuando él muriese, una vida fácil, libre, comenzaría.

Stalin estaba deprimido por esa laguna en su memoria. Su mente estaba rehusándose a servirlo. Al salir del dormitorio había pensado sobre lo que deseaba preguntar a Abakumov, y ahora lo había olvidado. En su impotencia no sabía a qué parte de su cerebro ordenarle recordar.

De pronto levantó la cabeza y miró fijo a la pared. Algo le vino a la memoria, no aquello que quería recordar ahora, sino algo que había sido incapaz de recordar dos días antes, en el Museo de la Revolución, algo muy desagradable.

Algo que había ocurrido en 1937, el vigésimo aniversario de la Revolución, cuando se hicieron tantas reinterpretaciones de la historia. Había decidido revisar las exhibiciones del Museo para estar seguro de que no había, de que no tenían nada equivocado. En una de las salas —la misma en que hoy estaba el enorme equipo de TV– había visto al entrar dos grandes retratos de Zheliabov y Perovskaia en lo alto de la pared. Sus rostros sin temor, sus miradas indomables, gritaban a todos los que entraban: "¡Maten al tirano!"

Stalin, se sintió vencido por las miradas de los revolucionarios, como si dos flechas atravesaran su garganta.

Se echó atrás, ahogándose con estertor y tosiendo, agitaba el dedo señalando los retratos.

Fueron quitados inmediatamente.

Al mismo tiempo, las primeras reliquias de la Revolución —los fragmentos del coche de Alejandro II– fueron sacados del Palacio Kshesinskaya.

Desde aquel mismo día, Stalin ordenó que se construyeran refugios y departamentos para él en varios lugares. Perdió su gusto por la densa proximidad de la ciudad, y se instaló en esa casa de los suburbios, esa oficina de techos bajos cerca del cuarto de trabajo de su guardia personal.

Y cuantas más vidas tomaba, más se sentía oprimido por el constante terror por sí mismo. Introdujo muchos perfeccionamientos en el sistema de guardia, tales como el anuncio de quien iba a entrar de turno, debía darse solamente una hora antes de que los hombres tomaran su puesto, mezclando soldados de distintas unidades en cada grupo. De ese modo se encontraban por primera vez, cuando entraban en función y solo por un día, de manera que no tenían ocasión de completarse. Construyó esa casa como un laberinto para atrapar ratas, con tres círculos de cercas y puertas que no estuvieran en fila una con la otra. – Tenía varios dormitorios, y ordenaba qué cama debía tenderse, recién cuando se retiraba.

Estos arreglos no le parecían signos de cobardía, sino simplemente una actitud razonable. Su persona no tenía precio para la historia de la humanidad. Otros, no obstante no lo entendían. Para no quedar demasiado en evidencia, prescribió similares medidas para todos los pequeñoslíderes de la capital y de las provincias: les prohibió ir al toilette sin acompañarse por los guardias, Ordenándoles viajar en uno de los tres automóviles idénticos que se movían en fila.

En su despacho nocturno, recordando los retratos, se detuvo en la mitad del cuarto, se volvió hacia Abakumov y le dijo, moviendo su pipa en el aire —Y, ¿qué ha hecho usted acerca de la seguridad para los ejecutivos del Partido?

Moviendo la cabeza de un lado al otro, miró con malevolencia al ministro.

Con su libreta abierta, Abakumov estaba erguido en su silla, de cara al Líder —no se paró sabiendo que Stalin apreciaba la inmovilidad en aquellos a quienes hablaba– y con toda diligencia comenzó a hablar sobre cosas que nunca había tenido la intención de mencionar. Una respuesta inmediata era esencial en una entrevista con Stalin; él interpretaba cualquier clase de hesitación como una confirmación de pensamientos malvados.

—Iosif Vissarionovich, comenzó Abakumov con voz temblorosa, y ofendida. Todos sus ministros existimos, solo para que usted, Iosif Vissarionovich pueda trabajar sin ser perturbado, pueda pensar y guiar el país.

Stalin había dicho "seguridad para los ejecutivos del Partido" pero Abakumov sabía que solamente quería una respuesta acerca de él.

—Cada día conduzco represiones, hago arrestos, investigo casos.

Con la cabeza estirada como un cuervo con cuello torcido, Stalin lo miraba de cerca. Escucha, – le preguntó– ¿Qué hay de eso? ¿Hay todavía casos de terrorismo? ¿No han parado?

Abakumov asintió amargamente —querría poder decir que no hay casos de terrorismo, pero los hay. Apenas los olfateamos los damos vueltas lo mismo en los fondos de las cocinas, que en los mercados.

Stalin cerró un ojo; la satisfacción era visible en el otro.

—Eso está bien, asintió. Así que usted está trabajando.

¡Pero Iosif Vissarionovich,! – dijo Abakumov—, incapaz de permanecer sentado más tiempo delante de su Líder. Se puso de pie sin estirar totalmente sus piernas. ¡Pero Iosif Vissarionovich!, no dejamos a los casos alcanzar un nivel de consumación. Los pescamos en el momento de la concepción, en plena intención, usando "El punto 19."

—Bien, bien —dijo Stalin, y con pacífico gesto dio a entender a Abakumov que se sentara. (Todo lo que él necesitaba era tener ese esqueleto como torreón sobre él) ¿Así que usted cree que hay todavía insatisfacción en el pueblo?

De nuevo Abakumov gesticuló y respondió con pesar: —Sí, Iosif Vissarionovich. Existe todavía un cierto porcentaje...

(¡Pobre de él si hubiera dicho no! ¿Para que existía en tal caso su ministerio?

—Tiene razón, asintió Stalin. Y esto significa que tienes que hacer un trabajo para Seguridad del Estado. Algunos me dicen que no hay más insatisfechos, que todos los que votan sí en las elecciones están satisfechos. Stalin sonrió con ironía. – ¡Esto es ceguera política! ¡El enemigo puede votar, sí, pero puede irse a ocultar en su escondrijo y seguir insatisfecho! ¿Cinco por ciento, dijo usted? ¿U ocho tal vez?

Stalin estaba particularmente orgulloso de su poder de penetración, de su capacidad de autocrítica, de su inmunidad para el elogio.

—Sí, Iosif Vissarionovich, confirmó Abakumov, eso es exacto, cinco por ciento, tal vez siete.

Stalin continuaba su trayectoria por la oficina, en círculos alrededor del escritorio.

—Es culpa mía, Iosif Vissarionovich, añadió Abakumov; claramente, se daba cuenta de que sus orejas se estaban helando de nuevo. – No puedo ser complaciente.

Stalin apenas golpeó su pipa, contra el cenicero —¿Y qué hay del humor de la gente joven?

Las preguntas se sucedían a las preguntas como cuchillos y todo lo que esto buscaba era un error. Si se contestaba "Bien", eso hubiera querido decir ceguera política; si "Mal",– era que no se creía en el futuro. Abakumov hizo un gesto expresivo con las manos y no dijo nada.

Stalin no esperó respuesta. Con convicción, dijo, golpeando su pipa: —Debemos prestar más atención a la gente joven. Tenemos que ser particularmente intolerantes con las faltas de la gente joven.

Abakumov se rehizo y comenzó a escribir.

Stalin estaba fascinado por sus propios pensamientos; sus ojos llameaban con fulgor de tigre. Llenó su pipa una vez más, la encendió, y de nuevo, con insistencia, continuó su paseo.

—Debemos intensificar nuestra vigilancia sobre los estudiantes. Necesitamos desarraigar, no sólo a los individuos, sino grupos enteros. Tenemos que sacar ventaja de las completas medidas de castigo que las leyes nos permiten —veinticinco años, no diez; diez años suenan a colegio, no a prisión. Se le pueden dar diez a un escolar. No a quien tiene pelos en la cara. ¡Veinticinco! ¡Son jóvenes, sobrevivirán!

Abakumov escribía concentradamente. El primer mecanismo de una larga serie había comenzado a trabajar.

—¡Es tiempo ya de que se ponga fin a las cómodas condiciones de sanatorio en las cárceles, políticas! Beria me ha contado que las encomiendas con alimentos siguen permitiéndose en la cárcel. ¿Es verdad esto?

—¡Lo pararemos! ¡Prohibiremos esto! Abakumov lo dijo con dolor en la voz mientras seguía escribiendo. Es un error nuestro, Iosif Vissarionovich. Perdónenos. (Esto era de verdad un error. Pudo adivinarlo él mismo). Stalin se plantó frente a él con las piernas separadas.

—¿Cuántas veces debo explicar la misma cosa? ¡Es necesario que lo entiendan de una vez por todas!

Hablaba sin enojo. En sus ojos suavizados se veía confianza en Abakumov —entendería, aprendería– Abakumov no podía recordar cuándo Stalin le había hablado tan simple, tan benignamente. El sentimiento de miedo lo abandonó completamente. Su cerebro trabajaba como de ordinario el de una persona cualquiera. Y el problema que desde hacía mucho lo perturbaba, como un hueso atravesado en la garganta, encontraba ahora expresión.

Reanimado su rostro, Abakumov dijo —¡Comprendemos, Iosif Vissarionovich!

Prosiguió hablando esta vez el ministro —¡Comprendemos: la lucha de clase se intensificará! ¡Mayor razón, Iosif Vissarionovich, para que usted contemple la situación, nuestras manos están atadas por la abolición de la pena de muerte. Nos hemos estado dando con la cabeza contra la pared durante dos años y medio. En este momento no tenemos forma legal para procesar a alguien a quien debamos fusilar. Significa que la sentencia deba darse escrita en dos versiones diferentes. Entonces cuando pagamos a los ejecutores —no hay manera de poner en claro a qué imputar sus salarios, a qué departamento y esto termina por producir una gran confusión en la contabilidad. No hay manera de espantar a nadie con la pena en los campos. ¡Lo que se necesita es la pena capital! ¡Devuélvanos la pena capital Iosif Vissarionovich!Abakumov rogaba con toda su alma, poniendo sus manos sobre su pecho, y mirando esperanzado el atezado rostro del Líder.

Y el rostro de Stalin parecía sonreír, apenas sonreír. Su tosco bigote tembló imperceptiblemente.

—Lo sé —dijo despacio—, comprensivamente. He pensado en ello.

¡Asombroso! Sabía todo, pensaba en todo aun antes de que le fuera preguntado. Como una deidad que ondea, se anticipaba al pensamiento de la gente.

Un día de estos reimplantaré el castigo de la pena capital, dijo caviloso, mirando a lo lejos, como si estuviese contemplando los años del futuro. Será una buena medida educacional.

¡Como podía evitar el pensar en esta medida! Más que nadie había sufrido durante los últimos dos años por haber cedido al impulso de fanfarronear ante el Oeste, engañándose a sí mismo con la creencia de que el pueblo no era totalmente depravado.

Este había sido siempre su rasgo distintivo como hombre de estado y como militar: ni destitución, ni ostracismo, ni asilo de insanos, ni prisión perpetua para quien fuera reconocido como peligroso. La muerte era lo único que tenía sentido válido para ajustar las cuentas. Y cuando su párpado inferior se movía, la sentencia que brillaba en sus ojos, era siempre la misma: muerte.

En su escala no había castigo menor.

Desde la brillante distancia en que estaba ubicado, Stalin clavó sus ojos en Abakumov, y súbitamente ellos se estrecharon astutamente.

—¿No temes ser tú el primer fusilado?

Él apenas dijo "fusilado", dejándolo flotar en la caída de su voz como algo que debe sospecharse.

Pero la palabra irrumpió en Abakumov como escarcha invernal. El Más Próximo y el Más Querido estaba de pie fuera del alcance de Abakumov y observaba y leía cada rasgo del ministro para ver cómo tomaba su broma.

No osando ni levantarse ni permanecer sentado, Abakumov, a medias parado sobre sus piernas encogidas, temblorosas por la tensión.

—¡Si lo merezco, Iosif Vissarionovich!...¡Si es necesario...!

Stalin lo contempló larga, penetrantemente. En este momento debatía en silencio su segundo pensamiento obligatorio acerca de un íntimo: ¿no había llegado el momento de dar cuenta de él?

Jugaba desde hacía mucho con esta vieja llave de la popularidad: estimular primero a los verdugos, y entonces a tiempo, repudiar el celo inmoderado. Había hecho esto muchas veces y siempre con éxito. Inevitablemente llegaría el momento en que sería necesario arrojar a Abakumov dentro del mismo foso.

—¡Correcto! – dijo Stalin con una sonrisa de buena voluntad, como aprobando su rápida sensatez. Cuando lo merezcas, te fusilaremos.

Se movió hacia Abakumov y se sentó de nuevo, pensativo por un momento, y después se puso a hablar más calurosamente de lo que nunca le había oído el ministro del Estado de Seguridad. – Tendrás mucho tarea pronto, Abakumov. Debemos tomar las mismas medidas que en 1937. Antes de una gran guerra se hace necesaria una purga.

—Pero, Iosif Vissarionovich, osó contradecir Abakumov, ¿cree usted que no arrestamos gente ahora?

—Tú llamas arrestar a esto, ya verás. Cuando llegue la guerra, arrestaremos todavía más gente en otros lugares. Refuerza tu organización: ¡Empleados, sueldos... no les rehusaré nada!

Después lo dejó retirarse en paz: —Muy bien, vete.

Abakumov no sabía sí caminaba o volaba a través de la sala de espera para recuperar su portafolio de manos de Poskrebyshev. No solamente podría vivir otro mes más, sino que tal vez esto significaba el comienzo de una nueva era en sus relaciones con el Amo.

En realidad, hubo la amenaza de que sería fusilado, pero esto después de todo, era una broma.


VEJEZ



El Inmortal caminaba por su despacho nocturno, excitado por grandes pensamientos. Una clase de música interior surgía en él, como una enorme orquesta que ejecutara música de marcha.

¿Gente descontenta? Muy bien. Siempre hubo gente descontenta y siempre la habrá.

Pero pasando revista en su mente a la no tan compleja historia del mundo, Stalin comprendió que con el tiempo el pueblo olvidaría todo lo malo, y no solamente lo olvidaría sino que hasta lo recordaría como algo bueno. El pueblo entero era como la reina Ana, la viuda de Ricardo III, de Shakespeare. Su arrebato era corto, su voluntad inconstante, su memoria débil —siempre feliz de someterse por entero al victorioso.

Por eso debía vivir hasta los noventa, porque la batalla no había concluido todavía, la construcción estaba sin terminar y no había quién lo reemplazase.

Para empeñarse y vencer la última guerra mundial. Para exterminar como a ratas la democracia social del Oeste y después todas las otras que estuvieran todavía en el mundo sin derrotar. Entonces, naturalmente, se recogerían los frutos de la productividad del trabajo y se resolverían los variados problemas económicos. Solamente, él, Stalin, conocía la senda por donde se conduciría la humanidad a la felicidad; solamente él sabía cómo empujarla a que se enfrentase con la dicha como al perrito ciego hacia el bol de leche. – ¡Aquí está, bebe!

¿Y después?

Hubo un hombre de veras —Bonaparte—. No hizo caso de las lamentaciones de los jacobinos —se declaró emperador– y lo fue.

Nada había de malo en la palabra "emperador". Simplemente quería decir "comandante", "jefe".

¿Cómo sonaría Emperador del Planeta? ¿Emperador de la Tierra? No existía la menor contradicción entre el significado de ésta y la palabra Comunismo mundial.

(Paseaba y paseaba y la orquesta seguía sonando).

Entonces, tal vez encontraran un remedio para volverlo inmortal por lo menos. ¿No a él?... no llegarían a tiempo.

¿Cómo podría él abandonar la humanidad? ¿A cargo de quién? Ellos lo confundirían todo de nuevo. Bien, perfectamente. Habría más monumentos para él. Más y mayores. La tecnología ayudaría para entonces lo que podría llamarse adoctrinamiento a través de los monumentos. Que se erigiese un monumento en el monte Kasbek o en el pico del Monte Elbrus, de tal manera que su cabeza pudiera estar siempre por encima de las nubes y así podría morir tranquilo. El Mayor de todos los Grandes, sin igual sobre la historia de la tierra.

De pronto se detuvo.

—¿-Más allá? ¿Más alto? Desde luego que él no tenía par, pero si allá... más arriba...

(De nuevo volvió a pasear de un lado a otro pero despacio).

Todo el tiempo, este punto sin solución daba vueltas en la mente de Stalin. De hecho, nada había de vago en ello. Hacía mucho que había sido probado, lo que hacía falta probar y desechado lo que estorba. Se había comprobado que el universo es infinito. Se había comprobado que era imposible probar que Cristo hubiese existido. Se había comprobado que todas las curas milagrosas, espíritus, profecías y trasferencias de pensamiento eran consejos de viejas.

Pero la materia de nuestra alma, lo que amamos y a lo que nos acostumbraron, se forma en la juventud, nunca después. Memorias de la niñez volvían ahora con poderosa vida a Iosif.

Hasta la edad de diecinueve años había crecido en el culto del Viejo y Nuevo Testamento, de la vida de los santos y la historia de la Iglesia. Había ayudado a celebrar las liturgias, cantado en el coro; solía cantar Ahora estás perdonado, de Strokin. Todavía podía cantarlo sin equivocarse. ¡Cuántas veces en el curso de once años de escuela y en el seminario, se había aproximado a los iconos y los había contemplado en sus ojos misteriosos! Deseaba aquella fotografía incluida en la biografía de su aniversario: graduado-de-la-escuela-eclesiástica-Djugashvili, en casaca gris de cuello cerrado; sombrío adolescente de rostro ovalado, exhausto de rogar, con los cabellos largos, severamente partidos, en preparación para su ordenación, humildemente untado con el aceite de lámparas y peinado sobre las orejas; solamente sus ojos y cejas tirantes daban alguna señal de que aquel obediente pupilo pudiese llegar a metropolitano.

Este mismo inspector de la iglesia Abakadze, que había despedido a Djugashvili del seminario, permaneció intocable por orden de Stalin. Dejen al viejo vivir su vida afuera.

Y cuando el 3 de julio de 1941, frente al micrófono, con su garganta reseca endurecida por el temor y las lágrimas de propia conmiseración (pues su corazón no era inmune a la piedad), no fue por casualidad que la palabra hermano estalló en sus labios. Ni Lenin ni ningún otro líder habrían pensado pronunciarla.

Sus labios decían lo que habían aprendido a decir en su juventud.

Sí, en aquellos días de julio había quizá orado dentro de sí, como algunos ateos se persignaban involuntariamente cuando caían las bombas.

En años recientes casi agradecía que la Iglesia lo proclamase en sus plegarias El Líder Elegido de Dios. Era esa la razón de que sostuviese el Centro de Iglesia Ortodoxa Rusa de Zagorsk con los fondos del Kremlin. Stalin no dio la bienvenida a ningún ministro de ningún gran poder en la forma en que recibió a su dócil, decrépito Patriarca. Iba a su encuentro hasta las puertas externas, y lo conducía a la mesa del brazo. Había pensado en hallar una pequeña estancia en alguna parte, para regalarle al Patriarca, como antes solía hacerse para los que rezan por el responsa del alma.

En general, Stalin se daba cuenta de que tenía una cierta predisposición no solamente hacia la Ortodoxia sino hacia otros elementos y palabras asociadas con la de aquel viejo mundo del que provenía y al que, como obligado por su trabajo, había estado destruyendo durante años.

En los años treinta, por razones políticas había resucitado la palabra "patria", que no había sido usada durante quince años hasta parecer casi un término vergonzoso. Sin embargo, con los años, él había llegado a disfrutar diciendo: "Rusia" y "patria". Había llegado a serle muy agradable el pueblo ruso —aquel pueblo que nunca lo traicionó, que estuvo hambriento por tantos años, tantos como fueron necesarios; que calmamente partió a la guerra, al campo, soportando toda clase de penalidades, sin rebelarse nunca. Después de la victoria, Stalin había dicho con completa sinceridad que el pueblo poseía una mente clara, un carácter constante y paciencia.

Con los años, él mismo había deseado más y más, ser reconocido como ruso.

Encontraba placer hasta en las palabras que evocaban la vida de antaño: no debía decirse "cabeza de escuela" sino "directores"; no “cuerpo de mando" sino "cuerpo de oficiales"; no comité Central Ejecutivo de Toda Rusia sino Soviet Supremo; ("Supremo" era una palabra muy hermosa).

Los oficiales debían tener "ordenanzas". Las alumnas de la escuela superior debían estudiar separadas de los muchachos, llevar delantales y pagar la enseñanza. El pueblo del Soviet debía tener un día de reposo, como los cristianos, el domingo y no cualquier fecha impersonal. No debía reconocerse sino el matrimonio legal, como era el caso bajo el zar, aun cuando él había pasado un duro tiempo a causa de ello en aquellos días. No importaba qué pensara Engels acerca de esto en el fondo del mar.

Estaba bien que fuese aquí, en su despecho, donde por primera vez ensayase con entera satisfacción las charreteras de la vieja Rusia.

Al final del análisis, nada había de vergonzoso en una corona, el más alto signo de distinción. Después que todo había sido dicho, quedaba todavía algo sano en el mundo sostenido con firmeza durante trescientos años. ¿Por qué no tomar prestado lo mejor de ello?

Aunque la rendición de Port Arthur no podía sino alegrarlo cuando estaba en el exilio escapando de la provincia de Irkutsk, no estuvo equivocado al decir después de la rendición de Japón en 1945, que Port Arthur había sido una mancha en su orgullo y en el de otros rusos más ancianos. ¡Sí, sí, ancianos rusos! Stalin a veces daba en sentir, que después de todo, no era cuestión de suerte que él se hubiera establecido como cabeza de su país, puesto que había conquistado su corazón —él y no todos aquellos famosos gritones talmudistas de barba puntiaguda, con nada positivo en ellos. Allí estaban, juntos, allí en aquellas estanterías todos los que fueron ahogados, fusilados, pisoteados en campos de concentración hasta convertirse en abono, envenenados, quemados, muertos en catástrofes automovilísticas y suicidados, erradicados, por encima del anatema, apócrifos, por ahora alineados todos aquí. Cada noche le ofrecían sus páginas, chocaban sus pequeñas barbas, retorcían sus manos, le escupían a la cara, le gritaban roncos desde aquellos estantes: ¡Te lo advertimos! ¡Tendrías que haberlo hecho de otro modo!

No se necesita mucha inteligencia para buscar pulgas ajenas...¡ahora se sabe por qué están acá!

He aquí por qué Stalin los había reunido, tan acertadamente a todos, de manera de ser más malévolo cuando de noche tomaba sus decisiones.

La invisible orquesta interior con la que marchaba le siguió marcando el paso; se apagó.

Sus piernas comenzaron a dolerle; le pareció como si fuese a perder el uso de ellas. De la cintura para abajo, había comenzado a no sentirlas a veces.

El dueño de la mitad del mundo, vestido con uniforme de generalísimo, corría despacio sus dedos a lo largo de los estantes, pasando revista a sus enemigos. Al volverse del último, vio el teléfono sobre su escritorio.

Algo se le había ido escapando de la memoria toda la noche como el rastro de la cola de una serpiente.

Había querido preguntar a Abakumov algo. ¿Había sido arrestado Gomulka? ¡Lo tenía por fin! Restregándose las botas, hizo su camino hasta el escritorio, tomó la pluma, y escribió en su calendario: "Teléfono Secreto".

Ellos le habían dicho qué habían reunido la mejor gente, que tenían todo el equipo necesario, que cada uno estaba entusiasmado, ¿por qué no terminaban entonces? Abakumov, el descarado, había estado sentado allí, durante una larga hora, el muy perro, sin decir una palabra acerca de ello. Así es como eran todos, en todas las organizaciones —cada uno trataba de engañar al Líder—. ¿Cómo podía uno fiarse en ellos? ¿Cómo no trabajar de noche?


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