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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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En este apartado rincón, la gente ha visto los mejores films del mundo y casi todos los grandes films soviéticos. Resulta que uno de los que más les ha gustado es El exprés azul.Lo han pedido por cuarta vez.

El principal orgullo de Don Fadrique es su vieja Casa del Pueblo, la misma cuya defensa hizo que el pueblo plantase cara a dos batallones. La construyeron en tiempos de la monarquía; participó en la construcción todo el pueblo; hombres y mujeres traían las piedras una a una, o un madero, o un cristal para las ventanas. Entramos en este edificio no muy grande, tipo barraca, frío, con varias hileras de bancos de madera. Hay otra casa nueva, lujosa, en el edificio del exclub de los propietarios, muy ricamente montado, cómodo, con muebles confortables y con todos los detalles que pudieron imaginar los señores provincianos. Pero todas las reuniones políticas siguen haciéndose, como antes, en la vieja casa.

—¿Por qué?

—Entre nosotros, la casa vieja es tenida por más honrosa.

Los donfadriquenses se ríen:

—No se olvide de que todos nosotros, si bien se mira, somos unos Quijotes a pesar de todo.

Se consideran Quijotes, si bien por su origen, por su sangre, por su estamento resulta que son descendientes del campesino Sancho Panza.

Sosteniendo por tradición el culto oficial del gran Cervantes, la España rectora de ayer, la España de terratenientes y monjes, de banqueros y filósofos místicos, interpretaba su libro como dilema trágico e insoluble entre el caballero ideal, el Quijote aristócrata y el zarandeado y ofendido Sancho, plebeyo, entre la poesía y la prosa, entre el sueño maravilloso y la vulgar realidad. Esto era una falsedad y, ante todo, una falsedad respecto a Cervantes. Al gran escritor de España le eran igualmente caros los dos personajes, los describió a ambos con el mismo cariño. Para Cervantes, Quijote y Sancho no constituyen una contradicción, sino una síntesis, no forman una tragedia, sino una apoteosis de las fuerzas espirituales y creadoras del pueblo español.

Han llegado los días de las grandes pruebas. El Caballero de la Triste Figura y su amigo, su escudero, han entrado en combate no ya con los molinos de viento ni con los legendarios encantadores.

Las fuerzas armadas más crueles y más negras del siglo XX han dirigido su golpe demoledor sobre la España pacífica y sin preparar.

El mundo presencia el glorioso duelo de don Quijote. Lucha él por toda la humanidad, con los enemigos de todo el género humano. Su lanza defiende no sólo su propia tierra, su hogar y su familia, defiende además la cultura española, los libros, las ideas, la libertad de pensar y de crear.



7 de febrero


Valencia me ha recibido con una suave tibieza, con el maravilloso hálito del mar, de las flores y de las frutas. Después del grave Madrid, serrano y guerrero, esto es como un sedante baño. Las naranjas forman como un tapiz dorado en decenas de kilómetros alrededor de la ciudad, no hay adonde exportarlas, no hay a quién venderlas. Los naranjos, llenos de fruto, crecen en las calles principales, en medio del asfalto, entre los postes de las farolas y los cables de los tranvías. Esto resulta tan poco natural como si al abrir el grifo del baño en vez de agua salieran pececitos. Las aceras están obstruidas por una apretada muchedumbre ociosa. Vagan y están sentadas, repantigadas en torno a las mesitas, divisiones enteras de gente joven en edad de quintas. En la plaza central, la de Castelar, un enorme letrero: «No olvidéis que el frente pasa a 140 kilómetros de aquí.» El abastecimiento se hace sin orden, en los mercados hay pocas provisiones, pero en los restaurantes se come a placer carne, pollo, pescado, embutidos y verduras. La ciudad está llena a rebosar, las viviendas están superhabitadas, los ministerios aún siguen peleándose por los edificios; los ministros viven y comen en los hoteles, cada uno de ellos va seguido de una bandada de periodistas; por la noche, en los restaurantes de los hoteles, en torno a la taza de café, que se toma en compañía de todos, se examinan en alta voz todas las cuestiones militares y estatales.

A Largo Caballero le censura todo el mundo: los enemigos, en voz alta, sus partidarios, con sordina. Pero le temen un poco; el «viejo» tiene maneras rudas, de vez en cuando grita, no admite objeciones, los problemas militares los resuelve personalmente como ministro de la Guerra: todos los demás problemas los resuelve personalmente como jefe del gobierno. A fin de cuentas, bien estaría que los resolviera. Pero el caso es que no los resuelve. Los papeles de capitalísimo valor operativo militar se acumulan en enormes montones, sin examinar, sin cumplir. Ocurra lo que ocurra, Largo Caballero se acuesta a dormir a las nueve de la noche, y nadie se atreve a despertar al «viejo». Incluso si Madrid cayera a medianoche, el jefe del gobierno sólo se enteraría por la mañana. Contra él se lleva una sorda lucha, pero él aplasta por ahora a todo el mundo con la amenaza de retirarse y decapitar, así, el Frente Popular. Incluso los comunistas, que ven con mayor claridad que los demás lo nefasta que es la política de Largo Caballero, incluso ellos, consideran por ahora prematura y nociva su dimisión, creyendo que esto perjudicaría la autoridad exterior del gobierno. El «viejo» lo percibe y por esto aterroriza adrede a todo el mundo: o se le escucha sin chistar o lo abandona todo.

La nueva ofensiva se prepara con una lentitud terrible, las unidades no están completas, no están armadas aün, pese a que hay armas. Caballero no entrega ni un solo fusil sin su visto bueno personal; cree que cuanto más tarde entregue los fusiles, tanto mejor los guarda. En realidad, ocurre lo contrario. Los soldados se ejercitan con palos de madera, y al recibir el fusil poco antes de entrar en combate, no saben manejarlo, lo rompen o lo tiran. De la proyectada ofensiva está enterada la ciudad entera; está enterado, naturalmente, el enemigo, y aquí lo saben y el enemigo sabe que nosotros lo sabemos. En los cafés, en los Estados Mayores, en los tranvías se discute acerca de si los facciosos lograrán adelantársenos o de si seremos nosotros los que nos adelantaremos al enemigo.

Después de Madrid, oír todo esto resulta insólito, lamentable e inquietante. En Madrid, a dos kilómetros del frente, se cree más en el éxito que aquí, en la retaguardia.

Lo fundamental en el plan operativo de la ofensiva republicana (este secreto plan también a mí me es conocido, claro está; ¡en qué voy a ser peor que los otros!), lo fundamental estriba en que el grupo de choque, fuerte de quince brigadas, todo un ejército, aseste a los fascistas un golpe en el flanco izquierdo de nuestra defensa, desde el sector de la Marañosa-San Martín de la Vega y alcance el primer día la carretera de Toledo. Un grupo auxiliar atacará hacia Brúñete. Otro grupo cubrirá al fundamental por el sur. A los madrileños se les deja que den unos golpes complementarios: uno desde El Pardo y otro desde Villaverde, desde las anteriores posiciones fortificadas de Líster.

Al cuerpo de ejército madrileño, ya fogueado, probado en los duros combates, se le asigna un papel secundario. No falta en esto cálculo político. Largo Caballero y el jefe del Estado Mayor Central, general Cabrera, se han metido en la cabeza que van a liberar Madrid con las fuerzas de un ejército completamente nuevo, formado por ellos mismos, con el cual los madrileños no tienen ninguna relación. De este modo Caballero lavará su mancha, pues no sólo abandonó Madrid en noviembre, sino que, además, declaró abiertamente que carecía de todo sentido estratégico defender la capital cuando no era oportuno. ¡Ahora va a demostrar que tenía razón y se presentará como liberador de Madrid!

El engranaje del Estado Mayor funciona despacio, rechinando. Viajan los oficiales: de Valencia al Estado Mayor del frente central, del Estado Mayor del frente central, a Madrid. Las cartas, las relaciones, los informes, hacen su camino a paso de tortuga, bostezan, envejecen, se anulan. Se celebran interminables conversaciones por teléfono. Los servicios de contraespionaje han advertido muchas veces que los fascistas escuchan, que no es posible confiar en los cables telefónicos. Por esto los jefes conversan en un lenguaje terriblemente conspirativo:

—¡Hola, coronel! ¿Ya han llegado los pajaritos?

—Sí, mi general. Han llegado hoy a las nueve treinta.

—¿Muchos pajaritos?

—Catorce pequeñitos y cuatro grandes. Dos pajaritos grandes al tocar tierra se han roto el chasis.

—¡Caramba! ¿Qué idiota los conducía?

—De esto ya se ha informado al gordote de la aviación. Pero no le ha impresionado en lo más mínimo.

—Para el ministro, éste es un acontecimiento demasiado pequeño. De todos modos seguirá considerando que tenemos a nuestra disposición cuatro pájaros pesados.

—¿Y las tortugas, ya están en camino?

—Todas no, mi general. Dos secciones de tortugas están reparando las transmisiones de las cadenas.

—¡Así no vamos a empezar nunca! ¡La boda se aplaza ya por segunda vez! ¡Juro por la sagrada comunión que los fascistas empezarán antes que nosotros! Los servicios de información comunican que allí ya lo tienen todo preparado para su boda.

—¡No puedo hacer nada! Usted ya sabe, mi general, qué pasa con el novio: se encalabrina cuando hacemos alguna advertencia.

—Y el sustituto del novio, ¿ya ha salido de Valencia?

—Me figuro que no saldrá. El novio hará el viaje con su segundo sustituto.

—¿Con el de la barba?

—Con el de la barba, mi general.

—Esto no tiene nada que ver conmigo. De esto no sé nada. A mí no me encontrará.

—¿Qué manda informar acerca de la salud de los niños?

—Los niños están en perfecto estado de salud. La temperatura se eleva. Téngalo en cuenta: en la última partida de juguetes faltaban dos mil ochocientas piezas. Y esos... cómo se llaman... no bastan. Se me están terminando. Hasta en los días de calma los gastamos... esos... ochenta mil al día.

—¿Y los pajaritos de ellos, no han venido?

—¡Cómo no! Han venido. Siete pájaros. Han echado nueces. Siete nueces.

—¿No hay víctimas?

—Hay víctimas. Una nuez estalló al lado mismo del Estado Mayor. Ha muerto a un hombre con un palo.

—¿Con qué, mi general?

—¡Con un palo, digo!

—Perdone, ¿cómo, mi general?

—¡Con un palo, digo! ¿No entiende acaso el lenguaje figurado? Con un palo, con una ametralladora, ¡¿entendido?!

—¡Entendido, mi general!

La ofensiva estaba señalada para el 27 de enero; luego fue aplazada para el primero de febrero; después, para el día 6. Ahora, para el 20. Entretanto, no ya los servicios de información, sino las mismas unidades del flanco izquierdo de la defensa dan cuenta de la actividad del enemigo en dicho sector. Parece que Franco, a pesar de todo, se nos va a adelantar.



8 de febrero


¡Qué agradablemente estábamos comiendo con Del Vayo y su mujer en un restaurante de la playa! Nos sirvieron enormes langostas frescas y nuestra conversación giraba en torno a la situación internacional, a la posición de Roosevelt, a la posición del Vaticano, a la posición de Blum, a la posición de algún otro personaje, pero alguien vino y nos dijo que los facciosos avanzan a más y mejor cerca de Madrid, que ya han cortado la carretera de Valencia y que todo está perdido.

Inmediatamente después de comer emprendí el viaje de regreso a Madrid. A última hora de la tarde llegué cerca de Arganda, dejé la ciudad a un lado; el camino estaba libre hasta la ciudad misma, pero el ruido de los cañones se oía muy cerca, la carretera se hallaba embotellada por tropas desconcertadas y asustadas. Debido a la oscuridad, las tomé por tropas madrileñas; al acercarme a los comandantes, empero, no reconocí a nadie. Resulta que eran las nuevas brigadas, que se habían dislocado para la operación de ofensiva, pero se habían detenido y retrocedían sin haber ocupado las posiciones de partida. A oficiales y comisarios se los veía atónitos, asustados; se hablaba de descalabro, de derrota, de la necesidad de retirarse inmediatamente. Para colmo de desdichas, ha ocurrido una desgracia en la XXI Brigada. El jefe de un batallón examinaba, con sus oficíales, una bomba cogida a un prisionero. La bomba estalló y mató a los siete oficiales del batallón.

Al llegar la noche, los facciosos, con fuertes ataques, avanzaron hasta la orilla derecha del Jarama, ocuparon el pueblo de Vaciamadrid, desde donde baten la carretera de Valencia, cortándola.

A Madrid se puede entrar por un camino lateral, pero pasé la noche en una casucha al pie de la carretera para ver lo que sucedía al amanecer.



10 de febrero


Los intentos para echar de Vaciamadrid a los facciosos no han dado resultado. La carretera de Valencia está ahora firmemente batida por el enemigo. Por lo visto, los fascistas están concentrando hacia esta parte nuevas fuerzas. De Madrid ha sido necesario retirar y situar aquí las unidades de siempre. De nuevo han aparecido Modesto, Líster, Hans, Lukács y Márquez. Ellos son los que han de taponar todos los agujeros. Las unidades recién traídas del ejército de reserva, en caótico estado, han sido llevadas a la retaguardia y allí se reorganizan.



11 de febrero


Por la noche, los moros se han acercado sigilosamente a la compañía que custodiaba el puente del ferrocarril, la han aniquilado por entero y han cruzado el Jarama.



15 de febrero


Esta noche, los facciosos han emprendido los primeros ataques en el sector de Arganda. Ahí se ha llegado a la lucha cuerpo a cuerpo y a la bayoneta. Los republicanos han rechazado a los facciosos y han conservado todas sus posiciones. El combate prosigue desde la mañana, pero con menos intensidad. Parece que el empuje ofensivo de los fascistas comienza a debilitarse. El día ha transcurrido entre el estruendo de los disparos de artillería y de ametralladora. Se pone furiosa, sobre todo, la artillería antiaérea alemana. Basta que aparezca en el horizonte un avión y al instante surge en el cielo una inmensa y mortífera nube negra, con reflejos de fuego.

Los fascistas han decidido, por su parte, bombardear las unidades republicanas desde el aire. A las catorce horas, han aparecido sobre el sector de Arganda seis Junkers acompañados de treinta y seis cazas. En un abrir y cerrar de ojos les han salido al encuentro en el aire cuarenta cazas republicanos. En total han participado en el combate, simultáneamente, setenta y dos aviones. Las tropas de ambas partes siguen con el alma en vilo los incidentes del combate aéreo. El ruido ensordecedor de decenas de motores lo invade todo.

Por tres veces intentan los Junkers pasar por encima de las líneas republicanas y arrojar sobre ellas las bombas. Y las tres veces se han visto obligados a huir de los cazas republicanos. No han tenido más remedio que volver a su punto de partida sin haberlas arrojado.



16 de febrero


El chófer Dorado es un buen hombre, pero de todos modos es algo más timorato de lo que debería tratándose de un comunista. Hoy hemos rectificado nuestra apreciación y le hemos calificado de héroe.

Hemos salido de Madrid por Vallecas, siguiendo la carretera de Valencia. Dorado conducía el coche tranquilo y seguro. Estos últimos días hemos venido varias veces aquí, al sector de Modesto y Márquez; el río quedaba a un lado. Como chófer, Dorado no se interesa por el mapa, lo considera entretenimiento de los pasajeros; no sabía que más allá, el río forma un acusado meandro, se acerca a la misma carretera, y que es precisamente ahí donde los facciosos la baten. Dorado iba sin inmutarse a ochenta kilómetros por hora; hemos pasado el mojón que señala los diecisiete kilómetros, el de los dieciocho; entonces, hago inclinar bruscamente la cabeza del chófer poniéndole encima la palma de la mano y le grito: «¡A todo gas!» Por la carretera se hallaban dispersos automóviles despanzurrados, cables telegráficos rotos por los obuses. Inclinándome yo mismo, veo con un ojo el pequeño zapato viejo del chófer que aprieta el pedal del acelerador. Las balas han empezado a chascar por la carretera, pero tontamente, con retraso, sólo una ha resonado en la caja de nuestro Buick, todas las demás han pasado de largo. No podía ser de otro modo. Los fascistas baten la carretera hace ya una semana y no esperaban que hubiera tontos para pasar en coche por aquí. En esto, precisamente, confiaba. Nos hemos lanzado como una bala por el puente de Arganda, allí han corrido a nuestro encuentro los franceses de la XII Brigada y por poco nos matan; creían que irrumpían los facciosos. «¡Bravo! —he gritado– Ésta ha sido tu prueba.» Como un triunfador, tras el volante, Dorado se ha dirigido al Estado Mayor. Lukács me ha echado un rapapolvo. Me ha amenazado con dejarme sin comer por intento de suicidio. Pero no lo ha hecho. De noche, al regresar a Madrid, he contado a los corresponsales extranjeros, bajo palabra de honor, que la carretera de Valencia, pese a las mendaces fábulas de la radio facciosa, sigue siendo viable para toda clase de vehículos, y que así lo he comprobado yo personalmente. Dos corresponsales han cursado telegramas. Con todo, yo no lo he hecho. No hay que exagerar.



17 de febrero


Un grupo de unidades madrileñas presiona desde el flanco y desde la retaguardia a las tropas de los facciosos que actúan en el río Jarama.

Desde las siete de la mañana, los republicanos, con apoyo de tanques y artillería, han comenzado el ataque en dirección a la Marañosa, al sureste del cerro de los Ángeles. La unidad de tanques ha vadeado magistralmente el río llevando tras de sí a la infantería. La artillería de los republicanos ha obligado a cambiar de emplazamiento a la antiaérea de los facciosos en el momento mismo en que ha aparecido la aviación de asalto republicana.

Cerca del mediodía, sobre el campo de batalla se han presentado los aviones fascistas: quince Junkers, acompañados de una nutrida escolta aérea. Toda esta flota ha bombardeado inútilmente el sector en que, creían ellos, se encontraba nuestra artillería. En su segundo vuelo, esa misma escuadrilla ha intentado atacar Arganda, pero ha sido cortada por los antiaéreos republicanos y se ha ido sin arrojar las bombas.

Durante la noche y el día del 18 de febrero, los facciosos han iniciado el contraataque en la Marañosa; en cambio, esto los ha debilitado en el Jarama, junto a Arganda.

Rabiosos por la operación ofensiva del grupo de Madrid, los facciosos han decidido castigar inmediatamente a los madrileños con un bombardeo nocturno. Nocturno, porque resulta menos expuesto para los bandidos del aire. Y he aquí que después de una interrupción de más de un mes, de nuevo tiemblan las ventanas por la fuerza de las explosiones, otra vez oímos los lamentos de los heridos, de nuevo las calles centrales quedan cubiertas con los escombros de las casas derruidas, de nuevo a los depósitos de cadáveres de la ciudad llevan mujeres y niños muertos.

Hace tan sólo dos semanas, declaró Franco que Madrid habría sido tomado hace tiempo de no haber sido su deseo de no someter la pacífica población de la capital a los horrores de los bombardeos de artillería y aviación. ¡«Humanismo» inspirado en los partes meteorológicos, en las pistas, reblandecidas por las lluvias, de los aeródromos! Los aeródromos se han secado y se ha secado al mismo tiempo la filantropía de Franco y de Goering.

Se ha librado un nuevo y duro combate aéreo sobre el Jarama hace sólo una hora. Por lo visto, esta vez los aviadores fascistas habían recibido la orden de mantenerse a cualquier precio, a cualquier precio hacer retroceder al enemigo, y han combatido con mucha tenacidad. Se han derribado siete aviones fascistas. Los republicanos han perdido tres cazas; uno de los aviadores está herido, el segundo está ileso; del tercero, no se tienen noticias. Pero también esta vez, aunque perdiendo tres de sus aviones, han arrojado al enemigo y se han hecho dueños del campo de batalla.

El combate en torno a Madrid va adquiriendo cada vez mayor intensidad. En él participan por ambas partes muchas decenas de miles de hombres. La pequeña guerra se ha convertido en una guerra grande.



18 de febrero


Los combates de los últimos tres días nos ofrecen muchos rasgos y episodios que ponen de relieve hasta qué punto se ha hecho tensa y dura la guerra, cuán lejos se encuentra del período inicial, primitivo, de tipo guerrillero.

La densidad del frente, en el Jarama, es elevada. Ambas partes han concentrado en un sector relativamente pequeño importantes fuerzas, grandes recursos de fuego. El fuego de artillería y de ametralladora, los ataques de la infantería, de los carros blindados, de los tanques y de la aviación, casi no se interrumpen. Van seguidos de incursiones nocturnas, de ataques a la bayoneta, de servicios de exploración a cargo de la caballería en los flancos.

Las pérdidas de los facciosos durante los últimos combates vuelven a ser muy elevadas. Desde los puntos de observación se ven hileras enteras de ambulancias que se dirigen de las líneas de combate a la retaguardia. Muchos de los muertos quedan en el campo de batalla. También los republicanos sufren sensibles pérdidas.

Con admirable arrojo los combatientes de una brigada han puesto fuera de combate y han capturado dos tanques fascistas y un cañón antitanque. El ataque se ha efectuado en un terreno completamente abierto; únicamente la valentía y el desprecio a la muerte de los bravos «antitanquistas» les han ayudado a hacerse con lo suyo.

Las líneas de las partes contendientes se han aproximado tanto que a veces se entrelazan entre sí. Ayer un tanque republicano entró tranquilamente y sin darse cuenta en un campo situado en el dispositivo de los soldados de la legión extranjera fascista. Los facciosos reaccionaron también con mucha calma a la llegada del tanque, creyendo que era de los suyos. El jefe de la máquina salió fuera para informarse de la situación y sólo entonces se dio cuenta de lo que le pasaba. Su sangre fría y su decisión le salvaron. Volvió en seguida al tanque y abrió fuego. Los moros intentaron atacarlo con su arma antitanque predilecta: obuses de cristal con bencina, pero el tanque acribilló y aplastó a toda la unidad, después de lo cual volvió al lado de los suyos. (Un caso semejante ocurrió en enero en Majadahonda con un tanque fascista, pero allí la tripulación abandonó a su jefe y éste fue hecho prisionero.)

No siempre logran los tanquistas terminar el combate de manera tan feliz. Aquí ha muerto valiente y trágicamente el jefe de una sección de tanques, el gran camarada Fritz, alemán antifascista, obrero revolucionario. El impacto directo de un obús le dejó el tanque fuera de combate. Levemente herido, Fritz se tendió bajo la máquina, con la esperanza de poder salir luego a rastras. Un segundo obús le arrancó una pierna. Desangrándose, el heroico combatiente se defendió a tiros de revólver contra los fascistas que le rodearon; la última bala se la alojó en la cabeza, en su inteligente, osada y alegre cabeza.

Arriesgándose a sufrir nuevas víctimas, los camaradas de Fritz se lanzaron al contraataque y salvaron su cuerpo del escarnio. Allí mismo juraron vengar la muerte de su jefe. ¡En los campos de España, los obreros alemanes continúan luchando contra el fascismo hitleriano!

Cada día son más frecuentes las incursiones de los republicanos en las líneas de defensa inmediatas a la misma ciudad. La última noche, los fascistas intentaron recuperar un grupo de edificios que habían perdido la víspera. Los defensores de Madrid no sólo rechazaron el ataque sino que, además, habiendo descubierto, al perseguir al enemigo, dos ametralladoras que los flanqueaban, se abrieron paso hasta ellas, las destrozaron con bombas de mano y mataron a los que las manejaban.

Con tales salidas, multiplicándolas, los madrileños intranquilizan a las tropas que asedian a la capital y de este modo ayudan a sus camaradas del Jarama. Por fin, desde ayer, el alto mando ha unido bajo una sola dirección todas las fuerzas que actúan tanto en el mismo Madrid como en los sectores contiguos, desde Las Rozas hasta Aranjuez. Esta medida responde al estado de ánimo de las tropas del frente central.

En las tropas se afirma la voluntad de efectuar operaciones ofensivas. Los nuevos cuadros, forjados en la lucha, exigen orden y disciplina en el ejército, exigen que se cumplan las órdenes, que se acabe con los métodos de persuasión, con la indolencia y la lentitud en el mando. Aplauden la limpieza de los Estados Mayores y de las instituciones cercanas al frente, quieren que se expulse de ellos a los burócratas, saboteadores y traidores, a los fascistas encubiertos, y que todos ellos sean sustituidos por jefes valientes y enérgicos que hayan demostrado de hecho, en el combate, su fidelidad a la República.



20 de febrero


En la vertiente soleada de las pardas colinas, afloran tiernas manchas verdes. En el recodo del camino, sobre una elevación, florece un almendro, solo, indefenso y enternecedor. Esta esplendorosa y ávida floración en la gris llanura ondulada, parece, a la vez, un desafío quejumbroso y suave. Bajo el almendro, apoyado de espalda contra el tronco, está sentado un hombre con la garganta segada. La sangre desciende cual brillante corbata hasta la cintura y luego forma un gran charco en la tierra.

En las manos del hombre, un periódico fascista. Esta noche por aquí han atacado los facciosos. El centinela se había dormido —los fascistas le degollaron y, como burla, le pusieron en la mano un periódico fascista—. Al muerto no han tenido tiempo de retirarlo porque primero hay que sacar a los heridos.

Ahora los republicanos contraatacan, han reconquistado la elevación del almendro y han avanzado kilómetro y medio. Esto ha costado lo suyo. Cada tres, cuatro o cinco minutos aparecen nuevas camillas, o mulos con dos heridos, atados a unos asientos de mimbre, uno a cada costado del animal, equilibrándose.

Más allá, resuena con mayor intensidad la acerada música del combate. Muchas ametralladoras han mezclado sus voces en una sola, el estruendo de la artillería no enmudece un solo instante. Las baterías republicanas limpian el camino a su infantería, que ataca. Los cañones fascistas disparan contra ella y contra las baterías. No encuentran su objetivo, colocan sus obuses por lo menos a quinientos metros de distancia —y la batería está aquí—. Se dirige el fuego, desde el punto de observación, se elogia la precisión del tiro, pero se exige que los cañones avancen y disparen contra una casita blanca.

En la vertiente de la montaña, el campo rocoso parece totalmente desierto. Sólo cuando uno se acerca más ve que el campo vive. Las granadas explosivas han abierto grandes embudos, de varios metros de diámetro. En cada uno de estos embudos se han acomodado varios soldados. En total hay en este campo un batallón entero que espera de un minuto a otro el momento de lanzarse al ataque.

Esta noche y por la mañana, la muerte buscaba aquí sus presas. Ahora los hombres han venido por sí mismos y se esconden tranquilos en las tumbas que el enemigo les había preparado. Unos se han improvisado un blando lecho con ramas y hojas, otros duermen sencillamente sobre la tierra, envueltos en la manta, alguno escribe cartas a su familia.

Se diría que es una locura esta vida a dos pasos de la línea de fuego, mejor dicho, bajo el fuego mismo, pues la artillería no dispara hacia aquí por pura casualidad y puede empezar a batir el campo en cualquier momento. Pero no es tanto la locura lo que dirige a los hombres, sino el sentido común de los combatientes fogueados. La artillería, en este instante, está ocupada en otro menester: ora manda bombas explosivas contra la batería ora shrapnels contra su personal. No presta atención a la ladera de la montaña. Por eso está muy bien que se aproveche esta ladera como posición de partida para el ataque. Desde luego, no bien éste se inicie, el fuego de la artillería se dirigirá hacia aquí. Pero entonces el batallón avanzará, se acercará al enemigo. ¡Qué le vamos a hacer, del enemigo no es posible esperar otras comodidades!

En un embudo ha resonado el teléfono de campaña. El jefe ha escuchado, ha hablado, ha colgado el auricular, ha meditado unos segundos y ha puesto en pie a los combatientes. El campo ha cobrado vida. De los embudos ha salido gente. Alguien ha guardado en el bolsillo las cartas sin terminar. Quizá pueda terminarlas más tarde.



21 de febrero


En Morata de Tajuña, de súbito, la situación ha empeorado gravemente. Sin que se esperara, han aparecido allí unos mil hombres de infantería fascista; después de una preparación artillera, los facciosos se han lanzado al ataque. Ahí han peleado un batallón de Líster y el batallón polaco. Miguel estaba con ellos; se mantenían muy firmes, contenían al enemigo con certero fuego de ametralladora. De todos modos, pidieron que se les mandara alguna ayuda, aunque sólo fuera un par de tanques y agua. Los polacos no habían bebido desde primera hora de la mañana, el calor y la sed los torturaban, Mandaron a tres combatientes a buscar el agua, pero éstos aún no habían vuelto.

Miguel fue corriendo tras la elevación, subió al coche y fue a ver si obtenía algún refuerzo. A kilómetro y medio, junto a una bifurcación del camino, vio un carro blindado. El conductor se había echado junto al estribo y se estaba fumando un pitillo.

—¿Qué esperas? —gritó Miguel—. ¡Corre, al otro lado de esta colina! ¡Allí haces falta! ¿Donde está el tirador?

—No está. La máquina se ha averiado. El motor no funciona.

—¿Qué se ha estropeado? Enséñamelo. Lo arreglaré, soy mecánico.

Nada podía reparar Miguel, pero el conductor lo creyó y se asustó.

—El motor no anda porque falta agua al radiador.

Miguel abrió el tapón. En efecto, no había agua.

—¡Tú mismo has dejado salir el agua, traidor! ¡A dos pasos de aquí los mejores hombres de España y los obreros extranjeros dan su vida por tu país y tú, preocupado por tu pellejo, inutilizas una máquina de combate!

Con temblorosa mano, Miguel desenfundó su pistola. La rabia le enturbió la vista. Allí estaba el conductor de pie, con las manos en alto, grande, rizoso, con ojos de cordero. Aún sostenía su pitillo entre dos dedos. En torno se reunieron varios hombres, nada hicieron para contener a Miguel. De todos modos, éste logró dominarse.


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