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Diario de la Guerra de España
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Текст книги "Diario de la Guerra de España"


Автор книги: Михаил Кольцов



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—Hoy, ese pueblo, que supo vencer a sus enemigos interiores y exteriores, nos dice: «¡Hermanos españoles, seguid nuestro ejemplo!» El pueblo ruso estaba esclavizado más que ningún otro pueblo. Pero creó el Partido bolchevique, el Partido de Lenin, que con asombroso arte venció todas las dificultades de la revolución, limpió el camino a los combatientes del comunismo y venció a despecho de todo.

—Nuestro Partido Comunista español ha exigido y exige de todos sus miembros que luchen contra el enemigo en las primeras filas. ¡Exigimos que el comunista, jefe militar, organizador o comisario político, sea siempre el primero!

—¡Camaradas! ¡Necesitamos resistir el asalto enemigo aún dos días, tres, cuatro, ocho, cuantos días sea preciso, cuanto haga falta! ¡Y resistiremos! El fascismo podría encontrar en Madrid tan sólo ruinas, sólo nuestros cadáveres. Pero no logrará ni esto. ¡Madrid será la tumba de muchos y muchos fascistas!

Mientras la sala hierve en aplausos, Dolores contempla a las mujeres, que aquí son muchas. Se dirige a ellas, levanta las manos con las palmas hacia arriba, como si llevara almuerzas de algo valiosísimo, que no debe ser vertido...

—¡Mujeres de Madrid! ¡Vosotras estáis aquí! ¡Veo que no han desaparecido aún las heroínas de la Guerra de la Independencia, las intrépidas españolas de aquella progenie que luchó contra las tropas de Napoleón Bonaparte y las arrojó del país! Ya sé que estáis dispuestas y que podéis repetir la hazaña de la Independencia. ¡Amigas de Madrid! En el año 17, un pueblo, con su decisión, se hizo dueño de su país. ¡Mostremos nosotras también nuestra decisión, conservemos nuestra capital, hagamos que la consigna «¡No pasarán!», se convierta en una realidad! ¡Hagamos que los hombres y las mujeres del Madrid trabajador lleguen a ser libres y no esclavizados, que muestren al mundo entero cómo es necesario luchar y vencer!

Los representantes de otros partidos y organizaciones han acudido a este mitin comunista para celebrar el aniversario soviético. Hacen uso de la palabra Ariel, orador anarquista, Régulo Martínez, por los republicanos de izquierda. La presidencia y la asamblea me ruegan que transmita un saludo al periódico Pravdacon motivo del aniversario de Octubre; el texto del saludo es acogido con clamorosos aplausos.


«El pueblo de Madrid saluda a los valientes obreros soviéticos, edificadores del socialismo. Nosotros luchamos decididamente defendiendo cada palmo de nuestra tierra contra las hordas de los mercenarios fascistas. Siguiendo vuestro ejemplo de la heroica lucha de Petrogrado, no abandonaremos las trincheras, resistiremos hasta el último hombre, hasta la última gota de sangre. Porfiamos en nuestro empeño de conquistar una vida feliz, semejante a la vida de vuestro pueblo. Vuestro apoyo decidido y entusiasta ha elevado nuestro ánimo. Junto con vosotros, cuanto hay de progresivo y democrático en el mundo se encuentra a nuestro lado, y la consciencia de que ello es así nos da nuevas fuerzas y energía. En estas horas trágicas, ante las bocas de los cañones fascistas, Madrid saluda fraternalmente a los obreros soviéticos. ¡Os juramos que no pasarán! ¡Viva el pueblo soviético!»


El mitin termina. La gente se separa con precaución en la oscuridad, unos van a sus casas, otros van al frente. El frente no está lejos, se encuentra unos cuantos barrios más allá. Escasos disparos. En el sector central, junto a los puentes, nada ha cambiado en el transcurso de estas horas. En nuestro flanco izquierdo, la columna Barceló, con los seis tanques que se le han asignado, ha logrado, si no avanzar, por lo menos esbozar un movimiento. En todo caso, el enemigo ha quedado ahí confuso y no ha desarrollado su propio movimiento envolvente. En cambio, en la Casa de Campo, al final del día, los fascistas han roto por el flanco las líneas republicanas y han penetrado nada menos que kilómetro y medio en el interior del parque.

A pesar de todo —no importa que el enemigo esté kilómetro y medio más cerca—, a pesar de todo, esta noche me siento profundamente dichoso. Ahora ya está claro: Madrid se defiende. No baja la cerviz, como en el matadero, para recibir el cuchillazo del matarife. Peleará «aún dos días, tres, cuatro, ocho, cuanto haga falta», como dice Dolores. No se entregará sin combate. Muy quedamente me digo a mí mismo: quizá no sea entregado.



9 de noviembre


Todo el día ha sido de encarnizados combates. Los fascistas continúan el asalto a la capital, bien que a ritmo retardado, según los puntos de la orden del general Varela. Cierto es que el día «D» se ha extendido ya a setenta horas. Las columnas fascistas n.° i, n.° 4 y n.° 3, insisten en su movimiento envolvente y procuran entrar en la ciudad a través de los macizos del parque. La Brigada Internacional, con grandes pérdidas, mantiene el frente en los accesos a las alturas de la Ciudad Universitaria.

Pero ¿dónde están las reservas? De ellas nada se sabe en concreto. Cinco brigadas debían atacar al enemigo por la retaguardia, coordinando su acción con la de las unidades que se encuentran en la ciudad. Cinco brigadas y aún otra: la Segunda Internacional. De todo ello no hay ninguna noticia. No hay enlace con el Estado Mayor del frente central, con el general Pozas. De allí, de vez en cuando llegan extrañas llamadas telefónicas o extraños oficiales de enlace para enterarse de en qué manos se encuentra Madrid. De Valencia, del ministro de la Guerra, del Estado Mayor Central, nada, como si se los hubiera tragado la tierra.

Pero esto es imposible. Es necesario saber cuánto tiempo hay que resistir hasta que lleguen reservas o alguna ayuda. De ello depende la táctica de la defensa. Si la ayuda llega mañana, hoy es posible contraatacar con más decisión, defender más encarnizadamente cada centenar de metros de territorio, no dar al enemigo la más mínima ventaja en el terreno. Si la ayuda puede llegar sólo dentro de cuatro o cinco días... entonces es preciso emplear con mucha más economía la tropa y los pertrechos de combate; en este caso es necesario replegarse lentamente, combatiendo, ceder una manzana al día, ganando tiempo, prolongando la lucha, en este caso nos mantendremos firmes aunque sea en una parte de la ciudad sin permitir que los fascistas puedan afirmar que han dominado la capital. Por ahora todo se hace sin perspectivas ni siquiera para las próximas veinticuatro horas. No está claro lo que ocurrirá dentro de dos. A eso del mediodía, en Carabanchel, ante el puente de Toledo, donde hasta ahora se había logrado contener al enemigo, algo ha crujido. Los carros blindados fueron a aprovisionarse, en las barricadas decidieron comer un bocado, y de pronto, un fuego de ametralladora concentrado, en forma de varios abanicos, hizo saltar los puestos de vigilancia. En seguida el pánico se corrió a la plaza de España, de donde inmediatamente llamaron por teléfono a la calle de Alcalá. Del Estado Mayor, la gente se lanza a todo correr hacia aquel lugar. A Miaja y a Rojo casi los arrastraron a la fuerza a los automóviles para que se trasladaran cuanto antes al extremo oriental de la ciudad... Una hora más tarde cesó la confusión, el ataque había sido rechazado sin emplear siquiera refuerzos de otro sector.

Una pequeña unidad se ha sumado por ahora a los defensores de Madrid, por lo demás, sin que en ello intervinieran para nada el mando del frente central o el alto mando. Ha venido un batallón de guerrilleros: muchachos audaces, decididos; durante estos meses han combatido en el Guadarrama, que era considerado el frente más próximo a Madrid y que ahora se ha convertido en el más apartado de la ciudad.

Los soldados del batallón, en su mayor parte campesinos, son excelentes tiradores y granaderos. El jefe los ha elegido uno a uno, ha puesto a prueba su valentía personal. La tabla de sanciones disciplinarias del batallón es de una extrema complejidad; por pequeñas faltas no se paran en barras y sueltan un coscorrón; por verdaderos delitos militares, liquidan al culpable tras una roca o en un bosquecillo. Por otra parte, en este batallón se preocupan en extremo de sus combatientes, para que no les falte nunca comida ni bebida, para que vayan bien calzados y se mantengan siempre en un excelente estado de ánimo. El jefe es un hombre de poca talla, chaparro, de fisonomía agitanada, espesa barba negra y aspecto atemorizador. Le delatan sus dientes blancos, alegres, como los de un adolescente, y sus ojos desorbitados, picaros e insolentes. Pertenece al Quinto Regimiento, lo mismo que su batallón, y es miembro del Partido Comunista. En el Comité Central se lamentaron de la extrema parquedad de su erudición marxista, así como de los usos en demasía simplistas establecidos en el batallón. Pero esos muchachos luchan con tanta honradez, tanta fidelidad y tanta audacia contra el fascismo, cumplen con tanta disciplina todas las órdenes, que se decidió dejar para más tarde lo de convertirlos en profesores de marxismo, ya habrá tiempo para ello otro día.

Poco después de la confusión y de haber liquidado la brecha junto al puente de Toledo, llegó al Estado Mayor un coche cubierto de polvo. Bajó de él un oficial y llevándose la mano a la visera de la gorra, saludando a derecha e izquierda, subió precipitadamente por la escalera central. Reconocieron en él a un ayudante del séquito de Largo Caballero. iPor fin! Todos acudimos apresuradamente, llenos de alegría, a la gran estancia del presidente de la Junta de Defensa de Madrid. El jefe del Estado Mayor salió de la sala inmediata de operaciones y se quedó junto a la puerta con mucho interés. El oficial saludó militarmente al presidente de la Junta de Defensa y con amplio movimiento de brazo sacó de debajo de la cazadora un gran sobre.

—De parte del jefe del gobierno, ministro de la Guerra.

Antes de abrir el sobre, el presidente de la Junta estrechó cordial y fuertemente la mano del primer mensajero mandado desde Valencia al Madrid asediado.

Se sentó a la mesa y buscó con la mirada la hoja de marfil para cortar papeles, del ex ministerio. No se encontró. Nosotros esperábamos. Con un sujetapapeles de alambre desgarró el apretado papel vergueteado. Sacó la carta. La leyó. Miró al oficial recién llegado. Volvió a leerla.

Se levantó de la mesa con la carta en la mano; despacio, con pasos de plomo, acarminado, flácidas las mejillas, se dirigió hacia la salida; luego, de súbito, volvió atrás, hacia la mesa, sacó de debajo de ella el cesto para los papeles, arrojó allí la carta y se alejó rápidamente.

Nos precipitamos al cesto, sacamos la carta. Nadie nos lo impidió.

El jefe del gobierno y ministro de la Guerra, Largo Caballero, se dirigía por carta al general, presidente de la Junta de Defensa de Madrid, con un ruego urgente: dado que el Ministerio de la Guerra y el Estado Mayor Central, al partir, no tuvieron tiempo de llevarse consigo la vajilla de mesa y la mantelería, cosa que ahora da origen a ciertas dificultades, se entregarán al portador de la presente, los servicios de mesa y de té del Ministerio de la Guerra, con los correspondientes juegos de manteles y servilletas, y, asimismo, se le facilitará el autotransporte necesario para trasladar inmediatamente los objetos citados a Valencia...

... Al atardecer la situación se complicó en gran manera. La batalla se hizo encarnizada junto al puente de la Princesa. Por dos veces los moros se abrieron paso hasta el río, de donde por milagro se logró desalojarlos. De nuevo voló la aviación, que ha causado grandes daños; nuestros cazas la alcanzaron, es cierto, pero ya fuera del recinto de la capital, después del bombardeo; derribaron un Heinkel. Uno de los «chatos» quedó ligeramente averiado, se vio obligado a aterrizar en Vicálvaro, en territorio nuestro. Después volaron algunos aparatos de bombardeo republicanos, bombardearon la parte occidental de la Casa de Campo, ocupada por los fascistas. Encontraron, por el camino de Humera, una columna de tanques italianos y la bombardearon. En el sector de la cárcel Modelo, los milicianos agotaron sus cartuchos, y alguien empezó a hacer agitación para que se retiraran. Por poco lo logran. La artillería pesada de los facciosos se ha aproximado por alguna parte y ha comenzado a destruir casas más allá de la plaza de España. De Carabanchel Bajo han logrado pasar a nuestro lado dos mujeres; cuentan que allí, desde hace tres días, se está realizando una monstruosa matanza de obreros. No son sólo fusilamientos, no —los fascistas dicen que es necesario ahorrar cartuchos– sino una auténtica degollina. Moros y falangistas se ejercitan en cortar el cuello, de oreja a oreja, a los obreros atados.

Otra vez Moscú ha logrado enlazar conmigo por teléfono. He oído una voz de Pravda:

—¿Cuál es la situación?

—Los fascistas se han aproximado más al río. Han recibido más artillería. El fuego de los cañones dificulta la defensa de los puentes. También la dificultan las incursiones aéreas. En los barrios que han conquistado, degüellan a la población obrera. Pero esto no ha hecho más que aumentar el espíritu combativo. Se luchará valientemente.

—¿Se luchará valientemente?

—Sí, se luchará valientemente. Esperamos refuerzos.

—¿Se os mandan grandes refuerzos?

Yo no había dicho «se nos mandan grandes refuerzos». Había dicho sólo: «esperamos refuerzos». La voz volvió a preguntar insistente, sugerente:

—¿Se os mandan grandes refuerzos?

Por la voz y por la pregunta se me recordaba: aquí hemos olvidado que, aparte del Madrid asediado por el enemigo, aparte del Madrid aislado y, por de pronto, sin ayuda, existe además todo un mundo, existen dos campos mortalmente enemigos entre sí y que ambos, al acecho, esperan a ver qué cariz toma este encuentro desesperado, aquí. Que del curso o del resultado de esta batalla pueden depender muchas cosas, lejos de Madrid. Grité por el auricular y repetí sonoramente dos veces:

—¡Sí, se nos mandan grandes y potentes refuerzos! ¡Grandes refuerzos de las tropas republicanas acuden en ayuda de Madrid!

—Así, pues, ¿habrá grandes refuerzos?

Ahora ya percibía no sólo al camarada al otro extremo del imaginario cable telefónico, sino, además, el millón entero de oídos entre nosotros, a todos los escuchas profesionales de los seis países que nos separan, a todos los amigos y enemigos, que han sintonizado sus receptores, ávidamente, con la onda del Madrid republicano, popular, y he gritado con todas mis fuerzas:

—¡Sí, los refuerzos serán de peso! Llegarán pronto, de un día a otro. ¡Nosotros podemos mantenernos perfectamente hasta su llegada!

El camarada me ha hecho aun rápidamente algunas otras preguntas. Me ha preguntado por qué no he ido a Valencia.

—¡No te expongas! —me ha dicho.

—No me expongo.

—Ahora tenemos en Pravdaa la delegación española que ha venido a las fiestas de noviembre.

—Transmíteles un gran saludo.

Después se ha puesto al aparato una taquígrafa y le he hecho un comunicado acerca de cómo ha transcurrido el día 9 de noviembre. En Moscú sólo mañana aparecerán los periódicos, después de las fiestas. Pero estas noticias ya se transmiten por radio, nuestro país sabe que Madrid no cayó el día 7, que se mantuvo el día 8, que se ha mantenido también hoy.



10 de noviembre


Ha transcurrido otro día y Madrid sigue estando en nuestras manos. Las fuerzas de los defensores no se han debilitado. Aunque la tensión del combate no ha cedido. Al amanecer, tres batallones de milicianos, con ayuda de la aviación, han logrado avanzar en la Gasa de Campo. Por el sur, la brigada de Líster se ha apoderado de algunas calles de Villaverde.

Combaten magníficamente los soldados de la Brigada Internacional. Es una pena que esta unidad —junto con los tanques, habría podido constituir un excelente ariete para el ataque– haya sido utilizada aquí y se gaste con gran desventaja en la defensa de los barrios de la capital. Qué le vamos a hacer. Es necesario mantenerse. Esto ahora es lo más importante del mundo. Hombres entrados en años, veteranos eméritos y dirigentes que han pasado por dos y tres revoluciones, que han consumido años en cárceles y campos de concentración, pelean al lado de los jóvenes como simples soldados, con sus cuerpos cierran al fascismo el camino a Madrid.

Los vuelos de la aviación torturan incesantemente a la ciudad. Los Junkers aparecen casi cada dos o tres horas. La aviación republicana no puede ocuparse mucho de la defensa antiaérea, vuela contra las unidades enemigas atacantes.

La «quinta columna» no se calma. Como antes, los fascistas de la clandestinidad siguen arrojando bombas contra los viandantes, sobre todo por la noche. Casi no se atreven a atacar a la gente armada. Su objetivo es sembrar el pánico entre la población civil. Una bomba ha matado a dos niños que estaban jugando en un portal.

La Junta de Defensa ha promulgado un nuevo decreto sobre el registro de las armas. Toda persona detenida con armas sin registrar será considerada como perteneciente a la organización clandestina de los fascistas. La Junta ha unificado los pequeños destacamentos de autodefensa, que habían proliferado en gran manera en la ciudad. Las instituciones y organizaciones tienen derecho a crear, según permiso especial, su propia guardia sólo para el interior de sus edificios. La guardia exterior de las calles ha sido centralizada. En las calles impera un relativo orden.

Al atardecer, un agradable suceso nos ha emocionado a todos. Sobre el aeródromo de Alcalá de Henares, no lejos de Madrid, ha aparecido un Junker de bombardeo. Sin prestar atención al despegue de los cazas, ha parado los motores y demostrativamente se ha dispuesto a aterrizar. En el aparato no había tripulación de combate; de él ha salido tan sólo el piloto, un oficial español. Ha declarado que hace tiempo deseaba ponerse a disposición del mando republicano y que ha aprovechado para esto la primera oportunidad, cuando los ametralladores y bombarderos alemanes habían ido a tomar un bocado.

Algunos de los que se fueron han regresado. Hay quien viene a Madrid durante el día y va a pasar la noche a Alcalá o a algún otro poblado, al este de la capital. Se han instalado en el Palace el operador cinematográfico Karmen y Georges Soria, corresponsal de L'Humanité.Hemos constituido aquí una minúscula colonia.

He deshecho la maleta y he vuelto a hacerla después de haberme cambiado la ropa interior. El chófer Dorado ha visto la operación; luego ha cogido la maleta, la ha bajado y la he colocado en el portaequipajes del coche.

Karmen, Soria y yo estábamos conversando de pie ante la ventana de mi habitación. Ante nuestros mismísimos ojos, a través de la calle —ha sido asombroso– un obús de artillería ha dado en el edificio de las Cortes. Ha estallado en su interior y a nosotros nos ha hecho tambalear ligeramente.

Nos hemos precipitado hacia abajo, a la otra acera, y hemos penetrado en el edificio por una entrada lateral. Los servidores y guardas del Parlamento estaban aterrados, pero poco a poco han vuelto en sí. Una vieja mujer de la limpieza ha quedado cubierta de estuco, blanca como una panadera. No sabe lo que le pasa, pero no ha sufrido el menor daño. Examinamos el lugar donde ha estallado el obús. Resulta que ha atravesado el tejado junto a la sala principal y ha estropeado la estancia donde suelen trabajar los periodistas. Algunos objetos y cuadros de las paredes han quedado intactos. El viejo reloj sigue funcionando como si nada hubiese ocurrido.

Hoy termina el último plazo de llegada de las reservas prometidas para contraatacar a los facciosos. Pero por ahora no hay reservas de ninguna clase, se están organizando y reorganizando en algún lugar. La gente ha llegado al límite de sus fuerzas, los obuses y cartuchos se están terminando. ¡Sería monstruoso que tuviera que cederse la ciudad precisamente ahora, después de los cuatro días más atormentadores, ahora que los defensores de la capital han adquirido lo más importante, lo más valioso: el espíritu de combate, la voluntad de resistir, la osadía ante el enemigo! ¡Y el caso es que quizá no haya otro remedio! Aparte de los telegramas de simpatía de reuniones y sindicatos, Madrid no recibe, por ahora, nada.

Por el teléfono del comisariado me llama una voz en lengua rusa:

—Mijaíl Efimovich, habla con usted un buen amigo, un muy buen amigo, probablemente usted le reconocerá cuando le vea...

Hablaba desde lejos, por algún teléfono suburbano, pero en seguida he respondido:

—¡Hola, Zalka! ¿Dónde está? ¡Venga aquí!

Recuerdo la voz y las manos, lo mismo que el rostro. Desde luego, es el acento de Zalka, lento y suave, con «l» occidental, «ga» ucraniano, «r» sonora, con la tendencia húngara a acentuar la primera sílaba con minúsculas pausas después de cada palabra. Recuerdo sus manos, no muy grandes, de palma ancha, de dedos cortos, finos, uñas duras y espeso vello rubio.

Se oyó una risita por teléfono. Dijo, muy contento:

—No es Zalka, mi querido Mijaíl Efimovich, es otra persona. Pero no se ha equivocado usted. No tardaré en verle, mas por de pronto estoy muy contento de oír su voz.

Han visitado al teniente coronel Rojo, para ponerse de acuerdo acerca de los objetivos, el jefe de la Brigada Internacional, Emil Kleber y su ayudante Hans. Por ellos me he enterado de que está ya formada la II Brigada y que del mando se encarga Pavel Lukács.

«Es húngaro, escritor —ha dicho Kleber—. Usted debe conocerle, ha vivido mucho tiempo en Moscú. Al principio querían que la II Brigada fuera sólo un refuerzo de reserva de la Primera. Pero ahora hemos llegado a la conclusión de que es necesario destacarla urgentemente como unidad operativa independiente.»

Durante estos cuatro días, los jefes, los comisarios y el Estado Mayor han llegado a conocerse muy bien y han trabado amistad. No se oyen discusiones ni réplicas como había en el Ministerio de la Guerra antes de la defensa de Madrid. Todos acentúan su obediencia, no se discuten las órdenes, si bien no siempre se cumplen. Se ha dejado de lado el juego al amor propio militar, ha aparecido el espíritu de trabajo colectivo. Miaja interviene muy poco en los detalles de las operaciones, está poco al corriente de las mismas, ésa es cosa que deja para el jefe del Estado Mayor y para los jefes de columnas y sectores.

Rojo se gana a la gente con su modestia, que encubre grandes conocimientos concretos y una insólita capacidad de trabajo. Es ya el cuarto día que no levanta la espalda, encorvada sobre el mapa de Madrid. Como una cadena sin fin acuden a verle comandantes, comisarios, y a todos a media voz, sosegada, pacientemente, como en la oficina de información de una estación de ferrocarril, repitiéndose en algunas ocasiones veinte veces, explica, inculca, indica, anota en los papeles y, con frecuencia, dibuja.

Ahora, muy entrada la noche, de nuevo se ha entablado un duro combate en la Casa de Campo. Los facciosos han decidido recuperar la zona del parque que de día les ha sido arrebatada. El tiroteo es furioso. Oscuridad; resulta difícil orientarse, los combatientes tropiezan entre sí, se interrogan unos instantes y otra vez se separan. Los obuses han encendido varios árboles, lo que aumenta más aún la oscuridad en torno. Un cascote de obús ha caído en la depresión en que estamos sentados, no ha herido absolutamente a nadie, pero alguien, echándose a correr, me da dado tal golpe en la sien con el tacón de su bota que se me ha enturbiado la vista. A continuación, otro diablo me ha saltado sobre el pecho con una bota claveteada. Después, han continuado disparando largo rato por encima de la cabeza; en torno, vociferaban y corrían mientras que yo permanecía en el barranco echado, inmóvil, con un enorme chichón, sin deseos de moverme hacia ninguna parte, mortalmente furioso y ofendido contra todos, contra fascistas y contra republicanos. Está claro, es la guerra, ¡pero no es tolerable que pueda propinarse tal coz con el tacón de la bota a la sien de un hombre! ¡Esto es imposible!



11 de noviembre


Al atardecer, he telegrafiado a Pravda:


«En los ataques de esta noche y de la mañana, los republicanos han hecho numerosos prisioneros. Hoy por la mañana la aviación de la República ha efectuado una brillante incursión sobre el aeródromo fascista de Ávila y ha destruido doce aviones.

»El contraataque de ayer en la Casa de Campo obligó a los fascistas a retroceder y a detenerse en esta dirección. Hemos visto que los moros saben huir como los demás cuando se los aprieta bien con fuego de ametralladora y de fusil, con la aviación y con un repentino ataque a la bayoneta. También saben entregarse prisioneros, y lo hacen de buena gana. No están en contra de reconocer sus faltas y de prometer que otra vez no volverán a pelear, ni siquiera si los movilizan a la fuerza.

»AI ver que recibía un fuerte golpe, el enemigo ha reagrupado algo sus fuerzas y ha reanudado su ataque principal desde el suburbio de Carabanchel. En esta parte, ayer y hoy vuelven a librarse encarnizados combates de calle. Algunas casas se conquistan con ataques a la bayoneta y granadas de mano.

»A las catorce horas, los fascistas han iniciado en dicha parte un fuerte ataque de artillería sobre el puente de Toledo. En ese momento yo me encontraba en el barrio de Carabanchel Bajo, colindante con el puente, del que este barrio, durante el ataque, ha quedado cortado.

Con enormes dificultades, los combatientes conservan las barricadas bajo el fuego huracanado de la artillería. De todos modos, hasta este momento, a las dieciocho horas, el puente y varias calles delante de él siguen en manos de los republicanos. Una bomba ha incendiado el gran edificio de Capitanía General, antes dirección de la región militar de Madrid.

»Se está librando una furiosa batalla, y al lado, en una pequeña plaza, se celebra un mitin relámpago. Los agitadores y los delegados políticos, a menudo mujeres, animan a los combatientes.

»E1 Madrid asediado llora la muerte de Antonio Coll, al que llamaban el "marino de Kronstadt"... Después de haber visto el famoso film soviético, Antonio Coll, marino de la flota republicana española, que había pasado a combatir en tierra, se propuso detener y poner fuera de combate, con granadas, a los tanques fascistas. Y lo logró. Fueron volados cinco tanques italianos. Antonio Coll se les acercó a rastras, llevando al cinto una docena de granadas. Fue herido por casualidad, y hasta el último momento ha tenido la esperanza de restablecerse para continuar su magnífico trabajo.

»El gran aparato de bombardeo Junker que ayer pasó al lado de los republicanos, ya ha recibido hoy un número de la aviación gubernamental y ha volado con nueva tripulación para bombardear las unidades fascistas. No ha necesitado tomar una dotación de bombas; su carga era completa, dentro del avión y en el portabombas. Los oficiales de la legión extranjera habrán experimentado sobre su propia piel cuán agradable resulta el contacto de las bombas alemanas.»


(En el telegrama no he dicho que estas bombas han dado mucho que hacer. Alguien tuvo la idea de desprenderlas y colocarlas en el suelo, se desconcertó en la compleja red de cables procedentes del calorífico eléctrico y por poco lo echa todo a perder. El piloto de la nave tampoco sabía cómo desprender las bombas. Los aviadores estuvieron largo tiempo cambiando impresiones sobre el caso, hasta que de súbito llegaron a la conclusión más simple: volar sobre el enemigo y librarse de las bombas sobre las posiciones fascistas apretando unos botones.)


«Al atardecer se han observado concentraciones enemigas en el sector de Villaverde. Por lo visto, los fascistas piensan asestar el tercer golpe envolvente desde el sureste de Madrid para cortar la única carretera libre hacia Valencia y, en lo fundamental, rodear completamente la ciudad.

»Las unidades republicanas, la milicia popular y los obreros de Madrid se defienden con auténtico heroísmo y replican al enemigo con golpes cada vez más contundentes. Los dos o tres días próximos pueden decidir la suerte de Madrid y, quizá, de toda la guerra civil.»


Con las últimas palabras del telegrama me refería a las reservas que, sin embargo, hasta ahora no han entrado en combate, no mantienen verdadero contacto con el mando de Madrid y que ojalá lleguen a concentrarse mañana.

Las desarticuladas columnas madrileñas, abandonadas a su suerte por el ministro de la Guerra, gracias a la abnegación de algunos jefes, gracias a la valentía y a la energía de los obreros madrileños, gracias a la dirección política de los comunistas de la ciudad, han podido contener el primer empuje del enemigo, han podido frenar el asalto a la capital, poner orden en sus propias filas, defender Madrid, casi sin armas, durante cinco días seguidos. Esto es, en verdad, un milagro, pero ¿cuánto tiempo puede prolongarse sin apoyo desde fuera?

La presión del enemigo crece y mañana aún será más fuerte. Al tumbarse uno a dormir, no puede pensar en otra cosa.



12 de noviembre


Niebla, tiempo lluvioso. Esto es mejor, interrumpe el trabajo de la aviación.

Ataque demoledor, feroz, de los fascistas casi contra todos los puentes del Manzanares. Los facciosos cubren de fuego toda la orilla. Auténticos torbellinos de fuego. A menudo, a mí mismo me producen escalofríos. Pero los milicianos resisten, también hoy resisten; —¡y éstos son, en parte, los mismos hombres que huyeron a todo correr ante Talavera, ante Toledo, al oír un disparo de ametralladora!

En el puente de Segovia, la compañía mandada por el sargento Velázquez se ha lanzado al contraataque. Aquí peleaban dinamiteros asturianos. Al canto de la Internacional,bajo una lluvia de fuego de ametralladoras, han avanzado por la carretera de Extremadura y ¡han reconquistado al enemigo casi kilómetro y medio!

En el puente de la Princesa, han participado en el ataque los tanques fascistas Ansaldo. Son más pequeños y más débiles que los republícanos, pero en las calles de una ciudad resultan bastante móviles. A pesar de todo, los muchachos de las Juventudes Socialistas Unificadas los han hecho retroceder con granadas.

No sé si el general Varela continúa ateniéndose a su orden para el día «D». El mando fascista ahora cambia la dirección de sus golpes contra Madrid y los combina. Se venga de los fracasos de su infantería y de sus tanques con un incesante y poderoso fuego de artillería. El estruendo de las explosiones casi no cesa. En las ventanas vibran sin cesar los cristales. Los equipos de bomberos apenas tienen tiempo para localizar los incendios.


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