Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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La luz, brillante, alumbra todo el local. Gritos de «¡Viva Rusia!» se mezclan con la majestuosa melodía de la Internacionaly del himno republicano de España.
20 de octubre
La línea del frente, desde un punto de vista formal, pasa a treinta y tres kilómetros de la ciudad. Pero al bajar por la escalera del Ministerio de la Guerra, Miguel oye el presuroso tableteo de las ametralladoras y el sonido especial de los antiaéreos —como si rasgaran, como si desgarraran inmensos trozos de tela—. Los aviones enemigos han madrugado para hacer su visita. Arrojan bombas y octavillas dirigidas a la población:
«¡Madrid está cercado, toda resistencia es inútil, contribuid a que la ciudad se rinda! De otro modo, la aviación nacional os barrerá de la faz de la tierra.»
Miguel lleva en el bolsillo los últimos radios captados al enemigo:
«Salamanca desde León. 19 /X 24 jefe aeródromo al general en jefe de fuerzas del aire. Recibidos... 4, Junkers, 6; w, Fokker, 2, Dragón, 1; Heinkel, 6; también Heinkel, 30. Municiones 16 955, bombas A 379, B 230. De 100 había 15. De 10 con uno, 61; de 10 con cinco, 6; de 5 con cinco, 55. De 4-186. Carburante A 36 939, V 4532 M (300) E (FT 800) G (28317) Y (243) X (1903). Atlántico (115).»
Otro radio interceptado:
«Salamanca desde Sevilla. 19/X18/20 al general en jefe de fuerzas del aire, el jefe de la segunda escuadrilla. Recibidos: Junkers de transporte, 3; Savoya, 2; han volado uno y tres de reconocimiento Heinkel; una avioneta para enlace, una de estafeta.»
He aquí un tercer radio interceptado:
«Recibidos y tenemos 3 de 6. De iluminación, 50. Incendiarias, 295. Explosivas italianas 12 397. De 50 kilos, 34. De... kilos explosivas, 853. De 2 kilos explosivas, 5951. De 20 kilos incendiarias, 302. Alemanas de 10 kilos, 172; de 50 kilos, 107. De 250 kilos, 139. De 500 kilos, 9. Incendiarias, 17.»
Ésta es la «aviación nacional» de Franco... Se le enfrenta un puñado de aviones gubernamentales acribillados, arañados, cuatro veces reparados. Estos aviones vuelan de sector en sector, pero, naturalmente, no pueden acudir a todas partes. Cuando aparece un avión republicano, le rodean al instante cinco, seis, ocho cazas alemanes y le muerden con el fuego de las ametralladoras desde arriba, desde abajo y desde los costados, desde todos los ángulos de ataque.
Miguel va a la carretera de Toledo. Se están terminando varias líneas de zanjas y trincheras. En los valles pacen lentamente rebaños de ovejas.
A veinte kilómetros de la ciudad, espaciados estallidos de las baterías gubernamentales. Disparan contra Illescas, ocupada por los fascistas.
Hoy el fuego es más centrado, pero es escaso, flojo. El enemigo contesta con moderación.
Unos kilómetros más y el panorama cambia, la carretera está batida por la metralla. Ha sido necesario dejar el coche junto a unos arbustos al pie de un talud.
Los combatientes han aprendido ya a atrincherarse poco a poco, se abren pequeños hoyos. En general, el combatiente empieza a ser otro. Ha desaparecido la frivola jactancia y el alarde de las armas. Han dejado de adornar los fusiles con cintitas de seda; en cambio, se ha comenzado a limpiarlos. Los brillantes automóviles rojinegros, después de haberse encontrado bajo los aviones, han sido humildemente repintados de color caqui. A medida que la lucha se agudiza, se van viendo menos los chillones adornos superfluos susceptibles de enternecer a los escritorzuelos poco exigentes que convierten la guerra en un espectáculo dramático. Que pase un poco más de tiempo y en los campos de batalla surgirá otra fuerza armada, de nueva calidad, reeducada, plena de valentía.
Por ahora los soldados siguen aún colocándose demasiado juntos. Desean mantenerse cerca unos de otros. No existe aún la independencia, la seguridad en sí mismo del combatiente solo, a treinta o cuarenta metros de su camarada. El estar tan juntos eleva en alto grado las pérdidas ocasionadas por las armas de fuego.
¡Fuego! Palabra sencilla, antiquísima. En tiempos de paz, habla de la estancia tibia, de la comida caliente, del calzado que el viandante ha puesto a secar. Casi desde los primeros tiempos de la existencia del hombre, el fuego le ha servido para defenderse del frío, de la humedad, para sentirse alegre, para conservar y aumentar sus fuerzas vitales. No en vano los hombres adoraban el fuego. De todas las formas de paganismo, la adoración del fuego ha constituido la más alta expresión de los instintos orgánicos del ser humano.
En la guerra, para conservar las formas, se llama fuego a la muerte. Tres Estados fascistas, valiéndose de un ejército profesional, vierten con fuego de combate, decenas de millones de unidades mortales sobre los jóvenes regimientos de la milicia popular, surgidos ayer. Los combatientes están echados en hoyos ante Illescas; ahí están sin moverse desde hace dos días, bajo el fuego del enemigo, bajo un fuego que esa veces de mediana intensidad, a veces, fuerte, a veces huracanado o moderado, como hoy. Ya han salido del cascarón, se acostumbran al fuego.
¡Fuego! Un oficial de carrera del ejército alemán, alto, enjuto, anguloso, con gafas, está sentado sobre la hierba al lado de Miguel, anota en un cuadernito las explosiones de las granadas, calcula la posible potencia del fuego. Algunos shrapnels silban muy bajo, encima de la cabeza; los combatientes, sin querer, se encogen de hombros. El oficial se ríe, para infundir ánimos:
—¡En la guerra mundial era más duro!
Este oficial no figura ahora en las listas de la Reichswehr, figura en otras listas. Por sus méritos de guerra ante la patria, el imperio alemán le concedió como premio tres años de sufrimientos y torturas en un campo de concentración.
Apenas rehecho de los tres años de cautiverio fascista, el antifascista alemán se ha apresurado a acudir a los campos de Castilla, surcados por los obuses, bajo el fuego de los aparatos de bombardeo y de caza alemanes. Además escribe, aquí, un manual para los soldados, el abecé de la táctica militar.
¡Fuego! ¡Fuego! Los asesinos fascistas de tres países vierten un abrasador aguacero de muerte sobre la pacífica tierra española. Arden en deseos de penetrar en la capital. El pueblo aprieta en sus manos cada vez con más fuerza sus pobres armas, cada vez se lanza con más audacia a la lucha. Pero el círculo de fuego se va estrechando más y más. ¿Qué será de Madrid? ¿El Verdún español? ¿O compartirá la suerte gloriosa y trágica de la Comuna de París?
21 de octubre
A primera hora de la mañana, frente al gran edificio del Ministerio de Agricultura, se forma una cola. La cola sale de una puerta enorme, se extiende por la acera, tuerce por una esquina y allí termina casi como en forma de campamento. En la cola se lían pitillos, se come un bocado, se acuna a los pequeñuelos, se leen periódicos, se remienda la ropa y, simplemente, se duerme en la acera, contra la pared. Aquí, hasta han intentado encender hogueras sobre el asfalto.
En esta cola es posible estudiar la etnografía de España. Los duros rasgos de castellanos y aragoneses alternan con la femenina redondez morena de los andaluces. Los fuertes y rechonchos vascos suceden a los huesudos, esbeltos y rubios gallegos. La Extremadura delgada, triste y pobre es la que predomina en esta fila campesina, larga y abigarrada, insólita e inquieta en la avenida de la capital.
En el interior del ministerio, la cola corre por el patio, luego por la escalera y desemboca en una sala de conferencias abarrotada de gente. Ahí los campesinos llenan toda la platea, y los funcionarios del ministerio constituyen algo así como una presidencia o tribunal de exámenes.
A cada uno de los que pasan, lo anotan en un registro y le preguntan de dónde ha venido, qué tenía, cuál es su familia, qué rama de la agricultura conoce bien, qué oficio domina.
Los funcionarios tienen prisa. Interrumpen los locuaces relatos de los refugiados sin mirarles los ojos, abiertos como ruedas de molino, sin escuchar la cantinela de los amargos calvarios de los campesinos. El torrente de infortunios humanos los desconcierta. Han de atender a toda la cola, pero la cola no se acaba, crece cada vez más, no se le ve el fin. Todo un pueblo campesino ha sido arrancado de sus lares, ha sido arrancado con obuses de artillería, con bombas de aviación, con huracanado fuego de ametralladora. Los campesinos descolgaron sus viejas escopetas de dos cañones. Apuntaron cuidadosamente contra los rapaces trimotores que llevaban una cruz negra en la cola. Pero los perdigones de caza nada pueden contra los aparatos de bombardeo del tipo Junker.
Acuden a Madrid a salvarse y a quejarse. Destacamentos de castigo de los terratenientes españoles, fusilamientos en masa, confiscación completa y sin indemnización de toda la cosecha de los campesinos; así se llama ahora el «problema agrario».
En el extranjero escriben, refiriéndose a España, que aquí se ha producido un motín espontáneo de campesinos y braceros dirigido contra todos y contra todo en el mundo. En realidad, se ha producido un motín de terratenientes contra la moderada reforma agraria de la República...
El Ministerio divide en grupos a todos los campesinos evacuados que se registran. A los más conscientes en el aspecto político y con mayor capacidad combativa, se les concede el derecho de ingresar en la milicia popular. El gobierno se encarga de la manutención y cuidado de sus familias. Con otros forman convoyes y los mandan a las provincias de la retaguardia. Ahí ayudan a los campesinos de la localidad en las faenas del campo. A un tercer grupo los destinan como obreros a las fábricas de guerra que se amplían. El cuarto grupo está constituido por los que quedan en la capital para las obras de fortificación. Estos son pocos; en Madrid bastan los propios obreros de la construcción, y los víveres escasean mucho.
La gente de la cola va pasando por delante de la comisión, reciben en seguida hojas de ruta y vales de comida, para sí y para sus familias. Muchos, en realidad, no estarían en contra de discutir acerca de los destinos que se les asignan. Pero ahí mismo, al lado de la comisión, se encuentra toda la platea, llena de personas que esperan. Al que comienza a discutir le gritan: «¡Todos esperamos, no hay tiempo de discutir!» Él, confuso, menea la cabeza, confirmando que no hay tiempo para discutir. Pero, apartándose a un lado, encuentra de todos modos a alguno de los funcionarios, en el pasillo, y procura convencerle en voz baja de que sería posible que le mandaran más cerca de su localidad. Sería muy útil en el frente, sobre todo para ir de descubierta, y, lo más importante, sería el primero en entrar en su pueblo... No sabe que de su pueblo no quedan más que tizones e informes montones de piedras.
Mando con más frecuencia telegramas a Moscú, los envío varias veces en el transcurso del día y de la noche —la situación ha comenzado a exigirlo así—. Transmitir por cable a través de Marsella o de Londres se ha hecho difícil y premioso. Trabaja mucho mejor el telégrafo por radio, sobre todo la Transradio Española,que enlaza directamente con Moscú.
Sin embargo, ha habido un caso desagradable que he decidido no dejar sin consecuencias. Un telegrama urgente, importante, ha sido retenido seis horas y ha llegado tarde al periódico. Al tener noticia de ello, exigí explicaciones y no satisfecho con las que me daban mandé el siguiente telegrama a Pravda:.«Mi número doscientos quince ha llegado tarde a consecuencia de un sabotaje en Transradio.» Adjunté, como siempre, la traducción española. La censura dejó pasar el telegrama, pero el jefe, a quien le llevaron una copia desde la sala de aparatos, se puso hecho un basilisco y se quejó al ministro de Comunicaciones. El ministro prohibió la transmisión de este nuevo telegrama, pero ya era tarde, el telegrama ya había llegado a Moscú. Se celebró una reunión de los empleados de Transradio. Examinaron lo ocurrido con mi primer telegrama y comprobaron que el retraso había sido inmotivado, premeditado. Se decidió expulsar del trabajo a dos individuos, culpables de lo ocurrido.
El presidente del comité obrero se ha entrevistado conmigo y en nombre de todos los empleados me ha prometido su concurso total y su ayuda para poder informar a los lectores soviéticos acerca de la lucha del pueblo español.
Hace tiempo que se está preparando el enlace radiotelefónico entre Madrid y Moscú, pero no se sabe cuándo comenzará a trabajar.
He visitado el palacio del duque de Alba en compañía de Andrée Viollis. Cuando se hizo la distribución de los edificios, éste tocó al Partido Comunista. El Comité Central renunció a utilizarlo como oficinas, creó un destacamento de milicianos voluntarios para la guarda de la casa y de sus riquezas artísticas. En el palacio hay valiosísimas telas de Velázquez, Goya, Tiziano y Murillo. Asombra la biblioteca, con antiguos manuscritos, con incunables. Los duques de Alba, vieja dinastía española de conquistadores medievales, de bandidos coloniales, de ladrones titulados, siempre había rivalizado con la familia real; ahí, en esas salas, se fue sedimentando el botín obtenido a lo largo de seculares expoliaciones coloniales —oro, piedras preciosas, maderas exóticas, mosaicos, porcelana china, marfil...—. Gobelinos enormes alcanzan decenas de metros. Se han conservado las andas de los viejos Alba, sus carrozas, sus armas y sillas de montar... Luego llega la decadencia, la degeneración; los bravos corsarios se convierten en propietarios gotosos de caballos de carreras y cuentas corrientes bancarias. Los «primeros Grandes de España» se enlazaron hace cuarenta años con la familia de los lores de Berwick, ingleses, y desde entonces los escudos de los Berwick y de los Alba se entretejen. Siguen las estancias destinadas a vivienda de la última generación —canapés, pequeños pufs, fotografías con marco, doguillos de porcelana, gramófonos, novelitas de bulevar—. Un cuarto de baño vulgarísimo, con aspecto de templo, de mármol negro y dorado. La guardarropía del duque: botitas para montar a caballo, botitas para baile, botitas para ir a la iglesia, botas altas para ir de caza, botitas suaves para la biblioteca, reservas de pasta para los dientes, de polvos, de talco, de betún para los zapatos. El duque vivió aquí hasta el mismo día de la sublevación; ahora está en Londres, ostenta la representación del general Franco, se lamenta de que su palacio ha sido saqueado. Pero el palacio sigue enterito, los obreros lo han conservado todo, hasta el último hurgón, hasta el más pequeño trozo de jabón en el cuarto de baño. Dicen: «Esto es un museo de la historia del capitalismo.» En efecto, aquí se organizan, ahora, visitas —iqué puede ser más aleccionador para el pueblo español!—. Sólo en las cavas, también intactas, el comité obrero ha tomado la resolución de ofrecer a la noble representante del pueblo francés y al noble representante de nuestro amigo, el pueblo ruso, una botella a cada uno de borgoña del año 1821. Por más que hemos renunciado a tomarla, insistieron en su acuerdo. He cogido esta valiosísima botella y he prometido destaparla a la salud de los obreros españoles con motivo de la primera victoria.
23 de octubre
El contraataque de los republicanos sobre Illescas no ha tenido éxito. Ha sido concebido e iniciado con bastante corrección, mediante tres columnas —de frente y desde los flancos—. Las columnas estaban dirigidas por buenos comandantes. Los combatientes han luchado con arrojo, han llegado al cuerpo a cuerpo incluso con los moros y han matado a no pocos de ellos. Illescas se encontraba casi en manos de las unidades que mandaba el mayor Rojo. Pero a combatientes y comandantes les ha faltado dominio de sí mismos. Por otra parte, el fuego del enemigo, de artillería, de ametralladora y de aviación, ha sido arrollador... De todos modos esta operación es consoladora, ofrece síntomas de que se ha producido cierto cambio radical en las tropas.
Pero ayer, avanzando por la carretera de Extremadura, los facciosos tomaron Navalcarnero, importante nudo de comunicaciones, Quijorna y Brúñete. Tienen prisa. ¡Si ese cambio se hubiera producido un mes antes! Con unidades como las que se han batido junto a Illescas, bien que mal se habría podido contener al enemigo ante Toledo.
Miguel recorre los sectores de lucha, traba conocimiento con los comisarios, con los delegados políticos, conversa con los combatientes. Por la noche escribe folletos.de divulgación acerca del trabajo político, sobre táctica, sobre defensa antiaérea.
Todos los días a dieciocho horas, en torno a una mesa redonda de mármol, se reúnen Del Vayo, sus cinco vicecomisarios, Miguel y otros dos comisarios. Se informa y se dan a conocer los episodios del día transcurrido, se toman resoluciones acerca del día siguiente. Al otro lado del rellano está la residencia de Caballero. Allí acude Del Vayo para ponerse de acuerdo con el presidente del consejo y ministro de la Guerra.
Este sistema es poco apropiado; las secciones dirigidas por los vicecomisarios trabajan casi todo el día en el vacío; las directrices dadas el día anterior por la tarde envejecen a pasos de gigante debido al cambio rapidísimo y catastrófico de la situación, y sólo a las dieciocho horas pueden recibirse nuevas directrices. El propio Del Vayo está ocupado de día en su Ministerio de Relaciones Exteriores y en los despachos de quienes le sustituyen para cumplir toda clase de encargos de partido.
Los organismos del comisariado aún trabajan a tientas, sin experiencia; por de pronto toman en consideración todas las ideas, proposiciones y proyectos que les sugieren, pero no están en condiciones de digerirlos.
Los propios comisarios no saben todavía de qué ocuparse primero. Unos sólo controlan al jefe militar, sin interesarse por la unidad; otros, al contrario, se pasan todo el tiempo entre los combatientes, pero casi desconocen a su jefe, y ambos evitan encontrarse. Unos se consagran a la labor de instrucción, a los periódicos, octavillas y libros, sin ocuparse de la vida militar de la unidad; otros se han concentrado en el avituallamiento, en las preocupaciones de la intendencia; los hay también que empuñan el fusil como los demás combatientes, considerando que su ejemplo personal como soldados es por completo suficiente para cumplir sus obligaciones como comisarios. Todo esto de por sí no está mal, pero por ahora son muy pocos los que logran combinar en su labor todas las funciones del comisario.
Los comisarios de las unidades del frente central tienen una mala costumbre: acudir todos los días a la ciudad para informar al comisariado; aquí se pasan dos o tres horas. Hoy se les ha prohibido hacerlo; la recogida de los informes, personales y escritos, corre a cargo de los inspectores, que visitan el frente: los comisarios no tienen derecho a ausentarse de sus unidades sin que se les llame.
Después de larga resistencia, de dilaciones burocráticas y vacilaciones, el Ministerio de la Guerra ha aceptado las bases de organización de tropas regulares tal como ha propuesto el Quinto Regimiento. Se ha establecido como unidad militar la brigada mixta compuesta de tres o cuatro batallones, con un destacamento de descubierta, una compañía de zapadores, una sección de comunicaciones, un destacamento de transporte y tres baterías de artillería. El batallón consta de una compañía de ametralladoras y tres de tiradores. Los efectivos de la brigada han de ser 3 000 hombres, 12 cañones, 2 500 fusiles y 60 ametralladoras.
Desde luego, esta composición de la brigada sólo existe por de pronto en el papel. Pero su formación ha comenzado; las heterogéneas columnas, compuestas de retazos, se van transformando en brigadas. Quien efectúa este cambio con más éxito es Líster; su brigada pronto será una realidad. De momento, al frente se mandarán en total seis brigadas. Pero carecen aún de cañones y de transporte. Largo Caballero y quienes le rodean actúan con una monstruosa e incomprensible lentitud en la creación de reservas.
Se habla muy mal del general Asensio, comandante en jefe del frente central. Todo cuanto este hombre toca se desploma, se hunde, se deshace. Han empezado a llamarle en voz baja «el organizador de las derrotas». ¿Se trata, simplemente, del destino de un hombre convertido en cabeza de turco por los reveses generales? ¿Se trata, quizá, de incapacidad inofensiva? No, Asensio es un hombre muy inteligente, de lúcido juicio, culto. Por sus conocimientos, por el don de hacerse cargo rápidamente de una situación dada y comprenderla, Asensio es, en verdad, una estrella de primera magnitud entre los militares españoles. Largo Caballero está loco por él, defiende a rajatabla, frente a todos los ataques y críticas, a ese hombre tan dudoso.
24 de octubre
El día ha sido relativamente tranquilo. El contraataque en Illescas, de todos modos, ha contenido a los facciosos. ¡Si se les pudiera contener de este modo aunque fuera unas dos semanas, mientras se forma el ejército y llegan las reservas! ¡Si se pudiera! Porque en Albacete algo se está formando; allí se reúnen, de momento por docenas, voluntarios internacionales; serán unidades de choque, con experiencia de la guerra mundial; con ellas se podría iniciar un buen contraataque y alejar de Madrid a la horda fascista. Además, habrá tanques y aviones —a pesar de todo, el gobierno ha logrado comprar unos pocos en el extranjero, ya se están montando, ya se instruye a su personal de combate y técnico—. ¡Estas dos semanitas!
De la ciudad desaparece todo aquel que puede hacerlo. Pero son pocos los que lo logran. Se van de Madrid, valiéndose de todos los medios, buenos y malos, las personas de buena posición, los altos funcionarios. La gente pobre no tiene adonde ir ni en qué ir. Y el caso es que si algo ocurre, es precisamente la cabeza de la gente pobre la que va a saltar.
Los burgueses extranjeros o se han marchado o han pasado de los hoteles a las residencias anejas a las embajadas. No han quedado más que cuatro o cinco corresponsales de prensa.
Cuando llega la noche, la oscuridad de las calles es total; en todas partes piden la documentación; ir en coche sin armas resulta peligroso.
De pronto llega Aragón de París. Ha abandonado todas las ocupaciones, se ha zarandeado por toda España, junto con Gustav Regler y Elsa Triolet, en un autobús para agitación y propaganda que la Asociación Internacional de Escritores ha comprado e instalado para la Alianza española. Hemos cenado en el último restaurante vasco que queda; luego hemos conversado largo rato en mi estancia. Aragón está furioso por la posición que ha adoptado el gobierno de Francia, por la traición de hombres que se denominan demócratas, patriotas, enemigos del fascismo. Ahora, cuando Madrid se halla en peligro, declaran que en efecto, antes habría hecho falta ayudar a los españoles, pero que ahora ya es tarde, ahora de todos modos la partida se ha perdido.
25 de octubre
Los fascistas han agrupado sus fuerzas y hoy se han lanzado de nuevo a una ofensiva decidida por todo el frente en torno a Madrid. Los milicianos se defienden no sin tenacidad, pero el enemigo golpea con el fuego concentrado de la artillería y con tanques.
Al principio, los tanques provocaban un miedo cerval. Ahora los milicianos han empezado a acercárseles, arrastrándose, y a arrojarles granadas de mano. En este sentido ha desempeñado un gran papel la película Los marinos de Kronstadt; después de ver este film, los jóvenes comunistas españoles sueñan con repetir la hazaña de los soldados rojos ante Petrogrado e intentan repetirla.
Los comunistas y parte de los socialistas exigen la destitución de Asensio en su calidad de comandante jefe del frente central. A él se atribuye la teoría que en estos últimos días ha comenzado a circular en el Ministerio de la Guerra y en el Estado Mayor: estratégicamente no tiene ningún sentido defender Madrid, aquí puede quedar atascado todo el ejército; es preferible abandonar la capital, retirar los ejércitos al este y allí reagruparlos; completarlos, organizarse y después cercar Madrid y aplastar a Franco.
Se examina en secreto el problema de la evacuación del gobierno y de las instituciones gubernamentales más importantes. Los partidarios de la evacuación sostienen que es preferible llevarla a cabo ahora, con tiempo, que en el último instante, como si fuera una huida. El ministro del Interior, Galarza, sin consultar con nadie, ha publicado en los periódicos una declaración suya afirmando que, pese a los malos rumores, el gobierno no tiene la intención de irse de Madrid y establecerse en otra localidad.
Cada vez son mayores las dificultades con los víveres. Se ha interrumpido la distribución de los productos mandados por la Unión Soviética. Se han retenido como reserva intangible para el caso de que el abastecimiento de la ciudad sufra alguna interrupción.
Es muy peligrosa la situación en lo tocante al abastecimiento del agua. Los depósitos de agua de Madrid se hallan emplazados lejos, en la montaña, en la zona de Lozoya-Buitrago. Si los fascistas logran abrir brecha o pueden disparar con su artillería sobre Lozoya, dejan sin agua a la capital.
Por la noche he ido a despedir a un grupo.
En la densa oscuridad de la noche madrileña, junto al frente, me ha sido muy difícil encontrar la casa que buscaba, con un autobús vacío ante la puerta. Llamo; ojos atentos miran a la luz de un farol, a través de una ventanita de la puerta. Tranquilo jardín de un hotelito aristocrático; en el interior, tras las puertas cerradas, tras cortinas que no dejan escapar ni una rendija de luz, clara iluminación y alborozo, el movimiento que precede a un inmediato viaje.
Cuarenta personas parten de Madrid a altas horas de la noche. No van al frente. No van a Valencia. No van a Barcelona.
Es la delegación que se dirige a Moscú, a las fiestas del 7 de noviembre.
En los años anteriores, las delegaciones del pueblo español también asistían a los festejos de octubre. Lograban partir a costa de largas gestiones y visitas por las oficinas de la policía o a costa de un gran riesgo, pasando ilegalmente la frontera, con pasaporte a otro nombre, con un cambio conspirativo de ruta. Ahora el gobierno de la República ha concedido pasaportes diplomáticos a los obreros y campesinos que van a la Unión Soviética. ¡Se trata de embajadores auténticamente plenipotenciarios! El pueblo los ha elegido en los puestos de trabajo, en el combate, en los talleres y en las trincheras.
Antonio Hierro Muriel, de la provincia de Salamanca, combatiente de la columna de Francisco Galán, del Quinto Regimiento. Herido, ha sido elegido por los heridos del hospital para formar parte de la delegación. Y ésta le ha elegido como su presidente.
Pablo Fernández Amigo, obrero, fundidor de una fábrica de guerra de Madrid, no está en peores condiciones que Hierro Muriel para consolidar la amistad entre los dos pueblos. En su infancia, los chiquillos se burlaban de él preguntándole: «Dinos, ¿de quién eres amigo?» Pablo se desconcertaba al responder y se enojaba. Pero ya a los quince años comenzó a responder firmemente: «Soy amigo de la Unión Soviética. Por ahora nuestro pueblo no tiene otros amigos.»
Tres campesinos españoles —un republicano, un socialista y un comunista– harán una carrera diplomática no menos brillante en la Unión Soviética. Los han elegido en las aldeas inmediatas al frente, a cuatro o cinco kilómetros de la línea de fuego. La elección ha sido premiosa, acompañada de largas discusiones, con un riguroso examen hasta elegir a los mejores. Con uno de ellos, con Alfredo López Sánchez, de la provincia de Toledo, en Rusia habrá que andarse con cuidado. Si se descuidan y le dejan unos momentos en una aldea soviética, luego no habrá manera de encontrarle, de distinguirle: hasta tal punto se parece a un koljosiano ruso —blanquito de piel, pelirrojito, chatito, con gorra...—. Tiene cuarenta y cinco años y lleva una bandera de la aldea de Mazarambroz para el mejor de los koljoses que tenga ocasión de visitar. A menudo llama todavía a la gente «señor», pero rectifica con «camarada».
Desde luego, quienes mayores éxitos van a cosechar van a ser las mujeres.
A Encarnación Sierra la verán como obrera de la fábrica de tabacos, como madre de cinco niños españoles, como combatiente de la columna Burillo y como comisario de la misma.
María Mínguez Pérez hace su viaje a Moscú aprovechando unos días de permiso. ¡Es su primer permiso! Desde el primer día de la guerra civil, María Mínguez se encuentra en las primeras líneas de fuego. En el sector de Buitrago, todas las candidaturas presentadas para el viaje a Moscú quedaron desechadas ante la suya. Los combatientes tributaron una calurosa despedida a María Mínguez. Lo mismo que a la joven comunista Carmen Salvaro, elegida en la columna Victoria.
Amalia Prejara Galbariata no tiene grados, títulos ni profesiones distinguidas. Su único título es el de ser madre de dos españoles que combaten en el frente contra el fascismo. Es más que suficiente...
Ha llegado la hora de la partida. Toman sus maletitas; en ellas, modestos y enternecedores regalos para Moscú.
Sin encender los faros, se suben al autobús. Les dan indicaciones en cuanto al camino a seguir —ahora esto es indispensable—. Hay ya quien se acerca a la carretera de Alicante! Si llega y da con el autobús, esos pasaportes diplomáticos no van a provocar, por decirlo suavemente, la impresión esperada.
¿Protección? Protestan.
—¡Nos protegeremos nosotros mismos no peor que otros!
Últimas palabras de despedida, exclamaciones contenidas, y el autobús desaparece en seguida, se pierde en la oscuridad junto con las personas.
Transcurrirán unos cuantos días, pocos, y estas personas saldrán a la luz, ante enormes muchedumbres alborozadas, entre banderas y luces de fiesta. Verán grandiosas columnas de un pueblo libre y poderoso, su ejército invencible. Verán a Voroshílov correr a caballo ante las divisiones rojas.
Yo estaré lejos. Pero desde lejos, esta vez con ojos españoles, tendré la mirada fija en el gran país del socialismo, en la fiesta de sus victorias, en los huéspedes obreros de todo el mundo, huéspedes de la democracia soviética, y en los cuarenta embajadores del heroico y ensangrentado pueblo español que se encontrarán en la plaza Roja de Moscú.