Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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El Quinto Regimiento forja, de los jóvenes comunistas, los nuevos mandos. Tales son el andaluz Juan Modesto, los gallegos Enrique Líster y Santiago Álvarez, el toledano Bartolomé Cordón. Al lado de ellos y junto con ellos, mandan las columnas del Quinto Regimiento antiguos oficiales de carrera del ejército monárquico, como Burillo, Márquez y otros. Todo ello se ha fundido dando origen a una buena camaradería de armas que ha de constituir el prototipo del Ejército popular español que está naciendo.
17 de septiembre
Aún hay muchos extranjeros en Madrid. Los hay de tres colores: negros, amarillos y rojos. Los colores, sin embargo, a menudo engañan.
Los reaccionarios declarados y partidarios de Franco se pegan a las embajadas y a menudo viven en ellas. Todas las misiones diplomáticas han establecido ahora pensiones y residencias. La embajada alemana intriga constantemente en el cuerpo diplomático, propone a todos los representantes abandonar Madrid, motivando la salida por el peligro que representa continuar en la capital y por la imposibilidad del gobierno para mantener el orden. Fue por indicación de los alemanes que el 22 de agosto se levantó el motín con quema de colchonetas en la cárcel Modelo.
Se relaciona con los círculos de las embajadas el público extranjero que ha venido a España después del levantamiento. (Los extranjeros que antes residían habitualmente en España —empresarios, fabricantes, concesionarios, agentes de importación y exportación– casi todos se han ido al extranjero por considerar que se encontraban en peligro.) Los nuevos son viajeros profesionales; al verse, se reconocen por sus anteriores encuentros —en Abisinia, en el Paraguay, en la región del Sarre, en Manchukuo—. Su tiempo de servicio se divide en «conflictos»: conflicto del Sarre, conflicto de Manchuria... Ninguno de ellos tiene menos de cuarenta años, muchos ya peinan canas, pero sus queridas son sorprendentemente jóvenes. Formalmente son o bien representantes de fábricas de armas, enviados especiales de las grandes agencias telegráficas y empresarios de cine. La situación española los corrompe: para el espía éste no es un lugar de trabajo, sino de descanso: es posible saberlo todo, obtener todos los documentos, sin moverse de la mesita del café, por cuatro perras gordas o completamente gratis, aprovechando la pasión que aquí hay por mostrar lo muy informado que uno está y por dejar estupefacto al interlocutor contando algo sensacional. De ahí, también, que los informes obtenidos gratis o incluso comprados sean fantásticos, como el delirio de un enajenado. El 8 de septiembre todos los espías comunicaron desde Madrid que el gobierno republicano había recibido de Skoda doscientos potentes tanques lanzallamas. El día 9 lo comunicaron desde Madrid los corresponsales norteamericanos; la censura retuvo los telegramas; entonces transmitieron la noticia de contrabando, a través de París. Mostraron incluso una foto comprada por un elevado precio. Luego se aclaró que la foto se había tomado de una revista española del año 1918 y que no era una foto, sino un dibujo que acompañaba a un artículo utópico titulado La guerra en el año 1920.
Sus gastos son, aquí, ínfimos; el «conflicto» español redondeará espléndidamente sus ahorros. Sólo tienen un miedo atroz a caer muertos en un tiroteo casual o en una pelea de calle o en un registro. Por esto se han colocado brazaletes en la manga con los colores oficiales de sus Estados. El brazalete significa: «Haced lo que queráis, ahorcaos, yo no tengo nada que ver con esto.» Uno, de edad madura, además del brazalete, lleva, cubriéndole el pecho en vez de chaleco, la bandera estrellada de Estados Unidos; de todos modos, tiene sus motivos para hacerlo así: es sordomudo, en caso de conflicto en la calle, ello resulta muy incómodo. Ha venido a hacer gestiones para recibir la herencia de su padre, concesionario de corcho. ¡Buen momento ha elegido!
Tras las mesitas del café, infatigablemente, durante seis, siete y a veces hasta nueve horas, injurian sin cesar a los españoles y se burlan de ellos, de su torpeza, de su lentitud, de su pereza. Los que han venido primero, inician a los novatos en las tres expresiones a que ante todo hay que acostumbrarse en España. Si vas a pedir un informe, te dicen al principio: «En seguida.» Después de media hora de esperar, te animan: «No tardará mucho.» Dos horas más tarde, declaran: «Mañana por la mañana.» Las damas cuentan: «Es, sencillamente, inconcebible. Pides un par de huevos pasados por agua y té; preguntan cuántos minutos han de dejar los huevos en el agua, y luego te traen cuatro huevos fritos y un jarro de cerveza; y después se ofenden si les chillan...»
El hotel Florida es considerado como un centro terriblemente rojo y terriblemente revolucionario. Aquí viven los aviadores e ingenieros de la escuadrilla internacional, que llevan deportivas camisas de seda desabrochadas, navajas y parabellums en fundas de madera colgadas al cinto. Al principio querían hacer venir a sus mujeres, no les dieron permiso; ahora ya no lo piden —las mujeres, se han encontrado en Madrid—. Por la noche suele haber escenas ruidosas con salidas precipitadas al pasillo, de modo que los periodistas y unos diputados socialistas extranjeros se quejan al director. Entre los aviadores hay hombres valientes y fieles; éstos se agrupan en torno a Cuides: se les ve poco por el hotel, a menudo hacen noche en el aeródromo. Hay unos diez hombres que son indudables espías y una docena de haraganes, que intrigan escandalosamente contra André y Cuides sentados a la barra del bar. ¡Les dan carracas en vez de aparatos! ¡No van a acabar suicidándose en el estúpido cielo de este país de locos sólo por satisfacer el amor propio de alguien!
Aquí hay antiguos gangsters norteamericanos, transportadores de alcohol del destacamento aéreo de Al Capone, buscadores de aventuras de Indochina y un desilusionado terrorista italiano que escribe poemas. Un canadiense pelirrojo, fotógrafo de aviación, no hace nada desde que se levanta; se pasa el tiempo sentado en un sillón del vestíbulo junto a la ventana y conversa con la mirada vacía dirigida al espacio. Espera a que a las cuatro y media de la tarde aparezcan por la Gran Vía las primeras prostitutas. Entonces sale y se está largo rato eligiendo. Regatea también largo rato y luego paga una suma mayor de la que al principio le han pedido —si la mujer le ha pedido veinte pesetas, regatea hasta quedar en doce, y luego, al salir, paga veinticinco—. Así, explica, todo el acto se filtra a través de un complejo de beneficencia. Considera que hasta Louis-Ferdinand Céline no ha habido literatura mundial. Pero también en Céline encuentra un enorme fallo. Céline no ha visto que a la mujer hay que contemplarla y valorarla, necesariamente, cuando se acerca de espaldas. Entonces resultan claras su figura, el cuello, las piernas. Su aspecto, por delante, los ojos, la sonrisa, el pecho —todo esto es un engaño, esto es sólo para los tontos... Va a la caza de gente para hablar de mujeres. Pero la gente está ocupada. Quienes le escuchan con más complacencia son las propias mujeres, las esposas de los parlamentarios extranjeros.
Los verdaderos rojos casi no aparecen por el Florida. Éstos llegan sin llamar la atención de nadie, se van a los comités de los partidos, duermen allí mismo en pequeñas residencias y se van al frente en calidad de instructores de las columnas del Quinto Regimiento, como sanitarios o como simples combatientes.
18 de septiembre
A primera hora de la mañana, antes de la salida del sol, se ha volado una mina que habían colocado los republicanos bajo la torre de la esquina derecha del Alcázar, la que da a la plaza de Zocodover.
La explosión ha sido inesperada para los sitiados, y entre ellos ha cundido el pánico. Los destacamentos de la fábrica de cartuchos y parte de los anarquistas se han precipitado hacia arriba, desde la parte de Zocodover. Han llegado hasta la colina y en una brecha del muro de la torre volada han plantado una bandera roja.
Los facciosos se han ido recobrando poco a poco, han abierto fuego graneado de fusilería, ametralladora y mortero. No había refuerzos, la columna atacante ha vuelto a bajar, pese a que tenía que salvar únicamente una distancia de cincuenta a cien pasos para llegar hasta la valla misma de la academia del Alcázar.
Por toda la ciudad de Toledo se dispara, nadie sabe quién hace fuego ni dónde —¡no es posible que las balas de los sitiados vuelen por todas las callejuelas!—. Gente armada y excitada recorre en grupos las calles. En el edificio de correos, tras la ventanilla de certificados, está sentado el coronel Barceló, encarnado y furioso, con una pierna vendada; una bala le ha atravesado la pantorrilla. No se nota mando alguno.
Ahora sólo tiene sentido repetir el asalto si se hace de frente, desde el monasterio de Santa Cruz. Para ello hay que tomar la casa del gobernador militar; casi limita, por la calzada, con el monasterio.
En Santa Cruz hay varios destacamentos —anarquistas de la localidad, algo de guardia de asalto y comunistas del Quinto Regimiento—. En la galería del claustro, están sentados y tumbados, comen, se miran las armas. Aquí mismo se cura a los heridos; sin la más pequeña separación, a la vista de todo el mundo. Aquí mismo, sobre camillas, hay unos muertos, y la gente, a su alrededor, contempla los cadáveres, largo rato, a veces media hora y más sin apartarse de allí, sin pestañear. Los jóvenes, sencillamente, se hipnotizan. Por lo visto quieren comprender qué experimenta el muerto, quieren empaparse de las sensaciones del cadáver. Si continúan mirando de este modo a los muertos, será imposible combatir.
Las correspondencias para Pravdadesde aquí, desde Toledo, desde el frente de Extremadura, me dan mucho que hacer. Las escribo sea a máquina sea a mano, sobre impresos de telégrafos; luego hago la traducción francesa para la censura; Dámaso lo lleva todo a Madrid, a telégrafos, y no sé lo que después se hace con todo esto. Como antes, me paso cinco y seis días sin ver la Pravda.
Al atardecer, he vagado por la ciudad entrando en los patios de algunos sombríos palacios. De súbito, en uno de ellos he visto un cartel con letras rusas. Un fornido campesino, con barba, agarra por los cuernos a una ternera de pelo rojo. Y el texto: «¡Quien mata ganado joven, es un criminal!» Editado por el Comisariado de Agricultura de la República Federativa Rusa en 1928. ¡¿Cómo ha venido a parar aquí?! Con mucha dificultad he puesto en claro que aquí tienen su sede los Amigos de la Unión Soviética, de Toledo. No había nadie de la dirección. Una muchachita morena y de pelo negro me ha dicho que el padre y todos sus tíos habían cogido los fusiles y se habían ido a Santa Cruz.
20 de septiembre
Los sediciosos arden en deseos de penetrar en Toledo. En los primeros escalones van los marroquíes. Se baten a la desesperada, se lanzan al ataque profiriendo alaridos desgarradores que hielan la sangre en las venas de los combatientes de filas. Todo son relatos sobre la perfidia y crueldad de los moros.
En el hospital militar de Toledo, tendidos sobre dos camas en el ángulo de una sala, hay dos prisioneros de piel oscura. Uno de los soldados está herido en el ojo; el otro, en la pierna. Rostros sin malicia, bondadosos, sonrisas confiadas, relatos sinceros y sin segundas intenciones. Los milicianos heridos traban amistad con ellos, bromean, les dan cigarrillos. ¿Es posible que esos hombres hayan podido provocar tanto miedo, incluso estando sanos y armados?
Son ya veinte mil los moros que participan en la guerra, al lado de los fascistas.
Se trata, en primer lugar, de soldados profesionales del ejército colonial español. Son matones redomados, gente que ha vendido hace tiempo a su propio pueblo y, a la vez, maldita por el pueblo. Ayudaron a los generales españoles a someter a sus propios hermanos. Combatieron al lado de Alfonso XIII contra Abd-el-Krim. ¡Qué significa para ellos ir a disparar contra los obreros españoles!
Los soldados profesionales forman la cuarta parte de las unidades marroquíes en España. Las otras tres cuartas partes son felah movilizados, campesinos.
Este año, en Marruecos, ha habido muy mala cosecha. Cuando los reclutadores comenzaron a recorrer los mercados para alistar a los felah pidiendo hombres para mandar a la Península, muchos se inscribieron hasta de buena gana. El mando prometía dar bien de comer y, además, una paga de tres pesetas al día. Nadie sabía cuál era la causa de la movilización. Hubo quien explicó que los llevarían a todos a un desfile magno en Sevilla, donde habría muchos jefes españoles y se celebraría una hermosa fiesta. Lo creyeron. Todos partieron de muy buen humor. Únicamente en la Península, en Sevilla, se descubrió el engaño. A los rifeños, los más combativos de los marroquíes, los situaron en la vanguardia de las tropas sediciosas. Detrás de ellos colocaron a la legión extranjera y dieron la orden de combatir.
Los rifeños son maravillosos tiradores. Como ocurre con todas las tribus de montaña que han combatido contra invasores, se han formado una excelente táctica de fuego, disparan con una extraordinaria precisión y sin malgastar municiones. Del rifeño, durante las guerras de Marruecos, se contaba: baja al valle, se pone a trabajar para el propietario español, trabaja una semana; luego va al mercado y con todo el dinero que ha recibido por su trabajo compra un cartucho; con ese cartucho mata a su patrón. Naturalmente, en estos casos es necesario disparar sin errar el tiro.
También ahora pelean bien. Hacen todo cuanto de ellos se exige. Miles de personas, las mismas a las que ayer el pequeño y rapaz imperialismo español sometía a sangre y fuego, ahora, engañadas, sirven con las armas en la mano a este imperialismo, sirven a sus enemigos más feroces; disparan contra los obreros de España, contra aquellos que combaten al imperialismo de su país.
En Tetuán, en 1931, las cabilas me mostraron sus monumentos artísticos, me explicaron cómo su vieja cultura ofrecía resistencia a la presión brutal de los generales españoles semianalfabetos; hablaban del ascenso nacional, de las posibilidades que surgirían para Marruecos con el nuevo régimen republicano. Ahora, el país de las orgullosas cabilas se ha convertido en la puerta trasera de la soldadesca de Burgos y de Roma, en aeródromo de reserva para los aparatos de bombardeo alemanes. Los fascistas han cubierto de cieno ese país. Cargan a cuenta del «moro» toda la responsabilidad por sus ferocidades y crueldades. A los corresponsales de los periódicos extranjeros, cuando se habla de las matanzas, de los fusilamientos en masa, de las violaciones y del asesinato de los niños, los generales fascistas les explican poniendo sordina en la voz:
—Todo esto son cosas de los moros. Gente salvaje. No podemos con ellos. Naturalezas africanas.
Hasta sus alaridos cuando se lanzan al ataque, antiguo recurso de guerra de las tribus del Rif, se toman ahora en consideración para demostrar que son unos salvajes y sanguinarios.
Últimamente, los moros han empezado a comprender algo. Se adelantan, uno a uno, de dos en dos, levantan los fusiles en alto y gritan:
—¡No disparéis! ¡Viva el camarada Azaña!
Con los que se han pasado, se intenta formar una columna entera. Se ocupa de ello un joven árabe, el antifascista Mustafá ibn Kala. Exhorta a los rifeños a apoderarse en Marruecos de las fincas de los generales sublevados y de las tierras de la legión extranjera.
«Son las mejores tierras del país —escribe– las más fértiles. Han sido quitadas a los campesinos rifeños. ¡No es una locura combatir y verter la sangre para fortalecer el poder de estos bandidos!»
El viejo obrero barcelonés Poli Bose ha escrito una carta a los soldados marroquíes. En nombre de la justicia y de los intereses comunes, los invita a que arrojen las armas, a que vuelvan a su país o a que crucen el frente y esperen en el campo republicano el fin de la lucha. Recuerda, con amargura, que cuando se aplastaba la sublevación de los rifeños, los obreros barceloneses organizaban huelgas políticas con la consigna: «¡Viva Abd-el-Krim!» Los que se pasan, casi siempre llevan consigo la carta de Poli Bose y la octavilla de Ibn Kala. También se encuentran, carta y octavilla, casi siempre, en los bolsillos de los moros muertos.
Los propios republicanos son también culpables en mucho. A los combatientes nada dicen del estado de ánimo de los rifeños movilizados. Los milicianos ven en los moros enemigos irreconciliables. En los círculos madrileños —incluso en círculos sumamente destacados– aún se mantienen actitudes colonialistas. ¿Por qué el gobierno del Frente Popular no ha proclamado la autonomía de la provincia africana, por lo menos en la misma medida en que son autónomas otras regiones nacionales de España?
Los moros, con las armas en la mano, suben por España a través de Andalucía hacia Toledo y Madrid. Pero esto no es una nueva reconquista, no es una vuelta de las cultas e ilustradas cabilas arrojadas de la Península hace quinientos años por los caballeros castellanos. Es la marcha de tropas coloniales, de esclavos armados. Los moros se apresuran a liberar el antiguo Al-Kazar, mas no para sí, sino para el general Franco.
21 de septiembre
Al amanecer ha llegado alguien corriendo: los fascistas han tomado Maqueda. Ahora se encuentran a cuarenta y dos kilómetros de aquí; el Alcázar los atrae, como un imán. Y los sitiados también sueñan con mantenerse hasta su llegada.
¡Pero esto es sencillamente absurdo! Hoy la fortaleza debe caer. No hay precio que sea bastante caro para ello.
El día se levanta en medio de un estrépito espantoso. Los cañones no son muchos, pero en el retumbante laberinto de las estrechas calles y de las altas paredes de piedra tupidamente superpuestas, un eco se suma a otro. Y la profunda hondonada del Tajo, en torno a la ciudad, devuelve los estampidos de todos los disparos.
La batería del otro lado del río hoy trabaja a las mil maravillas, y los obuses estallan casi todos.
Las barricadas de la plaza de Zocodover atruenan con los disparos de fusil y ametralladora. Pero ahora sólo son una línea de reserva. La lucha principal se ha trasladado más allá, junto a la mismísima colina de la fortaleza.
El monasterio de Santa Cruz está repleto. Hoy se han concentrado aquí cerca de tres mil hombres. Los obreros de la fábrica de cartuchos, dos compañías del Quinto Regimiento y columnas de anarquistas. Hay decisión y deseos de ir al asalto.
Todo el muro meridional, encima de la puerta, se encuentra, como ayer, bajo el fuego graneado de los facciosos. La casa del gobernador militar ha sido ya casi por completo derruida por la artillería; por debajo de sus ruinas, disparan porfiadamente sólo dos o tres ametralladoras. Los sitiados, por lo visto, han dejado ahí un pequeño grupo de cobertura, y en lo fundamental se han retirado arriba, a la colina, al edificio principal, el de la academia militar.
La puerta meridional del monasterio está abierta de par en par. De ella han de salir las columnas de asalto. Pero el grupo de retaguardia desde los bajos de la casa del gobernador militar, dispara sin cesar, de manera concentrada y precisa directamente contra la puerta, no deja que los soldados salgan del monasterio para lanzarse al ataque.
Esto empieza a resultar excesivamente largo. Un suboficial, artillero del Quinto Regimiento, acude en su ayuda.
Cubriéndose con el escudo, arrastra hacia adelante un cañón de setenta y cinco milímetros y empieza a disparar con tiro directo —mejor dicho a bocajarro– por debajo del arco que aún se mantenía en pie, a la semioscuridad, desde donde parte el fuego fascista. Después de cada disparo, de cinco a diez hombres atraviesan la calle y se apelotonan al pie de la colina. Esto permite evitar el fuego de barrera de abajo y trepar directamente hacia el edificio de la academia militar.
Cruzo la calle con la tercera decena y nos apretamos contra las paredes de las casas de enfrente.
Ahora comienza el ascenso propiamente dicho. Hay que subir a saltos, a lo largo del muro, a través de ruinas ardientes y humeantes, dispuestas en gradería.
Los sediciosos ya han abandonado estas ruinas, pero aún no han acertado a pensar que en ellas puede haber soldados republicanos.
En un cuarto de hora, corriendo de este modo, subimos unos ciento cincuenta pasos. Desde la academia disparan por encima de nosotros hacia abajo, hacia donde se combate junto a la casa del gobernador militar.
Eso está muy bien. De este modo podemos llegar hasta las mismas paredes. Los milicianos están muy excitados, mas su estado de ánimo es excelente. Esto parece un juego al escondite. Pero somos pocos. Por de pronto nos hemos reunido unos setenta hombres. Todo juventud del Quinto Regimiento y, en parte, obreros toledanos de la fábrica de cartuchos. Dos han sido heridos al correr, uno de ellos, de manera muy rara, debajo del brazo; se ha encogido y aprieta la herida con el codo, como si sostuviera un libro. Ahora es imposible llevarlos abajo, lo único que se puede hacer es vendarlos. Se quejan mucho.
Desde abajo suben corriendo otros muchachos.
Sólo que no se sabe quién dirige esta operación. Según parece, no hay aquí ningún jefe.
Los del primer grupo, seguimos avanzando. Corriendo en cuclillas o, simplemente, agachándonos, alcanzamos otro edificio.
¡Qué lugar más encantador! Sería, probablemente, una casita para los guardas. Pero ha ardido, mejor dicho, todavía arde; el techo se ha hundido, las tablas, las vigas, los tirantes están ardiendo y humean de manera espantosa. iNunca me habría figurado que fuera posible sentirse tan bien en una casita ardiendo! En este cuadrilátero sin techumbre ya nos hemos apiñado, muy apretados, unos cincuenta hombres.
Desde abajo aún trepan más. Uno de los nuestros se asoma por arriba, se sienta en la pared de la casita y agita una bandera hacia abajo, llamando. ¡Ah, idiota! ¡Nos descubre!
No sé si abajo, en el monasterio, vieron la bandera. Pero desde arriba la vieron. Disparan contra nosotros, al montón. ¡Techumbre, no hay!
Gritos, gemidos; ya tenemos dos muertos.
Esto resulta, simplemente, un corral de matadero. Disparan con fusiles, pero medio minuto más tarde dirigen hacia aquí una ametralladora.
Lamentos, apretones, y no hay quien se atreva a saltar de la ratonera. Uno ha caído al suelo boca abajo, sobre las tablas calientes, humeantes, y levanta el trasero —si han de tocarle, mejor será ahí—. Muchos lo imitan.
De súbito, algo me golpea por las orejas y por los ojos. Caigo de espaldas sobre la gente —¿dónde se podía caer?—. También caen sobre mí. Y algo indeciblemente espantoso, repugnante, mojado, me azota la cara. La sangre me cubre los ojos, el mundo entero, el sol.
Pero es sangre ajena en las guías de las gafas. En el ángulo izquierdo del corral de piedra, hormiguea un montón de carne humana, muerta y viva. La explosión ha sido breve, pero continúa sin fin en los ayes de la gente. Medio minuto más tarde, cuando los apretujones no fueron tantos, los que se levantaron se sintieron avergonzados ante los muertos y heridos. Cinco muertos y dos heridos —hay que sacarlos—. Ha sido una mina de mortero ligero —los hay en el Alcázar– ¡con qué rapidez han logrado obsequiarnos, aquí!
Ahora estallará la segunda mina, probablemente están cargando el mortero. Alguien ha taponado con su cuerpo el agujero de la puerta, pero todos saltan por la pared. Y también por encima de la pared —¡qué diablos es esto!– pasan a los heridos.
Todos corren hacia abajo. Pero ¡¿adonde?! Eso no ha sido más que una mina. Una mina puede matar a un hombre, o a dos, de una vez —la culpa la hemos tenido nosotros mismos, que como tontos, nos hemos apretado como caviar, en un montón—. ¿Para qué correr ahora hacia abajo?
Es perfectamente posible detenerse, tumbarse aquí, esperar refuerzos. ¡Si es una pena, con lo bien que hemos subido! ¿Por qué perder lo que se ha ganado ya con sangre?
Un combatiente de cierta edad, con la insignia del Quinto Regimiento, alto, calvo, blasfema furiosamente, para a los soldados, los empuja, como si fuera con un dedo, con el cañón de la pistola en el pecho, les conmina a no bajar. También Miguel Martínez, hecho una fiera, se saca la pistola del cinto y detiene a los soldados, ruega, suplica, también él empuja con el cañón de la pistola, como si fuera con el dedo, a los soldados o a su propio pecho, jura con los peores juramentos de su país. Pero es inútil, todo el grupo rueda por la pendiente, vuelve hacia abajo, todavía más abajo, todavía se vuelve más. Pero ¿aún van más abajo? Sí, aún más. ¡Si aquí es posible detenerse! ¡Aquí es posible atrincherarse! No, todavía más abajo. Todavía más, más abajo, más, más. Y atraviesan la calle —el cañón enmudece, las ametralladoras desde los sótanos de la casa del gobernador militar disparan—. Otra vez cruzan el portal del monasterio. Y así ha terminado todo.
El asalto no ha tenido éxito. Los hombres beben ávidamente, se enjuagan la garganta con los calientes chorros de agua de los botijos, se atan los cordones de las alpargatas, se ponen tiras de esparadrapo en los arañazos, se untan las partes quemadas por la mina; cuentan, interrumpiéndose mutuamente, que es posible subir, que ellos han estado allí.
De no haber sido la mina, aún estarían en aquel lugar. Pero la mina ha provocado la alarma. Entonces han echado a correr. Todos cuentan que ha sido la mina la causa de la alarma. Nadie se acuerda de que él mismo ha participado en la confusión. Es posible que nadie por sí mismo hubiera echado a correr. ¡Pero la mina ha provocado la alarma! Han echado a correr mirándose los unos a los otros. Para que esto no sucediera habría hecho falta un jefe. No había jefe.
Cuando el soldado calvo y Miguel Martínez quisieron detener a los combatientes, ya era tarde. Y si lo hubieran intentado antes, habría dado lo mismo —ellos no eran, ahí, jefes—. Podían aconsejar, mas no podían dar cohesión al grupo para el asalto.
Los hombres quieren subir otra vez hacia la academia. Este edificio hoy atrae, arrastra hacia sí. Los mismos que han bajado corriendo por la pendiente de la colina, en estos momentos, una hora después, arden en deseos de volver a lanzarse al asalto. Persuaden a otros.
El batallón Victoria, del Quinto Regimiento, se compromete, íntegro, a ir delante, a un nuevo asalto. Los anarquistas también quieren ir. Empiezan las conversaciones. No hay jefes superiores. Barceló se ha ido a Madrid.
Se han puesto de acuerdo. El batallón Victoria subirá primero y pegados a ellos subirán los anarquistas. Todo ha de haberse terminado en hora y media o dos horas.
Llamaron a la batería del otro lado del río. La batería reanuda el fuego. El artillero suboficial dispara otra vez por debajo del arco de la casa del gobernador. De nuevo carreritas por la calzada, de nuevo nos agolpamos, de nuevo subimos por el mismo camino.
Ahora el enemigo nos observa y nos ve. El fuego de ametralladora es muy fuerte, concentrado. Hay muchos heridos.
Pero la subida se hace más rápidamente que antes. Los viejos animan a los jóvenes, a los novatos.
Los «viejos» somos nosotros. ¡Nosotros estuvimos aquí hace una hora! Somos los viejos habitantes del lugar. Conocemos cada piedra. ¡Sí! Conozco esta piedra. En ella estuve sentado cinco minutos. Es una piedra amarilla, polvorienta, de forma regular; podría servir de basamento a una estatua, desde luego si se igualara. Es una piedra sin importancia, pero es un hecho que la recuerdo.
Alcanzamos muy rápidamente la casita sin techumbre. Le damos la vuelta por la derecha. Los fascistas mantienen sobre ella un fuego ininterrumpido. Creo que ahí aún ha quedado un cadáver. Me imagino lo que habrá sido de él.
Ahora los combatientes, los nuevos y los «viejos», se conducen de otro modo. Han desaparecido la excitación y la impresionabilidad del azar; ahora esto no es un juego a lo desconocido, sino un ataque concentrado, consciente. Los jóvenes rostros están alerta, emocionados, pero se los ve alumbrados por cierta tranquila luz interior. Éstos son los que han acudido hoy a Toledo en respuesta al llamamiento de José Díaz: «Para la toma del Alcázar, hacen falta aún mil hombres de los cuales por lo menos doscientos perecerán irremisiblemente.»
Tenemos cuatro camillas con nosotros y poco a poco vuelven, cargadas, hacia abajo.
Nos queda, ahora la última parte de la pendiente, la de la mismísima coronilla. Está cubierta de hierba bastante fresca. La artillería gubernamental aquí casi no ha destruido nada. Es raro —lleva disparando contra este punto desde hace más de un mes, sin descanso—. ¿No ha habido algún engaño? ¿Ha disparado honestamente la artillería?
Nos arrastramos completamente pegados al suelo. ¡Si fuera posible meterse en la tierra, como los gusanos! El muro que cerca la academia militar está a veinte pasos, a quince, a diez; ya está ante nosotros. No es más alto que la altura del hombre y medio. Hay dos escaleritas apoyadas en él; son las escaleras de los fascistas, por ellas volvían a su edificio, a la academia, al retirarse de la parte baja, de sus dominios, ya perdidos.
Cogemos las escaleras, ahora somos nosotros los que salvamos la pared. Hasta se produce un leve barullo, todos quieren ser los primeros en trepar. Aquí está Bartolomé Cordón, comisario de la columna Victoria, con abrigo de cuero, una estrella roja en la gorra, rostro moreno cubierto de vello juvenil, ceñudo y animoso. Los hombres le hacen caso, él los coloca, manda que se echen.
Los fascistas hacen fuego graneado, pero nosotros no estamos mal defendidos por su propio muro. Las balas se hunden por detrás, en la pendiente.
De todos modos es necesario esperar aunque sólo sea otro grupo. Somos, aquí, poco más de cien hombres. Sin una ametralladora, sólo con granadas de mano. Dentro hay dos mil hombres, bien armados y desesperados. Hay que esperar cinco o diez minutos, mientras suben los anarquistas con las ametralladoras.
Nos tumbamos sobre la espalda. El verde declive es completamente igual al de la colina de Vladimir, en Kíev. Así me tumbaba yo cuando era un niño que iba a la escuela; abajo refulgían las cúpulas doradas de las iglesias, en la calle Alejandrovskaia vendían ropa hecha y agarraban a los compradores por los faldones; junto al embarcadero, hervía una muchedumbre gris de descamisados y de pasajeros de tercera, el Dnieper se perdía a lo lejos formando una doble franja azulina, el vetusto barquito Nikodimse arrastraba hacia la Slobodka...