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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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Los tanques también siguen yendo y viniendo en torno a la ciudad. Ayer, después de haber perdido el enlace con el mando, decidieron hacer vida independiente. Su jefe, por iniciativa propia o por ruego de las unidades que se mantienen, emprende breves contraataques en la Casa de Campo y junto al parque del Oeste. Por la noche, cuando lo que corresponde a los tanques es descansar, hicieron de potente artillería, es decir, a ruegos de los milicianos, sencillamente, dispararon al azar, en plena oscuridad, en dirección a los fascistas. El capitán de los tanquistas se presentó en el Ministerio de la Guerra hacia las tres de la madrugada sucio, pálido, fatigado a no poder más.

—Protección del trabajo, ¿dónde estás? Según creo es así como se habla en Moscú, ¿no? Las esforzadas unidades republicanas en las últimas horas del día 6 de noviembre, han irrumpido en el Madrid patrio...

Con bromas sombrías procuraba vencer su fatiga:

—En tales casos, Clausewitz y Alejandro Magno recomendaban coñac.

En el ministerio había coñac. En el cuarto de baño de las habitaciones abandonadas por Asensio había dos botellas sobre el antepecho de la ventana. A todos les hizo gracia mi propuesta de que las botellas no se destaparan hasta las seis de la mañana teniendo en cuenta la indicación del sobre. Bebimos a la salud del buen Asensio que ha asegurado la defensa de Madrid con coñac. Era mucha la amargura del alma.

Miguel Martínez fue al Comité Central.

Desde el exterior, la casa parecía abandonada y muerta; en el interior, tras cortinas cuidadosamente bajadas, se trabajaba febrilmente. Checa daba órdenes a más y mejor. Junto con los secretarios de los comités de radio, organizaba la movilización general de toda la población antifascista en condiciones de luchar y de trabajar. Los militantes del Partido, conjuntamente con otros elementos de confianza, recorren las casas, piso por piso, hacen listas de voluntarios, crean comités de guerra en los edificios, con la misión de defenderlos hasta el fin, entregándolos sólo en ruinas. Parte de los trabajadores se destinan a la lucha directa; otra parte, a las obras de fortificación; los demás, al abastecimiento y a la producción de guerra.

Aparte de los comités de distrito, se han creado cinco comités militares de Partido, de sector. Sus funciones son de carácter puramente militar y político para la defensa de cuatro sectores de la capital. Los comités normales de distrito cuidan del trabajo de defensa de la población civil. Todos los viejos que no estén en condiciones de trabajar y las madres de familia con niños, han de ser evacuados inmediatamente de la ciudad.

Miguel preguntó qué había de la evacuación de los fascistas detenidos. Respondió Checa que no se había hecho nada y que ya era tarde. Para ocho mil personas hace falta muchísimo transporte, escolta, una verdadera organización; ¿dónde hacerse con todo ello en un momento semejante?

No hay por qué evacuar a todos los ocho mil, entre los que hay mucha gente inofensiva, morralla. Es necesario elegir a los elementos más peligrosos y mandarlos a la retaguardia a pie, en grupos pequeños, de doscientos hombres.

—Se escaparán.

—No se escaparán. Que se encargue de la escolta a los campesinos; serán, sin duda alguna, mucho más seguros que la guardia de la cárcel, tan sobornable. Y si una parte se escapa, al diablo con ella, luego se les puede echar el guante otra vez. Lo importante es no hacer entrega de estos cuadros a Franco. Por pocos que se logre mandar —dos mil, mil, quinientos—, ya será algo. Que se lleven por etapas hasta Valencia.

Checa reflexionó, meneó afirmativamente la cabeza. Destacó para ese trabajo a tres camaradas. Fueron a dos grandes cárceles.

Los encarcelados estaban jubilosos. Decían, riendo, a la administración: «Ésta es la última noche que pasamos aquí. Mañana tendrán ustedes otros clientes.» No amenazaban a los carceleros. En España, el personal de las cárceles permanece en sus puestos cualquiera que sea el régimen político, en calidad de especialistas insustituibles. Lo único que cambia son los detenidos.

Hicieron salir al patio a los fascistas, los iban llamando por lista. Esto los desconcertó y los aterrorizó. Creyeron que iban a fusilarlos. Los llevaron en dirección a Arganda; hacia allí fue, con el primer grupo, un inspector a organizar un punto de etapas provisional.

A las seis de la mañana nos acercamos a los puentes. El tiroteo era más débil. La gente dormitaba. Todo estaba agarrotado, en una espera sombría, desesperada. ¿En espera de qué? Salvar Madrid es imposible, pero también es imposible entregarlo. Y el caso es que se ha hecho precisamente todo lo que se podía hacer para entregar Madrid y nada para salvarlo. La historia condenará a quienes han dado lugar a esta desgracia. ¡Pobre historia, cuántas obligaciones descargamos sobre ella!

No es posible entregar Madrid. Es necesario pelear hasta la furiosa exaltación, hasta el último cartucho; luego, hasta la última pizca de dinamita; después, a la bayoneta; después, con los adoquines de las calles; luego, a puñetazos, y luego, cuando ya le echen a uno la mano, con los dientes. Que sepa el enemigo lo que significa tomar una ciudad como ésta. En Carabanchel han entrado demasiado aprisa; pero ahora, que vayan a paso de tortuga —cada calle será para ellos una carnicería—. De este modo es posible seguir combatiendo quince días, un mes, antes de que lleguen a conquistar toda la ciudad.

A lo largo de una callejuela, hay una cola; está formada sólo por mujeres y niñas. Aún no es de día y ya forman cola. Es una cola para tortas. Avanza muy despacio porque hay que freirías. Las fríe en una sartén una vieja vendedora; toma un puñadito de pasta hecha con harina de maíz que tiene en un recipiente de arcilla y la extiende sobre la palma de la mano; después, de una botella de cerveza, echa aceite en la sartén y en ella fríe la torta. En la sartén caben tres tortas anchas y una estrechita. La vieja imprime un brusco movimiento a la sartén, las tortas dan la vuelta y siguen friéndose. Pone en un plato de estaño la torta pequeña y vende las otras tres. Tiene papel de periódico cortado en cuadrados. Coge la torta con una hojita y la entrega por la ventana. La torta cuesta un real, es muy barata. No podrá decirse que la vieja sea una especuladora. Las compradoras se van de tres en tres. Llevan las tortas a sus casas. Las comerán con el café. La vieja vende sólo una torta por persona. Mi chófer y yo también nos ponemos en la cola, somos, allí, los dos únicos hombres. Tengo muchas ganas de comer tortas, y el chófer lleva veinticuatro horas sin probar bocado.

Mas, para luchar, para luchar hasta un exaltado frenesí, es necesario que la gente crea en algo, que sienta que luchar tiene un sentido. Que es posible mantener Madrid. Quizá, en efecto, sea posible mantenerlo... Si se resiste, por ejemplo, hasta que lleguen reservas. El diablo sabe, a lo mejor, de pronto, llegan... Hablando en términos generales, ya están llegando nada menos que seis brigadas enteras. Se hallan en alguna parte alrededor de la capital. Al parecer, una brigada ya está en Vallecas. Cubre la retirada por la carretera de Valencia. ¿Para qué cubrir la retirada? ¡Que se cubran a sí mismos quienes se retiran! Reunir seis brigadas, si no es posible reunir más, atacar al enemigo por la retaguardia, cercarlo, empujarlo hacia Madrid, meterlo en una ratonera, aplastarlo... Hubo el «milagro del Marne». ¿Qué hace falta para que haya el milagro del Manzanares? ¡Si se produjera! Es necesario que se produzca...

Ya es completamente de día, comienza la animación por las calles, crece y he aquí que una enorme oleada de personas, de carruajes, de objetos y animales, en creciente excitación, aumentando amenazadora, se pone en movimiento desde la parte sur y suroeste de la capital.

Sólo ahora, por la mañana, la capital ha sabido que el gobierno se ha marchado, que no existe una verdadera defensa de la capital, que el enemigo está en las puertas de la ciudad, que ha rebasado sus umbrales.

En el transcurso de dos horas, se embotellan rápidamente las calles principales, luego las laterales, después las callejuelas. Una compacta y fluyente masa humana se agita, bulle, se fatiga profiriendo gritos y lamentos. De la muchedumbre sobresalen automóviles atascados, camiones, vagones de tranvía sin gente, carros llenos de trastos. Un auto blindado lleva encima, desvergonzadamente atados con cuerdas, colchones, almohadas, baldes, líos de ropa. Hay un coche fúnebre, con un muerto, al que todos han abandonado, incluso el cochero.

Ahora el pánico se produce espontáneamente. La gente se desespera y llora, habla con los desconocidos, como durante un terremoto, las madres llaman a sus hijos. Un comerciante, llevado de su codicia, ha cargado su mercancía en un carro —telas chillonas—; una pieza de seda se ha desenrollado, ha quedado prendida en alguna parte, su dueño grita, y alguien, con la mayor indiferencia, arranca un trozo de la tela brillante, reluciente, como si se tratara de una tira de serpentina.

Esto es el diluvio, el fin del mundo, la destrucción de Pompeya, una locura de pánico colectivo. De todos modos, también la demencia posee su regularidad.

La infinita masa de gente, aunque ha obstruido todas las calles, se mueve, pese a todo y aunque sea con lentitud, en dirección este.

He dejado el coche y al chófer después de indicar a éste que, cuando el flujo ceda, vaya al Ministerio de la Guerra. Por mi parte, poniendo en acción los codos, he comenzado a abrirme paso hacia el Palace. Quería visitar a Simón.

Más de una hora he tardado en llegar a la Plaza de las Cortes. Junto a la puerta había numerosas ambulancias con heridos, a los que nadie descargaba. ¿Era necesario descargarlos? A quienes primero se ha de evacuar es a los heridos.

Me he precipitado a la sala donde está Simón. La gente de la calle se agrupaba entre las camas, hablaba con los heridos, reflexionaba acerca de lo que debían hacer. Algunos habían acudido con camillas de propia fabricación y recogían a sus parientes heridos, madrileños, y se los llevaban a sus casas para esconderlos de los fascistas.

Simón ya no estaba. Los de las camas contiguas me dijeron que había muerto hacía una hora y que en seguida le habían llevado al depósito de cadáveres.

Se entra en el depósito de cadáveres por una callejuela —aquello había sido un garaje para turistas ricos—. Había muchos cadáveres, ya habían comenzado a colocarlos en dos pisos. Simón estaba arrimado a la pared; sobre él colgaba un gran neumático de automóvil. Se le veía el rostro tranquilo.

Tocaron las sirenas. Aparecieron unos Junkers. Se oyó una explosión, a lo lejos.

Pero luego, el público, interesado y gozoso, en vez de dispersarse, levantó las caras al cielo.

Los aparatos de bombardeo modificaron su curso, dieron la vuelta hacia el occidente y se alejaron a toda prisa. Quedó un grupo de cazas, contra los que se lanzaron, en formación cerrada, unos aparatos pequeños, que se presentaron por un lado, muy rápidos y de mucha capacidad de maniobra.

Los Heinkels comenzaron a dispersarse, el combate se hizo por grupos. Uno de los aviones se desplomó envuelto en llamas, dejando tras de sí una línea de humo negro. La gente de la calle estaba entusiasmada, aplaudía, lanzaba boinas y sombreros hacia arriba.

—¡Los chatos! —gritaban—. ¡Vivan los chatos!

A las dos horas de haber aparecido los nuevos cazas republicanos, el pueblo de Madrid ya les había inventado el nombre de «chatos». Los aparatos tienen, realmente, este aspecto: la parte de la hélice apenas sobresale formando una leve prominencia por delante de las alas.

Los Heinkels huyeron. Para recalcar el hecho, los «chatos» dieron especialmente dos vueltas sobre la capital, descendieron en picado, trazando hermosas figuras de alto pilotaje, mostrando a poca altura los distintivos tricolores de la República. La muchedumbre, en las calles, con gozosa emoción escuchaba el sonoro roncar de los motores amigos. Las mujeres agitaban sus pañuelos y de puntillas, tendido el cuello, enviaban besos al cielo, como si desde arriba pudieran verlas.

Ahora, en Moscú, el desfile de noviembre está en su apogeo. Estarán desfilando o, probablemente, habrán desfilado ya las academias militares. La división proletaria, el Osoaviajim, [14]la caballería, la artillería. Estarán entrando, o quizá ya habrán entrado, por los dos pasos, a ambos lados del Museo de Historia, los ruidosos aludes de tanques. En el mismo instante aparecen en el cielo los primeros grupos de aviones. El público aplaudirá, ya mirando hacia arriba, ya dirigiendo sus miradas sobre las pesadas y rápidas tortugas de acero...

Frente a la entrada principal del Palace, se encuentra desde ayer, sin moverse de allí, un Buick de cinco plazas, completamente nuevo. He pedido que busquen al chófer. Ha resultado ser un hombre de baja estatura, de mediana edad, pulcro, con corbata.

—¿Qué le ocurre a su coche? ¿Está en buen estado?

—Sí. Espero a mi jefe. —Me nombró a un destacado funcionario de la dirección de ingenieros militares.

—Su jefe se fue ayer a Valencia en otro automóvil.

—No puede ser. Me lo habría dicho.

—No sé. Le vi con su mujer y sus hijos. Su mujer llevaba un sombrero azul; su hijo mayor, de unos veinte años, llevaba un aparato fotográfico colgado al hombro. El coche parecía mayor que el suyo.

Me escuchaba, frunciendo el ceño.

—Seguramente está usted en lo cierto. Mi jefe tiene además un Packard de siete plazas. El sombrero azul, el aparato fotográfico... tiene toda la razón. En el Packard probablemente han podido colocar mucho equipaje... Yo también tengo familia. Algunos chóferes han abandonado a sus jefes y han trasladado a sus familiares. Yo no lo he hecho. Anteayer me despedí de mi familia, aunque la tengo aquí, en Madrid.

—¿Cómo se llama usted?

—Dorado.

—Sea mi chófer.

Dio la vuelta al automóvil, muy despacio, como si lo mirara por primera vez. Examinó las ruedas, el radiador, la figurita que lo corona, las manijas de las portezuelas, el portabultos de la parte trasera. Todo se veía nuevo, cuidado, limpio. Abrió la portezuela delantera, se sentó al volante, puso el coche en marcha y preguntó con toda sencillez:

—¿Adonde le llevo?

En la segunda mitad del día, Miguel Martínez intentó hacer algo en el comisariado. De la jefatura, no había quedado nadie, excepto Mije, que estaba ocupado en la Junta de Defensa. Tres mecanógrafas, a las que ayer no dieron cuenta de la evacuación, habían acudido a trabajar en los despachos vacíos. A una de ellas la nombraron secretaria y tomó asiento en la mesa del despacho. Apareció el comisario Gómez, se presentaron dos o tres personas más. Continuaron trabajando, como si no hubiera sucedido nada. Llamaron a Checa pidiéndole que mandara a unos cuarenta hombres para destinarlos como delegados políticos a las unidades que defienden los puentes. Checa respondió que no disponía de un solo comunista libre, pero a la media hora envió ya a cinco hombres. Les entregaron un mandato a cada uno, un bloc, tres lápices tinta, un plano en colores de Madrid y un paquete de cigarrillos, les indicaron los números de los teléfonos a los que debían llamar cada dos horas para informar de la situación en el sector. De una de las columnas llegó un motorista con una nota del jefe. Éste pedía que se le mandara a un comisario en seguida, que el motorista lo llevara en el sidecar. Esto causó a todos muy buena impresión y levantó los ánimos. Gómez y Martínez iban y venían por la estancia con aspecto de personas importantes; hasta se sentían mejor sin los superiores, en situación de responsables. No se sabe cuánto va a durar esto... Checa ha mandado a nueve personas más, icuánto vale este hombre! «¿Qué hacer, de qué debemos ocuparnos?», preguntaban los comisarios de nuevo cuño. Casi todos eran obreros de la construcción. No había tiempo para darles conferencias sobre trabajo político. Miguel decía: «Lo primero es levantar los ánimos a los combatientes, ni un paso atrás. Lo segundo, levantar los ánimos a los jefes. Lo tercero, organizar grupos de dinamiteros y antitanquistas. Lo cuarto, reforzar la segunda y la tercera línea de defensa, que los vecinos de las casas construyan barricadas. En quinto lugar...» Los comisarios tomaban notas con los nuevos lápices en los blocs nuevos. «¿Qué, en quinto lugar?», preguntaron. Miguel no sabía qué era lo quinto. «En quinto lugar —dijo, después de reflexionar un poco– manteneos firmes, sin dar un paso atrás hasta que nos lleguen potentes refuerzos y entonces Franco será totalmente derrotado a las puertas de Madrid.» «Hasta que nos lleguen potentes refuerzos», escribieron con alegría los comisarios en los nuevos blocs. «¿Y si no llegan? —pensó Miguel para sus adentros—. ¿Y si llegan demasiado tarde?»

Al pasar por la calle de Alcalá, dije a mi nuevo chófer que se metiera por una calle lateral, donde se encuentra la Alianza de los escritores antifascistas. La maciza puerta del viejo palacete estaba abierta de par en par.

—¿Se han marchado todos? —pregunté al portero.

—No, todos no...

—¡¿No?!

En el interior, vacío, silencio. Un busto de mármol, como un esqueleto, formaba una mancha blanca en la penumbra. En el jardín de invierno, no había nadie; nadie en el salón, nadie en el comedor.

Subí al piso principal. Abrí y cerré una tras otra numerosas puertas, no encontré a nadie. Probablemente el guarda se había equivocado.

Subí aún más arriba, a la buhardilla. Ahí antes vivía la joven generación de los marqueses, muchachos y muchachas Tampoco había nadie.

—¡Hola! —grité ya al entrar.

Una débil voz me respondió desde lejos.

Me precipité hacia adelante, hacia la última de las habitaciones.

Sobre una cama sin arreglar estaban sentados Rafael Alberti y María Teresa León. Ante ellos, en una mesita, había dos tazas con restos de café y la pistolita de plata, que conocí en la carretera de Talavera. Con esa pequeña pistola María Teresa detenía a los combatientes en fuga, los detenía y les suplicaba que volvieran a la línea de fuego.

Hicieron un movimiento como para levantarse, a Rafael la mano se le dirigió hacia la pistolita. El movimiento se interrumpió al reconocerme Rafael.

—¡Hola! ¡¿Tú aquí?! ¿Qué significa esto?

—¿Vosotros, aquí? ¿Por qué no habéis marchado?

—No nos iremos. Nos quedamos.

—¡Qué tontería es ésta!

—¡No es ninguna tontería!

No los había visto nunca como entonces. A Rafael se le había alargado la cara. Sus ojos, que siempre miran el mundo como un espectáculo, eran duros y no querían ver nada más. María Teresa miraba con asombro —se había alarmado, acababa de salir de su aturdimiento—. Su dulce rostro, de suave línea y con hoyitos, tenía, entonces, un aspecto desagradable, como si fuera de yeso, como la máscara que le sacaron en Moscú. En el Congreso de escritores que se celebró en esta ciudad, alguien tuvo la idea de sacar máscaras de yeso a todos los escritores invitados. La idea fue acogida con entusiasmo, todos se precipitaron hacia el estudio de un escultor, pero las máscaras resultaron desagradables, no gustaron a nadie, las rompieron y se perdieron.

—¿Por qué diablos os quedáis aquí?

—No tenemos ningún otro sitio adonde ir. Estamos en nuestra ciudad, en nuestra casa. Nos defenderemos cuando nos llegue a nosotros el turno. Cierto, no por mucho tiempo. —Sonrió pálidamente, señalando la pistolita de plata—. Tres balas para ellos, las dos restantes, para nosotros.

—¡Esto es una locura!

—Somos españoles, antifascistas, revolucionarios. Hemos hecho agitación para la defensa de Madrid, hemos dirigido la Unión de Escritores Antifascistas, esto significa que hemos de perecer junto con la ciudad; nosotros mismos nos hemos dictado esta sentencia y la sentencia ha de cumplirse.

—¿Y los demás miembros de la Alianza?

—Casi todos se han quedado también en la ciudad, con la misma decisión.

—Esto es una locura. Una tontería de cien mil diablos. Intelectualoidismo abyecto. Madrid aún no se defiende... Tenéis que iros, mientras no sea tarde. Tenéis que iros y llevar con vosotros a toda la intelectualidad madrileña honrada, salvarla de la muerte, del aniquilamiento, del oprobio fascista.

—Hemos considerado más justo perecer demostrativamente y dar al mundo un ejemplo de autosacrificio en masa ante el fascismo.

—¡Esto es delirar! ¡Es idiotismo! ¡Gran cosa, el autosacrificio! Un matarife marroquí os va a degollar a ti y a María Teresa, entre libros polvorientos, los tirantes del viejo e impotente marqués y los malolientes bustos de mármol. El revolucionario no es un animal de matadero, no es un fanático sumiso, no es un suicida. Mientras es posible, lucha, ataca, resiste. Cuando ya no es posible, se retira, conservando las fuerzas, se esconde, huye. Y de nuevo, cuando se presenta la primera ocasión, reanuda la lucha, la continúa, vuelve a atacar. Es muy trágico lo que habéis ideado, pero no es tan hermoso ni mucho menos. Y en relación con vuestros camaradas, en relación con la Alianza, esto es un crimen.

Me miraban y se miraban descontentos y casi con hostilidad. La muerta armonía de su decisión se había resquebrajado. Alberti repuso, vacilante:

—Esto se puede interpretar de distintas maneras.

Yo me puse furioso:

—¿Por qué, de distintas maneras? Si queréis meteros las balas de vuestro juguete en los sesos es cosa vuestra, yo no soy vuestro mentor. Pero haced el favor de cumplir primero vuestro deber de dirigentes: con carácter de disciplina antifascista y en perfecto orden, evacuad a todos los miembros de la Alianza madrileña, a los literatos, pintores, compositores, a sus mujeres y a sus hijos. Perdonad mi falta de tacto, pero el daño que puede producirse no se limita al asesinato y a la tortura de la intelectualidad antifascista. Los habrá también a quienes los fascistas quebrarán la voluntad, los obligarán a subordinarse, a humillarse, a disimular sus culpas, a hacer méritos —¿estáis acaso seguros de que no los habrá?—. Y el que esto ocurra se deberá al hecho casual de que hoy nadie los ha ayudado a evacuar Madrid. ¿Quién responde de ello?

Los dos, extraordinariamente agitados, iban y venían por la estancia. María Teresa se retorcía los dedos.

—¡Pero y tú! ¡Tú exiges que nos vayamos y tú, ruso, te quedas aquí...!

—¡De ningún modo! Si yo estoy aquí aún es porque... bueno, porque aún me queda una cierta esperanza. Es posible que la ciudad de todos modos se defienda. Por lo menos durante cierto tiempo... Y si todo se termina, si cae la última barricada, podéis tener la seguridad de que no me quedaré aquí, me iré. No tengo el menor deseo de ver la jeta del general Franco.

—Y nosotros... ¿También nosotros podemos ser los últimos en irnos?

—Naturalmente. Nadie os meterá prisa. Pero antes haced salir a los otros. Sacad a los viejos, a los débiles de cuerpo, a los débiles de espíritu, vosotros mismos veréis mejor a quién se ha de evacuar.

Su rigidez empezó a ceder.

—No disponemos más que de un pequeño camión...

—El comisariado nos facilitará aún dos coches. Con el mío, serán tres. Es un Buick excelente, hoy me lo han regalado, es posible colocar en él a cuatro académicos o a un premio Nobel...

María Teresa sonrió entre lágrimas:

—Hasta ahora bromea...

—No es necesario llevarlos a todos hasta Valencia o Cuenca. Lo que hace falta es conducirlos hasta Alcalá de Henares, es decir, a veinticinco kilómetros. Los coches pueden estar de vuelta a la hora. La cuestión está en las horas de que dispondremos... Bueno, esto ya se verá.

Rafael se acercó al teléfono, a medio camino volvió la cabeza, dudando; de todos modos, descolgó el auricular y marcó un número. Dijo a alguien, ya casi con voz firme:

—Se ha decidido evacuar a gran parte de los intelectuales... ¿Qué? Sí. Di que el gobierno facilita todas las comodidades, los mejores coches, la salida con las familias... ¿Qué? ¡De ningún modo!

Frunció el entrecejo y añadió hablando por el auricular, ya con la voz decidida de un jefe:

—Se trata de la salvación de los cuadros de la intelectualidad. Toma una hoja de papel y anota los nombres; te los voy a citar.

A las cinco de la tarde, las unidades fascistas intentaron rodear el parque de la Casa de Campo. Ahí los recibieron con enérgico fuego de ametralladora y de artillería (bajo el seudónimo de artillería actuaban cuatro tanques). En Carabanchel hizo su aparición la caballería mora. Dos carros blindados abrieron un intenso fuego a lo largo de la calle, desde los mataderos. La caballería retrocedió.

Más aún: las unidades que cubren el puente de Toledo decidieron efectuar un contraataque y lo hicieron. Al anochecer, avanzando cautelosamente por los patios hacia la parte sur de Carabanchel, los milicianos volaron con granadas de mano un tanque italiano. Mataron a sus servidores. Luego, los milicianos, con sus propias manos, empujaron el tanque un centenar de pasos; después hicieron llegar hasta allí un camión y sacaron el trofeo por el puente de Toledo. La máquina italiana, maltratada y rota, fue llevada por las calles de la capital, entre indescriptibles gritos de entusiasmo.

El enemigo ha atacado la ciudad por distintos sectores, pero, de momento, con pocas fuerzas, por lo visto tanteando con qué firmeza tiene la intención de defenderse la guarnición de Madrid o si va a defenderse y si existe en realidad.

En todas partes los milicianos se han mantenido en sus puestos, junto a las barricadas. Rojo ha designado a los jefes de las columnas que actúan en los sectores de la capital: Barceló, Galán, Escobar, Líster, Prada, Clairac, Bueno. Se trata, en parte, de oficiales de carrera y, en parte, de jefes de las milicias del Quinto Regimiento.

Los fascistas hasta última hora de la tarde no han emprendido el ataque fundamental, lo que podría llamarse asalto a Madrid. Por lo visto están acercando las fuerzas principales para dar, mañana, un empujón decidido y penetrar en el centro de la ciudad.

La enorme oleada de refugiados va pasando poco a poco a través de Madrid. Ahora, aunque despacito, cruza ya su parte oriental. En la carretera de Valencia, los anarquistas han establecido patrullas de control, dejan pasar a quien se les antoja, y a quien no se les antoja no le dejan pasar. A ellos les gusta mucho el servicio de barrera en patrulla. Resulta que ayer retuvieron a algunos destacados funcionarios de los altos organismos oficiales, se burlaron de ellos y por poco los fusilan. Al alcalde de Madrid, el famoso gordezuelo Pedro Rico le obligaron a volver a la capital. Lleno de miedo, el hombre se ha refugiado en el edificio de una embajada extranjera, ¡qué vergüenza!

Por las calles laterales del paseo de la Castellana, ha habido varias escaramuzas sangrientas. Los fascistas de la «quinta columna» disparan desde los desvanes contra los milicianos o, simplemente, contra los peatones. Contra los que van solos disparan con fusil; contra los grupos, con fuego de ametralladora. Arrojan pequeñas bombas, aveces simplemente granadas de mano. Es preciso decir que se trata de un procedimiento de lucha muy desmoralizador. íbamos en el coche por la calle de Goya y delante de nosotros, en una encrucijada, aproximadamente a manzana y media de distancia, se produjo una explosión, cayeron al suelo varias personas, se oyeron lamentos y gritos. En el campo todo esto resulta bastante más sencillo. Aquí, la gente se desconcierta, teme salir a la calle, y si sale, camina muy tímidamente, apretándose contra las paredes. Pero la actuación de la «quinta columna» ha provocado un estallido de espantosa furia. El pueblo ha entrado en las casas desde las que se disparaba y no sólo ha hecho registros generales, en todos los pisos, sino que, al mismo tiempo, ha dado muerte a muchas personas, inocentes y culpables, destrozando todo cuanto tenía al alcance de la mano. A una casa hasta le han pegado fuego. A alguien se le ha ocurrido dar cuenta de todo ello por radio y advertir que lo mismo se hará con cualquier casa y con sus moradores si en ella se descubren terroristas y agentes diversionistas del fascismo. Que los moradores de cada casa se controlen a sí mismos, la responsabilidad recae sobre cada uno de ellos y sobre todos en conjunto.

En el transcurso de dos o tres horas, se ha constituido en la ciudad un frente interior. En las manzanas de la retaguardia se organizan algo así como comités de inquilinos pobres, mejor dicho: comités antifascistas. Montan la guardia, controlan a los inquilinos, están en contacto con las autoridades del distrito. Se produce en la ciudad cierto estremecimiento, buen estremecimiento —es posible que Madrid, en verdad, pelee bien, barrio a barrio—. Va cediendo la rigidez del miedo y del fatalismo y va siendo sustituida por un impulso de tenacidad, de ira y de intransigencia.

A eso de las siete de la tarde, ha salido Mundo Obreroen una pequeña hoja gris. Nota de la redacción: «Hoy nos vemos obligados a reducir el tamaño de nuestro periódico por causas muy ajenas a nuestra voluntad. Cuando se aclare la situación en los frentes de Madrid, Mundo Obrerosaldrá según su formato habitual.»

Titular sobre el texto: «¡Combatientes, conmemorad el decimonono aniversario de la gloriosa revolución rusa con una inflexible resistencia!»

Telegrama de Moscú: «La URSS festeja solemne y alegremente el XIX aniversario de la Revolución. En todo el país, las ciudades y los koljoses, adornados e iluminados, ofrecen un aspecto de fiesta. Por la tarde, en todas partes se han celebrado reuniones consagradas al aniversario de la revolución. En el Gran Teatro de Moscú ha tenido lugar la sesión solemne del Consejo de la capital junto con las organizaciones del Partido y de los sindicatos. En la presidencia han aparecido los dirigentes del Partido y del gobierno, que han sido acogidos con clamorosas ovaciones. Kalinin, presidente del Comité Ejecutivo Central, ha hecho un detenido informe acerca de los éxitos de la URSS en todos los terrenos (Agencia Fabra).»

Otro telegrama:

«Amenaza fascista en el Brasil.»

Además: el parte del Ministerio de la Guerra correspondiente al día de ayer con detalles sobre pequeños tiroteos en los frentes del Norte y de Aragón.

Otro telegrama: desde Barcelona, un parte del consejero de guerra, coronel Sandino, informa de que cerca de Bujaraloz tres soldados se han pasado a nuestro lado.


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