355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Александр Солженицын » En el primer cí­rculo » Текст книги (страница 12)
En el primer cí­rculo
  • Текст добавлен: 3 октября 2016, 22:21

Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



сообщить о нарушении

Текущая страница: 12 (всего у книги 50 страниц)

Agniya levantó la cabeza, y su mano luciendo el anillo de oro de Yakonov cayó apenas. Su cuerpo infantil pareció huesudo y terriblemente delgado.

—Sí, sí, – dijo con un hilo de voz—. Admito que a veces es muy duro para mí vivir. No lo deseo. El mundo no necesita de gente como yo.

Él mismo se sentía roto por dentro. ¡Ella hacía todo lo posible para matar su atracción por él! El coraje de Antón para llevar adelante su compromiso y casarse con Agniya se debilitaba.

Ella lo miró con una mirada de curiosidad, sin sonreír.

—Con todo es fea, – pensó Antón.

—Fama y éxito te aguardan con toda seguridad y prosperidad final, – le dijo tristemente—, pero ¿serás feliz Antón?Ten cuidado. La gente que se interesa en el procesopierde... pierde... ¿Pero, qué puedo decirte? Sus dedos marcaban su esfuerzo por hallar las palabras y el tormento de su búsqueda se ponía de manifiesto en lo penoso de su imperceptible sonrisa. – Allí las campanas terminaron de sonar, y no volverán; allí estaba toda la música. ¿No lo comprendes?

Lo convenció de que entrara. Bajo los arcos macizos de una galería cuyas pequeñas ventanas se alzaban al estilo de la antigua Rusia, la iglesia rumoreaba. Un arco bajo abierto sobre la galería conducía a la nave, a través de las estrechas ventanas de la cúpula, el sol poniente llenaba la iglesia de luz, haciendo brillar el dorado de los iconos y de la imagen de mosaicos del Señor de los anfitriones.

Habían pocos fieles. Agniya puso la delgada vela en el candelabro de bronce y, apenas persignándose, quedó austeramente de pie, con las manos juntas sobre el pecho casi sin persignarse, mirando fijamente a lo lejos, en la entrada. La baja luz del atardecer y el brillo naranja de los candelabros devolvían vida y calidez a sus mejillas. Eran dos días antes del nacimiento de la Madre de Dios, y una larga letanía se cantó en alabanza de ella. La letanía era infinitamente elocuente, los atributos y elogios de la virgen María corrían como un torrente, y por primera vez Yakonov comprendió el éxtasis poético de la plegaria. Ninguna pedante iglesia desalmada había escrito aquellas letanías, sino algún gran poeta desconocido, algún prisionero en un monasterio, conmovido, no por la lujuria de un cuerpo de mujer, sino por un arrebato más alto del que ella puede arrancar de nosotros.

Yakonov despertó de su sueño. Estaba sentado en el pórtico de la iglesia del mártir Nikita sobre un montón de fragmentos confusos, ensuciando su saco de piel.

Sin ningún motivo razonable había bordeado la torre en forma de tienda de campaña y las escaleras que descendían al río. Era increíble que aquel atardecer de diciembre estuviera desfalleciendo sobre, las mismas yardas de tierra de Moscú donde ellos habían estado aquella tarde soleada. La vista desde la colina era igualmente distante y las riberas del río marcadas por las luces eran exactamente las mismas.

Pronto, después de aquella tarde, él había salido para su misión en el extranjero. Al regreso le habían dado un artículo periodístico para escribir —o más bien para firmar– acerca de la desintegración del oeste, de su sociedad, de su moralidad, de su cultura, acerca de la pobre condición de su inteligencia y de la imposibilidad de su ciencia de producir algún progreso. No era la completa verdad, pero no era tampoco una total mentira. Los hechos existían, aunque había otros factores también. La hesitación de Yakonov podía haber despertado sospechas, dañado su reputación. Después de todo, ¿a quién heriría aquel artículo?

El artículo se publicó.

Agniya le devolvió su anillo por correo, envuelto en un pedazo de papel sobre el cual estaba escrito: "Para el Metropolitano Cirilo".

Él sintió alivio.

...Se levantó y, en pie, tan derecho como podía, se asomó a una de las pequeñas ventanas con rejas de la galería.

Olía a ladrillo, tosco, frío y húmedo. Lo que había adentro era indefinido: un montón de piedras rotas y basura.

Yakonov se alejó de la ventana; el latido de su corazón se hacía más lento y se recostó contra el marco de la mohosa puerta que no se había abierto desde hacía muchos años.

De nuevo el frío pesado de la amenaza de Abakumov lo conmovió.

Yakonov estaba en la cima de su poder visible. Había alcanzado el alto rango de un poderoso ministerio. Era inteligente, talentoso —y considerado como tal—. Su amorosa mujer lo esperaba en su hogar. Sus queridos niños dormían en sus pequeños lechos. Tenía un excelente departamento en un antiguo edificio de Moscú. Habitaciones con cielorraso y balcón, su salario mensual se calculaba en miles. Un coche Pobeda para su uso, que no hacía sino esperar su llamado. Sin embargo, estaba recostado con sus brazos apoyados sobre piedras muertas, y no quería seguir viviendo. Todo estaba tan sin esperanzas dentro de él que no tenía fuerzas para moverse.

La luz estaba aumentando.

Había una solamente pureza en el festivo aire helado. Abundantes agujas de escarcha rellenaban las anchas raíces del tronco del roble, las cornisas de las casi ruinas de la iglesia, las orejas de sus ventanas, los hilos eléctricos que conducían a la casa próxima, y, por debajo del ensanche el largo cerco circular que rodeaba la construcción del solar de un futuro rascacielo.


ASERRANDO LEÑA



La luz aumentaba.

La capa de agujas de escarcha cubrían no sólo el cerco de la zona y de la pre-zona del área, sino también del alambrado de púa, retorcido en veinte hilos formando sus puntas miles de estrellas y empotrado dentro de una talla de la costa; el techo en pendiente del miradero y los altos muros de maleza de la tierra libre más atrás de los hilos.

Dimitri Sologdin miraba con ojos muy abiertos aquel milagro y sintió delicia al hacerlo. Estaba de pie cerca del caballete para aserrar leña. Llevaba un saco acolchado sobre un overol azul; su cabeza estaba desnuda y sus cabellos mostraban los primeros mechones grises. Era un insignificante esclavo y no tenía derechos. Había sido hecho prisionero hacía ya doce años, pero después de la segunda sentencia, no había final en la prisión para él. La juventud de su mujer se había extinguido en inútil espera. De tal manera, para no ser despedida de su trabajo actual como varias veces ya lo había sido de otros, ella había mentido, diciendo que su marido no existía, terminando toda correspondencia con él. Sologdin no había visto nunca a su único hijo. Su mujer estaba embarazada cuando él fue arrestado. Sologdin había sobrevivido a los bosques de Cherdynnks al norte de los Urales, y a las minas de Vorkuta más allá del Círculo Ártico, y a dos procesos, el primero, que duró medio año y uno el segundo. Había tenido insomnios, agotamiento, pérdida de fluidos corporales. Hacía mucho tiempo que su nombre y su futuro se habían fundido completamente en el barro. Su propiedad personal era un par de pantalones gastados, guardados ahora en el depósito, en espera de tiempos peores hacia adelante. Como todo dinero, recibía treinta rublos por mes, no en moneda. Podía respirar aire puro sólo a ciertas horas fijas, permitidas por el administrador de la cárcel.

A pesar de todo había una inviolable paz en su alma. Sus ojos brillaban como los de los jóvenes. Su pecho desnudo a la helada se alzaba con la plenitud de la juventud.

Sus músculos, que se habían vuelto como hilos secos durante las etapas de los procesos, se habían desarrollado de nuevo, sólidos y anhelantes por actuar. Por esto voluntariamente y sin ninguna compensación, venía cada mañana a aserrar y hachar leña para el fuego de la cocina de la cárcel.

No obstante, el hacha y la sierra —armas terroríficas en manos de un zek– no le eran confiadas tan simplemente. La administración de la cárcel que obligada por su paga a sospechar perfidia en los actos más inocentes de los zeks, juzgando a los otros por ella misma, no podía creer que una persona quisiese de buena voluntad realizar un trabajo por nada... Por lo tanto, Sologdin fue sospechado seriamente de preparar una evasión o un levantamiento armado. Una orden se expidió para apostar un guardián a una distancia a cinco pasos, mientras Sologdin trabajaba, de manera que pudiese vigilar cada movimiento que él hiciera y a la vez quedar inalcanzable para ser atacado con el hacha. Había gente capaz para este peligroso trabajo, y la relación en sí —un guardián por trabajador– no pareció extravagante en una administración adoctrinada en los buenos valores morales del GULAG. Pero Sologdin se puso testarudo, lo que no hizo sino aumentar las sospechas. Declaró con intemperancia que no trabajaría en presencia de un guardián personal. Por un tiempo el corte de leña para el fuego paró. El director de la prisión no podía obligar a trabajar a los zeks —no era un campo y los zeks estaban ocupados en un trabajo intelectual independiente de su jurisdicción—. El problema básico era que los oficiales proyectistas y las oficinas de cuentas no habían tomado las providencias para que el ayudante de cocina hiciera esta clase de trabajo. Por otra parte las empleadas mujeres, libres, que preparaban la comida de los prisioneros, se rehusaban a cortar leña porque no se les pagaba para eso. La administración ensayó el envío de los guardianes que gozaban de descanso para que realizaran este trabajo fuera de hora, interrumpiendo sus juegos de dominó en la sala de guardia. Se trataba de muchachones que habían sido escogidos por su buena salud; sin embargo, en el curso de sus años de servicio en la guardia, evidentemente perdían su habilidad para trabajar —les dolían las espaldas, y el juego de dominó los atraía—. Simplemente parecía que no podían cortar tanta leña como se necesitaba. Y al fin el director de la prisión tuvo que darse por vencido. Sologdin y otros prisioneros que fueron a trabajar con él —a menudo Nerzhin y Rubín– tuvieron permiso para cortar y aserrar sin vigilancia especial. De todos modos podían ser vistos desde la torre de guardia como si estuvieran al alcance de la mano y los oficiales de turno fueron instruidos para que mantuvieran el ojo alerta sobre ellos desde todos los rincones de alrededor.

Cuando la oscuridad se disipaba y las luces de las lámparas se apagaban con la luz del día, el conserje Spiridon aparecía en torno del edificio; llevando un saco verde y un gorro de piel con grandes orejas que parecían brotar de él. El conserje también era un zek, pero estaba bajo las órdenes del instituto de administración y no de la prisión. Solamente para evitar una disputa era que él afilaba el hacha y la sierra para la administración de la prisión. Cuando él se aproximó, Sologdin se dio cuenta de que llevaba consigo la sierra que faltaba de su lugar.

A cualquier hora entre el despertar y el apagarse de las luces, Spiridon Yegorov caminaba sin escolta por el patio, custodiado por las ametralladoras. La administración había decidido dar este atrevido paso porque Spiridon era absolutamente ciego de un ojo y con solamente un treinta por ciento de visión en el otro. Aunque se suponía que había tres porteros en la sharashkasegún el cuadro de organización, desde que el patio consistía en varios patios conectados sobre un área total de casi dos hectáreas, Spiridon, que no lo sabía, cargaba con todo el trabajo y no lo pasaba mal. El mayor problema era que él comía allí, no menos de un kilo y medio de pan negro por día, pues se podía comer tanto pan como se quisiera, y los muchachos le dejaban además su kasha. Obviamente Spiridon había aumentado de peso y había mejorado de aspecto desde los tiempos de Sev Urallag, desde sus tres inviernos de leñador y sus tres primaveras de jangadas cuando acarreaba en brazos muchos miles de leños.

—¡Eh, Spiridon! – gritó Sologdin impaciente.

—¿Qué?

El móvil rostro de Spiridon, con sus bigotes rojizos, sus ojos grises, cejas y piel rojiza, a menudo tomaba una expresión de atención complaciente cuando alguien le hablaba como ahora. Sologdin no sabía que esta demostración de atención complaciente de parte de Spiridon era una señal de burla.

—¿Cómo qué? ¿Esa sierra no corta?

—¿Por qué no habría de cortar? – preguntó Spiridon sorprendido—. ¡Se ha quejado usted mucho este invierno! ¡Bueno, hagamos una demostración!

Y le pasó una de las manijas de la sierra.

Comenzaron a aserrar. Una o dos veces la hoja saltó del otro lado de la canaleta como si no quisiera calzar en ella, después mordió y agarró.

—La está agarrando muy fuerte, advirtió cautelosamente Spiridon. Tome la manija con tres dedos, como una lapicera y déjela andar donde quiera ir, con suavidad... Esta es la manera. Cuando vaya hacia usted, no la tironee.

Cada uno saboreaba su superioridad sobre el otro. Sologdin porque conocía mecánica teórica, resistencia de materiales, y muchos otros puntos científicos; Spiridon porque todas las cosas materiales le obedecían a él. Pero si Sologdin no escondía su condescendencia hacia el portero, Spiridon ocultaba la suya al ingeniero.

Aun cortando por el centro el grueso leño, la sierra no saltó, se puso a zigzaguear, a lo largo, salpicando el amarillo aserrín del pino sobre ambos hombres.

Sologdin se rió: —¡Eres un trabajador maravilloso, Spiridon! me confundes; has afilado la sierra ayer, y ¡lo demuestras!

Spiridon satisfecho, cantaba siguiendo el ritmo de la sierra: "come, come, mastica finito. Ella misma no lo traga, lo da a los otros".

Y con un golpe, rompió el leño antes de que estuviera completamente aserrado.

—No la afilé nada, – dijo, mostrando el filo de la sierra al ingeniero—. Mire usted los dientes. Son los mismos de ayer.

Sologdin examinó los dientes y efectivamente no encontró marcas frescas. Pero el pillo le había hecho algo a la sierra.

—Bien, Spiridon, sigamos aserrando un poco más.

—No, dijo Spiridon poniendo sus manos detrás. Estoy muerto de cansado. Todo lo que mis abuelos y bisabuelos no terminaron lo apilaron sobre mí. Y sus amigos estarán llegando.

De todos modos los amigos no vinieron.

Ya era de día. Una alegre mañana helada se encendía detrás. Toda la tierra y hasta las canaletas de los tejados estaban cubiertas de escarcha gris, que coronaba los tilos lejanos en el patio de ejercicios.

—¿Cómo entraste en la sharashka, Spiridon? – le preguntó Sologdin, indagando al portero.

En sus muchos años de campo Sologdin había tratado solamente con gente educada, y no suponía encontrar algo de interés hablando con alguien sin cultura.

—Sí, – dijo Spiridon, chasqueando sus labios. Siempre se agrupan juntas las gentes científicas y por casualidad caí acá yo también. Mi ficha dice que soy un soplador de vidrio. Y bien, alguna vez fui realmente un soplador de vidrio, un maestro soplador de vidrio de nuestra fábrica en Bryansk. Fue hace mucho tiempo, y ahora he perdido la vista y la clase de trabajo que hacía allí no tiene nada que ver con lo que hago ahora aquí. Aquí necesitan un soplador de vidrios hábil como Ivan. Nosotros nunca tuvimos uno como él en nuestra fábrica, jamás. Pero ellos me trajeron gracias a esta ficha, de todos modos. Así cuando yo llegué aquí, me miraron para ver qué era, y quisieron mandarme de vuelta, pero gracias al comandante me tomaron como portero.

Nerzhin apareció por una esquina viniendo en dirección del patio de ejercicios y del desolado edificio de un piso del cuartel del cuerpo de campo. Llevaba un saco acolchado sobre su guardapolvo desabotonado y una toalla de la dependencia estatal, (tan corta por eso) que casi le colgaba de un lado del cuello.

—Buenos días, amigos, saludó bruscamente, desvistiéndose mientras caminaba, mostrando su guardapolvo y sacándose afuera la camisa.

—Glebushka, ¿te estás volviendo loco? ¿Dónde ves algo de nieve? – le preguntó Sologdin mirándolo de soslayo.

—Allá, – replicó Nerzhin sombríamente, encaramándose en el techo del sótano. Allí había una fina capa de lo que podía ser nieve o escarcha, y tomándola a manos llenas, Nerzhin comenzó a frotarse vigorosamente el pecho, la espalda y los costados. Todo el invierno se frotaba con nieve hasta la cintura, aunque si sucedía que los guardias estuvieran cerca, ellos le impedían.

—¡Te está saliendo vapor!, – le dijo Spiridon, sacudiendo la cabeza.

—¿Todavía ninguna carta, Spiridon Danilich? – preguntó Nerzhin.

—¡Sí la hay!

—¿Por qué no me la trajiste para que te la leyera? ¿Todo anda bien?

—Hay una carta pero no la pude conseguir. La serpiente la tiene.

—¿Myashing? ¿No te la quiso dar? Nerzhin detuvo sus masajes.

—Puso mi nombre en la lista pero el comandante me ha hecho alejar del desván en tiempo del despacho del correo. Así, en un momento dado me llegué hasta allí, pero la serpiente había terminado de repartir el correo. Ahora debo esperar hasta el lunes.

—¡Los bastardos! – rugió Nerzhin.

—Por esto es por lo que hay un demonio para juzgar a los curas, – dijo Spiridon con un gesto, mirando del lado de Sologdin, a quien no conocía muy bien.

—Bueno, sigo mi camino.

Y con las orejas de su gorro de piel volándole cómicamente de cada lado como orejas de murciélagos, Spiridon salió en dirección de la casa de guardia donde ningún zek, fuera de él tenía permiso de entrar.

—¡Eh, el hacha, Spiridon! ¿dónde está el hacha? – dijo Sologdin detrás de él.

—El oficial de guardia la traerá, – contestó Spiridon y desapareció.

—Bien, – dijo Nerzhin, con energías secándose el pecho y la espalda con la toalla. No le he gustado a Yakonov. Parece que mi actitud hacia el GRUPO SIETE es la del cadáver de un borrachín en la verja de Mavrino. Además de esto, propuso ayer que yo fuera trasferido al grupo criptográfico, y rehusé.

Sologdin levantó la cabeza y sonrió irónicamente, sus dientes firmes, redondeados, intactos, sin deterioros pero espaciados por los golpes brutales, brillaban entre su acicalado bigote gris rojizo y su barba.

—No estás actuando como un "calculador" sino como un "poeta".

Nerzhin no se sorprendió. Era una de las bien conocidas excentricidades de Sologdin —hablar en lo que él llamaba la lengua de la Máxima Claridad– sin hacer uso de lo que él llamaba "palabras pájaros”, o "palabras de derivación extranjera". Era imposible saber cuándo jugaba o cuándo creía en sus rarezas. Con mucha energía, a veces arbitrariamente, a veces groseramente, retorcía y daba vueltas, tratando de evitar en su discurso hasta palabras tan esenciales como "ingeniero" y "metal". En sus conversaciones durante el trabajo y con los amos trataba de seguir la misma línea y en ocasiones los hacía esperar hasta que no acertara con la palabra.

Esto habría sido imposible si Sologdin hubiera tratado de congraciarse con la administración, obtener trabajos más importantes, recibir una mejor ración de alimento. Pero justamente, era de otra manera que él hacía su camino. Por todos los medios posibles Sologdin evitaba las atenciones de las autoridades y el estímulo de sus favores.

De tal manera, en la sharashka, en medio de los zeks, Sologdin fue reconocido como un cabal excéntrico.

Tenía otras muchas extravagancias. Todo el invierno dormía bajo una ventana, insistía en tenerla abierta cualquiera fuese el frío. Y todavía para completar, estaba ese innecesario trabajo de cortar la leña cada mañana, en lo que había envuelto a Nerzhin y a Rubín. Lo principal era su particularidad de sostener una opinión incoherente sobre todos los temas, por ejemplo que la prostitución era un bien para la moral o que D'Anthés tenía razón en su duelo con Pushkin, opinión que él defendía con inspirado entusiasmo y a veces con éxito hasta cierto grado, brillando sus jóvenes ojos y mostrando en su sonrisa sus espaciados dientes por el rigor del campo.

Era imposible en ocasiones saber si estaba serio o bromeaba. Cuando se lo acusaba de arbitrariedad, reía a carcajadas. – ¡Ustedes llevan una vida aburrida, señores! ¡No podemos tener todos los mismos puntos de vista y los mismos cánones! ¿Qué ocurriría? No habrían más discusiones, ni cambio de opiniones. ¡Hasta un perro se hastiaría!

Y usaba supuestamente la palabra "señores" en vez de "camaradas" porque, habiendo estado lejos de la libertad durante doce años, no recordaba cómo eran las cosas allí.

En ese mismo momento, Nerzhin, todavía medio desnudo, terminaba de secarse con su toallita.

—Sí, – dijo sin alegría—. Por desgracia, Lev tiene razón. Nunca seré un escéptico. Deseo tener una mano en los acontecimientos.

Se puso su camiseta, que era demasiado pequeña para él, y pasó sus brazos dentro de su over all.

Allí estaba Sologdin en pie, apoyado teatralmente contra el caballete, sus brazos cruzados sobre el pecho.

—Esto está bien, mi amigo. Su "agravada duda" —en el Lenguaje de la Máxima Claridad era la frase usual para decir escepticismo– debe ser abandonada algún día. Tú ya no eres más un muchacho. (Nerzhin era cinco años más joven que Sologdin). – Y debes definirte respecto de la función de lo bueno y de lo malo en la vida humana. Para hacerlo no hay mejor lugar que la prisión.

Las palabras de Sologdin sonaban llenas de entusiasmo, pero Nerzhin no se mostraba dispuesto a entrar en la gran cuestión primordial de lo bueno y de lo malo justo en ese momento. Colgó la húmeda, insuficiente, ordinaria toalla alrededor de su cuello como un echarpe. Encasquetó su gorro de oficial, una reliquia del frente que había llegado ya a abrirse en las costuras, se puso su saco acolchado, y dijo suspirando: —Todo lo que sabemos es que no sabemos nada.

Discípulo de Sócrates alzó la sierra, y ofreció la otra punta a Sologdin.

Se estaban enfriando, y se pusieron a aserrar con empeño. La sierra esparcía el polvo marrón de la corteza. Mordía con menos facilidad que cuando Spiridon la maniobraba, pero no obstante con eficacia. Los amigos habían aserrado juntos muchas mañanas, y el trabajo salía sin mutuas recriminaciones. Aserraban con la particular energía y celo que sobreviene cuando trabajar no es cuestión de necesidad.

Cuando comenzaron el cuarto leño, Sologdin, cuyo rostro se había puesto rojo y brillante, dijo abruptamente: —No agarres el nudo.

Después del cuarto leño, Nerzhin murmuró. – ¡Está anudado el bastardo!

Con cada golpe de sierra un aserrín fragante, blanco y amarillo caía sobre los pantalones y los zapatos de los leñadores. El trabajo mesurado les aportaba paz y reordenaba sus pensamientos.

Nerzhin, que se había despertado de mal humor estaba pensando ahora que únicamente el primer año de campo pudo agobiarlo, que ahora tenía otra resistencia, y que despacio, con una comprensión de las profundidades de la vida, saldría una mañana a formar fila con su saco acolchado manchado de yeso o nafta y tenazmente se arrastraría a través de las doce horas diarias —y seguiría durante los cinco años que le quedaban hasta el final de su término—. Cinco años no son diez. Se puede durar cinco.

Pensó, también acerca de Sologdin, cómo había adquirido algo de su serena comprensión de la vida; cómo fue Sologdin quien particularmente había sido el primero en tocarle con el codo para hacerle pensar qué una persona no debería mirar la prisión como un castigo, sino también como una bendición.

Así era como corrían sus pensamientos mientras empujaba la sierra. No podía imaginar que su acompañante, tirando hacia sí la sierra en aquel momento, estaba pensando que la prisión era como una maldición sin remedio de la cual uno debía sin duda escapar un día.

Sologdin meditaba acerca del proyecto de ingeniería que había logrado elevar en total secreto durante los últimos pocos meses y particularmente en las últimas semanas. Eso le prometía la libertad. Pensó en el veredicto sobre su trabajo, que conocería después del almuerzo —no tenía duda de que iría a ser un éxito—. Con una especie de violento orgullo, Sologdin pensó en su cerebro, exhausto por varios años de interrogatorios y tantos de hambre en los campos con la consecuente deficiencia de fósforo, y sin embargo capaz todavía de competir en un problema tan importante. A los cuarenta, a veces los hombres tienen un fresco repunte de vitalidad, especialmente cuando su surplus de energía física no se ha gastado en procrear, sino trasformado, de una misteriosa manera, en fuerza intelectual. Pensó además en la inminente partida de Nerzhin de la sharashka, inevitable ahora después de haber hablado tan temerariamente a Yakonov.

Mientras tanto seguían aserrando. Sus cuerpos entraban en calor. Sus caras se encendían. Se quitaron los sacos acolchados que tiraron sobre los troncos, y hubo una pila de leños para el fuego, por obra de su labor, pero todavía no tenían el hacha.

—¿No es bastante? – preguntó Nerzhin—. Hemos cortado más de lo que podemos hachar.

—Descansemos un poco, – asintió Sologdin, dejando caer la sierra con un golpe que hizo sonar su hoja cortante.

Ambos se sacaron los gorros. Un vapor se levantó de los espesos cabellos de Nerzhin y de los ralos de Sologdin. Respiraban profundamente. El aire parecía haber penetrado en los más recónditos rincones de sus cuerpos.

—Pero si te envían ahora al campo, – preguntó Sologdin—. ¿Qué pasaría con tu trabajo sobre los tiempos existentes? (Con ello quería significar, sobre historia).

—¿Cuál es la diferencia? Después de todo no me he deteriorado aquí tampoco. Mantener una singular línea sobre la que escribo me hace tan culpable para el calabozo aquí, como afuera. No tengo acceso a una biblioteca, y no se me permitirá entrar en un archivo mientras viva. Si estás hablando de papel fresco, entonces puedo encontrar un pino o un abedul en la selva del norte. Donde ningún espía podrá nunca arrebatarme mi ventaja, la pena que he sentido dentro de mí y que he podido ver en otros es más que suficiente para iluminar mis especulaciones sobre la historia. ¿Qué piensas tú de ello?

—¡Magnífico! – exclamó Sologdin absorbiendo densamente las palabras—. En esa primaria esfera en la que se desarrolla el pensamiento.

—Esfera es una palabra pájaro, – le recordó Nerzhin.

—Pido disculpas, – dijo Sologdin—. Ves qué poco inventivo soy. En esa bola primaria—llevó la mano a su cabeza– la fuerza inicial de un pensamiento determina el éxito de cualquier causa. Lo mismo que un árbol vivo, sólo da frutos si se le permite desarrollarse naturalmente. Los libros y las opiniones ajenas son como tijeras que cortan la vida del pensamiento. Se debe llegar al pensamiento por uno mismo. Más tarde uno puede verificarlo en un libro. Tú has madurado grandemente. Tú has... madurado. Nunca lo esperé.

Se había enfriado. Sologdin tomó su gorro del extremo del caballete y se lo puso. Nerzhin se puso el suyo también. Estaba halagado, pero no permitiría que el halago se le subiera a la cabeza.

Sologdin volvió a hablar.

—Y ahora, Glebchik, que tu partida puede ser súbita, debo apurarme por hacerte ver algunas de mis reglas. Pueden volverse útiles para ti. Obviamente, me estorba ser duro de lengua y simple de mente...

Esto era típico de Sologdin. Antes de exponer una idea brillante siempre comenzaba por desprestigiarse.

—Y tu débil memoria, – dijo Nerzhin, ayudándolo, – y sobre todo el hecho de que eres tú una frágil vasija llena de errores.

—Sí, sí, es esto lo que quería decir, – prosiguió Sologdin, descubriendo sus redondos dientes con una sonrisa—. De tal manera, consciente de mis imperfecciones, he trabajado en el curso de muchos años ciertas reglas que juntan mi voluntad como una argolla de acero. Estas reglas son como una revisión general de las aproximacionespara trabajar. (Metodología, era una de las maneras en que Nerzhin trasladaba usualmente esto, del Lenguaje de la Máxima Claridad al Lenguaje de la Claridad aparente). – Los caminos hacia la creación de la unidad de un trabajo son: solidaridad de propósito del ejecutor con su trabajo.

Levantó su saco acolchado.

Veía que pronto llegaría el momento de abandonar el trabajo para ir a hacer la inspección matinal. Lejos, frente al estado mayor del cuartel general, en lo más profundo de los mágicamente blanqueados tilos de Mavrino, podían verse a los prisioneros haciendo su paseo de la mañana. Entre las medio rectas y agachadas figuras estaba el alto, erecto Kondrashev Ivanov, el artista de cincuenta años. Podía ver también, cómo Lev Rubín, que había dormido demasiado, estaba tratando ahora de salir para cortar leña del bosque. Pero el guardián no le permitía pasar, era demasiado tarde.

—Mira, es Lev con su barba despeinada. Sonrieron.

—Así pues si tú quieres, cada mañana te enseñaré algunas de mis reglas.

—Por supuesto, Dmitri, comienza ahora mismo. Nerzhin se sentó sobre la pila de leños. Sologdin se sentó inconfortablemente sobre el caballete.

—Bueno, por ejemplo, cómo hacer frente a las dificultades.

—No perder el ánimo.

—Esto no es suficiente.

Sologdin miró por encima de Nerzhin la zona de gruesos arbustos todos cubiertos de escarcha apenas perfilados por el gentil, rosado del este. El sol parecía indeciso entre mostrarse o no. El rostro de Sologdin, hundido y reclinado, con su roja, grisácea, pequeña barba rizada y cortos bigotes, revelaba alguna antigua calidad rusa, que recordaba a Alejandro Nevsky.

—¿Cómo enfrentar las dificultades? – declaró de nuevo—. En la región de lo desconocido las dificultades deben considerarse como un tesoro oculto. Usualmente, cuanto más difícil mejor. No es tan valioso si las dificultades provienen de tu propia lucha interior. Pero cuando las dificultades surgen de una creciente resistencia objetiva, ¡entonces es maravilloso!

El rosado poniente brillaba ahora en el rostro sonrosado de Alejandro Nevsky, como si las radiaciones de las maravillosas dificultades convergieran con el sol.

—El más importante campo de la investigación es: la mayor resistencia externa en presencia de la más pequeña resistencia interna. Los fracasos deben ser considerados como una necesidad para una posterior aplicación de esfuerzo y concentración del poder de la voluntad. Y si un esfuerzo sustancia ya ha sido realizado, los fracasos son más regocijantes. Esto quiere decir que nuestra palanca ha golpeado en la caja de acero que guarda el tesoro. Sobrepasar las dificultades es lo más valioso, porque en el fracaso el terreno de la persona que realiza la tarea gana lugar en proporción con la dificultad que combate.

—¡Muy bueno! ¡Fuerte! – respondía Nerzhin desde la pila de leños.

Las sombras dibujadas por la luz, se habían movido entre los arbustos y eran apagadas ahora por grandes nubes grises.-


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю