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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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Dos kilómetros más allá, cruzó la línea de un ferrocarril de vía estrecha y se metió por un camino vecinal. Por fin vio un alto carro tirado por un mulo. Lo llevaba de la brida un campesino con un gran sombrero de paja. Miguel se metió la mano en el bolsillo.

—Buenos días —dijo, al llegar a su altura.

—Muy buenas, señor —respondió el campesino, sonriendo con curiosidad.

No dijo «salud». ¿A lo mejor él mismo había tomado a Miguel por fascista? En el frente, las dos partes visten igualmente mono, se diferencian sólo por pequeños galones e insignias.

Miguel siguió caminando aún cerca de tres horas, cada vez más abrasado por el sol. No pudo resistir más y se arrastró al río a beber. El agua era repugnante.

Casi se acerca a un pueblo grande, al que conducía una carretera empedrada y un poste con la inscripción «Cebolla». Pero aquello estaba demasiado cerca de Talavera y Miguel siguió caminando. De pronto, le alcanzó un pequeño camión. Ya era tarde para esconderse. En el camión iban tres soldados, llevaban leña. Ya había dejado pasar el vehículo, cuando vio, Miguel, que llevaba la matrícula de Toledo, pintada con los colores rojo y negro. Gritó, lo paró y se subió.

Cruzaron un puente grande, pesado, sobre el río Tajo, y pasando por delante de un hermoso castillo, entraron en la aldea de Malpica. Miguel se dirigió a la comandancia militar —estaba desierta, con las puertas abiertas de par en par—; de allí se fue a ver al alcalde. Un sargento y el alcalde, ambos viejos, estaban desayunando bajo un toldo: gruesas tortillas, queso y vino blanco. Se alegraron mucho de ver a Miguel y en seguida le mandaron preparar pescado frito. El pescado de la localidad es extraordinario, le dijeron; como él no lo hay ni en Toledo. Ni siquiera en los restaurantes de Madrid se encuentra pescado como éste. Aunque en Madrid quizá lo haya, allí llevan manducatoria de todo el mundo. Pero el pescado es excelente. Aquí, a Malpica, vino el escritor soviético Ehrenburgy el pescado también le gustó. Miguel dijo que la opinión de Ehrenburg es valiosa, porque en Rusia hay ríos muy grandes, con excelente pescado. En pescados de mar, la opinión de los rusos no vale tanto, pero en pescados de río los rusos entienden un rato largo. Miguel sentía náuseas de hambre, no pudo más, cogió un pedazo de pan de la mesa y se lo tomó con vino.

¿Saben que los fascistas están tan cerca, que se encuentran en Talavera? El sargento contestó que sí, pero que le importaba un bledo. ¡Qué intenten asomarse por aquí, por Malpica! ¡Que lo intenten! Malpica les dará para el pelo. No los dejarán pasar. En Malpica hay hombres fuertes. El alcalde le miró asintiendo.

—Es cierto —confirmó—, en Malpica hay hombres excelentes.

—¿De qué partido?

El alcalde explicó que todos son del Partido republicano de izquierdas, pero que esto de todos modos no es esencial. Los del Instituto de Reforma Agraria, cuando en él mangoneaban los ladrones del partido de Lerroux, saquearon el pueblo, lo abrumaron de deudas, y muchas fincas las vendieron en subasta. Por esto todos votaron por los republicanos de izquierda. Ahora, según dicen, el ministro de Agricultura es un comunista y se ha acabado el latrocinio. Si esto es así, el alcalde tiene la intención de ingresar en el partido de los comunistas junto con toda la aldea. En todo caso, Malpica no dejará que vuelva su antiguo grande.

—Hemos colocado dinamita bajo su maldito castillo y lo volaremos si los fascistas se acercan. No los dejaremos pasar. Ésos, junto con el grande, no sólo nos quitarían las tierras. Nos iban a degollar a nosotros y a nuestros hijos. Otra vez prohibirían pescar en torno a la aldea. No, ¡que intenten asomarse!

El sargento está de acuerdo en ceder el pequeño camión hasta Santa Olalla. Él sólo quiere ver qué pasa en San Bartolomé. Allí va, con Miguel.

San Bartolomé está abandonado, el enemigo lo bate con shrapnels. Después de dejar el camioncito al pie de una colina, trepan a la cima. Ahí crece un escaramujo que tiene unas espinas muy largas, que penetran profundamente a través de las finas alpargatas; por la lona, junto a la planta del pie, aparecen manchitas de sangre.

Desde la colina se ve Talavera —las casas, las fábricas, las iglesias, las altas llamas de los incendios—. Cerca de la estación, un avión persigue una maquinita con tres vagones. Es un aparato de la escuadrilla de André.

En torno a la colina está echada una compañía de combatientes. Los hombres se muestran tranquilos y no esperan un ataque. ¿Por qué? ¡El enemigo, como es natural, atacará estas colinas para hacerse fuerte en su flanco derecho! Esto es una necesidad elemental de la táctica.

No, el sargento no lo cree. El viejo considera que los facciosos seguirán moviéndose por la carretera, y sólo por la carretera, mientras ello les sea posible. Quizá el viejo tenga razón.

Se van de allí. El viejo se queda en la aldea, Miguel sigue por la carretera principal, hacia Santa Olalla. A lo largo de la carretera y paralelamente a la misma, retroceden unidades y más unidades —autobuses repletos, camiones, carros. Esto no es ni siquiera pánico, no es una huida, sino un monstruoso apresuramiento en masa, como en Moscú, en el parque de Petrov, hacia el estadio, cuando va a empezar un partido de fútbol.

En la carretera se encuentran unos jefes con sus ayudantes y una guardia, agitadores, dirigentes políticos; detienen los coches, explican, piden, amenazan y no logran nada. María Teresa León, bañada en lágrimas, con una pequeña pistola en la mano, va de un fugitivo a otro, los exhorta a detenerse con palabras afectuosas y con otras ofensivas, invoca su honor revolucionario, varonil y español. Algunos le hacen caso y vuelven sobre sus pasos.

Un mozo alto y guapo, de cabellos lisos, color del cobre, echados hacia atrás, retiene con más éxito que los otros a los que huyen. A su alrededor se ha formado algo así como una presa. Sus ayudantes o amigos conducen a los retenidos a una pequeña depresión del terreno y los reúnen en una especie de columna. Miguel habló a aquel mozo quien, para presentarse, le mostró el último número de Milicias Populares—periódico del Quinto Regimiento de la milicia popular—; allí había una pequeña correspondencia de guerra sobre él, capitán Enrique Líster, jefe de batallón en el frente de Extremadura. Un sencillo dibujo a la pluma reproducía los cabellos largos, lisos, peinados hacia atrás de Líster.

Miguel se quedó con él hasta la noche. Se convenció de que Líster, callando y autoritariamente, sabe mandar a los hombres, incluso a hombres desconocidos y que no le están subordinados. Hay en él una fuerza sosegada y amenazadora. Era un obrero gallego, que participó en la revolución de Asturias, y, durante cierto tiempo, estuvo emigrado en la Unión Soviética, donde trabajó en la construcción del Metro de Moscú.

Comieron un trozo de queso que llevaba Líster en el bolsillo. Los desertores retenidos les ofrecieron vino de sus cantimploras.

—No quieren combatir —dijo Líster frunciendo el ceño—. Hoy el camino de Madrid está completamente abierto. Los autobuses de vanguardia, llenos de cobardes, han llegado hasta la ciudad; ¡han recorrido casi ciento treinta kilómetros! Subidos en un solo tanque, los fascistas habrían podido entrar hoy en la capital.

—Hay que enseñar a estos hombres —contestó Miguel—. El combatiente aún no comprende las cosas más simples. Aquí está acostumbrado a pelear en las casas o desde detrás de los salientes de las rocas. No sabe lo que es un combate en la llanura, lo que es el enemigo invisible. Al que no lo sabe, a quien no lo haya aprendido, hasta al más valiente entre los valientes eso le resultará siempre espantoso. Es terrible sentirse sin recursos, indefenso, descubierto ante el fuego enemigo, sobre todo de aviación. Aquí aún no saben lo que es una trinchera, un visor óptico ni tiro indirecto.

—Hay que quitar los autobuses a las unidades —dice Líster, frunciendo el ceño—. Les da pereza andar, sólo van en coche. Por esto nos mantenemos tanto junto a la carretera, nosotros y los fascistas. Chocamos y rebotamos como bolas de billar. Así damos estos saltos: de veinte kilómetros hacia el oeste, de veinte hacia el este. A pie, no saltaríamos de este modo. Aquí todo va al revés. La preparación artillera culmina el ataque. Aquí de buena gana se vuela una línea de ferrocarril y se abandona. Pero estropear la carretera, duele; puede ser útil para el ataque y también para poner pies en polvorosa.

El pánico fue remitiendo poco a poco. Menos mal que algo retuvo a los facciosos en Talavera. Por lo visto chocaron con la resistencia de los obreros, por esto se oía tanto tiroteo en la ciudad. Es posible que se tratara simplemente del fusilamiento de personas indefensas. Pero el hecho es que no avanzaron por aquella carretera indefensa, abandonada, ni siquiera minada.

Alguien ha venido de la ciudad y ha dicho que unidades del Guadarrama bajan de la montaña, por Arenas de San Pedro, que la columna Mangada asestará a los fascistas un golpe de flanco sobre Talavera. El rumor no se confirma, pero tranquiliza algo a las unidades y detiene su retirada. Al atardecer, después de tres días de ausencia, aparecieron las cocinas de campaña. Los soldados empezaron a reunirse en torno a las hogueras. Por la noche, en Santa Olalla se celebró un mitin. Se supo que dos comandantes, los que primero huyeron ayer junto a Talavera, habían sido descubiertos y fusilados. Al decirlo, la gente hacía un guiño señalando a Líster. En la aldea, Líster dijo a Miguel al acostarse:

—Yo también considero que es necesario estudiar. Pero no bien hablas de esto a los combatientes o a los comandantes, te preguntan: «¿Es usted comunista?» Ven en los comunistas maestros de escuela. Dicen que ahora es tarde para estudiar y que es necesario combatir. Entre nosotros hay gente dispuesta a pasarse tres días componiendo una teoría para librarse de media hora de trabajo. ¿No tienes algún librito de táctica o de cómo abrir trincheras?



6 de septiembre


Se veía Toledo desde lejos; el Alcázar humeaba sobre una alta colina con el humo de dos torres derruidas, la línea azulada del Tajo ceñía apretadamente la ciudad. En los viejos puentes, gente vestida al estilo de los bandidos mexicanos, con sombreros de paja terminados en punta, con cintas de seda de color atadas a los fusiles, controlaba la entrada y la salida. Esos hombres se llevaron el salvoconducto de Miguel y se lo devolvieron marcado sobre el sello del Ministerio de la Guerra su sello propio: «Anarquistas de Toledo, CNT-FAI.» Un cañón disparaba contra el Alcázar cada tres minutos; por término medio, de cada cuatro obuses estallaba uno.

Las calles pinas y estrechas eran encantadoras, pero, al subirlas, Miguel se olvidó de que aquéllas eran las calles de Toledo, el sueño seductor e inquieto de su juventud, del Toledo trágico de inquisidores e insolentes espadachines nocturnos, de damas hermosas, licenciados, mártires hebreos en las hogueras, santuario de lo más misterioso que conocía en arte: la magnética fuerza de los rostros alargados, levemente abultados, jóvenes y viejos, de las telas del Greco, de sus caballeros y adolescentes vestidos con dalmáticas, de la mirada hipnotizadora de aquellos ojos impares, desiguales. Siempre le había parecido que si por algún milagro se encontrara en Toledo, él, cual peregrino, sin volver la cabeza, iría a la casa soñada, estudiada en álbumes y fotografías, pasaría de largo por el bajo y seco jardín extendido sobre la áspera tierra castellana, cruzaría el patio y la vieja galería de finas columnas y entraría en el espacioso y fresco estudio del extraño pintor...

En vez de esto, junto con los combatientes, entre un gran estrépito de fusilería, pasando por delante de los portales —llenos de esculturas– de los pequeños palacios, por delante del armazón de un automóvil despanzurrado en cuyo interior hormigueaban y jugaban los niños, pasando por delante de trastos viejos, de muebles, armarios, un piano, colchones sacados a la calle de las casas derrumbadas, subió hasta la plaza de Zocodover, que llega al muro de la fortaleza del Alcázar.

El centro de la plaza estaba batido por el fuego de los sediciosos; bajo los arcos, todo estaba roto; las balas saltaban por los montones de cristales y levantaban nubecillas de polvo. Por tres partes, en las entradas a la plaza, había barricadas; ante ellas, en blandos sillones de felpa, en mecedoras, estaban sentados los tiradores con gorros rojinegros, con corbatas también rojinegras. El estrépito de fusilería era debido a que a las barricadas había acudido un tropel de operadores cinematográficos y periodistas. Ahí estaba el corpulento francés borracho de Barcelona, cariculón con dos aparatos tomavistas y un ayudante; estaban los norteamericanos de la Fox-Movietone y los fotógrafos españoles de Madrid. Mandaron a los milicianos que adoptaran buenas poses, que apuntaran con el fusil, que dispararan. Los sediciosos del castillo creyeron que se trataba de un ataque y empezaron a rechazarlo.

Junto a las barricadas y por las callejuelas vagaban corresponsales de prensa, escritores, artistas. Entrevistaban a los anarquistas, los dibujaban en los álbumes, les hacían preguntas acerca de lo que habían experimentado. Habían acudido Andrée Viollis y, con ella, Georges Soria, de L'Humanité; el larguirucho corresponsal del Daily Workery varios grandes campeones periodísticos de Estados Unidos. Discutían acerca de cuándo podrá ser tomada la fortaleza, acerca de las cuestiones de principio que plantea el acto de los fascistas al encerrar consigo en la fortaleza, como rehenes, a esposas e hijos de obreros toledanos. Viollis y Soria lo consideraban una muestra del cinismo fascista. Los norteamericanos pretendían demostrar que cualquier otro en lugar de los sitiados habría hecho lo mismo. «It is logical»,exclamaban. Luego todos juntos fueron a buscar la comida, pero en el hotel ya habían tenido tiempo de tragársela los operadores cinematográficos.



7 de septiembre


La fábrica metalúrgica de la Compañía Comercial de Ñeros, en Madrid, ha sido «incautada». Nadie puede traducir a ningún idioma la palabra «incautación».

Por su sentido aproximado, significa «tomar en manos». Se incautan el Estado o los sindicatos o los comités del Frente Popular. Son objeto de incautación las fábricas, los grandes almacenes, los depósitos, la maquinaria industrial y agrícola e incluso las redacciones de los periódicos.

La incautación, en casos distintos, se debe a causas y motivos diferentes.

Se trata, ante todo, de la dirección de empresas abandonadas por sus dueños, fascistas, que han huido.

También se trata de la requisa de la producción de importancia militar, directa o indirecta.

Es, asimismo, apoyo a las ramas de la industria y del comercio que, debido a la sublevación y a la situación militar, se ven obligadas a cerrar sus fábricas, condenando a su personal al paro.

A veces es, simplemente, arbitrariedad, inútil por añadidura, cuando son incautadas empresas pequeñas y tiendecitas.

Son también distintos los grados y formas de incautación.

Puede ser confiscación total de la empresa o su requisa temporal, así como la denominada «intervención», o sea, la intromisión en el trabajo de la empresa mediante el nombramiento de un representante del Estado o de los sindicatos, con amplios poderes.

Igualmente puede ser el envío de un interventor del Estado para que examine la contabilidad de la empresa.

Es, sobre todo, el control obrero de la empresa bajo la dirección del sindicato; control que a menudo se convierte en administración completa.

Todos los aspectos de dirección estatal y social de las empresas privadas se encuentran unidos en el Consejo Nacional de Incautación, dependiente del gobierno de la República. Del Consejo forman parte representantes de todos los departamentos y de todos los partidos del Frente Popular. De todos modos, en este terreno hay poco orden. El Consejo no dispone de datos precisos acerca de cuántas y cuáles empresas han sido incautadas. Cataluña posee su comité, y por ahora no ha presentado datos. Según un cálculo aproximado, en todo el territorio libre de sediciosos, habrá unas dieciocho mil unidades incautadas. De ellas, dos mil quinientas en Madrid, unas tres mil en Barcelona. Estas cifras, a mi entender, están reducidas por lo menos a la mitad.

En Madrid, están por completo incautadas, en primer lugar, todas las empresas importantes de la industria pesada —del metal, químicas, del combustible—; en segundo lugar, todos los tipos de transporte, su reparación y el servicio; en tercer lugar, las grandes casas de comercio al detall —grandes almacenes, consorcios de las tiendas de pan, cantinas, bares—; en cuarto lugar, los servicios comunales —luz, gas, agua, teléfonos, que se encontraban en manos de compañías privadas—; en quinto lugar, fábricas de distinta clase y tiendas abandonadas por sus dueños, que han huido.

Los objetivos inmediatos del Consejo de Incautación consisten en adaptar toda la producción de las empresas por él dirigidas, a las necesidades de la defensa, liberarse de la importación de ciertas clases de materias primas y semifabricadas, asegurar el abastecimiento del frente y de la retaguardia. Pero el Consejo influye también sobre empresas menos importantes. Por ejemplo, concede empréstitos bancarios a empresas de importancia secundaria, cuyos propietarios las han dejado sin capital en circulación, o se mezclan en las finanzas de la empresa asegurando el pago de los salarios.

En la fábrica de la Compañía Comercial de Ñeros, que he visitado, las cosas han ocurrido así. La fábrica contaba con mil obreros, producía construcciones de hierro, armazones para hormigón y cajas fuertes. Pertenecía a una sociedad anónima española con un capital de seis millones de pesetas. Cuando se produjo la sublevación fascista, la fábrica se encontraba en la sexta semana de huelga —los obreros pedían un aumento del ocho por ciento de los salarios y la reducción de la semana de trabajo, de cuarenta y cuatro horas a cuarenta—. La mayoría de los obreros —las dos terceras partes– pertenece a la Unión General de Trabajadores (socialistas). Al día siguiente de terminarse las luchas en la calle, los representantes de la Confederación Nacional del Trabajo (anarquistas) se presentaron con sus obreros en la fábrica vacía y empezaron a producir carrocerías para automóviles blindados. Durante varios días hubo mucha confusión. Se celebró un mitin de toda la fábrica; se reeligió el comité. De los once miembros presentados por los talleres, ocho son de la UGT, entre ellos tres comunistas, y tres son miembros de la CNT. El comité de fábrica echó a la gente extraña y reanudó el trabajo.

El 25 de julio apareció el decreto gubernamental acerca de las incautaciones. Se presentó en la fábrica un representante del Comité Nacional de Incautación, un ingeniero joven, no metalúrgico, republicano. De acuerdo con él, el comité de la fábrica dispuso que la empresa produjera trenes blindados.

El comité de la fábrica y el representante del gobierno efectuaron ante todo una limpieza en la administración. Fueron despedidos tres ingenieros y dos peritos. En cambio, fue readmitido al trabajo un ingeniero de ideas izquierdistas despedido por la administración después de los acontecimientos de octubre de 1934.

El ingeniero jefe de la fábrica se pasó a los facciosos. El director se las arregló en el último momento para «regalar» su casa a la embajada brasileña, obtuvo pasaporte brasileño y está escondido en el edificio de la embajada.

Las condiciones de trabajo establecidas son las que los obreros querían obtener mediante su huelga en vísperas de la sublevación fascista. (En líneas generales, en todo el país los obreros siguen trabajando, por ahora, según las tarifas vigentes en el momento de la sublevación.) El volumen de la producción de la fábrica se conserva y se ha dejado al nivel de antes; ello se debe a la insuficiencia de metal y a que doscientos obreros han salido para el frente.

Entre el personal técnico que ha quedado en la fábrica, se ha designado a un ingeniero jefe con funciones de director técnico.

—¿Cuáles son los planes inmediatos del comité de fábrica?

El presidente del comité de la fábrica, Baltasar, sin partido, simpatizante con los comunistas, joven sencillo y reflexivo, responde después de una pausa:

—De momento vivimos al día.Pero no bienalejemos de Madrid a los fascistas, nos estableceremos más sólidamente. Ante todo, distribuiremos de otro modo los talleres y los obreros. Como ahora vemos, aquí había bastante caos. Con estos cambios, la producción ganará mucho. Luego queremos crear la protección del trabajo —en nuestra fábrica había muchos accidentes—. En Madrid existe un instituto para la seguridad del trabajo. Estableceremos un contrato con ese instituto. Organizaremos un pequeño hospital adjunto a la fábrica, abriremos casas de descanso, como en su país. Queremos fundar una cooperativa. Ya ahora surtimos de tabaco a los obreros. Nuestras mujeres han organizado el envío de paquetes al frente. Hace unos días han tenido una gran satisfacción, se han enterado de que a ellas mismas las mujeres soviéticas les han mandado víveres. Pero lo más importante es, desde luego, echar a los fascistas. De otro modo, nos colgarán de las farolas con todas nuestras familias.

El comité de fábrica se ha distribuido el trabajo de la manera siguiente: presidente y secretario; dos miembros del comité se desplazan por la ciudad, mantienen el contacto con los clientes y las instituciones; dos se ocupan de la labor sindical; los demás, no liberados de la producción, observan el trabajo en los talleres.

El representante del gobierno resuelve todos los problemas de común acuerdo con el comité. Se producen roces, naturalmente, sobre todo en lo tocante a la dirección única. Pero el delegado del gobierno asegura que, por ahora, no ha chocado con incomprensiones serias de ninguna clase...

Por lo visto, el Consejo Nacional de Incautación quedará como una institución permanente del gobierno. Le están sometiendo a consideración miles de proyectos y problemas. Ahora el Consejo regula la producción y el consumo del papel. Se crea una industria estatal para la construcción de medios de transporte. Quieren que el Estado monopolice las principales ramas del comercio exterior. Los escritores españoles proponen que se cree una editorial del Estado, conservando, paralelamente, la actividad editorial privada.



8 de septiembre


El jefe del gobierno español y ministro de la Guerra de la República, Francisco Largo Caballero, a las 11 horas 30 minutos ha recibido al representante del periódico moscovita Pravda.La conversación ha tenido lugar en el edificio del Ministerio de la Guerra y ha durado veinte minutos.

Todas las salas del piso principal han quedado limpias de gente superflua y están casi desiertas. Ante las puertas, hay ordenanzas que paran a los visitantes. Éstos esperan pacíficamente sentados en los divanes y hojean anuarios militares de 1887. Un viejecito con lentes, típico viejo funcionario socialdemócrata, se atormenta largo rato anotando el difícil nombre ruso en la hoja de visita. Yo había visto a ese viejo en el vestíbulo de la Unión General de Trabajadores, pero ahora lleva chaqueta negra y un brazalete oficial en la manga. Cuando me he hartado de entretenerme con él, le he dejado con la palabra en la boca y he pasado al otro extremo de la inmensa antesala. Un elegante oficial con charreteras, con la raya que el fijapelo hace impecable, se inclina y en seguida me deja pasar al gabinete; la entrevista había sido convenida por teléfono.

Caballero, ahora ya vistiendo un buen traje de paisano y no el mono de tela, pulcramente rasurado, erguido y severo, está sentado a la mesa. Guarda un silencio infinitamente largo y frío mientras no se le habla.

Después de haber oído las palabras de saludo, hace un movimiento con la cabeza y vuelve a callar. Por fin articula algunas palabras. Pide que le disculpe —ahora no puede sostener conmigo una conversación como la que tuvimos el día 27 de agosto. Entonces él era un hombre libre, ahora es una figura, está atado por su cargo. Ahora, en general, no conversa con nadie sobre temas políticos. Para las conversaciones sobre temas políticos existe el Consejo de Ministros. Hace una excepción especial sólo para Pravda.

—Comprendido. Gracias.

Pero pide no abusar de esta excepción.

—Comprendido. ¿Qué representa su gobierno?

—Es un gobierno de Frente Popular.

—Comprendido. ¿Su base?

—Mi gobierno representa a todos los trabajadores españoles agrupados en los sindicatos y a todas las fuerzas del pueblo concentradas en una sola mano para defender al país contra la sedición ilegal. Desde luego, los republicanos, los socialistas, los comunistas, los anarquistas, poseen sus ideas acerca del porvenir social de España, sostienen distintas teorías y proyectos prácticos diferentes. También los tengo yo. Pero no hablo de ellos. Ahora, todas las divergencias quedan a un lado. Constituimos un organismo único, tenemos un objetivo: aplastar el fascismo. Todo se une en el gobierno.

—Comprendido. ¿Qué hace el nuevo gobierno para provocar un viraje en las operaciones militares?

—Mi primer objetivo es asegurar la unidad completa de mando y de autoridad. Ahora, la dirección de todas las fuerzas armadas de la República está concentrada en las manos del ministro de la Guerra.

—¿Incluida Cataluña?

—Incluida Cataluña.

—Comprendido.

—Hemos creado un nuevo Estado Mayor Central formado por oficiales inteligentes, calificados y que conocen su oficio.

—¿El nombre del jefe del Estado Mayor?

—Los nombres no interesan. La autoridad y la influencia del Estado Mayor Central sobre el curso de las operaciones aumentan de día en día. Pero este problema no estará completamente resuelto mientras no hayamos establecido en cada frente y en cada sector jefes que estén directa e inmediatamente subordinados a mí y al Estado Mayor Central. He prohibido también a los jefes militares revelar secretos de servicio. He ordenado a la censura poner fin a la analfabeta charlatanería de la prensa española que descubre todos los detalles de las operaciones.

—Comprendido. ¿Carácter del ejército, estructura?

—El Ministerio de la Guerra ha encargado al Estado Mayor Central elaborar en todos sus detalles y llevar a la práctica íntegramente, un plan completo de ejército regular republicano estableciendo contingentes exactos y normas numéricas. Se hará una comprobación de los destacamentos de milicias, ante todo en lo que respecta a armamento y finanzas. Recibimos enormes demandas de armas y de dinero para las pagas a los combatientes. Las sumas alcanzan cifras grandiosas. El tesoro no es un tonel sin fondo, tenemos un presupuesto, un plan y una contabilidad.

—Comprendido. ¿Cómo se resolverá la cuestión del mando de las unidades de milicias al entrar éstas en el ejército regular? ¿Conservarán sus mandos electos?

—Esto dependerá del Ministerio de la Guerra. Aún está por ver si las unidades de milicias entrarán a formar parte del ejército.

—Así, pues, ¡¿es posible aún la existencia paralela de dos sistemas de tropa?!

—Esto lo resolverá el Ministerio de la Guerra.

—¿Continuarán en las unidades los delegados políticos? ¿Es posible la organización de los comisarios como instituto permanente?

—Esto lo resolverá el Ministerio de la Guerra.

—¿Es posible, en un futuro inmediato, la movilización de quintas?

—Lo siento, pero sobre cuestiones militares por ahora no puedo ser más concreto.

—Me interesa el estado del transporte.

—Ahora me ocupo sólo de cuestiones militares. Pero el ministro de Comunicaciones, probablemente, de buena gana...

—Comprendido. Muchas gracias.

Después de llamar al oficial, se sumió en el mapa de Extremadura. Pero no lo he comprendido todo, ni mucho menos. Qué hombre es éste, ¿un Clemenceau o un Goremikin? [2]

En la sala de espera, el viejo con brazalete en la manga sisea a una delegación que se ha presentado con banderas a saludar al jefe del gobierno.

—¡Silencio, os digo! ¡El camarada Largo Caballero recibe sólo por lista de inscripciones! Aquí no recibe. Id a la Unión General de Trabajadores, allí se hace una recepción especial para los que quieran transmitir saludos al camarada Largo Caballero. Aquí estamos en el Ministerio de la Guerra, aquí no es posible armar ruido.

De todos modos, en el piso inferior se arma ruido. Aquí hay el mismo desorden, la misma confusión, la misma Babel que antes.



10 de septiembre


Otra vez en la carretera Madrid-Lisboa. Hasta Santa Olalla, ningún movimiento, casi no se ve gente. Santa Olalla está colmada de automóviles, cañones, soldados, sanitarios. En el Estado Mayor están comiendo, reina el buen humor porque el enemigo hace dos días que no molesta. El coronel —no, ahora ya el general– Asensio, airoso, tranquilo, sonríe. Ahora manda en todo el frente central, que comprende todos los sectores que cubren Madrid. La prensa exalta con ampulosa frase sus pasados méritos, sobre todo en las tropas marroquíes, su rápida carrera (tiene cuarenta y cuatro años). Se le considera un militar inteligente y entendido, el más inteligente de todos los oficiales que están del lado de la República; mas, por otra parte, es un hombre poco definido, dudoso en el aspecto político y moral.

Asensio ha sacado dos mil hombres de sus unidades de la sierra de Guadarrama, une a esos dos mil hombres cuatro mil catalanes y quiere dar un golpe sobre Talavera. Pero esta operación se va aplazando de un día a otro. Según palabras de Asensio, carece por completo de medios de dirección y enlace, el trabajo del Estado Mayor se reduce a que tres oficiales corren hacia adelante y hacia atrás por la carretera, recogen información y transmiten órdenes que los jefes de las columnas no aceptan ni cumplen. La línea de contacto con el enemigo pasa a diez kilómetros de Talavera. Más allá, se han atrincherado los marroquíes y la legión extranjera. Y nosotros, ¿nos hemos atrincherado o no? Asensio sonríe, dice que para esto las unidades no tienen ni fuerzas, ni instrumentos, ni paciencia. Ha informado al ministro de la Guerra de que es necesario atrincherarse alrededor de Madrid, pero el señor Largo Caballero considera que las trincheras no son para la mentalidad del soldado español. Del fuego enemigo el español se cubre, en último término, tras un árbol. Meterse en una zanja le desagrada. Por lo menos se necesita un año para que se acostumbre a ello; en este tiempo, la guerra se habrá acabado tres veces.


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