Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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Los comisarios del Partido procuran cementar las unidades pese a su heterogénea composición. Intentan controlar las órdenes de los oficiales y, al mismo tiempo, influir sobre los soldados en el cumplimiento de las mismas. Quieren echar a los elementos sospechosos y rodear de un ambiente de autoridad y confianza a los comandantes fieles a la República, comandantes a los que los soldados acusan de traición en los reveses.
De momento nadie ha confirmado oficialmente el nombramiento de comisarios, que trabajan en calidad de personas electas, con plenos poderes de la reunión general de combatientes. Su papel es muy difícil. Es necesario reconciliar y unir en una compañía a cinco partidos diferentes.
Nos acercamos al extremo de una colina. No lejos de ella, se eleva otra. Un grupo de campesinos, vestidos con negras blusas de satén, ponen toda el alma en levantar una especie de terraplén por el estilo de los que se levantaban en tiempos de Gengis Kan. El comisario mira esa fortificación con ciertas dudas. Ni el gobierno, ni el Ministerio de la Guerra, ni el Estado Mayor —nadie ha acudido en su ayuda—; él mismo, cerrajero toledano, en un momento crítico, ha de formar a su buen entender una barrera contra el ejército de Franco-Mussolini-Hitler, que ataca a la República. Se abstrae examinando un librito de hojas amarillentas con diseños. Es un manual para la construcción de presas en las aldeas. El joven reflexiona. Llama a unos campesinos. Delibera con ellos largo rato. Se ha olvidado de mí por completo. Y volviéndose sólo por casualidad, sonríe animosamente.
—¡Aprenderemos, te lo aseguro, camarada! ¡Y muy pronto!
Al anochecer, regreso a Madrid.
La mitad de los faroles de la capital están pintados de color azul —defensa antiaérea—; la otra mitad, brilla con cegadoras luces —se han cansado de pintar y no han terminado—. Si, por la noche, se deja encendida la luz en una habitación sin enmascarar la ventana, los piquetes de guardia entran en la casa, y si la encuentran cerrada, pueden disparar a la ventana. Pero aquí mismo, a lo largo de la calle, está encendida una hilera de potentes faroles.
30 de septiembre
De las calles de Madrid desaparece rápidamente el mono. Los jóvenes vuelven a sacar de los armarios los pantalones y las americanas de cheviot, con pañuelitos de color en el bolsillo de arriba. Bueno, así es mejor. Es más fácil distinguir hacia dónde va cada uno.
Se ha iniciado una perceptible salida de gente de la capital. Se nota, sobre todo, por lo que toca a los extranjeros. En el Florida ya estamos más holgados. La mayoría se va sigilosamente. Cada día encuentras a alguien en el vestíbulo o en la barra del bar que está comentando la situación de los frentes, examina la marcha de los acontecimientos, critica al gobierno por su vaguedad, por su falta de decisión, se burla de las milicias que, cual rebaño, se dispersan ante los Junkers, echa pestes del caos y de la torpeza reinante, y de pronto desaparece.
—¿No ha visto a fulano?
—Pero si se fue hace tres días.
—¿Adonde?
—A donde va la gente. A Valencia, a Barcelona, a Toulouse, a París, a Londres, a Tombuctú, a Estocolmo, a Salónica, a Tientsin... A sitios adonde se puede ir.
En efecto, ¿a qué santo han de permanecer en Madrid, si ha caído Toledo? A su modo de ver, la guerra ya está perdida y, por lo visto, se terminará en pocas semanas. Sólo se puede pensar de otro modo si se confía en un milagro, y los milagros se producen sólo para el que tiene fe, para el que reza; para el que no dispone de caminos milagrosos, Toledo, la ciudad fortaleza, la ciudad montaña, ha sido abandonada sin orden ni concierto, sin defenderla, al primer empujón. ¿Cómo es posible con semejantes tropas, con semejantes mandos, e incluso con otras tropas y otros mandos, cualesquiera que fuesen, defender Madrid, ciudad abierta, sin fortalezas, con un millón cien mil habitantes, sin fortificaciones, con entradas y salidas abiertas, hambriento, desorganizado?
Sumandos que predeterminan la caída de Madrid hay más que suficientes. Cualquier observador, turista político, incluso simpatizante, incluso con el alma dolorida, se puede decir: ha llegado el fin. Desde luego, a él le ha llegado la hora de irse. A todos ellos les ha llegado la hora de irse, de volver apresuradamente a sus casas, anunciando el fin; hasta quienes viven más lejos, en Nueva York o incluso en Helsinki, pueden hacer el viaje en un solo día llevando un telegrama sobre la entrega de Madrid, sobre el final de la guerra civil, sobre la derrota del Frente Popular.
¿Y cuántos son los sumandos para el milagro? Intento calcular lo que hace falta. Anotemos.
1. Un poco de aviación.
2. Cinco mil tiradores; no, ocho mil, sin que todos ellos deban ser obligatoriamente unos héroes, pero sí hombres firmes, disciplinados, capaces de mantenerse tenazmente en las trincheras y no huir de la aviación. Quince batallones de gente así al principio. Con una buena sección de ametralladoras, no ya por compañía, sino por batallón.
3. Las trincheras mismas.
4. Tanques. Aunque no sean más que veinte. No digo cincuenta. Con cien tanques, se podría llegar ahora hasta Sevilla, hasta la frontera portuguesa. Pero no digo cien. Digo veinte.
5. Limpiar un poco la ciudad. Echar aunque no sea más que a treinta mil fascistas. Fusilar aunque sólo sea a un millar de bandidos. Evacuar a los detenidos. Cerrar las tabernas y las casas de vicio.
6. Un general que fuera obedecido, y no un canalla.
7. Una contundente nota anglofrancesa a Alemania e Italia contra su intervención.
8. Que Largo Caballero comprenda, al fin, que la situación es crítica.
9. Que Largo Caballero comprenda que la situación, si bien crítica, no es totalmente desesperada.
10. Inmediatamente, hoy mismo, empezar a formar reservas para el contraataque.
Además de todo esto, es necesaria la voluntad del pueblo madrileño para defenderse y vencer. Pero esta voluntad existe, todo espera, todo está dispuesto a entrar en movimiento; lo veo. Pero he aquí que esos diez sumandos no se dan. Cada uno de ellos, si apareciera hoy, constituiría un milagro. Los diez juntos, sería el milagro de los milagros. Pero de momento no hay ni uno solo.
En el Comité Central —Díaz, Dolores– se siente mucha amargura. Todos están furiosos contra Largo Caballero. El viejo se ha hundido por completo en el burocratismo, en los papeles, no deja que nadie obre con iniciativa, no permite que se nombre, sin su aprobación, ni un solo sargento, ni que se entregue un solo millar de pesetas, ni un solo fusil. Naturalmente, él no puede resolverlo todo, pide consejo sin cesar a sus ayudantes; el dinero se gasta, de todos modos, sin su permiso, las armas se las llevan sin pedírselas, pero el gobierno no forma tropas, no crea unidades regulares, no hace, por ahora, nada razonable, con serenidad y decisión. Los comunistas llevan a cabo un trabajo inmenso, cada día mayor, pero todo esto es elaboración de materia prima, preparación de semifabricados, de los que nadie, ni el gobierno ni el Estado Mayor, hace uso. El Partido reúne decenas de miles de voluntarios —nadie los inscribe, nadie los arma—. El Partido organiza domingos comunistas multitudinarios para abrir trincheras: los hombres se presentan al lugar de los trabajos cantando y con gran entusiasmo —pero nadie les indica qué han de hacer, dónde han de cavar—; se los tiene esperando todo el día, sin palas, sin explicaciones, hasta que esos hombres se desilusionan y se exasperan. El Partido ha organizado la producción de guerra en muchas fábricas; los obreros están dispuestos a trabajar gratuitamente por la noche, ellos mismos encuentran metal y otras materias primas —no les dan modelos de los obuses, los mandan a paseo cuando, junto con su ingeniero, se presentan en el Ministerio de la Guerra en demanda del pedido—. El pánico, el sabotaje, la labor de zapa crecen con toda libertad en la capital, y el gobierno, desconcertado, cede. Los funcionarios, sobre todo los que ocupan los puestos más elevados, se van sin permiso a Barcelona e incluso al extranjero. En vez de un general fiel al gobierno al que todos escuchen, hay varios generales a los que escucha Largo Caballero, y nadie más. El viejo se ha rodeado de los peores militares de profesión —antiguos administradores coloniales, grandes terratenientes, nulidades en el aspecto militar y reaccionarios en el político—. Las relaciones de Caballero con todos los ministros son tirantes y malas. A muchos, sobre todo a sus correligionarios de partido, el viejo los trata como a criados. Ellos se quejan en voz baja. Pese a todo, socialistas y comunistas procuran con todas sus fuerzas apoyar y levantar la autoridad de Largo Caballero. En las reuniones, en los mítines, gritan «viva» en su honor, le mandan mensajes de salutación, se esfuerzan por agrupar en torno a su nombre a las masas obreras que luchan contra el fascismo. Él lo acepta todo como algo absolutamente debido e indiscutible, y no siente el menor escrúpulo en reprochar abiertamente, por escrito, de falta de lealtad a cualquier comité sindical, de una región o de una rama de industria, a la redacción de un periódico, si en un manifiesto o en algún otro documento pasan por alto su nombre. En ello se le va más tiempo que en los asuntos militares.
Maduran en torno complots y provocaciones, se preparan actos terroristas y de diversión, corren monstruosos rumores de pánico. Los fascistas se están burlando de los funcionarios del gobierno, se introducen en todas las instituciones, incluso sin tomarse la molestia de encubrirse. En Lérida, la mujer de un general fascista fusilado declara que quiere expiar las culpas de su marido y pide la manden al frente. Los sabios del lugar tuvieron la idea —o prestaron oídos a un ladino consejo– de que sería más prudente utilizarla no en el frente, sino en las oficinas de la milicia popular. Tres días después, la arrepentida viuda desapareció con todas las listas de los milicianos.
Mañana, después de larga interrupción, se reúnen las Cortes. El Parlamento escuchará un informe de Largo Caballero acerca de la actividad del gobierno.
1 de octubre
Las Cortes se han abierto hoy a las diez de la mañana en punto, con recalcada exactitud. La fastuosa sala del Parlamento, recargada de dorados, está sólo medio ocupada. No pocos diputados combaten en los frentes, no pocos han sido torturados y fusilados por los fascistas. Un pequeño sector de la derecha se ve completamente vacío. Sus antiguos ocupantes prefieren reunirse en Burgos.
El público de las galerías resulta insólito para esta sala. Allí, entre frescos que representan a caballeros medievales con arcabuces, toman asiento combatientes de la milicia popular con las pistolas automáticas sobre las rodillas. Hay muchos obreros, muchachas con mono, muchos oficiales; antes, los oficiales casi nunca visitaban el Parlamento.
Abajo, en el anfiteatro y en las tribunas, en la medida de lo posible, se mantiene el viejo ritual parlamentario. A cada orador, aunque no suba a la tribuna y hable desde su escaño, aunque diga sólo cuatro palabras, un ujier, con antiguo uniforme, con bandas doradas en los pantalones, le ofrece respetuosamente un vaso de naranjada.
Desde un extremo del banco azul de los ministros, se levanta Largo Caballero. Habla muy poco. Recuerda que el nuevo gobierno, el suyo, al que los facciosos quieren derrocar por la fuerza de las armas, es tan legal como los anteriores. Se ha formado por iniciativa del jefe del gobierno precedente, quien recabó para el poder representantes de todos los círculos de la democracia española. Al mismo tiempo, el gobierno no se olvida de la necesidad de llevar a cabo hondas transformaciones sociales en el país después de la victoria sobre el fascismo. Los proletarios españoles que ofrendan su sangre en esta lucha verán cómo se convierte en realidad el primer punto de la Constitución: «España es una república de trabajadores de todas las clases.»
Le aplauden. Luego se pronuncian breves discursos: Enrique de Francisco por los socialistas; Pestaña, por los sindicalistas; Aguirre, por los nacionalistas vascos; Santaló, por la izquierda catalana; José Díaz, por los comunistas; Quiroga y Albornoz, por los republicanos de izquierda. Exigen la unión de todas las fuerzas democráticas contra el fascismo y un apoyo ilimitado al gobierno. José Díaz, entre otras cosas, dice:
—Nosotros, el Partido Comunista, consideramos que hemos de recorrer un largo camino junto con todos los destacamentos honrados de la clase trabajadora, con toda la democracia española. Hay quien procura presentar este gobierno como un gobierno comunista o socialista o, en general, con determinadas ideas sociales. En respuesta, podemos declarar con toda firmeza que este gobierno es la continuación del precedente. Que es un gobierno republicano democrático y que, con él a la cabeza, lucharemos y venceremos a todos los enemigos de la República y de España.
Sin debate, por unanimidad, las Cortes aprueban una moción de confianza al gobierno. Después, entre el entusiasmo general, se da lectura al proyecto del Estatuto de autonomía del País vasco. Por este Estatuto, los vascos han luchado siglos bajo la Monarquía y años durante la República de Zamora-Lerroux. Ahora se aprueba literalmente en cinco minutos. Dolores Ibárruri exclama:
—¡Viva la autonomía de los vascos!
El Parlamento dedica una ovación al diputado de los vascos Aguirre. Alto, joven, elegante, Aguirre saluda en todas direcciones, sonriendo.
El presidente de las Cortes, Martínez Barrio, cierra la sesión proponiendo que las Cortes vuelvan a reunirse el primero de diciembre. Los asistentes al acto se van, los diputados, muchos de ellos en uniforme militar, se dirigen en seguida al frente, ahora tan próximo a la capital.
Otra vez, después de una pausa, han comenzado las incursiones aéreas sobre Madrid.
Muchos, sobre todo en los círculos diplomáticos, habían interpretado esta pausa como renuncia de los facciosos a los bombardeos aéreos de la capital.
Unos opinaban que el general Franco había prometido a Hitler no volver a matar a la población civil, y que Hitler necesitaba esta promesa para tranquilizar la opinión pública británica.
Otros especialistas en problemas político-militares y en política internacional, afirmaban que quien había prohibido los bombardeos no era Hitler, sino el Papa de Roma, pues las incursiones aéreas sobre la ciudad católica de un millón de habitantes, turba la conciencia del padre santo.
Los terceros demostraban que no eran ni Hitler ni el Papa, sino los países sudamericanos los que habían exigido la interrupción de los vuelos amenazando, en caso contrario, con detener la ayuda de los fascistas brasileños y argentinos.
El motivo de la pausa ha resultado ser mucho más sencillo. Durante las noches oscuras, ha sido difícil bombardear. No bien ha reaparecido la luna, han reaparecido los Junkers.
Algunas personas nos hemos trasladado del Florida al hotel de enfrente, al otro lado de la plaza, al hotel Capítol. En el Florida no podíamos continuar debido al nerviosismo de los extranjeros, a los rumores, al pánico y a las intrigas.
La administración del Capítol nos ha propuesto que nos instalemos dónde y cómo queramos, que paguemos lo que nos parezca, pero que vivamos en el hotel; de lo contrario, el edificio, completamente vacío, sería destinado a depósito. Es un rascacielos de tipo americano, mecanizado, con muebles metálicos y toda clase de detalles, como el de camas que saltan de la pared cuando se aprieta un botón. Tumbado a la cama, se puede abrir la puerta, apretando un botón, para que entre la camarera a servir el café. Pero las camareras no traen nada, no hay café; por las mañanas, corremos a tomarlo en el Florida.
Me he instalado en un salón semicircular, con grandes ventanales y largo balcón en la cúspide de la torre. Sin levantarse del diván se puede ver toda la Gran Vía, media ciudad e incluso las arrugas cenicientas de las elevaciones en torno. Durante el día, Madrid bulle, tornasolado por el torrente de automóviles que circulan en la capital, por las vitrinas de los almacenes, por el público, por los vendedores de periódicos, por los vestidos de las mujeres. Pero cuando se oscurece el cielo y la plateada luna castellana fluye sobre los tejados, cuando ulula, penetrante, la sirena, cuando los reflectores sondean el cielo y las sordas explosiones alteran el silencio nervioso y escondido de la ciudad, Madrid, con su millón de habitantes, con su gobierno, con sus rascacielos, se vuelve solitario como en un témpano de hielo.
2 de octubre
... Y entonces sus calles quedan vacías, resuenan, sonoros, los pasos de las patrullas, los disparos de fusil y de pistola. Ayer por la noche se me precipitó en la habitación, desencajado, el joven Georges Soria, corresponsal de L'Humanité.No había corrido del todo la cortina para tapar la ventana, la patrulla disparó porque se veía un rayo de luz y la bala pasó a dos centímetros de la cabeza de Georges. A continuación subió en ascensor la patrulla que había disparado y comenzó entre nosotros una larga y viva conversación, salpicada de gruesas palabras, con mutua comprobación de documentos: la patrulla, los nuestros; nosotros, los de la patrulla. No llegamos a ningún acuerdo, pero hicimos las paces y estuvimos largo rato dándonos palmaditas en los hombros.
Durante el bombardeo, lo más cómodo es deslizarse hasta el balcón —después de haber apagado las luces y de haber corrido todas las cortinas– y tumbarse allí, pero sin moverse; de lo contrario, las patrullas te pegarían un tiro, dirían que hacías señales con un espejito o con alguna otra cosa. Hoy, desde el ala derecha del balcón, se veían las explosiones y las llamas por la parte suroeste; allí se encuentran el aeródromo de Getafe y el barrio obrero de Carabanchel.
Debajo de nuestras viviendas, en la planta baja, está el cinematógrafo Capítol, el mayor de Madrid, que pertenece a la Paramount. Su vestíbulo se ha destinado a refugio. Las sillas están tiradas por el suelo; los instrumentos del jazz, dispersos; unas quinientas personas permanecen sentadas o semitumbadas, soñolientas, sombríamente silenciosas. Casi todas son viejos y mujeres con niños medio desnudos a su alrededor. Tienen las caras grises, hinchadas, fatigadas, como los pasajeros que han esperado largo tiempo el tren en un empalme ferroviario.
Poco a poco va apareciendo la luz del día, la alarma se ha terminado. Vamos a Carabanchel —viejo barrio de la gente pobre de Madrid—. Calles estrechas, casas de una planta, míseras tiendecitas. Aquí viven obreros de la construcción: albañiles, hormigoneros, yeseros, pintores de brocha gorda. Son los hombres cuyas manos han edificado los palacios, bancos y hoteles.
Ahora han quedado muy pocos trabajadores adultos —se han ido al frente—. En Carabanchel permanecen las mujeres y los niños. Llevan negros vestidos usados y contemplan un embudo enorme, todavía humeante. En un embudo como éste caben holgadamente tres caballos con sus jinetes. Es el embudo de una bomba de cien kilos. Son bombas de gran potencia. En España, nunca se habían fabricado. Y aún se tardará en fabricarlas. Son bombas de producción alemana, de las fábricas de Rheinmetall y de Krupp. De una sola vez hacen saltar un objetivo y queman lo que han hecho saltar. Sólo que esta pobre bomba no ha tenido suerte. Ha caído en un solar, no ha destruido nada, no ha matado a nadie. Y las madres proletarias exclaman aliviadas: ¡qué suerte!
Las madres se han enterado de que por aquí anda un ruso. En seguida le han rodeado, en seguida han comunicado que Lucía Ortega, viuda, ha recibido víveres de las mujeres soviéticas.
Las amas de casa han encontrado muy justo que haya sido Lucía la primera en recibir las provisiones. En primer lugar, es viuda; en segundo lugar, tiene siete criaturas, muchas para una viuda, y, en tercer lugar, seis de ellas son chicas.
Hemos ido a casa de Lucía y ella misma ha salido a nuestro encuentro. Lucía es una mujer todavía joven, muy animosa. De todos modos, aún no se sabe si es viuda. Su marido, Pedro Ortega, desapareció hace seis semanas en Mérida, sin que de él se hayan tenido noticias.
Lucía me presenta a sus criaturas y se siente muy halagada de que yo anote sus nombres en mi cuaderno. Las niñas se llaman: Clarita, Conchita, Pepita, Encarna, Rosita y Carmencita. El niño se llama Juanito, su nombre entero es Juan Buenaventura Adolfo Ortega García, y, según nosotros, simplemente Vania. Aún es muy pequeño y no sabe qué ha de hacerse con un instrumento tan simple como la nariz. Las seis hermanas mayores le ayudan con los dedos y con los bajos de las falditas.
De un destartalado armario, Lucía saca solemnemente todo un surtido de artículos. Mantequilla envuelta en papel pergamino, una bolsa de azúcar, dos pastillas de chocolate, potes de leche condensada, conservas de carne y pescado, pasta de berenjena, paquetes de galletas «Pushkin». Todo ello está sin tocar y desde hace tres días sirve de exposición para las vecinas. Ahora el ama de la casa abre hospitalariamente la pasta de berenjena de la fábrica Voroshílov y rompe unos trozos de chocolate. La mantequilla no se atreve a tocarla; en España, la mantequilla casi no se come, fuera de turistas extranjeros o de gente muy rica.
—Ya ve —dice Lucía sin deseo alguno de generalizar o de hacer propaganda—, de su país nos mandan chocolate y mantequilla, de Alemania e Italia, bombas.
Pepita y Rosita, siguiendo mis instrucciones, hunden unas galletas en la mantequilla y las lamen haciendo ruido, mientras que Juanita mete la nariz en la pasta de berenjena.
Miguel Martínez habló en las Cortes con Prieto. Después, en El Socialista,órgano de Prieto, ha aparecido una nota en primera página, sin firma, destacada en negritas:
«¡Cinco mil hombres, plenamente decididos a batir al enemigo! ¡Cinco mil! ¿Tiene Madrid estos cinco mil hombres? Todos nuestros lectores obreros exclamarán: ¡naturalmente, sí! Pero, de todos modos, nosotros repetimos: necesitamos cinco mil, claro, mejor si son ocho, pero por lo menos cinco mil valientes. Cinco mil, pero disciplinados y que aguanten hasta el fin. Cinco mil soldados así son, ahora, más importantes que veinticinco mil camaradas desorganizados, aunque sean leales. Esperamos la transformación de los milicianos en auténticos soldados del Ejército Popular. Esto acortará la lucha y nos llevará a una pronta victoria.»
5 de octubre
En la escuadrilla internacional quedan muy pocos aparatos. Con ellos, turnándose, trabajan quince hombres.
Abel Guides es el que más ha de combatir, ya en un aparato de bombardeo ya en un caza. He llegado al aeródromo de Barajas en un momento desagradable. Un aparato de bombardeo acompañado de tres cazas ha salido hace ya dos horas y nadie ha vuelto aún. Por el tiempo transcurrido, los aparatos han debido quedarse sin bencina.
Por fin, el puntito tan esperado. Aumenta, se acerca, se convierte en un pequeño avión. Ya baja rápidamente para aterrizar, ya rueda por la hierba seca, espinosa. Corren hacia él, y el piloto, sin haber parado aún los motores, grita desde su asiento:
—Han cumplido el objetivo, han encontrado la columna de blindados y han arrojado las bombas. Ya estaban de vuelta cuando los ha alcanzado una bandada entera, nueve cazas, que han empezado a picotear. En total, dos cazas han salido ilesos, el aparato de bombardeo parece que está borracho, temo que Gustavo esté herido.
Sobre el tercer caza no le preguntan nada. Mientras el piloto se desabrocha las correas, sus camaradas cuentan los orificios de bala en las alas y en la cola. Son cinco... ¿Quién iba en el caza derribado? Pero no, Guides vive. Desde luego es él quien, con gran maestría, casi a plomo, baja al campo. Su cara de negras cejas expresa emoción y tristeza. Grita que preparen cuanto antes un coche sanitario. No hay coche. Entonces, una camilla. Ya aparece el aparato grande. Oscilando en el aire, inclinándose a un lado, aterriza torpemente, dando saltitos.
Todos corren hacia el avión. Nadie abre desde el interior. El propio jefe del aeródromo abre la portezuela. La cabina está llena de sangre. El piloto, exhausto, está sentado; mejor dicho, cuelga de las correas, inclinado sobre el volante. A su alrededor, en el suelo, un gran charco rojo. El piloto tiene, atravesados por las balas, no sólo los hombros, las piernas y los brazos, sino, además, las manos. El respaldo del sillón está hecho jirones sobre la misma cabeza del piloto. ¡Cuanto dominio de sí mismo y cuánta valentía ha necesitado para escaparse, crucificado por las balas, del cerco de las aves de rapiña, para volar hasta el aeródromo, salvar el avión y a sus camaradas!
El bombardero y el ametrallador también están heridos, pero de menos gravedad que el piloto: los cazas fascistas los han atacado desde abajo y por delante.
El avión está acribillado; los cristales, rotos; los mecanismos, abollados. Un ingeniero español trepa por él, maneja los cables y mueve la cabeza, aprobatorio.
—¿Servirá?
—Servirá.
—¿Cuándo?
—Dentro de media hora. Bastará cargarlo de bencinay limpiar las ametralladoras.
—Por lo menos lave la sangre. ¿Y piloto? ¿Y bombarderos?
Guides explica:
—Gente hay. Éste es el mal, tenemos más tiradores que ametralladoras y más pilotos que aparatos.
Está apenado.
—Hacemos lo que podemos. Francia no nos ha apoyado. Los españoles son unos bravos mozos, pero a su lado tiene que haber aún alguien que los sacuda. En agosto no bombardeaban a menos de tres mil metros, ahora van con nosotros a quinientos. Ayer aún se estrelló uno, murió en el hospital hoy le enterramos.
Nos llaman a la sala de cirugía. Allí se oyen voces y discusiones. Al piloto herido le han extraído unos cascos de metralla y le han taponado los agujeros de las heridas. Pero él exige una comida con todas las de la ley: entremeses, asado y vino. Pone el grito al cielo hasta que Guides le encarga en su presencia sardinas, tomates, un filete y una botella de Valdepeñas. Calmado y cerrados los ojos, de pronto advierte que preparen el filete con mantequilla y no con ese terrible aceite de oliva, de lo contrario, vomitará y tendrá un derrame cerebral —él se conoce—. Guides le reprende:
—¿Cómo no te da vergüenza, camarada? Este país está en guerra, compréndelo, ¡tú eres un camarada!
Pronunciada por Guides, la palabra «camarada» resulta un encomio. Al presentar a sus pilotos o mecánicos, de algunos de ellos dice: «Éste es un camarada», lo que suena como un título. De sí mismo, sin pertenecer al Partido, dice: «Yo soy un camarada», o bien: «A mí, como camarada, no hace falta recordarme esto...»
Vamos a enterrar al aviador español. Ha muerto, a consecuencia de las heridas, en el hospital militar número uno de Carabanchel. Por el portalón del hospital, a menudo salen pequeños cortejos fúnebres. En vez de música, suena el tambor de guerra. Los sencillos ataúdes van cubiertos con banderas republicanas. Tras los ataúdes caminan en silencio personas vestidas de uniforme militar y otras de paisano.
Nuestro cortejo es igual. Somos unos treinta individuos. No hay que ir lejos. Ya se ve la pared del cementerio municipal.
Llevan el ataúd por los caminitos del cementerio. La tumba ya está preparada, es una concavidad estrecha, dura, de hormigón. Nuestras tumbas, en Rusia, son más amplias, más blandas, más frescas. Bajan el ataúd —de la cavidad de hormigón se escapa una seca y asfixiante nube de cal—. Unos minutos de silencio, todos de pie con el puño en alto; es el último saludo, memoria sobre el que ha caído y garantía de la lucha futura.
Los acompañantes se retiran y como despedida estrechan las manos a los parientes. Éstos se han puesto en fila, son unas doce personas, serenas, sin lágrimas en los ojos. Un viejo con severa levita y barba blanca ha levantado la hermosa cabeza, ostensible y orgullosamente. Hoy ha enterrado a su hijo mayor, capitán de las fuerzas aéreas. Pero otros dos hijos con mono azul están de pie a su lado. A la puerta del cementerio, se despiden de su padre. Se los lleva un gran coche que lleva inscrita la palabra «Aviación».
En el aeródromo he obtenido definitivamente lo que he estado gestionando estos días. Pasado mañana podré trasladarme en avión al frente del Norte. En un Douglas llevan allí armas, correo secreto del gobierno y a algunos representantes responsables del gobierno y del Estado Mayor centrales. Con muchas dificultades ha sido posible obtener dos puestos, uno para mí y otro para el operador cinematográfico Karmen. Cuando, desde el aeródromo, di las gracias a Prieto por teléfono, el ministro, fiel a su estilo, respondió: «Me dará las gracias cuando haya aterrizado y eso según sea el lugar donde se haga el aterrizaje.»
7 de octubre
En el aeródromo nos esperaba una sorpresa, no sé si agradable o desagradable, la verdad. Nos presentamos Karmen, yo y su traductora Lina, argentina, a las siete de la mañana, como se nos había indicado. Naturalmente, estuvimos esperando largo rato hasta que vinieron el piloto y el mecánico, españoles. Menos mal que se abrió el bar de la escuadrilla y pudimos tomar café caliente, unos bocadillos y ron, donde los franceses. Luego, a eso de las diez, cuando ya habían sacado del hangar un espléndido y grande aparato, cuando ya habían colocado en él la carga y empezaban a poner en marcha los motores, resultó que de los quince viajeros, estábamos sólo presentes Karmen y yo. El comandante del aeródromo empezó a llamar a los ministerios, buscando a los ilustres delegados —a unos, no los encontró; de otros le dijeron que estaban en camino; los terceros se habían puesto urgentemente enfermos, a los cuartos, nuevos e inaplazables asuntos los obligaban a diferir el vuelo—. Esperamos hasta mediodía —en todo ese tiempo se presentó sólo un marino, destinado a Bilbao—. El comandante estaba tan furioso que sin consultar a nadie nos permitió tomar en el avión a Lina, que nos acompañaba. Se sacaron de la cabina once sillones; en su lugar se cargaron cajas con ametralladoras portátiles y municiones.
Guides, como siempre, estaba atareado por el aeródromo; también fue el último a quien vimos en tierra, con su sonrisa y su casco blanco. El poderoso avión ganó altura rápidamente y desde los tres mil metros se lanzó hacia el norte. Un cuarto de hora más tarde nos encontrábamos ya sobre territorio enemigo. El piloto, un hombre cejinegro de magnífica presencia, con gorra y un uniforme engalonado no menos magnífico, fumaba un enorme cigarro junto al volante. Llevaba el Douglas en zigzag, procurando volar sobre montañas y parajes deshabitados, lejos de los centros de población. Primero fuimos hacia la izquierda, hasta el río Duero; más a la izquierda, quedó la ciudad de Valladolid. Luego, sin acabar de volar hasta Quintana del Puente, viramos en dirección más occidental. Se tardó en todo ello cerca de una hora.