Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
Жанр:
Историческая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 30 (всего у книги 47 страниц)
Al ser atacados por los republicanos, los aviadores alemanes se valían de una ingeniosa estratagema para salir del combate. Se fingían muertos, caían en barrena como si estuvieran irremisiblemente perdidos; se deslizaban con la panza y las ruedas hacia arriba para dar a su caída un carácter más definitivo; el republicano se alejaba creyendo que había liquidado a su enemigo; en ese momento, cerca de la tierra, el alemán nivelaba su aparato y huía en vuelto rasante.
Pero después de los primeros encuentros, la situación cambió de raíz. El carácter y resultado del combate han empezado a depender exclusivamente de que los aviadores republicanos se presenten a tiempo. Su aparición, a su vez, depende de que se les llame a tiempo desde los puestos de observación, de la vigilancia y de la vista de los mismos. El despegue y llegada de los aviones son efectuados por los aviadores republicanos en tiempos récord por su poca duración. Consecuencia: bastan un minuto o dos más de la cuenta para que los Junkers tengan tiempo de arrojar las bombas y huir a toda prisa, con la particularidad de que su escolta de cazas corre delante. Si se ganan uno o dos minutos, los cazas gubernamentales reciben a la banda aérea, le cortan el camino y entran en combate con los fascistas, mejor dicho, se lo imponen. Los Heinkels corren; en los Junkers, la tripulación se agarra a los gatillos de las ametralladoras, olvidándose de los botones de los lanzabombas. El cúmulo de aparatos rueda por el cíelo apartándose de Madrid, en la tierra se ha salvado un centenar de vidas humanas, los madrileños respiran aliviados y agradecidos.
Cuando se traba combate, a menudo la lucha se sostiene en escalera, en varios pisos. En la parte baja, un piloto republicano acosa hacia la tierra a un fascista, ahora no cree en la caída en barrena y sólo abandona al enemigo cuando ha hecho blanco. Sobre el republicano se cierne una troika de Heinkels. Encima de ellos, ya en el cuarto piso, luchan en tiovivo cuatro aviones fascistas y cuatro gubernamentales. Del resultado de la pelea en el piso superior pueden depender los choques en los pisos inferiores.
En breves palabras, tranquilos y con la sonrisa en los labios, los «chatos» cuentan los infinitos episodios de su vida de combate. En su ímpetu no hay jactancia. Hablan con la confianza y la seguridad de los combatientes que han medido sus fuerzas con las del enemigo y saben ahora cuáles son sus respectivos valores.
—Hace unos días cinco aparatos se encontraron con nuestro eslabón. No dimos la vuelta, no nos pusimos a elegir ángulo de ataque, nos lanzamos de frente. Quisimos comprobar quién tenía los nervios más fuertes. Pues bien, los fascistas no resistieron. A medio camino se tiraron hacia abajo y luego se dispersaron. Es sorprendente hasta qué punto carecen de solidaridad y cohesión en la pelea. Si alguno de los nuestros se duerme, se le echan encima en grupoy le estrangulan. Pero si los atacan a ellos, actúan por el principio de «sálvese quien pueda». Nosotros, en cambio, cuando nos damos cuenta de que alguno de los nuestros se ha metido en un mal paso, lo abandonamos todo y no dejamos en paz al enemigo hasta haber recuperado a nuestro compañero. Si no nos equivocamos, en esto radica la diferencia entre la moral fascista y nuestra moral social, ¿no es así?
No se equivocan.
Dos eslabones acompañaban a un Potes republicano que iba a fotografiar las posiciones enemigas. Ocho cazas fascistas se acercaron subrepticiamente a los republicanos por atrás y los atacaron de golpe. A los pilotos gubernamentales, dada la enorme velocidad de sus aparatos, no les habría sido difícil acelerar y salir en seguida del campo de batalla. Pero acompañaban al Potes, más lento, y no admitieron ni siquiera la idea de que pudieran dejarlo solo. Dando al instante media vuelta, contraatacaron al enemigo literalmente a unos cuantos metros de distancia. Se lanzaron directos hacia las ametralladoras enemigas. Las balas incendiarias, con brillantes llamaradas, les saltaron por las alas. Fue un verdadero milagro que ninguna diera en los depósitos de carburante. Pero el enemigo tembló, reculó e interrumpió el ataque que había preparado con tanta suerte. Los siete aparatos, incluido el Potes, volvieron sanos y salvos al campo, aunque no ilesos, con un par de decenas de brechas. La cohesión y el arrojo del conjunto asustó al enemigo.
3 de enero
A los aviadores les gusta pitorrearse de Jorge Garmia: —Que le explique cómo se equivocó de puerta. Jorge cuenta de buen grado la confusión que sufrió: —Nos levantamos nueve por una llamada hacia Madrid. No encontramos al enemigo debido a la espesa nubosidad, en dos capas. Cuando ya dábamos la vuelta y cruzábamos la primera capa, me separé del grupo. Busco, subo hacia arriba —encima de la segunda capa—, y en seguida encuentro la escuadrilla. Me sitúo en la última fila, muy contento de haberme colocado tan rápidamente en formación. Sigo el vuelo y, de súbito, un cálido sudor me invade todo el cuerpo. Resulta que me había situado en la formación de una escuadrilla alemana. O sea, dicho con otras palabras, volaba hacia el diablo y mi primer aterrizaje sería en el infierno. ¿Qué hacer? Volamos en cuña, en total catorce piezas, y yo, en medio de la última fila. Verdad es que ya anochecía, la visibilidad era mala. Total, que me dejé caer atrás y hacia abajo, y volví en mí cuando estaba ya lejos, bajo las nubes, en un lugar desconocido. Resultó que me encontraba sobre el enemigo. A nuestro aeródromo llegue solo, cuando ya oscurecía; apenas lo encontré.
Después de cada combate, el jefe, organiza su examen circunstanciado el mismo día. Los resultados y las circunstancias del combate se controlan desde cuatro puntos de vista: los informes de cada piloto por separado, las declaraciones de sus compañeros, los datos proporcionados por los puestos de observación y lo que comunican las unidades de tierra, los puestos de guardia y los testigos casuales. La crítica es fraternal, pero muy detallada y severa.
El coronel Julio, jefe de todos los cazas del frente de Madrid, ha ideado y elaborado nuevos métodos tácticos para salir del combate aéreo. Ha llegado a obtener un método no sé hasta qué punto adecuado para la nación española, pero muy conveniente para cualquier nación: salir del combate sólo cuando el enemigo ha dejado limpio el aire. Mientras se observe esta regla, el enemigo no tendrá de sí mismo una opinión excesivamente alta. Si se huye aunque sea una sola vez del campo aéreo de lucha aunque sea por el método más científico-militar, pero dejando el aire al enemigo, no puede esperarse nada bueno. Desde luego, esto no reza para los casos en que el enemigo es en varias veces superior por el número de aviones y por su armamento.
Los cazas republicanos se atienen firmemente a su regla. Ello ha obligado a los fascistas a reducir en mucho sus vuelos sobre la capital y a cambiar de estilo. Ahora una troika y un grupo de siete Junkers no se arriesgan a aparecer sobre Madrid ni siquiera acompañados de escolta. Si vienen, son dieciocho o veinte aparatos a la vez, rodeados de una horda de Heinkels, una verdadera procesión. Se ponen en marcha bien formados, y con aspecto venerable, pero cuando acude volando la rauda bandada gris verdosa con franjas rojas, los fascistas huyen cada uno por su lado.
Después de cada procesión sobre Madrid, el general Franco encuentra que falta alguien. Duglas lleva consigo, en el bolsillo superior de su sencilla cazadora a rayas, un cuadernito de notas. En él lleva la cuenta de sus pérdidas y ganancias. El balance resulta más que positivo y hasta asombroso. La famosa escuadrilla de Richthofen durante año y medio de guerra mundial derribó ciento cuarenta y siete aviones. De ellos, correspondieron al propio Richthofen y a otros cinco cazas de los mejores, ciento veinte. Los aviadores republicanos de España, en el transcurso de dos meses, han derribado setenta aparatos alemanes e italianos únicamente en el sector de Madrid (y abatir un caza rápido moderno no es lo mismo que derribar un ataúd volante, modelo 1916). No hay aquí ni un piloto cuyo vuelo pase de cuarenta horas por avión derribado al enemigo. Para los mejores combatientes, la relación es de siete horas por avión derribado, y para el heroico aviador Palancar, jefe de la escuadrilla en que ahora nos encontramos, por cada Heinkel derribado le corresponden sólo seis horas y media de vuelo.
—Y el salto al paseo de Madrid, ¿cómo se le cuenta?
Palancar, pequeño, robusto, de atrevidos ojos, responde sosegadamente y con cierta malicia:
—Cuéntelo como quiera. Desde luego, he de responder por un aparato perdido. Y respondo. A decir verdad, yo mismo dudaba de si debía saltar o no. Para un buen combatiente es un honor muy pequeño saltar del avión mientras lo pueda utilizar, por poco que sea. Son los italianos, los Fiats, los que tienen ese estilo: no bien te acercas a su grupo, no bien disparas, ya es todo un caos, humo y paracaídas a granel. Aquí tuvimos una fuerte agarrada y me cortaron los cables. El aparato perdió por completo la dirección. Sin embargo, procuré salvarlo. Hasta a doscientos cincuenta metros del suelo hice lo imposible para mantenerme de costado. Pero fue inútil. Entonces, ya a unos ochenta metros, decidí abandonarlo. Si vivo, pensé, ya saldaré la cuenta. Salto y veo que el viento me lleva sobre los tejados de las casas. Y aunque tengo la cabeza dura, no lo es más que los edificios de Madrid. Menos mal que el viento soplaba hacia nuestra parte: con lo cerca que estamos unos de otros, por menos de nada el viento te coloca entre los fascistas. Bajaba y me decía: ¿es posible tener tanta suerte como para caer, por ejemplo, en la plaza de toros?... Claro, casos así no suceden. Pero, de súbito, bajo mis pies descubro el paseo de la Castellana. El mismo en que tanto me han hecho suspirar las señoritas... Bueno, salté sobre la acera. Lo más terrible fue lo que ocurrió después. Los madrileños casi me ahogaron de alegría. Me rompieron toda la cazadora. Por el aparato voy saldando la cuenta, hasta con intereses: ya he derribado cuatro Heinkels y, con la ayuda de Dios, aún derribaremos alguna cosa más.
—¿Y cómo derribó la famosa Paloma azul?
En vez de responderme, Palancar de pronto se echa a correr, apretándose el cinto sobre la marcha. Durante todo el tiempo de la conversación estaba pendiente con un oído del teléfono de la tienda, y el teléfono se había puesto a sonar. El que está de guardia en el aeródromo da la señal: «Todos a Madrid.» Luego sucede algo con la rapidez del rayo. En cuatro minutos doce segundos todo el destacamento pone los motores en marcha, despega y ya en el aire se coloca en formación siguiendo al aparato de mando, el de Palancar. El roncar de los motores resuena aún en los oídos y los cazas ya han desaparecido.
Junto con los destacamentos de otros aeródromos, cinco minutos después ya luchan contra el enemigo.
La espera se hace insoportable. Han transcurrido ya cuarenta largos minutos. El encuentro debe de haber sido grande y serio.
Por fin llaman desde Madrid, desde el puesto de observación. Una gran victoria. Los republicanos han derribado seis cazas alemanes: todos han caído en territorio republicano. El final de la información se oye mal; sobre el aeródromo, con alegre tronar, regresa completa la bandada del teniente Pablo.
No siempre el regreso es muy alegre. En la tienda se encuentra el diario de las acciones militares. En la página que corresponde al 13 de noviembre se indica:
«Objetivo: cubrir de la aviación de bombardeo del enemigo la línea del frente Casa de Campo-Carabanchel Bajo. Cómo se ha cumplido: cumplida. Pérdidas del enemigo: cinco cazas derribados. Pérdidas propias: el capitán Antonio, jefe de la escuadrilla.»
Por año nuevo, el periódico de los bolcheviques madrileños escribía: «¡Gloria a vosotros, camaradas aviadores! Vosotros habéis ayudado como nadie a nuestra capital. Poniendo en peligro vuestra vida a cada instante, habéis realizado y realizáis inolvidables hazañas, guardando el cielo de Madrid contra los sangrientos bandidos y verdugos. El pueblo español os quedará eternamente agradecido.» Pero no sólo el pueblo español, todo el mundo de los trabajadores y de las personas honradas, así como, naturalmente, la Unión Soviética, se inclina ante la intrepidez de los heroicos aviadores republicanos, los caídos en la lucha y los que gozan de buena salud, de los primeros audaces caballeros del pueblo que han osado retar en la lucha a la mortífera hueste aérea del militarismo fascista y la han puesto en fuga.
4 de enero
Por primera vez hemos visto en gran cantidad prisioneros fascistas. Los han cogido en Guadalajara, al tomar las aldeas de Algora y Mirabueno. Son cuatrocientos hombres, viejos soldados del ejército regular o movilizados. Constituían la guarnición de ambas aldeas, fueron sorprendidos por los republicanos y se rindieron. El júbilo que esto ha provocado entre los madrileños es enorme. Llaman a esta ofensiva, ofensiva de año nuevo y tienen la esperanza de que todo el año transcurrirá así. A los prisioneros, los fotografían sin cesar y les regalan cigarrillos; ellos levantan de buena gana el puño, gritan «salud» y «viva el Frente Popular»; los han conducido a Madrid y los han paseado largo tiempo por las calles entre las manifestaciones de entusiasmo de la muchedumbre. Los fascistas han intentado contraatacar en Algora, pero sin resultado, y han retrocedido dejando en las rocosas colinas centenar y medio de cadáveres. Los soldados madrileños vagan entre los cuerpos muertos, se inclinan, les sacan documentos y octavillas fascistas; todo esto es nuevo para ellos; hasta ahora, aunque el enemigo ha sufrido pérdidas enormes, no había retrocedido y los republicanos sólo habían tenido ocasión de ver sus propios cadáveres.
Ayer, al atardecer, todo ese sector de defensa de los facciosos había sido conquistado por las tropas republicanas. Desarrollando la ofensiva, se podría llegar hasta los muros de Sigüenza. Pero las tropas ya están fatigadas, quieren descansar, no están acostumbradas a combatir en la montaña. Por otra parte, en el flanco derecho de la defensa de Madrid, los facciosos han iniciado una nueva ofensiva, muy seria: no hay más remedio que retirar tropas de la parte de Guadalajara y de nuevo reforzar con ellas los sitios más vulnerables. Los facciosos porfían en su intento de cortar la carretera entre Madrid y El Escorial a fin de apoderarse de esta ciudad y aislar Guadarrama.
La ofensiva de los fascistas es muy inesperada; éstos en seguida han roto las líneas republicanas y han pasado el bosque que cubre a Majadahonda por el sur.
El golpe en Guadalajara ha sido un golpe en el vacío. Y el hecho es que por esta operación se interrumpió la ofensiva sobre Brúñete. Alguna mano hay que trastoca las cartas en los Estados Mayores republicanos.
11 de enero
Una semana entera de combates casi incesantes y durísimos. Los fascistas se han apoderado de Aravaca y de Pozuelo. ¡Pero a qué precio! Después de sufrir enormes pérdidas, por completo agotados, los facciosos se han detenido; su nuevo salto hacia Madrid otra vez ha fracasado.
Nuestras pérdidas también son muy grandes. Las unidades han luchado muy bien, excepto la XXXV Brigada. Pero una compañía de esta brigada, rodeada de fascistas por todas partes, también ha combatido valientemente y ha perecido toda ella menos tres hombres. Un batallón de otra brigada cercado ha resistido todo el día y por la noche con gran pericia ha roto el cerco y se ha reunido con los suyos. Un batallón de la Undécima Brigada Internacional fue sorprendido por la noche en un cruce de caminos; se agazapó con mucha cautela, dejó que el enemigo se le acercara hasta muy poca distancia y abrió un intenso fuego de ametralladora. Los fascistas se dispersaron dejando muchos cadáveres. ¡Por primera vez los republicanos combaten con tanta sangre fría y audacia estando cercados!
En esta batalla los fascistas han utilizado gran cantidad de tanques, aunque sin mucho éxito. Un caso curioso: una sección de tanques facciosos perseguía a la XXXV Brigada, que retrocedía, y creyendo que Majadahonda ya estaba tomada, se adelantó hasta la linde del bosque. A su encuentro se dirigía un automóvil con un oficial republicano. Al ver el tanque, el madrileño quiso huir. Pero el jefe faccioso, saliendo del tanque y tornando al republicano por un fascista, le preguntó cuál era el camino que conducía a Majadahonda. El madrileño, sin decir palabra, con un gesto invitó al otro a subir al coche. Entraron juntos en la aldea y los tanques los siguieron confiadamente. En Majadahonda, los milicianos les hicieron fuego. Los conductores cerraron la tapa y echaron a correr abandonando a su jefe. El oficial fascista no tuvo más remedio que levantar las manos en alto y rendirse.
Pese a todo su heroísmo, nuestras unidades sufren cruelmente de la confusión y desorden, de la falta de organización y, quizá, de la traición agazapada en los Estados Mayores. Sólo ahora se ha descubierto casualmente que en el bosque de Remisa hay unas fortificaciones muy buenas, construidas ya en octubre —trincheras, fortines, nidos de cemento armado para ametralladoras—. Nadie de Madrid se dio el trabajo de comunicarlo; ¡las unidades combatían a doscientos pasos de las trincheras preparadas sin sospechar que las había! Sin tiempo para fortificarse, los combatientes han abandonado el bosque.
Para taponar el agujero ha sido necesario lanzar ahí a la brigada de Lukács, que no ha descansado aún, ha sido necesario llamar a Líster, que se encontraba en Villaverde, ha sido necesario reunir casi toda la brigada republicana de tanques. Sólo ha sido posible detener a los fascistas el 7 de enero, después de varios contraataques. Nuestra contraofensiva está señalada para mañana.
13 de enero
Llevamos dos días atacando. Atacamos con riqueza de medios, mas los resultados son por ahora pobres.
Atacamos bien, y no es broma. Las unidades van al combate con ganas de pelear, valientemente; los soldados se sacrifican, el entusiasmo es mucho, hay un sincero afán de provocar, por fin, un viraje y trocar los papeles con el enemigo.
Los tanques se distinguen por su actuación. En un relieve muy difícil, rocoso y cubierto de colinas, salvando peligrosos fosos y barrancos, con cuidado para no caer en los pozos de lobo, bajo el fuego de los cañones antitanques, las máquinas irrumpen en el dispositivo de los facciosos, apagan y destrozan sus puntos de fuego, aplastan a sus hombres, destruyen los cañones. Tres tanques que se encontraron en un camino con una unidad entera de ametralladoras fascistas formada por doce camiones, la segaron por completo, sin darle tiempo a que empezara a defenderse.
De Pablo, el general de los tanques, va de un lugar a otro por los sectores de lucha, estimula a las compañías y a las secciones, procura que las máquinas no se retengan al repostar gasolina, que reciban a tiempo nuevas dotaciones de munición y, sobre todo, que no pierdan el contacto con la infantería. Miguel Martínez —tensos los nervios, con el ánimo algo excitado– le acompaña, conversa con los tanquistas. Están contentos: hoy han salido de sus casillas.
De Pablo quiere ir hasta la mismísima línea de fuego, para lo cual sube con Miguel a un carro blindado. Miguel entra sin dificultad en la menguada caja de acero, pero el general con penas y trabajos acomoda en ella su poderosa y atlética humanidad. La gorra con galones dorados, sin duda alguna, quedaría ahí, maltrecha. El general la da al chófer de su Chevrolet, que se la guarde.
Avanzan en dirección a Majadahonda. El anchuroso valle entre montañas está cubierto de nubecitas blancas y negras de la artillería. El eco repite las explosiones. En una casita junto a la carretera se cruzan los puntos de mira de las baterías fascistas y republicanas. No se sabe, pues, en manos de quién se encuentra la casita. Nuestra infantería se desliza por sus costados, los tanques pasan por delante de ella corriendo, como si no la vieran.
De Pablo y Miguel salen del blindado y se sitúan en una elevación. Dos soldados que allí estaban descansando intentan convencerlos de que se echen: unos cinco minutos antes ahí mismo, a pocos pasos, había estallado un obús. De Pablo no está de acuerdo. Al diablo los obuses, él ha de ver con sus propios ojos cómo actúan los tanques y los tanques han de verle a él. Mira en todas direcciones, el sol le achicharra con saña la lisa cabeza afeitada.
—De todos modos no le van a reconocer —dice Miguel—, va sin la gorra. En España no han visto nunca a los generales a menos de cien kilómetros del frente. Otra cosa era tenida por incorrección.
De Pablo se irrita: «No los han visto, ¡pues ahora los verán!»
Ordena al conductor del coche blindado que vaya a buscarle la gorra. Los dos soldaditos se arrastran algo más lejos; de nuevo, muy cerca, ha estallado una granada rompedora levantando hasta los cielos llamas, humo y negras pellas de tierra.
El coche blindado vuelve corriendo; ahora el general va de un lugar a otro del campo de batalla, empuja a las pequeñas subsecciones hacia adelante, sitúa de otro modo los tanques, dirige el fuego de ametralladora. Los propios soldados y suboficiales, al ver las palmas doradas de la gorra, se sienten más importantes, se esfuerzan más, se tranquilizan. En las explosiones de artillería, propias y ajenas, comienzan a ver una lógica y un sistema; en los heridos, una necesidad desagradable; en todo el combate, cierta regularidad y un sentido. Un miliciano ofrece un poco de vino de un botijo, mira cómo bebe De Pablo, mira su rostro de aspecto joven, totalmente rasurado, de aspecto campesino, mira las fuertes manos del general y se ríe:
—¡Este chaval es de los nuestros!
El general está contento de que le hayan llamado chaval. Aquí se siente más alegre que en el puesto de mando. Y aquí es posible hacer más.
Hasta ahora aquí sólo se pueden dirigir las unidades estando al lado de ellas. Los Estados Mayores aún no poseen auténticos medios de dirección y enlace.
Al comparar la ofensiva de los facciosos del 3 de enero con la nuestra de hoy, se ve que la capacidad de combate de las tropas gubernamentales no cede en mucho a la de los franquistas. Sobre todo por la calidad del combatiente, por la calidad del infante, y no hablemos de los aviadores y tanquistas.
La ventaja de las tropas de Franco consiste en su mayor organización, en la mayor osadía, en el mayor riesgo militar.
El ejército fascista dispone de todas las ventajas que ofrece un sistema de mando único. Lo que decide el general Franco junto con sus consejeros alemanes ha de ser incondicionalmente cumplido por todos los oficiales inferiores. Nadie se atreve a discutir o a modificar las órdenes que recibe de la instancia superior. Esto se ha logrado con castigos duros y feroces en el frente y en la retaguardia aplicados a los jefes incapaces y desobedientes, desplazando sin escrúpulos a quienes piensan de otro modo, con castigos severos y fusilamientos. La tiranía de Franco provoca contra él un enorme descontento. Pero las presiones y el terror permiten a la dictadura fascista disponer libremente de los contingentes militares sin discusión, maniobrar con ellos, trasladarlos con facilidad de un punto a otro o mantenerlos largo tiempo en reserva. Para esta última ofensiva suya, Franco preparó en Cáceres un nuevo y numeroso grupo de tropas. Formó unidades mixtas con los soldados del ejército regular alemán y, en parte, con los marroquíes y los fascistas españoles. Durante seis semanas, sin interrupción, instruyeron a los soldados sólo para una cosa: para la ofensiva, para el ataque. Los prisioneros cuentan que en ese tiempo ninguno de los ejercicios efectuados en Cáceres se dedicó a la defensa.
Franco ha arrojado todas estas nuevas reservas sobre Majadahonda, sobre Pozuelo, sobre Aravaca y Las Rozas, como un poderoso grupo de choque, de una vez, por entero, generosamente, como quien arroja leña al fuego. Los fascistas atacan en columnas apretadas, concentradas, densas, con artillería en las primeras líneas de modo que los cañones antitanque se dirigen hacia nuestras máquinas sin esperar a que éstas se les acerquen. A sus propios tanques, los fascistas los disponen en dos escalones, y si la infantería, delante del segundo escalón, retrocede o incluso si se para, cae bajo el fuego de aquéllos, cosa de la que se les advierte sin rodeos.
Con esta formación, sin ahorrar gente, Franco ha organizado estos días verdaderos «ataques psíquicos»: bajo el fuego graneado de los republicanos, las columnas de los facciosos avanzaban sin pararse, perdiendo en su marcha a centenares y millares de hombres. Ha costado mucho detener a esta falange y ello ha exigido el sacrificio de algunas aldeas.
Nuestra contraofensiva ha sido concebida con acierto, pero se ha cumplido sin vigor, despacio, rechinando. Las unidades se han reunido con mucho retraso, perdiendo el tiempo más valioso, el del comienzo de la batalla, y con esto han perdido el factor sorpresa, primer tesoro del atacante.
Durante la propia batalla, dos grupos de tropas que actuaban por separado, no tenían verdadero enlace entre sí, carecían de un jefe común. No ha habido enlace, contacto, comprensión, unidad de criterio. Esta duplicidad se remonta al doble mando: el de Madrid y el del frente central. Los oficiales de ambos Estados Mayores se escriben, discuten entre sí, no llegan a ponerse de acuerdo para distribuirse las tropas. Sus diferencias son objeto de especulación por parte de los aventureros y traidores. ¡¿Cuándo se terminará, por fin, este escándalo?!
16 de enero
La conspiración del silencio que mantenía la prensa en torno al teniente coronel Rojo por fin se ha roto. Ahora escriben acerca de él, le citan en segundo lugar al enumerar a los dirigentes y héroes de la defensa de Madrid. No puedo menos que alegrarme de haber contribuido a ello hablando de Rojo en la prensa antes que nadie. El socialistadice en un artículo de fondo: «Ha sido necesario que el periodista ruso Miguel Koltsov nos descubriera la personalidad de Vicente Rojo, rectificando nuestra mala tradición: desdeñar a nuestros hombres y no parar mientes en ellos. Un extranjero los descubre ante nosotros haciéndonos exclamar: "¡Pero si es verdad, y nosotros no nos dábamos cuenta!" Desde los cacareados tiempos de la denominada "europeización", no reparamos en nuestros valores nacionales y culturales, no reparamos en los españoles de talento que hay en nuestras propias filas. Estamos agradecidos a Miguel Koltsov por el descubrimiento que ha hecho, por habernos mostrado aun hom bre que, en la quietud de su modesto gabinete, entrega todas sus fuerzas a la salvación de Madrid. ¡Y cuántos hombres hay aún, sin que nos demos cuenta de su existencia, en los Estados Mayores y en las trincheras! El caso de Vicente Rojo no es ni mucho menos el único. La lucha ha destacado a numerosas y brillantes figuras a las que no sabemos ver. En ello se dejan sentir las supervivencias de nuestras viejas costumbres —repetir eternamente unos mismos nombres, ser reacios a encontrar otros nuevos y acostumbrarnos a ellos—. Que nos sirva esto de lección y de advertencia, tan importante en las condiciones de la presente lucha.»
18 de enero
En un ángulo penden cuatro tablas con nombres de calles.
Un ingeniero ilumina los rótulos con una linterna de bolsillo. Esto es, en verdad, un cruce de calles de Madrid. Pero no nos encontramos en él, sino debajo de él, en un estrecho corte oval, en una alcantarilla, a nueve metros por debajo de la superficie del suelo.
El alto ingeniero se ve obligado a arquear endiabladamente el espinazo, mientras que yo, dada mi talla, necesito sólo inclinar cavilosamente la cabeza.
Así avanzamos durante bastante tiempo.
Madrid dispone de unos excelentes servicios comunales, de una magnífica conducción de aguas y un buen alcantarillado. Todos los colectores, galerías, grifos y depósitos se encuentran en perfecto estado. Ahora también este sistema de tuberías y canales subterráneos ha sido aprovechado para las operaciones militares. Es utilizado por los republicanos como medio de ofensiva. Por poco ocurre lo contrario. Durante los primeros días del asalto fascista contra Madrid, los facciosos se apoderaron de la parte terminal de la red de alcantarillado y empezaron a penetrar por ella. Entonces, en noviembre, no les habría costado gran trabajo efectuar en el centro de la capital un «desembarco subterráneo», que habría podido desempeñar si no un papel decisivo, por lo menos sumamente dramático en la epopeya madrileña. Pero Franco, entonces, tenía plena confianza en sí, creía más sencillo y fácil tomar la ciudad simplemente por medio de un ataque frontal, a través de la Ciudad Universitaria.
Los defensores de Madrid se dieron cuenta rápidamente del peligro que los amenazaba por debajo de la tierra. Aniquilaron en parte con granadas de mano a los destacamentos fascistas subterráneos; a otra parte la enterraron viva mediante varias explosiones. Todo este sistema de los servicios de Madrid fue puesto bajo control, con guardia permanente, y se ha minado. Nos detenemos casi a cada treinta pasos; el ingeniero examina las indicaciones del plano y con enorme cuidado sorteamos los cables invisibles de la trampa: una mina eléctrica. Ahora los fascistas por aquí no pueden pasar. Los republicanos han tomado en sus manos la iniciativa de la lucha subterránea.
La lisa alcantarilla de cemento se termina. Más allá ya nos movemos a rastras por una galería recientemente abierta en la húmeda tierra. El ingeniero apaga la linterna: aquí es imposible desorientarse. Arriba, encima de nosotros, se ha terminado la última barricada de la defensa de Madrid, nos arrastramos por debajo de la zona que es «tierra de nadie», batida por el fuego de ametralladora y por los lanzagranadas de ambas partes contendientes. La anchura de la zona es de unos cien metros.
El recorrido se prolonga largo ratoy comienza a parecerme infinito. Según mis cálculos y la fatiga de mis rodillas, ya nos hemos arrastrado hasta Sevilla. De súbito, aparece delante una mancha blanca, que comienza a hacerse más clara y, poco a poco —no creo a mis propios ojos– se transforma en el brillo de la luz del día. ¿A lo mejor el carcamal de Queipo de Llano extiende ya hacia nosotros sus brazos?