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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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La hélice funcionaba a las mil maravillas. Ya podíamos elevarnos. Laporte, sin embargo, seguía probando, porfiado, la batería complementaria. El tiempo se hacía infinitamente largo. El piloto meneaba la cabeza y seguía apretando el botón de hueso. La batería no funcionaba.

—¿Para qué la necesita?

Se volvió, me miró con el ceño fruncido y respondió después de una pausa:

—Para cambiar la marcha de la hélice.

—Bah, nos pasaremos sin ello.

—Esto da una velocidad complementaria.

—Lo sé, pero hemos de volar, a lo sumo, hora y media. La diferencia no es mucha.

—Éste es un vuelo especial.

—Sí, lo sé. Es especial, y por eso lo que ha de hacer es despegar. ¡Qué falta nos va a hacer cambiar la marcha de la hélice ni qué diablos! ¡Venga, actúe! Ya apunta el día.

No respondió nada y salió del avión. Yo me quedé sentado demostrativamente y sin esperanza. Estaba completamente claro que aquel cerdo no iba a volar. Estuvo claro desde el momento mismo en que se sentó ante los mandos. ¡Qué cerdo! ¡Qué cobarde! ¡Qué pretexto más lamentable ha buscado! ¡Oh, qué cerdo!

Alguien se acercó a la portezuela y me dijo que saliera.

—El avión no saldrá. La batería está descargada. Para cargarla, hacen falta doce horas.

—Esto es una tontería, el vuelo puede hacerse perfectamente sin cambiar la marcha de la hélice.

Todo el mundo lo creía así, pero nadie se decidía a persuadir al piloto. De todos modos, aquél era un vuelo especial, que decidía el propio Laporte. Y Laporte ya había decidido. Ordenó poner el acumulador a la carga. Está dispuesto a emprender el vuelo a las siete de la tarde. ¿Y la conspiración, y el jefe del aeródromo, y los espías, y los cazas? Madame me preguntó si no sería preferible aplazar el vuelo hasta la mañana siguiente. Estaba completamente desconcertada.

—No. Si ha de ser a las siete, que sea a las siete. A cualquier hora que Laporte vuele, volaré yo con él. Si ha de ser de día, que sea de día; si a las siete, que sea a las siete; si a las nueve, a las nueve. Pero no creo que emprenda el vuelo. Su Laporte es un cobarde. Aunque francés, es un cerdo cobarde.

—También hay franceses cobardes.

—Por lo visto, también los hay, madame.

Vagué todo el día por la ciudad, fui en tranvía a Biarritz, deambulé por la playa desierta, compré a un bribón de la calle unos gemelos «de ocasión» por cuatrocientos francos en vez de mil. Los gemelos han resultado una porquería, no valen ni ciento cincuenta. Llegaron los periódicos de París; el gobierno no ha tomado ninguna medida en relación con el bandidesco ataque contra un avión civil, correo, francés. Más aún: los periódicos de derecha declaran que^4;re pirenaicoes una organización sospechosa, que el gobierno ha de abrir una investigación y cerrar la compañía.

Resulta que los fascistas españoles de Bayona varias veces se habían acercado a Gali para proponerle que durante su viaje a Bilbao bajara, con el pretexto de un aterrizaje forzoso, en el aeródromo de San Sebastián. Le prometían sacar del avión sólo a los pasajeros y el correo, y dejarían libre al piloto para que prosiguiera su vuelo. Le ofrecían por ellos doscientos veinticinco mil francos, cien mil aquí mismo, en Bayona, y los demás en el aeródromo de San Sebastián.

Paralelamente a la línea aérea francesa, sobre el territorio de Francia pasa la línea alemana Stuttgart-Burgos, formalmente denominada Stuttgart-Lisboa. Cada día, los aviones fascistas alemanes, procedentes de Stuttgart, hacen escala en Marsella; luego vuelan sobre todo el sur de Francia, pasan por encima de Biarritz y de Hendaya, aterrizan tranquilamente en San Sebastián o van directamente hasta Burgos. Nadie les pone el menor obstáculo ni los retiene en lo más mínimo. Y si alguien lo intentara, los fascistas alemanes obtendrían una custodia de sus intereses mayor que la del Aire pirenaico.No iban a aguantar tanto.

A las seis de la tarde, me presenté en el aeródromo. Allí estaban ya todos reunidos —madame, el oficial finlandés, el corresponsal de la agencia Hayas, el propio jefe del aeródromo y aún un buen grupo de gente—. Faltaba sólo un individuo: Laporte. Yo estaba allí, como el más tonto de los tontos, junto al avión, junto a mi idiota maleta blanca; era a todas luces evidente que Laporte no acudiría, pero yo, a pesar de todo, allí estaba. Alguien llamó por teléfono y comunicó que Laporte había ido a San Juan de Luz a esperar al herido Gali, a quien había traído un torpedero inglés. A las ocho nos separamos. Laporte, después de su entrevista con Gali, renunció definitivamente al viaje a Bilbao. «No seas suicida —le dijo Gali—. Vuelas desarmado e indefenso. Tu propio gobierno no te defiende y ni siquiera protesta contra tu asesinato. Te pagan bien, es cierto, pero la cabeza vale más. ¿A qué santo perderla?»

Esta conversación me la transmitió madame, a la que vi a las diez. Al fin y al cabo, también ellos tienen razón a su modo, tanto Gali como ese cerdo de Laporte.

—No tengo más pilotos —dijo madame—. La línea interrumpe su trabajo. Han logrado lo que querían.

—Me parece que le encontraré un piloto —le dije.

—¿Francés?

—Sí, francés. Hay franceses que son unos valientes, madame.

Nos hemos despedido, probablemente por última vez. No he volado a Bilbao. Será difícil que pueda llegar allí, a pesar de que aún lo intentaré una y otra vez. El 15 de junio se abre en Valencia el Congreso Internacional de Escritores, he de estar allí unos días antes, icómo encontrar tiempo para ir a ver a los vascos! Bilbao está ya casi rodeado por todas partes. La gente está en una situación difícil. Yo no estoy allí. No he ido a Bilbao. No soy un atrevido. Tengo una idea demasiado elevada de mí mismo.



29 de mayo


Bayona es ahora el principal centro de ayuda a las zonas septentrionales del territorio de Franco. Desde Bayona se mandan en poderoso torrente provisiones, gentes y armas. Desde luego, todavía es más cómodo hacerlo a través de Portugal. Es más cómodo, pero exige más tiempo. Y la guerra tiene prisa. Hay objetos que tardan demasiado en llegar si se ha de dar una vuelta.

La base está en Bayona. En Biarritz, en Hendaya, en Behovia, están los puntos de transmisión. Existe, además, Nacho Enea. ¡Palabras mágicas!

Estas palabras afloran aquí, a todo lo largo de la zona fronteriza, no bien la conversación recae sobre el control de la frontera, sobre los voluntarios, sobre el abastecimiento de Franco con armas, sobre todo cuanto se refiere al territorio español fascista.

—Este hombre está relacionado con Nacho Enea...

—Basta con dirigirse a Nacho Enea...

—Estas noticias son de Nacho Enea...

—¡Ándese con cuidado, Nacho Enea se ha fijado en usted!...

Nadie cree que no sepas quién es Nacho Enea y que no sepas dónde se encuentra. ¡Naturalmente, en San Juan de Luz!

Fui en busca de Nacho Enea.

San Juan es una pequeña ciudad recalentada por el sol. Una de sus partes está formada por gente del pueblo, pescadora. En la bahía se ven centenares de barcazas, allí huele a resina, a cáñamo, a pescado. Desde las barcas echan a mojados capazos la argentífera y pesada pesca. Aquí se encuentran las pesquerías de sardina más importantes de Francia. Por el otro extremo, cerca de la playa, unas cuantas manzanas de aristocráticas y elegantes villas. En la rada se balancean suavemente las moles grises de unos barcos de guerra: británicos, franceses y americanos.

En los grandes cristales del quiosco de información, se ven seductoras inscripciones: «Visitad España, región de maravillosa naturaleza y maravillosas gentes, descansad en sus balnearios de verano y de invierno.» Naturalmente, las inscripciones datan de hace mucho. Ahora la señorita del quiosco explica tranquilamente que no es posible ir a San Sebastián. No está abierta la temporada. Por causa de la guerra. ¿Y por tres días? No, tampoco por tres días. La guerra, la no intervención, el control. El turismo está interrumpido temporalmente. Monsieur es turista, ¿no? Naturalmente, ahora todos son turistas...

Intercambio de sonrisas.

—Monsieur es un turista de...

—De Holanda, naturalmente.

La señorita se ríe.

—¿Por qué ha de ser forzosamente de Holanda? Los hay que vienen directamente de Alemania. Pero usted, probablemente sabe adonde debe dirigirse.

—He olvidado... Unas dos palabras incomprensibles.

La señorita es coquetamente severa:

—Si las ha olvidado, no voy a recordárselas yo. Tenía que haberlas escrito. Es a la derecha, pasado el Bar Vasco, y luego hacia arriba por la avenida, a lo largo del parque.

En la plaza, para no extraviarme, pregunto a un policía por Nacho Enea.

—Hacia arriba, pasado el Bar Vasco, por la avenida.

Un ciclista, una niñera con un cochecito y una dama de pobladas cejas me dirigen amablemente hacia el mismo lugar. Un sacerdote español, a la misma pregunta, responde brevemente:

—Sígame. Yo me dirijo allí mismo.

A la puerta, pese a la tórrida hora del mediodía, se ve animación, hay cinco coches; de uno de ellos sale gente; a otro, suben. En el portal, una inscripción lacónica: Nacho Enea.En vasco, esto significa: «En mi casa.» Tras un muro de piedra, al fondo de un jardín, se halla escondida una gran casa, a la que conducen unas flechas e inscripciones. En la casa no moran vascos, sino fascistas españoles. Pero aquí están en su casa.

En el interior, hay unas auténticas oficinas de embajada o consulares. En la sala, se ve a mucha gente esperando; en las paredes, carteles y banderas fascistas y monárquicas, huchas para donativos en favor del ejército faccioso y de Falange Española, prospectos de los hoteles de San Sebastián, Sevilla y Burgos. Sobre la chimenea, está prendida una instrucción acerca del paso de la frontera. Hace falta: 1) tener visado francés de salida o de tránsito, 2) recibir permiso de las autoridades militares, 3) presentar el bagaje a inspección en la aduana, 4) pasar a pie el puente...

Un secretario con un montón de papeles corre de un lado a otro. Con algunos de los visitantes se explica él mismo, a otros les deja franquear una puerta muy bien cerrada, tras la que se halla el jefe superior... Para mí basta el secretario.

—¿Qué quiere usted?

—Ir unos días a San Sebastián. Vengo de Holanda.

El secretario se interesa por el pasaporte, pero yo preferí olvidarlo en el hotel.

—¿Y cómo está la cuestión del visado francés de salida? ¿Ya lo tiene?

—Todavía no.

El secretario reflexiona.

—Entonces, diríjase al señor Berenville. Le encontrará usted en el Bar Vasco, al final de la avenida, abajo. Llévese un impreso. Devuélvalo después de haberlo llenado.

El cuestionario contiene las preguntas habituales en estos casos y va dirigido al jefe de la Sexta División de Burgos.

Abandono Nacho Enea con un ligero sentimiento de desencanto. ¡Ningún misterio! Ni más ni menos que un consulado de los facciosos fascistas en el territorio de Francia.

El Bar Vasco resulta ser un elegante cabaret-dancing francés. Semejantes establecimientos suelen estar abiertos sólo por la noche. Pero no, éste también ahora está concurrido. Ante dos mesitas beben animosamente cerveza y charlan en dialecto berlinés unos robustos jovenzuelos. Típico corte de pelo de la Reichwehr: al cero en torno de la cabeza; encima, raya y pelo con brillantina. Turistas clavados, indiscutiblemente de Holanda...

El camarero de la barra comprende que no he venido aquí a la una del día para bailar.

—¿Necesita usted, probablemente, a monsieur Berenville? Está en Nacho Enea, volverá de un momento a otro. Estos señores también le esperan.

—Bueno, mejor será que vuelva después.

El señor Berenville es el líder de los fascistas de la localidad y el que dirige los traslados al territorio de Franco. El Bar Vasco es su sala de recepción. Todo esto no tiene nada de sorprendente. Es mucho más enternecedora otra cosa. A trescientos pasos de Nacho Enea, en otra villa, mora permanentemente, desde el comienzo de la sublevación fascista, el señor Jean Erbett, que hasta ahora sigue considerado como el embajador de Francia junto al gobierno español republicano.

... Desde aquí no queda lejos Behovia. Aquí está. El río, el puente fronterizo o, como aquí lo llaman, internacional. Junto al puente, está la aduana francesa: gendarmes, policía, la garita para el control y los pases. De vez en cuando llegan automóviles, salen de ellos señores ricos por su aspecto, se asoman por unos momentos a la garita y en seguida cruzan el puente hacia la parte española.

Los guardias fronterizos cuentan:

—Anteayer otra vez se evadió por aquí un suboficial del ejército fascista. ¡Vaya tiroteo que abrieron contra él! ¡Fue verdaderamente un milagro que no mataran a ninguno de nosotros!

—¿Es posible que dispararan hacia la parte francesa?

—¡Y cómo! Con ametralladoras. Véalo usted mismo.

En efecto, las paredes de las casas que miran hacia la frontera están acribilladas de balazos. Algunas balas dieron incluso en la señal fronteriza francesa, le hicieron saltar el esmalte.

—¿Y ustedes no respondieron de ningún modo?

—No teníamos orden.

—¿Disparan contra ustedes con ametralladora a través de la frontera y no reaccionan a este acto de ninguna manera?

El oficial del servicio de fronteras extiende tristemente los brazos.

—Créame que si nos lo permitieran, demostraríamos que sabemos defender el honor de la frontera francesa.

—¿Y los órganos del control internacional?

—¡Oh, a ellos esto es lo que menos les preocupa! Su misión es asegurar la no intervención allí. En cuanto a la intervención en esta parte, tienen razón cuando dicen que Francia misma podría garantizar en este sentido su seguridad.

... En Hendaya se encuentra el principal punto de paso entre Francia y el campo de Franco. En el puente fronterizo, hay tanto movimiento como en un bulevar. En la garita debería haber el oficial de control, un oficial holandés. Debería estar, pero no está. Los guardias fronterizos explican: está comiendo.

—Está comiendo desde la mañana hasta última hora de la tarde. Le encontrará usted en el restaurante cerca de la estación. Antes del establecimiento del control internacional no sabíamos lo que es capaz de beber en un día un solo holandés. Cuanto más vive uno tantas más cosas interesantes aprende.

Al otro extremo del puente, se hallan inmóviles los guardias civiles del general Franco. Los mismos negros tricornios charolados de la monarquía, el mismo color limón del correaje. De pronto se ponen firmes, presentan armas. A través del puente se dirige hacia nuestro lado un lujoso automóvil. Un hombre de elevada talla repantigado en el asiento posterior, saluda condescendientemente con un movimiento de mano a la guardia francesa y, sin detenerse, se aleja por la carretera. ¿Quién es? Es el mayor Troncoso, comandante militar del Irún fascista.

—¿Y viene aquí con frecuencia?

—Varias veces al día. Goza del derecho de entrar y salir sin obstáculos. Tiene aquí, en Francia, infinitas ocupaciones.

En la estación procuro encontrar al representante del control internacional. Es muy fácil —todos saben dónde come el holandés—. Ahí está: lleva la servilleta atada con un nudo detrás del cuello para que no se le caiga; sobre la mesa, una batería de botellas. Procuro entrar en conversación con él, pero, ¡ay!, el bravo representante del ejército holandés no puede coordinar dos palabras. Bueno está para controlar, ¡no puede ni alzarse detrás de la mesa!

En Hendaya también ayer se levantó acta sobre el tiroteo de la frontera por personas desconocidas desde el territorio español.

Un «desconocido» arroja por la borda de aviones de guerra, toneladas de sustancias explosivas sobre ciudades francesas. Un «desconocido» descascarilla con fuego de ametralladora las señales fronterizas francesas.

Un «desconocido» hunde barcos mercantes británicos. Un «desconocido» interviene con toda la fuerza de su potente armamento en los asuntos internos de España, en la lucha de su pueblo contra los sublevados fascistas. ¿No habrá ido demasiado lejos este «desconocido», al que no hay niño que no conozca? ¿No habrá rebasado todos los límites de la paciencia? ¿No se habrá vuelto el mundo demasiado pequeño a causa de los tirones y saltos, que han quedado impunes, y que se hacen cada vez más furiosos y osados?

Llegué anochecido a Toulouse. En seguida llamé a París, a unos conocidos, y les rogué que buscaran al aviador Abel Guides, si se encontraba en París. Que le digan sólo una cosa: que le ruego venga urgentemente a Toulouse para jugar al tenis y, en general, para descansar.



30 de mayo


Día totalmente perdido. Polvo, calor, aire sofocante. Aquí ni siquiera hay el circo Medrano. La Depéchepublica largas columnas de telegramas sobre la defensa de Bilbao. La principal esperanza de los vascos atacados es el «cinturón de hierro», las fortificaciones que han construido en torno a su capital. La destrucción de Guernica no los ha asustado, los ha enfurecido. Quieren resistir y resistirán. La Depéchees aquí y en toda Francia, el único periódico burgués que escribe sobre la lucha del pueblo español con simpatía y veracidad.

Por la tarde, otra vez he hablado con París. ¡Hurra, han encontrado a Guides! Guides ha dicho que está dispuesto a venir hoy mismo a Toulouse, pero como se trata de jugar al tenis y de descansar en el seno de la naturaleza, ha de hacer registrar otra vez su título de piloto, que ya ha caducado. Para ello necesitaría dos días; al tercer día, estará en Toulouse. ¡Qué muchacho más simpático!



31 de mayo


Ya en Bayona, madame me citó el nombre de un tal Yanguas, español, piloto «salvaje», transportista solitario del aire, artesano que no ha entrado en ninguna cooperativa. Tiene patente y vuela a donde los otros no se atreven. No cobra por lo que el contador marca; el precio se establece de antemano. He buscado a Yanguas en Toulouse —no está, hace dos semanas que no aparece—. En el hotel donde siempre se aloja me han prometido avisarme no bien Yanguas llegue. Para estar más seguro, me he trasladado al mismo hotel.

Un día más vacío, tontamente perdido. ¡Paciencia, aguante! Bien, aguante, pero ¿y si resulta inútil? Hasta el Congreso de Valencia quedan quince días. ¿Puede uno arriesgarse a meterse por este tiempo en Bilbao? ¿Cuándo y cómo salir de allí?



1 de junio


Por la mañana de súbito ha aparecido Yanguas. Le he invitado a comer en el mejor restaurante, en el La Fayette. Es un hombre bastante raro. De baja estatura, delgado, con movimientos pesadotes, de ojos astutos, semientornados. Habla poco, come y bebe con enorme apetito. Goza de la confianza absoluta de los republicanos. Es amigo personal del presidente de los vascos, Aguirre. Cerca de doscientas veces ha transportado carga, armas y personas sobre el territorio de los fascistas. Éstos conocen su osadía y su impunidad. Han intentado sobornarle —ha sido inútil—. Queipo de Llano, en uno de sus sermones radiados, ha declarado: «Te cazaremos, Yanguas, y te colgaremos.»

Yanguas vuela a Bilbao. Está dispuesto a llevarme consigo. ¡Hoy mismo! ¿Hoy al anochecer? ¿Y Guides? No le esperaré. Le dejaré una carta, le pondré en relación con Aire pirenaico, y que trabaje con esta compañía, si quiere. Se fue de España cuando se disolvió la escuadrilla internacional de André. El gobierno le hizo entrega de una honrosa carta de agradecimiento por su heroica actividad combativa en defensa del pueblo español. Guides derribó cuatro aparatos de bombardeo fascistas y seis cazas, ha prestado al país otros servicios de gran valor.

Después de la comida, todo resultó fácil, rápido y sencillo. No había hecho más que sentarme a escribir una crónica sobre la frontera francoespañola, no había escrito más que dos páginas y media, cuando ya vino a buscarme el mecánico de a bordo de Yanguas. Llevó mi maleta blanca al taxi. Ya estamos en el aeródromo, ahí tenemos el avión, un Bloch bimotor, ya hemos tomado asiento, hemos despegado y volamos hacia el oeste. Yanguas ha dicho: volar desde Bayona es una locura. Aquello es un nido de fascistas, sobre todo el aeródromo. Desde Toulouse hay hora y media más de vuelo, pero las posibilidades de espionaje fascista son mucho menores.

Oscurecía cuando, por encima del Cap Bretón, salimos al mar de Vizcaya. Siempre tempestuoso, este mar estaba hoy insólitamente tranquilo. En el segundo asiento de piloto, al lado del aviador, miraba yo ora a la derecha, la superficie sin fin del Atlántico, ora a la izquierda, la costa recortada por las rocas, primero francesa, luego española. Yanguas me hizo un guiño hacia la izquierda y se sonrió indolentemente:

—Fascistas...

Meneé la cabeza y di muestras de un entusiasmo simplón, como si me hubiera mostrado una aurora boreal. Los fascistas ya ocupan aquí toda la línea de la costa, casi hasta el propio Bilbao.

Yanguas dobló profundamente hacia el mar para alejarse de esa parte de la costa. Ello requirió una hora más de vuelo. Volábamos completamente solos por encima del espacio acuoso. Oscureció casi por completo. El piloto, con mucho cuidado, comenzó a acercarse perpendicularmente a la costa. No se podía ni soñar en un aterrizaje en el aeródromo de Bilbao. La menor desviación hacia el este, aunque fuera sólo de diez kilómetros, llevaba derechito al campo fascista. Demasiado a la derecha, al oeste, hacia Santander, no hay la menor posibilidad de aterrizar. Yanguas, reconcentrado, atento, con frecuencia, se levantaba ligeramente sobre los mandos, examinando con sus ojos pequeños y penetrantes de guía el contorno impreciso de la costa, los entrantes y cabos que se perdían en la penumbra vespertina. Unos minutos después, quitó gas y en el fondo de una pequeña bahía, circundada de rocas, se divisó la blancuzca arena. El aparato dio una vuelta y bajó bruscamente para aterrizar. Un minuto más y rodamos suavemente por la arena húmeda, levantando nubes de gotas de los charcos que había dejado el agua del mar.

El motor se calló. A lo lejos, se elevan las rocas en torno a la isla del penal de Santoña, el castillo d'If español, lugar tenebroso y siniestro de deportación. Un silencio primigenio fluye sobre este rincón olvidado y desierto. Mas pronto lo altera el lejano estruendo de los cañones. Con ávida y honda inspiración, tragué el aire fresco, el aire reconfortante del mar, del bosque y de las montañas. Otra vez el retumbar de los cañones. ¡De nuevo España, de nuevo la guerra!



3 de junio


Llevo ya dos días casi sin dormir, entre los vascos, en las calles y cuarteles de Bilbao, en los sectores de la primera línea de defensa, en las trincheras de su cinturón fortificado interior.

Con la toma de Bilbao, Franco quiere, sin duda alguna, sustituir la toma de Madrid. Desde el punto de vista político-militar, tiene para ello motivos más que suficientes. La entrega o la conquista de Bilbao, la entrega, la captura o la huida del gobierno vasco, podrían alterar el ya inestable equilibrio internacional en torno a España y dar a los facciosos la posibilidad de obtener, con ayuda de las fuerzas del exterior, un armisticio favorable, cosa que Franco, últimamente, busca con tesón. Sin Bilbao, esto es difícil y desfavorable.

Hacia aquí, contra Vizcaya, se han lanzado las unidades fascistas más importantes y combativas. Durante los últimos meses han quedado en alto grado diezmadas, cierto. Franco ha perdido sus mejores cuadros. Han perecido los viejos marroquíes, magníficos guerreros, feroces en el ataque y tenaces en la defensa. Fueron atraídos a la lucha por la fuerza y por el engaño, no sabían por qué peleaban ni para quién, pero se batían maravillosamente y siempre servían de ariete ofensivo, ciego y sin fallar, al que seguían las fuerzas principales. Han perecido muchos legionarios, muchos soldados del ejército regular, muchos mandos de los escalones inferiores.

Ante Bilbao han aparecido quintas más jóvenes, instruidas ya durante la guerra civil con ayuda de personal alemán. Son unidades más modernas, más aptas para el combate, tenaces mientras la operación se desarrolla, y completamente endebles, flojas, si sufren un revés o si en sus mandos se produce la más pequeña confusión. No saben atacar o defenderse en grupos sueltos, como hacían los moros y legionarios.

Aquí también actúan, en el flanco derecho de los fascistas, las divisiones expedicionarias italianas deshechas en su tiempo ante Guadalajara y luego reorganizadas. Mejores, no se han hecho.

En comparación con su enemigo, la infantería vasca se ha mostrado mucho mejor. Éstos son hombres valientes, firmes, infatigables en las difíciles condiciones de montaña, muchísimo más organizados y menos impresionables que, por ejemplo, los castellanos. En los combates se han reflejado las cualidades nacionales de los vascos, su ponderación, su tenacidad, su sangre fría, a veces hasta su flema, todo cuanto hace que aquí les llamen los ingleses de la península ibérica. Las unidades vascas están, asimismo, bastante bien armadas e instruidas.

Los defensores de Bilbao han construido el denominado «cinturón», o cinturón fortificado, o cinturón de hierro, o cinturón de acero o, como lo han denominado los aficionados a las sensaciones periodísticas, «línea Maginot vasca».

Esta afición a los nombres altisonantes ha sido poco beneficiosa para la defensa de la ciudad. Ha creado una idea equivocada en cuanto a la grandiosidad de las fortificaciones en torno a Bilbao, en cuanto a su impenetrabilidad total y absoluta, hermética, en cuanto a su inexpugnabilidad. Los facciosos han fomentado gustosos las descripciones fantásticas del «cinturón» justificando con ello la lentitud del asedio de Bilbao y subrayando ante todo el mundo la extraordinaria dificultad de su empresa. En caso de que se conquiste Bilbao, tales relatos han de servir para demostrar la arrojada valentía de los facciosos, que hacen capitular una fortaleza tenida por inexpugnable.

En Bilbao, incluyendo a cierta parte de combatientes y jefes, la fe en las propiedades mágicas del «cinturón» ha creado la idea de que no importan mucho los combates en las proximidades de la ciudad y de que la auténtica defensa empezará sólo desde el momento en que se replieguen a las posiciones fortificadas. Esta idea es falsa y sumamente nociva. No existen cinturones y fortificaciones que de por sí constituyan una garantía de defensa. Todo depende de cómo los utilice el ejército en el transcurso de la batalla y en qué condiciones comienza a defenderse en ellas.

Si el enemigo asesta un fuerte golpe aunque sea a cierta distancia de las fortificaciones, puede desarrollar el éxito y abrir una brecha, física y moral, en las filas de quienes se defienden en el interior del cinturón antes de que éste empiece su resistencia.

Si, por otra parte, el «cinturón» llega a ser roto en uno o en varios puntos, esto aún no supone una catástrofe ni la caída de Bilbao. Lo importante es que no se rompa el espíritu de las tropas y su firmeza, su voluntad de lucha, el carácter organizado de su dirección.

El «cinturón» en sí constituye una cadena más o menos ininterrumpida de zanjas, trincheras, reductos, fortines y nidos de ametralladora, que se alternan con las defensas montañosas naturales y los valles bien batidos.

En algunos tramos, el trabajo se ha hecho a la perfección y completa muy ingeniosamente el relieve del lugar. En otros sitios, la fortificación sólo repite inútilmente lo que la propia naturaleza ha construido: fortines en las crestas de poderosas rocas, hechos, además, abiertamente, a la vista, como cebo para la aviación y la artillería del enemigo. He recorrido por la montaña, sudando la gota gorda, todas estas construcciones. Hay sectores donde las fortificaciones son insuficientes o donde faltan en absoluto pasos no cubiertos por nada y que se han de defender sólo a base de la fuerza viva, en condiciones muy desfavorables.

Todo esto no es fruto de la casualidad. El ingeniero que ha dirigido la construcción de las fortificaciones ha resultado ser un traidor, un saboteador, y se ha pasado no hace mucho al campo fascista. Los facciosos poseen todos los esquemas del «cinturón» y todas las aclaraciones sobre el mismo.

Después de la huida del ingeniero, el mando ha cambiado mucho las fortificaciones. Sectores enteros del cinturón han sido reconstruidos en otros lugares. Pero, desde luego, rehacerlo todo no ha sido posible. La aviación enemiga vigila los trabajos y dispersa a los zapadores a bombazos.

Pese a todo, muchos miles de obreros y campesinos vascos trabajan con entusiasmo para levantar y rehacer las fortificaciones del Bilbao asediado. Cada noche, en la oscuridad, columnas de individuos hormiguean con aplicado esfuerzo en las montañas —construyen, cavan, obstruyen caminos—. No puede decirse que dispongan de rico material. Aquí no hay modo de hacer subir un camión. El asno minúsculo, las angarillas de madera, los capazos —todo se aprovecha, todo sirve para las fortificaciones, todo ayuda en la lucha—. Como en invierno en Madrid, las mujeres, los adolescentes y los niños prestan su concurso para construir y defenderse.

Pero la lucha en torno a Bilbao no se parece en nada a la lucha en torno a Madrid. La verdad es que no se parece a nada.

Aquí, en el frente del norte, lo que combate es la aviación. Con la particularidad de que se trata únicamente de la aviación fascista. La republicana casi no existe.

Lo que vemos y vivimos aquí ahora no puede servir de prototipo de las futuras guerras. Si se representara todo ello en un cuadro, al pie habría que escribir: «¡Ay del país que no puede defenderse por el aire!» Los invasores fascistas aprovechan en el frente de Bilbao su absoluta superioridad en el aire. Mejor dicho, no su superioridad, sino casi la falta total de aviación republicana, cosa de la que los facciosos se han convencido después de explorar toda la costa. Con la insolencia de los cobardes, los mandos fascistas han pregonado en sus partes de guerra que en el norte baten al enemigo en el aire. Casi no tienen a quien batir: aquí actúa un pequeño puñado de aviones, que han llegado venciendo enormes dificultades y complicaciones internacionales, desde el frente del centro. Los fascistas, en cambio, casi ni han tenido que cambiar las bases de la aviación. Desde la misma zona de Burgos vuelan a Guadalajara y a Cataluña, a Bilbao y a Santander. La febril construcción de buenos aeródromos en torno a San Sebastián, respondeya a una preocupación para el futuro; son los primeros puntos de apoyo alemanes en la frontera francesa.


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