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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Nada indicaba que hubiera sido descubierto, pero un tipo de premonición interna le auguraba desgracia. Un presentimiento de inminente desastre surgió en él y no quería ir a esa fiesta.

Trataba de explicarle esto a su mujer, buscando las palabras, como hace todo el mundo cuando tiene algo desagradable que decir. Su esposa insistía —y los precisos "determinantes" de su "patrón individual de voz" se registraban en la sinuosa cinta marrón, para luego convertirse en diagramas de voz que se plegarían antes de las nueve de la mañana siguiente frente a Rubín.

Dotty no usaba el tono categórico de los últimos meses; conmovida por el cansancio que trasuntaba la voz de su marido, le pidió suavemente que fuera, por lo menos por una hora.

Innokenty sintió lástima por ella y quedó en ir. Pero cuando colgó, permaneció un momento inmóvil con la mano sobre, el tubo, como si no hubiera terminado con lo que tenía que decir.

Se sentía triste, pero no por la esposa con quien había vivido sin convivir estos últimos días, y a quien pronto debería abandonar, sino por la muchacha de bucles dorados cayendo sobre los hombros, la chica que había conocido en el décimo grado, cuando ambos empezaban a comprender lo que es la vida. La pasión que había surgido entre ellos en esos días superaba todo razonamiento; no querían saber nada de postergar su casamiento, ni siquiera por un año. Gracias al sexto sentido que nos hace ver por encima de las ilusiones superficiales y las impresiones falsas, eran conscientes el uno del otro, y no querían dejarse escapar. La madre de Innokenty, gravemente enferma, se oponía al casamiento. (Pero, ¿qué madre no se opone al casamiento de su hijo?) El fiscal tampoco quería dar su consentimiento. (¿Qué padre está dispuesto a ceder de buen grado su linda hija de dieciocho años?) Pero todos tuvieron que darse por vencidos. Los jóvenes se casaron y su felicidad era leyenda entre sus amigos.

Su vida matrimonial empezó bajo los mejores auspicios. Perteneció a ese círculo de gente que no sabe lo que quiere decir caminar o tomar un subterráneo, ese grupo social que, incluso antes de la guerra, usaba el avión en lugar del tren, que jamás se había preocupado de amueblar un departamento.

Donde quiera que fuesen —Moscú, Teherán, la Costa Siria, Suiza– una casa, villa o departamento, lujosamente amueblados, esperaba a la joven pareja. Además, sus filosofías eran coincidentes: "La vida es una sola". Así que tomemos todo lo que la vida nos puede dar, menos una cosa: el nacimiento de un hijo. Porque un niño es un ídolo que absorbe los jugos del ser y que no da por ese sacrificio siquiera su agradecimiento.

Con semejantes ideas, estaban muy acordes con las circunstancias en que vivían y las circunstancias estaban acordes con ellos. Probaron toda fruta nueva o rara. Aprendieron a diferenciar el gusto de todo cognac fino, el vino del Rhône, el vino de Córcega, conocieron los productos de todas las viñas de la tierra. Usaron ropas de todas clases. Bailaron todos los bailes posibles. Se bañaron en todos los balnearios de renombre. Jugaron al tenis y navegaron en lujosos yates. Presenciaron un par de actos de toda pieza de teatro que saliera de lo común. Hojearon todos los libros que causaron sensación.

Durante seis años, los mejores de su juventud, gozaron juntos de todo. Esos fueron los años durante los cuales la humanidad sollozaba separaciones, moría en los frentes o bajo las ruinas de las ciudades destrozadas, cuando adultos, enloquecidos arrebataban migajas de pan negro de manos de sus propios hijos. Pero ni la más leve nube formada con los hedores del dolor del mundo, vino a empañar el límpido cielo bajo el cual vivían Innokenty y Dotnara.

¡Después de todo, la vida es una sola!

Sin embargo, amaban decir los antiguos hombres rusos que los caminos del Señor son inescrutables. Al finalizar su sexto año de matrimonio, cuando los bombarderos se habían detenido y las armas se habían silenciado, cuando las verdes briznas, ahogadas y olvidadas en el humo de la guerra empezaron a dar señales de renovado crecimiento, cuando en todas partes la. gente empezaba a recordar que la vida era una sola —precisamente fue en esos meses, cuando Innokenty empezó a sentir el hastío insípido y asqueante hacia todos los frutos materiales de la tierra que era dable oler, olfatear, tomar, comer y palpar.

Esto lo asustó al principio. Se debatió en contra de su nuevo sentimiento, esperó que pasara como una enfermedad; pero no pasó. No podía comprenderlo. Tenía todo al alcance de la mano y, sin embargo, le faltaba algo.

Sus alegres amistades, junto a quienes hasta ese momento se había sentido tan cómodo, de repente comenzaron a gustarle cada vez menos. Uno parecía algo tonto; el otro, algo grosero; el tercero, demasiado pagado de sí mismo.

No sólo se había sentido apartado de sí mismo, sino también de su rubia Dotty, – como hacía tiempo llamaba a Dotnara, a la manera europea– su propia mujer con la que hasta entonces había sido tan unido y de la cual se sentía ahora distanciado y alejado.

A veces sus opiniones le parecían demasiado incisivas. O su voz sonaba demasiado segura. En más de una oportunidad, encontró fallas en su comportamiento, mientras que ella parecía convencerse más y más de que tenía razón en todo.

La vida elegante empezó a resultarle opresiva, pero Dotty no quería ni oír hablar de un cambio. Peor aún; ella, que solía abandonar cada cosa nueva por la próxima, de repente se sintió apegada a todas las cosas que tenían en sus departamentos para siempre. Llevaba ya dos años mandando a Moscú enormes bultos desde París; Innokenty lo encontraba espantoso. Y además, ¿es que siempre había comido de esa forma, masticando así, chasqueando, especialmente al comer fruta?

Pero, en la realidad, el problema era, no un cambio en sus amigos ni en su mujer, pero sí en el propio Innokenty: le faltaba algo y no sabía qué.

Innokenty hacía mucho tiempo que estaba conceptuado como un epicúreo. Así le habían dicho y había aceptado la denominación gustoso, aunque, en realidad, no sabía bien lo que quería decir. Hasta que un día, aburrido en su casa de Moscú, se le ocurrió echarle un vistazo al trabajo del maestro y descubrir que era exactamente lo que había enseñado. Empezó revisando los armarios donde su madre había guardado los libros. En uno de los tres esperaba encontrar un libro sobre Epicuro; tenía un vago recuerdo de haberlo visto allí, cuando era pequeño.

Comenzó la búsqueda con movimientos toscos y difíciles, como si estuviera trasladando pesados objetos de un lado a otro. El aire estaba lleno de polvo. Él no estaba acostumbrado a este tipo de trabajo, y pronto se encontró muy cansado. Sin embargo, proseguía y parecía que una brisa renovadora saliera de las profundidades de los viejos estantes, con su típico olor a moho. Efectivamente, encontró el libro sobre Epicuro, entre otras cosas, y más tarde se puso a leerlo. Pero su gran descubrimiento fueron las cartas de su madre. Nunca la había comprendido y sólo había sido apegado a ella en su niñez. Había aceptado su muerte con indiferencia, y no había vuelto de Beirut para su funeral.

Desde su temprana niñez la imagen de su padre había estado mezclada con largas trompetas de plata que apuntaban al esculpido cielorraso, y el grito de "¡Alzaos en llamas, oh, noches azules!" Innokenty no se acordaba de la persona de su padre. Había muerto en 1921, en el distrito de Tambov. Pero a todo el mundo le encantaba hablarle de su padre, el célebre héroe de la Guerra Civil, líder de los marineros. A fuerza de escuchar esos cánticos de alabanza en todas partes, Innokenty se había acostumbrado a sentirse orgulloso de su padre y de su lucha a favor del pueblo, contra quienes vivían rodeados de lujo. Al mismo tiempo, era casi condescendiente con su madre, siempre enferma, siempre sufriendo por algo, siempre lamentándose por algo, siempre rodeada de sus libros y sus botellas de agua caliente. Como la mayoría de sus hijos, no podía concebir a su madre como un ente aparte, independiente de él, de su niñez, de sus necesidades; o que su enfermedad era real, o que había muerto a los cuarenta y siete años de edad.

Sus padres rara vez habían vivido juntos. Pero a Innokenty esto nunca le había preocupado y nunca pensó en preguntárselo a su madre.

Y ahora todo estaba abierto delante de él, en las cartas y el diario de su madre. Su matrimonio se había parecido mucho al paso de un huracán, como todo en aquellos días. Circunstancias repentinas los habían unido, y otras circunstancias les habían impedido verse seguido y fueron las circunstancias las que finalmente los habían separado. A través de ese diario, su madre resultó ser más que un mero complemento de su padre, sino todo un mundo aparte. Innokenty supo que su madre había amado siempre a otro hombre, pero nunca había podido unirse a él.

Encontró, además, paquetes de cartas, atados con moños de distintos colores, de amigos y amigas, incluso de conocidos; actores y actrices, artistas y poetas, cuyos nombres nadie recordaba ya, o lo hacían despectivamente. Su diario, con anotaciones cotidianas en ruso y francés, sé componía de varias libretas encuadernadas en tafilete de color azul marino: páginas y páginas cubiertas con su extraña escritura, que más bien parecían las huellas retorcidas de un pájaro herido que hubiera andado sobre el papel. Un gran número de páginas estaban dedicadas a reuniones literarias y obras de teatro. El corazón del hijo se estremeció con la descripción de cómo una noche blanca de junio, ella, acompañada de otros jóvenes, todos llorando de alegría, habían ido a esperar a la troupe del Teatro de Arte de Moscú a la estación de Petersburgo. Un amor desinteresado al arte resplandecía con gozo a través de esas páginas y su frescura llegó a Innokenty. No podía representarse una troupe parecida hoy en día, y no podía imaginar que nadie fuera a pasar la noche en vela para ir a recibirla, a no ser que lo hubiera enviado la Sección Cultural, con ramos pagados por contaduría. Y, por cierto, a nadie se le ocurriría ponerse a llorar.

Siguió avanzando en la lectura del diario, hasta que encontró unas páginas intituladas: "Máximas".

"La misericordia es el primer movimiento de un alma buena".

Innokenty frunció el ceño. ¿Misericordia? Una emoción vergonzosa y, sobre todo, humillante, tanto como para quien la da como para quien la recibe, al menos eso era lo que había aprendido en el colegio.

"Nunca te consideres más en lo cierto que los demás. Respeta las opiniones del prójimo, aunque contradigan las tuyas".

Había que reconocer que eso estaba algo pasado de moda. Si mi punto de vista es correcto, ¿cómo voy a respetar a quien no está de acuerdo conmigo?

Pero el hijo sentía como si no estuviera leyendo, sino escuchando la voz cascada de su madre.

¿Qué es lo más alto que hay en el mundo? No participar en injusticias, son más fuertes que tú. Han existido y existirán. Pero que no sobrevengan por tuintermedio".

Sin embargo, su madre había sido un ser más bien débil. Era imposible imaginarse a mamá luchando, debatiéndose; imposible conciliar la idea de mamá y la idea del combate.

Si Innokenty hubiera abierto el diario seis años antes, ni siquiera se hubiera percatado de estos pasajes. Ahora los leía despacio y estaba estupefacto. Nada había de raro en ellos; simplemente eran conceptos equivocados, pero sorprendentes. Hasta las palabras que su madre y sus amigas empleaban estaban fuera de uso. Escribían, con perimida seriedad y con mayúsculas: "Verdad, Belleza, Bien, Mal: imperativos éticos". En el lenguaje que Innokenty y sus amigos usaban, las palabras eran más concretas y, por lo tanto, más comprensibles: inteligencia moral, humanidad, lealtad, orientación definida.

Pero aunque no había dudas de que Innokenty era moralmente inteligente, humano, leal y definido —era la orientación definida lo que los de su generación más apreciaban en sí mismos y lo que trataban de poseer en mayor grado—. Sin embargo, ahí sentado en un banquillo frente a esos armarios, sintió que había encontrado algo que le faltaba.

Había también allí unos álbumes, con la clara precisión de las fotos antiguas y varios paquetes de programas teatrales de Moscú y Petersburgo. Y el diario teatral "The Spectator". Y el "Noticioso Cinematográfico". ¿Existía cine en esa época? ¿Pertenecían todos al mismo período? Pilas y pilas de distintas revistas, cuyos nombres nada significaban para él: Apolo, El Vellocino de Oro, Las Escalas, El Mundo Artístico, El Sol de Rusia, El Despertar, Pegaso. Reproducciones de pinturas, esculturas y decorados teatrales que le resultaban desconocidos, de los cuales no quedaban ni rastros en la Galería Tretyakov, versos de poetas desconocidos. Innumerables ediciones de suplementos de revistas llenos de nombres de escritores europeos que jamás habían llegado a los oídos de Innokenty. Y docenas de editores que habían desaparecido de la faz de la tierra: Griffon, Rosa de Zarza, Escorpio, Musaget, Halycon, Logos, Prometeo, Bien Social.

Durante varios días permanecía horas sentado en el taburete frente a los armarios abiertos, absorbiéndolo todo, envenenándose con la atmósfera del mundo de su madre, al cual hacía ya mucho tiempo había entrado su padre con un impermeable negro y granadas colgándole del cinturón, con una orden de allanamiento en la mano.

Mientras estaba allí, Dotty entró a invitarlo a una fiesta. Innokenty la miró como a través de un siglo y luego frunció el ceño, imaginándose la presumida reunión donde todos estarían completamente de acuerdo con los demás, donde todos se pondrían prestamente de pie para el brindis inicial en honor del Camarada Stalin, donde luego sé dedicarían a comer y beber en abundancia, olvidados por completo del Camarada Stalin, y, donde finalmente, acabarían jugando a las cartas en la forma más estúpida que pueda darse.

Miró largamente a Dotty, sintiéndola muy lejos y le pidió que fuera sola.

Para Dotty no tenía ningún sentido que alguien prefiriera huronear entre viejos álbumes a asistir a una buena fiesta. Para él, las cosas que encontraba en esos armarios tenían un profundo sentido, porque le refrescaban viejos recuerdos de su niñez, cosa que no ocurría con su mujer.

Su madre había, al fin, logrado su propósito: levantándose de la tumba, había arrancado a su hijo de manos de su novia:

Fue a través de todas estas cosas que Innokenty, por fin, comprendió a su madre. Así, como la esencia de la comida no puede expresarse en calorías, la esencia de toda una vida no puede ser captada ni por las mejores fórmulas.

Habiendo dado los primeros pasos, Innokenty no podía ya detenerse en los últimos años se había tornado perezoso. De su madre aprendió el buen francés que lo había llevado adelante en su carrera. Ahora volvió a dedicarse a la lectura.

Pero surgió de ello que hay que saber leer. No es cuestión de recorrer páginas y páginas con la vista. Desde el momento en que Innokenty, desde su temprana juventud, fue apartado de los libros erróneos o censurados, y leyó sólo lo estipulado, sabiendo que tenía que creer a pie juntillas todo lo que leía, entregándose así atado de pies y manos a la voluntad del autor. Ahora, leyendo autores de opiniones contradictorias, se encontraba imposibilitado para rebelarse contra alguno y podía someterse sucesivamente a un autor, luego a otro y más tarde a un tercero.

Luego había ido a París y trabajado en la UNESCO. Mientras estaba allí, después de su trabajo leyó mucho y había alcanzado un punto donde se sentía menos juguete de las ideas del autor de turno y más dueño de sus propias ideas.

No había descubierto mucho en esos años, pero había descubierto algo.

Hasta entonces, la verdad para Innokenty había sido: la vida es una sola.

Ahora empezó a percibir otra ley en sí mismo y en el mundo: también la conciencia es una sola.

Y de la misma forma en que no podemos recobrar una vida perdida, tampoco podemos recobrar una conciencia descarriada.

Innokenty estaba empezando a evaluar este concepto, cuando ése sábado se enteró, para su desgracia, de la trampa que se le había preparado a ese bobo de Dobraumov. Ya era lo suficientemente experimentado para darse cuenta que lo de Dobraumov era sólo el principio de una larga campaña. Pero a Dobraumov le había tomado especial cariño, como a un personaje de las memorias de su madre.

Durante varias horas se paseó por su oficina, indeciso; el diplomático con quién la compartía se había ausentado en una gira oficial. Se hamacó nerviosamente en un sillón, comenzó a temblar y escondió la cara entre las manos. Finalmente, decidió hacer una llamada de advertencia, aunque bien podía estar intervenido su teléfono y eran pocos los que en el ministerio estaban al tanto del secreto.

Todo esto parecía haber sucedido hacía siglos, y sólo había sido ayer.

Durante todo el día de hoy, Innokenty había sufrido una violenta perturbación. Estuvo fuera de su casa, de modo que no pudieran ir a arrestarlo allí, experimentando sentimientos contradictorios, desde el más amargo de los arrepentimientos al más despreciable de los temores, al indiferente "que sea lo que sea" y vuelta nuevamente al terror. El día anterior no se había imaginado que iba a padecer éste terrible estado de nervios. Nunca supo que pudiera temer tanto por sí mismo.

Ahora el taxi lo conducía por la Bolshaya Kaluzhskaya, con su brillante iluminación. Nevaba copiosamente y los limpiaparabrisas se movían monótonamente.

Pensaba en Dotty. El distanciamiento entre ellos era tan grande en la primavera pasada, que se había arreglado de manera de no llevarla consigo a Roma.

Cuando volvió, en agosto, se supo que la compartía con un oficial del Estado Mayor. Con una tozuda convicción, muy femenina, no había negado su infidelidad, sino que culpaba de ella a Innokenty: ¿por qué la había abandonado?

Pero él ni siquiera había sentido dolor por la pérdida, sino más bien alivio. No se había sentido vengativo ni celoso. Sencillamente, había dejado de ir a su cuarto y se había encerrado en un despreciativo bloqueo durante los últimos cuatro meses. Claro que no se podía ni siquiera hablar de divorcio. En el servicio exterior un divorcio sería fatal para su carrera.

Pero ahora, Unos días antes de su partida, ¡de su arresto!, quería ser amable con Dotty. Recordaba, no lo malo, sino todo lo bueno que ella tenía.

Si lo arrestaban, bastante la iban a ajetrear y a atemorizar por causa suya.

A mano derecha, a lo largo de la verja de los Jardines Nescuchny, la sucesión de negros troncos y ramas de árboles cubiertos de nieve, pasaba veloz.

La espesa nevada daba la sensación de paz y olvido.


LA CENA DE INVITADOS



El departamento del fiscal, que despertaba la envidia de todo el monoblock N" 2, pero que la familia Makarygin misma encontraba algo estrecho, había sido formado con dos departamentos contiguos, cuyas paredes divisorias se habían echado abajo. Así que contaba con dos puertas principales, una de las cuales se hallaba clausurada, dos baños, dos "toilettes", dos pasillos, dos cocinas y cinco cuartos más, en el más espacioso de los cuales se estaba sirviendo la cena.

En total, se encontraban veinticinco personas, entre invitados y anfitriones, y las dos sirvientas oriundas de Baskir, apenas daban abasto para servir a todos. Una de ellas era la sirvienta de la casa; La otra había sido prestada por unos vecinos para la velada. Ambas eran bastante jóvenes; ambas provenían del mismo pueblo y ambas habían finalizado juntas su ciclo secundario en Chekmagush. Tenían las caras tensas y coloradas por causa del calor de la cocina y su expresión denotaba seriedad y esfuerzo. La esposa del fiscal, una mujer alta y maciza, vigorosa en su edad madura, las observaba con una expresión aprobatoria.

La primera difunta mujer del fiscal, que pasó con su marido la Guerra Civil, que tan bien manejaba la ametralladora automática, que usaba chaquetas de cuero y vivía cumpliendo al pie de la letra las instrucciones de su célula comunista, no sólo nunca habría sido capaz de llevar la casa de Makarygin hasta su abundancia del día de hoy, sino que sería difícil imaginarse cómo hubiera sido su vida ulterior, de no haberse muerto al nacer Clara.

Pero Alevtina Nikanorovna, la actual esposa de Makarygin, sabía muy bien que una buena familia no puede prosperar sin una buena cocina; que alfombras y manteles son un importante signo de prosperidad, y que la cristalería es lo ideal para un banquete. Había estado coleccionando cristalería durante años, y no la cristalería corriente, tosca y desequilibrada, que ha pasado por muchas manos en su proceso de fabricación en serie, sin muestra alguna del corazón de un artesano. Coleccionaba cristalería antigua, de la confiscada en los años veinte y treinta por orden judicial, y vendida en los centros de comercialización, donde sólo los miembros del poder judicial tenían acceso; cada pieza era una muestra del estilo personal de su fabricante. Había aumentado considerablemente su haber durante los dos años de postguerra, cuando el fiscal se había desempeñado en Riga; en las casas de remate y en el mercado público compró muebles, porcelanas y hasta cucharas de plata sueltas.

Ahora, sobre las dos grandes mesas, la luz brillante arrancaba reflejos multicolores de las facetas y los bordes del cristal trabajado. Había tonalidades de rubí (de un rojo oscuro), de cobre (un rojo achocolatado) de silenio (rojo con un sopló amarillento). Los había de verde oscuro, de verde cadmio, con una reminiscencia de dorado y azul cobalto; también había blanco lechoso, cristal iridiscente con tonos de óxido, cristal opaco, que parecía marfil. Había botellones de dos cuellos, con tapas redondas de cristal labrado, recipientes de cristal común adornados con la triple tiara, rebosantes de frutas, nueces y dulces; humildes vasitos, vasos y copas de vidrio color plomo. Todo con una gran variedad; ni un color, ni un monograma se repetía seis ni doce veces.

En medio de todo este fasto, en la mesa de los mayores, se encontraba el objeto responsable de todos los festejos: la flamante Orden de Lenín del fiscal, sobrepasando en brillo a sus otras condecoraciones, que se veían viejas y deslustradas.

La mesa de los jóvenes estaba puesta a lo largo de la habitación. Las dos mesas estaban unidas, pero formando ángulos rectos, de manera que algunos convidados no podían ver a otros y nadie podía oír mucho de lo que se estaba diciendo; la conversación era llevada adelante por pequeños grupos independientes. La charla se elevaba en un murmullo alegre y vivaz, entre las risas de los jóvenes y el entrechocar de las copas.

Hacía ya mucho que habían terminado con los brindis reglamentarios; a la salud del Camarada Stalin, a la de los miembros del Poder Judicial, y a la del anfitrión, para que esta distinción no fuera la última que recibiera. Cuando se hicieron las diez y media, unos cuantos se habían servido platos salados, salados y dulces, picantes, ácidos, ahumados, desgrasados, grasos, helados, todos llenos de vitaminas. Varios habían sido realmente estupendos, pero nadie comía con la atención concentrada y con placer genuino, como habrían hecho si estuvieran solos. La comida estaba condenada de antemano, como siempre lo está en las reuniones formales; los platos más raros y exquisitos se habían cocinado y distribuido en grandes cantidades. Pero los invitados estaban demasiado cerca uno del otro y molestándose, no se dedicaban a la comida sino a sus obligaciones sociales como charlar, bromear, y demostrar un afectado desinterés por esta comida.

Pero Schagov, que había languidecido en un comedor estudiantil durante años y las dos compañeras de Clara en el instituto, atacaban cada plato con real ansiedad, aunque trataban de parecer elegantemente indiferentes. Otra invitada que comía ávidamente era una protegida de la dueña de casa, que se hallaba instalada a su lado. Era una amiga de la infancia, una chica de pueblo casada con un instructor del Partido en el remoto Distrito de Zarechensky. No era feliz; nunca podría alternar con la alta sociedad con ese negado de su marido. Estaba de compras en Moscú. En cierta forma, la dueña de casa estaba contenta de que su amiga comiera todo, lo elogiara, pidiera la receta y se mostrara tan abiertamente fascinada con la decoración de la casa y con el ambiente en que vivía la familia del fiscal. Pero también estaba un poco avergonzada de esta mujer, a quien apenas podía llamar amiga, sobre todo frente a su inesperado huésped, el mayor general Slovuta:. También se avergonzaba de Dushan Radovich, un viejo amigo del fiscal; él, también, ya casi no era un amigo. Habían invitado a ambos porque en un principio se pensó en hacer una reunión de familia. Ahora Slovuta podía llevarse la impresión de que los Makarygin alternaban con cualquiera (la palabra cualquiera, en el léxico de Alevtina Nikanorovna, designaba a todo aquel incapaz de "acomodarse" y ganar un alto sueldo). Esto fue suficiente como para amargarle la fiesta. Así que había alejado a su amiga de Slovuta lo más posible y trataba de silenciarla cuanto podía.

Dótty se desplazó hacia el otro extremo de la mesa, porque había oído algo que parecía ser una entretenida historia sobre el servicio doméstico. (Todos habían sido liberados de su condición de siervos y educados tan rápidamente, que ahora nadie quería ser pinche de cocina, lavaplatos o lavar la ropa) Parecía que en Zarechensky la gente ayudaba a una muchacha a salir de una granja colectiva a cambio de dos años de servicio, al cabo de los cuales se le proporcionaba un pasaporte que le permitía irse a la ciudad. En el dispensario local había dos ordenanzas ficticias que figuraban en el presupuesto; esos sueldos servían en realidad para pagar a dos muchachas que trabajaban de sirvientes en casa del director de la institución y en lo del Jefe de la Administración Sanitaria del Distrito. Dotty frunció su frente de raso; en los distritos todo era más sencillo. Pero, ¿aquí en Moscú?

Dinera, una vivaz mujer de pelo oscuro, que muy rara vez redondeaba un pensamiento por sí misma y que jamás dejaba que alguien lo hiciera, se aburrió de la "mesa de honor" y se pasó al grupo de los jóvenes. Vestía toda de negro. Un satén importado la cubría toda como una suave y tersa piel, menos los brazos, que eran blancos como el alabastro.

Saludó con un gesto a Lansky, que se encontraba en el otro extremo de la habitación.

—¡Alosha, vengo a unirme a ustedes! ¿Has asistido al "Inolvidable 1919"?

Con la misma estereotipada sonrisa con que saludaba a todo el mundo, Lansky contestó: "Ayer".

—¿Por qué no a la premiere? ¡Lo estuve buscando por todas partes con mis anteojos; quería seguir su reluciente estela!

Lansky, que estaba sentado cerca de Clara en la espera de una importante contestación por parte de esta última, se preparó, sin mucho entusiasmó, a sostener un debate con Dinera, con quien era imposible no discrepar. Siempre que se encontraban en reuniones literarias, en editoriales, en el restaurante del Club Central de Escritores, surgían discusiones entre ellos. Como ella no estaba ligada a ninguna tendencia partidaria ni en el plano político ni en el literario, atacaba siempre con agudeza, pero sin rebasar nunca los límites. Dramaturgos, libretistas, directores, ninguno se libraba de caer bajo su picota, ni siquiera su propio marido, Nikolai Galakhov. Lo atrevido de sus juicios le sentaba a la perfección, como lo atrevido de su vestimenta y de su vida, que era bien conocida por todos; sus juicios eran un soplo de aire nuevo en la insípida atmósfera de la crítica literaria, hecha no por hombres cabales, sino por las posiciones oficiales que ocupaban. Ella cargaba sobre la crítica en general y sobre los ensayos de Alexei Lansky en particular. Mesurado y sonriente, Lansky nunca se cansaba de explicarle a Dinera sus errores anárquicos, sus desvaríos de pequeña burguesa.

Sin embargo, estaba dispuesta a llevar adelante este diálogo, un poco en broma y un poco en serio, donde la intimidad y el enojo se alternaban sin discriminación, porque su suerte en el mundo de las letras dependía en mucho de Galakhov.

"El Inolvidable 1919", era una pieza de Vichnevsky que se suponía la historia de Petrogrado y los marineros del Báltico durante la revolución, pero, de hecho, sólo hablaba de Stalin: cómo Stalin había salvado a Petrogrado, salvando así a la Revolución y a toda Rusia: La obra, escrita para el septuagésimo cumpleaños del Padre y Maestro, mostraba cómo, gracias a la conducción de Stalin, de alguna manera Lenin había podido hacer frente a la situación.

—Ya ve, – dijo Dinera con un gesto lánguido de la mano, mientras: sentaba en frente de Lansky, a través de la mesa—, debe haber imaginación, una viva imaginación en una pieza de teatro; pillería, hasta insolencia. ¿Se acuerda de "Una Tragedia Optimista", de Vichnevsky? Allí había un dúo en el cual dos marineros intercambiaban agudezas: ¿No hay demasiada sangre en esta tragedia?. – No más que en las de Shakespeare. ¡Eso era originalidad! Pero ahora uno va a ver su nueva obra, ¿y qué? Es realista, sí; tiene rigor histórico; es una visión impresionante del Líder, pero, nada más.

—¿Qué?, – interrumpió un joven que le había ofrecido a Dinera la silla que estaba a su lado. En su ojal lucía, con algo de estudiada indiferencia, levemente ladeada, la cinta de la Orden de Lenín—. ¿No le basta con eso? Yo no recuerdo que se nos haya proporcionado un retrato más emocionante de Iosif Vissarionovich.

—¡Estaba lleno de gente llorando!

—¡Yo misma tenía lágrimas en los ojos!, – dijo Dinera, despidiéndolo—. ¡No estamos hablando de eso! – Dirigiéndose exclusivamente a Lansky, continuó—. Pero si casi nadie en la pieza tiene ni siquiera un nombre. Como personajes tenemos tres miembros del Partido sin personalidad ninguna, siete comandantes, cuatro comisarios, como una lista oficial. Y otra vez esos marineros, tan vistos, hermanitos que emigran de las obras de Belotserkovsky a las de Lavrenev, de las de Lavrenev a las de Vichnevsky, de las de Vichnevsky a las de Sobolev. – Dinera sacudía la cabeza mientras nombraba a los comediógrafos; luego entornó los ojos y prosiguió—: Uno sabe por anticipado quiénes son los buenos, quiénes son los malos y cómo va a terminar todo.


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