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Diario de la Guerra de España
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Текст книги "Diario de la Guerra de España"


Автор книги: Михаил Кольцов



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Doce ministerios se han trasladado a Valencia. Han llevado consigo, en general, a poca gente y pocos papeles. Pero todo cuanto han dejado aquí ha comenzado a trabajar en el vacío o se ha parado por completo. Los inmensos edificios gubernamentales están cerrados o han sido ocupados —en una décima parte de su superficie– por las instituciones y oficinas provinciales, por los Estados Mayores. Junto a los inmensos archivos han quedado vigilantes viejos y ciegos. Han aparecido en la ciudad millares de viviendas desocupadas, cuidadas por los parientes pobres de los dueños que han huido o por los criados, que poco a poco van vendiendo los objetos de sus amos. En las puertas se han pegado documentos en los que se describen con todo detalle los méritos contraídos ante la patria por parte de los dueños ausentes de las casas.

La calle de Madrid ha adquirido un carácter democrático, popular. Las aceras han sido ocupadas por el miliciano y su amiga del arrabal. Los soldados se pasean en hileras de cuatro y cinco, abrazados, cantando. Contemplan los escaparates de los almacenes donde, entre escasas mercancías, se coloca un letrerito impreso en un cartón: «Esta empresa ha sido incautada»... Pasan largos ratos revolviendo montones de libros en los carritos de los libreros de lance; ahí se apilan Lope de Vega y Alejandro Dumas, Antonio Chéjov y Valle Inclán, Decameróny Tarás Bulba, Descubrimiento de las Indias Occidentales, Cálculos para las construcciones de cemento armado, Magia blanca y negra.Aquí está, con chillona cubierta, el libro de Ramón Sender Madrid-Moscú.El libro se abre en la página sesenta y una, allí se lee: «El espectáculo del Gran Teatro asombra por su monumentalidad. Decoraciones, interpretación de los artistas, música y política. Sí, ¡en la belleza de los colores y de los matices de Petrushkahay política!... La representación termina a eso de las once de la noche. Cerca del teatro, esperan una docena de enormes y confortables autobuses, como los que en Madrid sirven para los turistas ricos. Varios centenares de obreros salen del teatro, toman asiento, alegremente, en los autobuses y regresan a sus barrios. Subo a un tranvía, que por diez kopeks me lleva calle arriba, casi hasta la plaza donde se eleva la estatua de Pushkin, cerca de la cual vivo. La ciudad está muy animada y no se calma casi en toda la noche. Moscú no duerme, trabaja y vive durante las veinticuatro horas del día...»

Los milicianos revuelven los libros de los vendedores ambulantes, no saben cuál llevarse consigo a las trincheras. Hay mucha literatura erótica, que en España siempre ha proliferado. Comprende minúsculos folletos de bolsillo con dibujitos obscenos y gruesos tomos de profesores sospechosos: Descripción completa de todos los procedimientos conocidos por la ciencia y la sociedad, antiguos y modernos, para conquistar el alma femenina, ensayados comprobados por los caballeros más distinguidos de todos los siglos y pueblos.Un joven castellano, con una cantimplora en el cinto, fruncido el ceño, hojea el tentador libro. El libro cuesta diez pesetas. ¡Por diez pesetas, toda la experiencia milenaria del amor! Una doncella repintada le sisea con insistencia. Apoyada contra la pared, cruza las piernas; tiene abultadas pantorrillas enfundadas en seda negra y cara de vieja; muestra con la mano enguantada: «¡Cinco!» El soldadito vacila, luego deja silenciosamente el trabajo científico sobre el amor y se va con la mujer.

Ante las puertas de los cines se forman largas colas. La Junta de Defensa ha establecido precios muy reducidos; cines y teatros están llenos a rebosar, trabajan desde las tres de la tarde hasta las nueve de la noche. Proyectan en su mayor parte films viejos —¡de dónde van a sacar otros, nuevos, en este Madrid asediado y abandonado!—. Han aparecido unos carteles. «¡En los próximos días, vean el nuevo film ruso, auténticamente antifascista, La juventud de Maxim!»Ayer por la tarde, durante la sesión de cine en el local Goya, se presentaron los aparatos de bombardeo. Se interrumpió la proyección. La sala estaba a oscuras, ardían sólo las bombillas rojas ad hoc.El director del cine gritó a todo el público que bajara al sótano. La sala entera le respondió con un rugido y pataleando: «¡Que siga la película!» Se proyectaba el film de gangsters y aventuras Terror en Chicago.Los bandidos y la policía se perseguían en automóviles, disparaban a los escaparates de los almacenes y escondían unos de otros el cadáver de un multimillonario. La sala estaba hecha una furia, los soldados amenazaban con matar al director si no daba orden de que la sesión continuara. Se reanudó la proyección del film. Los gangsters encerraron a una beldad, a la novia del detective, en un sótano, junto con el ataúd; lajoven estaba sentada en un barril de cerveza, con vestido de baile, bañada en lágrimas; de súbito, la tapa del ataúd empezó a levantarse muy lentamente —en efecto aquello era horripilante—. Una explosión ensordecedora se produjo muy cerca. Las paredes del cine temblaron, se oyó ruido de cristales rotos, la pantalla de nuevo se apagó. Durante un minuto todos permanecimos en silencio, aguzando el oído. Enseguida el público se irritó contra el director del cine. «Venga la película —gritaban los soldados– venga, y si no, te hacemos papilla, fascista, cornudo, gusano!» Se reanudó la proyección, los cuadros oscilaban, saltaban en la pantalla, por lo visto el mecánico en su cabina también se sentía nervioso, pero lo fundamental estaba claro: el muerto del ataúd no era otro que el propio joven detective. Éste abrazó a su novia y empezó a forcejear en la puerta para salir al exterior, pero los gangsters comenzaron a echar al sótano gases asfixiantes; la novia se desmayaba ya haciendo bellos movimientos cuando, al fin, llegó la policía. El público, estirándose indolentemente, sale a la calle.

Ahí mismo, en el cruce, en la negra oscuridad, los viandantes rodean a un músico ciego, le arrojan unas monedas de cobre al sombrero, le piden que toque la Internacional.El músico toca y la muchedumbre canta a su alrededor. No se trata de una organización, de una unidad militar o de alguna sociedad; sencillamente, la muchedumbre, en una oscura calle de Madrid, canta a coro la Internacionaly la Joven Guardia.

En Madrid se pasa hambre. Los mercados están casi vacíos, pero no se nota que haya singular especulación. Los tenderos, sobre todo los de pocos vuelos, procuran demostrar que comprenden cuál es su deber civil, venden sus cortas reservas sin elevar los precios al mayor número posible de manos. En los cafés, la primera taza (esto ya no es café, pero se llama así) se sirve con azúcar (esto ya no es azúcar, sino un pellizco de polvo pardo en un minúsculo paquetito de papel); la segunda taza —con perdón sea dicho—, sin azúcar; la tercera —sea dicho aún con mayor perdón– ya no la sirven. El mozo considera que es una cuestión de honor servir, aunque sea en porciones más pequeñas, al mayor número posible de clientes. Lo que está peor es el suministro de tabaco.

Me he hecho con un nuevo amigo y ayudante. Se llama Saver. Es español, pálido, carirredondo, con enormes ojos y con círculos azules aún mayores debajo de los ojos. Tiene nueve años, pero, bromas aparte, es un buen ayudante. Para las seis de la tarde, cuando yo regreso a la ciudad, cada día pasa por todas las redacciones de los periódicos de la noche y me trae los primeros ejemplares, directamente salidos de las rotativas. Me da los periódicos que ya han salido y me informa con toda claridad, con inteligencia y en pocas palabras por qué los demás se han retrasado. A Claridad,la censura le ha tachado tres titulares, y los están cortando del estereotipo. Informacionesaún no ha vuelto a su propia imprenta después de la explosión de una bomba y en la tipografía ajena demoran la salida del periódico. En el Heraldo de Madridesperan el fluido eléctrico; allí, en la imprenta, no se ve absolutamente nada...

Pero éstas no son más que ocupaciones secundarias de Saver. Al minuto sus gritos resuenan en todos los pisos y pasillos del enorme hotel-hospital. Entra como una centella en las habitaciones del hotel convertidas en salas y vende periódicos. Ni siquiera la puerta de la sala de operaciones está cerrada para él —el orden establecido en los hospitales es, aquí, pasmoso—; echando una mirada de reojo sobre la mesa de operaciones y los doctores con gorros blancos, Saver coloca los periódicos en el alféizar de la ventana, sin decir nada. Si pasa por alto alguna sala, los heridos le llaman gimiendo; Saver se disculpa presuroso, coloca del periódico en la mesita de noche y rebaña las monedas de cobre el monedero de cuero. Los periódicos que le quedan, los vende en la calle, mirando al cielo, atento el oído por si resuenan los motores de los Junkers.

Saver entrega lo que gana a su padre, un zapatero de Santa Olalla, hombre de mal genio, hambriento y, a veces, borracho. El padre bebe de pena. Tuvo que evacuar a Madrid con una familia muy numerosa, huyendo de los fascistas; ahora las autoridades quieren también evacuar de Madrid a la familia. No hay trabajo, en el comedor para refugiados dan mal de comer, no se ve el fin de la guerra...

Después de haber discutido con el padre, Saver considera que sus ocupaciones del día han terminado; vuelve a mi habitación. El orgulloso muchacho casi nunca toma comida —ni pan, ni conservas, ni una manzana—. Pero está muy a gusto sentado en un sillón ante la estufa eléctrica. Un invierno tan frío, y en ninguna parte calientan. Con el rostro apoyado en su pequeñoy moreno puño, el niño se queda primero largo rato inmóvil, sentado en el sillón, cerrados los ojos, como una ama de casa fatigada después de todo un día de ajetreo en el mercado, en la cocina y con los pequeñuelos. Luego se reanima un poco y entonces saca del bolsillo de su rota cazadora su propio periódico.

Es una publicación minúscula, de impresión infame en ocho paginitas, editada en Barcelona. Se titula ¡Ja ja!

Saver se sume en los versos y en los dibujos. Alegres mariquitas viajan en coche, se ofrecen flores, se desafían a espada; unos ratones saltan ya a un tarro de harina, ya a un saco de hollín, y salen de allí parecidos a pequeños negritos con cola. Saver se ríe suavemente. Luego pregunta acerca de los niños soviéticos y recibe la correspondiente porción de palabras rusas. Según hemos convenido, estoy obligado a comunicarle ocho palabras al día, y los domingos, cuando no hay periódicos de la tarde, doce. Saver se empapa, como una esponja; es de una curiosidad ávida en extremo; por ahora, la guerra le priva de escuela. Repantigado en el sillón, repasa, soñador, en voz alta, la riqueza verbal ya acumulada: Bu-ma-ga... Ka-randach... Izdra-stui-tie... Izpi-chki... [17]

Hoy se cumple un mes de la defensa de Madrid. Ahora miro con otros ojos todo el decurso de la lucha. La guerra, por lo visto, todavía será larga, dilatada, muy difícil. Se están acumulando fuerzas por ambas partes. El país prepara nuevas —y no pequeñas– reservas. Franco posee mucho material de guerra, pocos hombres. Recurre a los italianos y a los alemanes, «moros arios», como los han apodado los milicianos.



5 de diciembre


Ayer los cazas fascistas atacaron a un avión de pasajeros francés, de la sociedad Air-France, ylo derribó. A bordo del avión iban Delaprée y Cháteaux. Ambos están heridos y han sido llevados a Guadalajara. Hoy he ido a visitarlos, junto con Georges Soria.

Guadalajara ha sufrido mucho a consecuencia de los bombardeos de los últimos días. Humean las ruinas del magnífico palacio del Infantado. Varias bombas han caído en el hospital, han muerto y mutilado a cuarenta heridos. Otras bombas han caído en un asilo infantil, han hecho una montaña de pequeños cadáveres. En dos días, la ciudad ha perdido, en total, ciento cuarenta personas, en su mayor parte pacíficos e indefensos habitantes.

Una muchedumbre enfurecida de guadalajareños se ha presentado en el edificio de la cárcel local, ha desarmado a la guardia, ha sacado de las celdas a cien fascistas y los ha fusilado. El mismo día destacamentos de la milicia local han detenido a elementos sospechosos y enemigos y han metido en la cárcel a otros cien individuos como rehenes. «Por si hay un nuevo bombardeo», dicen sombríamente en Guadalajara.

Los periodistas heridos yacen en una habitación del hospital militar en dos camas contiguas. Su estado es muy grave. A Cháteaux, una bala explosiva le ha roto y deshecho la tibia. Ayer se habló de amputarle la pierna; hoy parece que su estado ha mejorado un poco. A Delaprée una bala le penetró por la ingle y le salió por atrás después de haberle roto los órganos internos. Sólo se le puede operar en Madrid. El dolor le deforma el pálido y hermoso rostro.

—Probablemente de ésta no me levanto. Tengo esta impresión.

Ha agradecido la visita, el haber llamado a su mujer de París y otros cuidados.

—Aún no habíamos tenido tiempo de tomar altura para volar sobre los montes que rodean Madrid. No llevábamos en el aire más de diez minutos. De repente, sobre nosotros apareció, por un lado, un caza. Dio una vuelta; por lo visto, nos estuvo contemplando a su gusto. Es imposible que no viera las señales distintivas... Esto queda por completo excluido. Desapareció por unos minutos y luego de golpe, por abajo, a través del piso y de la cabina, empezaron a penetrar las balas. Caímos heridos por los primeros disparos. El piloto quedó ileso. Se dirigió bruscamente al aterrizaje. Abajo se veían unas colinas... El avión dio un golpe muy fuerte contra el suelo, se puso vertical sobre la proa. Gravemente heridos, desangrándonos, caímos uno encima del otro. Me parece que se inició un incendio, ya no comprendía nada. Unos minutos después aparecieron unos campesinos, rompieron la portezuela y nos sacaron con todo cuidado...

Pregunta qué nuevos pasos ha dado el gobierno de su país en respuesta al ataque pirata contra un avión civil de Francia. Alguien le había dicho que desde París se había mandado un ultimátum a los facciosos. Esto le alegra. Pero no se ha mandado ultimátum alguno. El gobierno francés no ha hecho nada, oficialmente ni siquiera se da por enterado de lo que ha ocurrido. No quiero desilusionar a Delaprée gravemente herido, quizá en trance de muerte. Manifiesto la esperanza de que lo que es ahora el gobierno francés va a cantarle a Franco las cuarenta. El herido abriga la misma esperanza:

—¡Si por lo menos esta vez hicieran algo! Si no es así, a mí hasta me va a dar vergüenza llevar esta infame bala en la ingle.



11 de diciembre


Desde las afueras de la ciudad ya se divisa la brillante y azulina nieve del Guadarrama. Las montañas están adornadas por la nieve y por el sol. Se han hecho más claras y más próximas. Por los desfiladeros, subiendo y bajando, serpentea, la línea del frente, retumban escasos disparos. Los hombres avanzan cautelosamente en esquíes, en carros, en mulos.

Antes eso parecía endiabladamente cercano y, en efecto, hallarse a treinta o cuarenta kilómetros ¿no es hallarse ante las mismas narices de la capital? Ahora, cuando el frente pasa entre las facultades de medicina y de filosofía de la Universidad de Madrid, ahora, el sector montañoso se ha convertido en algo apartado, tranquilo y secundario. Pero, desde luego, esto es una ilusión. La calma en el Guadarrama es una formalidad. Es un equilibrio inestable. Puede desplomarse el día menos pensado.

En el campo del fascismo español, asignan un valor singular, místico, a la toma de El Escorial, al dominio del famoso monasterio de San Lorenzo. Dando vueltas y más vueltas a sus explicaciones por su larga inmovilización ante Madrid, Franco ha declarado, entre otras cosas, que la toma de El Escorial, el centro histórico religioso más importante de España, equivaldría políticamente a la toma de Madrid, e incluso sería más importante. Ahora, en señal de su acendrado amor por el Escorial, Franco lo ha bombardeado desde el aire.

Me aproximo a El Escorial confuso, como un escolar se acerca a la mesa de exámenes. ¡Cuántas sentencias y fórmulas sabihondas no se han pronunciado aquí, en el transcurso de siglos, por parte de literatos viajeros, cuántos reproches dirigidos a Felipe II, cuántas burlas sobre su edificio, cuántas definiciones debeladoras de este pesado cajón de piedra! ¿Qué puede añadirse a ello, aún?

Pero cuando, tras un recodo del camino, majestuosamente, en medio de una poderosa y de ningún modo sombría solemnidad, se descubre el gigantesco anfiteatro granítico rodeado por un muro de rocas aceradas, y en su falda, tallado de estas mismas rocas, se ve el dórico cuadrilátero granítico de impecable sencillez con sus dos mil seiscientas ventanas, en seguida se desvanece y se olvida toda la monda estética de las casuales generalizaciones psicológicas. El Escorial es, en verdad, hermoso y veraz por su idea y por su ejecución; es un monasterio-fortaleza, un palacio-oficina del fuerte y católico imperio colonial del siglo xvi, correspondiente al apogeo y comienzo de la decadencia de dicho imperio. El edificio encarna en sí, armónicamente, la época, el espíritu de los vencedores, el infinito trabajo del pueblo y el espléndido arte —por lo que tiene de limpio y noble– de sus maestros.

El viejo celador de El Escorial está desagradablemente sorprendido por el repentino visitante. Rezonga, tarda, de modo sospechoso, en encontrar las llaves, pero al fin se resigna, y entramos con él en la desierta y embrujada ciudad de El Escorial, en el laberinto geométrico de los patios, en los corredores abovedados, en las grises galerías de granito, en los pasos secretos, vemos las oscuras y resquebrajadas telas. Desde luego, al general fascista le resultaría agradable pasearse aquí con sus cortas piernas, junto con algún mayor alemán, señalar con la fusta, como anfitrión, los cuadros, ordenar que se abran los postigos de las habitaciones inferiores de Felipe, sentirse también alguna cosa...

Pregunto si no han caído aquí bombas. Aquí no. Han estallado a un centenar de metros, en las dependencias de servicio que circundan al propio monasterio; allí se ha montado un hospital. Hirieron gravemente a un niño.

—Pero aunque estallaran aquí —el celador agita negligentemente el manojo de llaves– no podrían hacer ningún daño: estos muros y bóvedas son más fuertes que las mismas rocas.

Es evidente que el viejo tiene poca fe en la potencia y en las posibilidades de la industria militar alemana. Que no tenga que hacer luego una amplia crítica de sus errores...

En la grandiosa catedral, rumoroso silencio. En el fondo de un altar lateral, en un rincón oscuro, en el extremo del último de los bancos comunes, el sitio de Felipe. Esto es una demostración de la modestia del rey católico quien, ante Dios, era el más humilde de los pecadores. Pero no sólo esto. Detrás del banco, hay una puerta disimulada en la pared y hasta una ventanilla del tipo de las ventanillas de oficina —por ella, durante los largos oficios divinos, pasaban al rey partes de guerra, papeles que requerían una resolución escrita—. Ahí mismo, desde luego, se encontraba la escolta.

Este espíritu de utilitarismo, de sentido práctico, escondido bajo el velo de la humildad cristiana y de la virtud, impera en El Escorial como en ningún otro edificio religioso. El combinado gubernamental monárquico fue brillantemente organizado ya al ser construido y no ha necesitado casi ninguna modernización. Las celdas de los monjes son espaciosos y cómodos apartamentos para vivir y trabajar: enorme despacho, pequeña alcoba, reclinatorio y cuarto de aseo. Además, conservan toda la severidad de la época de la Inquisición: suelo de piedra (con muelles esteras en él), brasero de hierro (con estufa eléctrica Siemens adaptada a él), una simple campanilla de bronce (al lado del teléfono automático). Sobre las mesas, montones de libros, nuevas revistas, textos políticos de hoy, en muchos idiomas. Los pacíficos eremitas eseurialenses, los más allegados a los círculos fascistas, efectuaban desde aquí una inmensa propaganda contra la república, contra el Frente Popular. Hasta ellos llegaron —y los echaron– poco menos que un mes después de haberse iniciado el levantamiento faccioso. Varias docenas de eseurialenses trabajan en el Estado Mayor de Burgos y, como es natural, son ellos mismos quienes presionan para que se tome cuanto antes el monasterio de San Lorenzo.

Una escalera de mármol conduce hacia abajo, hacia una estancia a cubierto de los ataques aéreos: la tumba de los reyes. Es poliédrica; aquí, en cuatro pisos, en los distintos lados del poliedro, se hallan los ataúdes de mármol de reyes y reinas, desde Carlos V hasta María Cristina y Alfonso XII inclusive. Veintitrés están ocupados y llevan sus correspondientes inscripciones; el vigésimo cuarto está libre y sin inscripción.

Éste lo prepararon para Alfonso XIII. El candidato, si bien de edad avanzada, fue destronado y se dedica a jugar a la Bolsa en el extranjero.

Permanezco en este lugar largo rato, pienso qué se puede hacer, pero no se me ocurre nada. Tampoco es cuestión de utilizar este puesto libre para otra persona. Y así se perderá un buen ataúd de mármol.

Fuera, el helado viento de las montañas inclina los arbustos hacia el suelo. Unos milicianos procuran calentarse ante una pequeña hoguera. Estos milicianos guardan honradamente El Escorial. Guardan un monumento histórico, una pieza de museo, una curiosidad pétrea de un lejano tiempo pasado y terrible. Saben que el enemigo quiere abrirse paso hasta aquí, pero es difícil que se imaginen todo el alcance de este propósito. En el siglo XX, en el año 36, los degenerados seguidores de los olvidados verdugos de España quieren convertir de nuevo El Escorial en un centro rector y símbolo del país. Quieren arrojar al pie de esta montaña al pueblo encadenado, ensangrentado, desfallecido a causa de las torturas fascistas.

... Hoy ha muerto en Madrid, trasladado al hospital francés, Delaprée.



14 de diciembre


Por lo visto, el general Lukács no logrará ahora hacer de su brigada una muñeca y un caramelo. Con enormes dificultades, el 11 de diciembre consiguió llevar su unidad a la reserva para el descanso y la reorganización. La XI Brigada Internacional también ha sido relevada. Ambas brigadas han combatido incesantemente durante más de un mes, desde su llegada a Madrid. Sus hombres no han dormido ni una sola noche bajo tejado. Han perdido casi el cuarenta por ciento de sus efectivos. Los que han quedado sanos y salvos, están cubiertos de una costra de suciedad, tienen callos en las manos de tanto usar los cerrojos de los fusiles. Se les ha gastado el calzado, se les han roto los uniformes, se les han afilado los rostros, se les han secado los labios.

Sólo tres días han permanecido las brigadas en reserva, mañana vuelven ya a lanzar al combate a la Undécima; el turno siguiente, por lo visto, corresponde a la Duodécima. El enemigo ha emprendido nuevos ataques serios desde el sector de Brúñete en dirección a Boadilla del Monte.

Hoy ha efectuado varios ataques de tanques apoyados por un potente fuego de artillería, mas, por ahora, no ha logrado tomar el pueblo.



15 de diciembre


Duro combate por Boadilla del Monte. Los batallones en cabeza de la XI Brigada mantienen los accesos a la aldea. De todos modos, la situación es crítica. La Duodécima entrará en fuego por la noche.



16 de diciembre


A las tres de la tarde, después de un largo intervalo, ha vuelto a irrumpir en el cielo de Madrid la aviación fascista: cinco Junkers acompañados de veintitrés cazas. Los «chatos» se han retrasado un poco, los Junkers han logrado arrojar sus bombas. Se ha desarrollado un duro combate aéreo, los republicanos han derribado, casi sobre la misma ciudad, tres Heinkels. Los aparatos de bombardeo y los demás cazas se han visto obligados a salvarse huyendo. Es una pena que hayan tenido tiempo de lanzar las bombas.

Este bombardeo, por su inutilidad militar, por su roma crueldad, por la elección del objetivo constituye uno de los más viles entre los bombardeos fascistas de Madrid. Han sido arrojadas unas veinte bombas grandes, de cien kilogramos, sobre el barrio obrero de Tetuán, cerca de la plaza de toros. Decenas de casas de uno y dos pisos han sido convertidas en montones de escombros.

Hasta ahora hay un centenar de víctimas, entre muertos y heridos. Muchas personas han perecido no a causa de las bombas mismas, sino por haber quedado aplastadas al desplomarse tejados y paredes.

Una enorme muchedumbre hormiguea en torno a las ruinas. Entre el llanto general y los lamentos de dolor, los milicianos, los voluntarios y los parientes de las víctimas sacan los cadáveres de las personas, adultos y niños.

Esto se efectúa con una lentitud insoportable y torturadora. Colocan cinco, diez ladrillos en pequeños capazos y los apartan a un lado. Se descubre un pie, un hombro o una manita infantil. Llorando a lágrima viva, las madres esperan hasta que queda libre todo el cuerpecito; a veces, empujando a los que tienen a su alrededor, se arrojan al montón de cascotes y ellas mismas, como locas, arrancan con las uñas los pequeños cadáveres cubiertos de polvo de cal.

En las casas que se han salvado, si se puede decir que se han salvado, la gente sin salir de su pasmo, permanece de pie o vaga entre las paredes resquebrajadas, los cristales rotos, los muebles salpicados de sangre, sin saber adonde ir ni qué hacer. Son los indigentes, es la pobretería de Madrid, son las míseras familias de los obreros de la construcción, los artesanos...

Una mujer entrada en años, ama de casa, cuenta: a su vieja madre, muy enferma, le dolía el pecho. La mujer la desnudó y comenzó a pintar con yodo el pecho de su madre; en aquel momento cayó la bomba. Todo se desplomó, se hundió. La madre ha quedado gravemente herida, acaban de trasladarla al hospital.

Al otro lado de la calle, hay una entrada del metro. Abajo, en el andén, en las vías, un enorme campamento de refugiados, de desgraciadas personas que se han quedado sin casa. Unos se han situado directamente sobre el asfalto o hasta entre los raíles, sobre la grava. En la penumbra del túnel lloran y juegan los niños. Se duermen ahí mismo, sobre montones de trapos sucios. Cuando llega el metro (ésta es una estación terminal) es necesario pasarse largo rato haciendo marchar de los rieles a la gente, para no aplastar a nadie. Después de cada bombardeo, las estaciones del metro quedan invadidas por una muchedumbre semejante, de gente sin techo. La Junta de Defensa intenta evitarlo, pero no puede hacer nada. Es preciso tener bastantes refugios antiaéreos. Madrid no los tiene. iAy de las ciudades que no preparen refugios contra el enemigo del aire!

En la segunda mitad del día, las tropas del flanco derecho de la defensa han abandonado Boadilla del Monte. Los fascistas han intentado proseguir el ataque a lo largo del río Guadarrama, pero han sido contenidos por las Brigadas XI y XII. Habiendo recibido unas pequeñas reservas de la columna de Perea, los internacionales querían echar al enemigo con un contraataque, pero se han demorado excesivamente en la preparación. El enemigo está fatigado y también se ha detenido. Los fascistas han comenzado a fortificarse y a abrir trincheras. Poco a poco se ha calmado.



20 de diciembre


En ningún periódico madrileño ni del resto de España ha aparecido hasta ahora una sola línea dedicada a Vicente Rojo. Los reporteros llegan al virtuosismo en las descripciones y en la caracterización de jefes y comisarios, de intendentes e inspectores de sanidad, publican enormes retratos de las cantantes y bailarinas que actúan en los hospitales, pero del hombre que, de hecho, dirige toda la defensa de Madrid, no dicen ni media palabra.

Me figuro que no se debe ello a enemistad o antipatía, sino, simplemente, a que «no se les ha ocurrido». Aquí, a veces, no se ocurren las cosas más claras.

Es difícil no darse cuenta de Rojo. Sin exagerar puede afirmarse que se le puede ver y es asequible durante las veinticuatro horas del día en el Estado Mayor de la Defensa, se pasa las veinticuatro horas del día vistiendo su guerrera con dos estrellitas y la insignia republicana sin levantar la espalda ante la mesa con mapas, dibujando croquis y haciendo señales con el lápiz de color, escribiendo notas de servicio, hablando con centenares de personas, hablando siempre sosegadamente, a media voz, tosiendo por tener resfriada la garganta, examinando a su interlocutor con ojos atentos, tranquilos.

Como jefe del Estado Mayor de la Defensa de Madrid, el teniente coronel Rojo mantiene en sus manos todos los hilos de la compleja telaraña de unidades, grupos, baterías, barricadas aisladas, equipos de zapadores y escuadrillas de aviación. Sin descansar, sin dormir, sigue atentamente cada movimiento del enemigo en cada uno de los centenares de sectores en que está dividida y diseminada la línea de combate, y en seguida reacciona, en seguida elabora una solución concreta y la propone al mando.

Es un oficial de carrera, un militar profesional, pero no de los privilegiados, sino de los hijastros.

En la última hora de la noche, liando un cigarrillo, de tabaco canario, sonriendo no sin amargura, Rojo explica:

—En nuestra familia no ha habido nunca ni oficiales ni tradiciones militares. Sólo mi padre fue sargento. Éramos muy pobres, sobre todo después de la muerte de mi padre. A usted le parecerá extraño, pero mi profesión militar la debo a la muerte de mi madre. Gracias a esto, sí, gracias a esto, fui incluido en la categoría de huérfanos militares y entré en un orfelinato militar, de donde, como alumno sobresaliente, pasé al cuerpo de cadetes del Alcázar de Toledo... Como todos los oficiales españoles, serví en Marruecos. Primero, en una unidad de choque; luego, en una unidad colonial, en Ceuta. Pero a mí me atraían las cuestiones teóricas del arte militar. Hice todo cuanto de mí dependía para volver al Alcázar como profesor del cuerpo de cadetes. Ahí he dado clases durante diez años. He enseñado estrategia, táctica, historia del arte militar. Yo mismo he escrito no poco sobre estas cuestiones y he creado una revista bibliográfica militar, que se ha publicado hasta producirse la sublevación.


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