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Diario de la Guerra de España
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Текст книги "Diario de la Guerra de España"


Автор книги: Михаил Кольцов



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Rojo habla de sus temas predilectos de táctica militar: las campañas napoleónicas en España y, sobre todo, las guerras del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba, el famoso caudillo del siglo xv, quien creó por primera vez algo por el estilo de un ejército regular poco antes del Renacimiento. La sublevación fascista sorprendió a Vicente Rojo sumido en la preparación de un trabajo histórico acerca de la táctica del Gran Capitán.

Han transcurrido pocos días: los discípulos de Rojo, pertenecientes a la nobleza, se sublevaron con las armas en la mano contra la República, uniéndose a la sedición de los generales en Tetuán y Sevilla. Su modesto profesor republicano, por el contrario, en seguida se puso a disposición del gobierno.

Conociendo la popularidad de que gozaba Rojo entre los cadetes y el respeto que éstos sentían por su profesor, el Ministerio de la Guerra lo mandó al Alcázar como parlamentario. Naturalmente, la tentativa no condujo a ningún resultado positivo. Los cadetes del Alcázar estaban dispuestos a entusiasmarse con el talento del Gran Capitán, pero no se disponían ni mucho menos, como él, a atacar junto con los franceses, Nápoles, sino que, por el contrario, anhelaban entrar con los italianos en su Madrid español.

Rojo se puso al frente de una columna de milicianos formada por sencillos obreros madrileños, sin instrucción militar alguna, más ñeles a su patria que los hijitos de los militares. Fue el jefe del sector de Somosierra y resistió allí la presión del grupo septentrional de los facciosos. Mandó una columna cuando la contraofensiva republicana en Seseña. Luego fue ayudante del jefe del Estado Mayor Central y al formarse la Junta de Defensa de Madrid, se puso al frente de su Estado Mayor.

—Aquí tenemos nosotros muy pocos especialistas en cuestiones militares. Éstos en su mayor parte figuran en el campo de los sublevados. Pero los que están aquí, conmigo, trabajan, cada uno de ellos, por cinco. Lo más importante es que nuestra labor cada día se va haciendo más fácil. A nuestros ojos crecen y ganan en calificación los Estados Mayores de las unidades inferiores, se forjan y estudian espléndidos jefes de las unidades militares grandes y pequeñas. Este mes ha sido para ellos una escuela extraordinaria. La han cursado de día en las posiciones y de noche en esta habitación, a mi lado. Me enorgullezco de mis nuevos discípulos. Y, he de reconocerlo, también yo he aprendido mucho de ellos. Sobre todo tenacidad, empuje, decisión.

No es fácil asimilarse tan rápidamente la sabiduría militar. El Gran Capitán gastó en ello muchos años, necesitó dos guerras para organizar, por primera vez, la acción conjunta de infantería, caballería y artillería. Nuestros «pequeños capitanes» de milicias han de aprender a hacerlo en unas cuantas semanas. Además, han de preocuparse también de la aviación y de los tanques, de los cuales Gonzalo de Córdoba estaba libre. Reconozco que el curso de enseñanza es pesadito. Pero tengo confianza en su éxito. Confío en que los jefes procedentes de las fábricas madrileñas vencerán a los jefes del Alcázar. Por lo que a mí me toca, consagro a ello todos mis esfuerzos.

—¿Y su trabajo histórico?

—Mejor es que no lo pregunte. Los fascistas han saqueado con saña mi casa. Se ha perdido todo: la rica biblioteca histórico-militar, los mapas, los manuscritos, los documentos, todos mis objetos, los de mi mujer, los de mis hijos. Este impermeable de percha es todo cuanto poseo. Me advirtieron, me propusieron evacuarlo todo, pero resultaba violento distraer a los combatientes para trasladar mis bienes personales...

En el Estado Mayor hace frío, pero Rojo con su cazadora y su bufanda hace como si no lo notara. Desde una gran hornacina nos está contemplando, severo y orgulloso, un caballero de bronce con lujosa armadura. En el pedestal tiene grabada con vieja letra cursiva: El Gran Capitán.Al lado, sobre un banco, duermen hombres fatigados con ropas de obrero en las que se han cosido a toda prisa signos distintivos de oficiales.

Se dice de Vicente Rojo que es demasiado reservado, que habla poco sobre temas políticos, que guarda silencio acerca de los problemas más candentes, que, quizá, algo calla para sí. Dan ganas de pensar que esto no es cierto. Por ahora la defensa de Madrid es, en grandísima parte, mérito suyo. Esto pesa más que las ampulosas y a menudo vacuas declaraciones de los revolucionarios de nuevo cuño procedentes del generalato cortesano.

Rojo enseña a la gente, forja oficiales del pueblo. De los pequeños capitanes obreros surgen y surgirán grandes capitanes. Se escribirán nuevos libros sobre el nuevo arte militar del pueblo español en su lucha por la libertad. Los escribirá Vicente Rojo. También escribirán acerca de él.



21 de diciembre


Ahora raras veces estoy en la ciudad ni suelo pasar la noche en ella. Toda la actividad de combate se ha estabilizado en las afueras, en las fortificaciones y trincheras. Miguel Martínez está ocupado en probar a la gente en los sectores de lucha, en descubrir cuadros firmes de dirección política para redistribuirlos de manera más racional.

Las trincheras forman una larga y tortuosa línea; en algunos lugares entran en los barrios urbanos y se convierten en una línea de barricadas, de edificios y calles fortificados; vuelven a salir al exterior y así, en varias decenas de kilómetros, forman como una alargada herradura en torno a Madrid, con los extremos apoyados en la barrera montañosa septentrional: Guadarrama y Somosierra.

Las trincheras están ahora bien construidas, con una profundidad de metro ochenta centímetros hasta dos metros y una anchura de metro a metro y medio. En casi todos los sectores cuentan con parapetos, troneras para los fusiles y nidos de ametralladoras sólidamente cubiertos.

En algún que otro lugar han puesto en las trincheras algo así como un tillado con tablas de caja y con escombros secos. En los demás sitios, el fondo de las trincheras es de tierra húmeda, arcillosa. Esto hace que en los días lluviosos, debido al ir y venir constantes, se forme en ellas mucho lodo.

A cada ocho o diez pasos, en la pared exterior de la trinchera se han abierto cavidades de diferente tamaño. Sirven para conservar las municiones, los objetos, la ropa, y, a la vez, son un refugio sólido para el descanso y el sueño.

Se nota que los hombres se han acomodado ya en las trincheras, en las que hasta se ven bastantes trastos. El pie pisa ora un trozo de pan, ora un gorro roto, ora un libro o, lo que es peor, un cargador completamente lleno de cartuchos o, incluso, una redonda granada de mano hundida en el barro. La granada no presenta ninguna huella de desgaste, es completamente nueva, de acero negro pulido, con estrías, una «naranja». Estas granadas, dicho sea de paso, son muy buenas, sobre todo para la defensa. Son fáciles de arrojar, siempre estallan y poseen gran fuerza destructora. Aquí, granadas de mano del tipo de botella con mango de madera, son más útiles para el ataque.

La cuarta línea de trincheras, la tercera y la segunda están unidas a la primera con zanjas de comunicación, de sesenta a ochenta centímetros de profundidad.

La poca profundidad de las zanjas de comunicación hace que los combatientes sufran a menudo heridas, y ello no porque dicha profundidad sea poca, sino porque a los soldados les da pereza (o les resulta violento ante otro) caminar largo rato encorvados o a rastras. Se pasean por tales zanjas cubiertos sólo hasta la cintura y no pocas veces caen bajo la certera bala de un moro. He visto a muchos heridos; casi el setenta por ciento de los de estos últimos tiempos lo están en la cabeza, en la parte superior del cuerpo.

Los fascistas se encuentran muy cerca, a unos trescientos metros, a doscientos y, en algunos puntos, a cincuenta. Se ven claramente sus movimientos en las líneas avanzadas, sus automóviles y hogueras en el plano posterior. A veces, en las horas de calma, se oyen las melancólicas canciones de los moros.

La línea de defensa está batida. ¿Cómo reacciona a ello el soldado? Hoy el cielo está cubierto de nubes y, por consiguiente, es un día sin aviación. Son las diez de la mañana. En el sector en que me encuentro, procuramos contar a grosso modo, junto con los combatientes, la frecuencia de los disparos. En diez minutos, el enemigo nos manda cinco obuses de artillería (de los cinco han estallado cuatro), cuatro minas de mortero, treinta y dos ráfagas de ametralladora, de seis disparos por término medio, quince salvas de fusil (de cuatro o cinco fusiles) y, finalmente, unos doscientos ochenta disparos de fusil ora como fuego graneado ora como disparos sueltos. Durante este mismo tiempo, ha habido minuto y medio casi de silencio absoluto.

¿Qué tipo de fuego es el que más impresiona?

En general, los combatientes de Madrid están acostumbrados a todos los tipos de fuego, están fogueados. A las ametralladoras no las temen, ante los obuses de artillería, adoptan una actitud casi filosófica. Pero una pieza tan simple como el mortero los inquieta mucho. El mortero dispara a trescientos metros con tiro por elevación, la mina cae verticalmente y si da en plena trinchera, causa de golpe muchos destrozos. Naturalmente, es muy raro que llegue a acertar de este modo. Pero en la lucha de posiciones hay tiempo suficiente para situar los morteros y afinar la puntería.

El fuego de la aviación, sus bombas, ha sido hasta ahora el más pavoroso. Pero también en este sentido es mucho lo que ha cambiado la psicología del combatiente. Éste ha comprendido no sólo todas las posibilidades, sino, además, todas las imposibilidades de la lucha aérea. Deja de correr de un lugar a otro al aparecer la aviación. Al contrario, se queda en un sitio, se echa y mira hacia arriba. Ahora comprende que sólo si la bomba le cae directamente encima puede matarle. Fuera de este caso, estando echado, es posible quedar ileso incluso a veinte metros de la explosión, pues los cascotes de metralla vuelan en forma de embudo abierto hacia arriba. Ni uno solo de los últimos bombardeos de los Junkers ha desmoralizado y ha descompuesto a las unidades republicanas. Tampoco les ha causado sensibles pérdidas.

En la conciencia del combatiente del Ejército Popular que se encuentra bajo el fuego del enemigo, se está produciendo (aún no se ha producido de manera definitiva) un cambio radical. De lo que he denominado heroísmo del pánico —la idea fija sobre la muerte y la fatigosa disposición a perder la vida– de ese estado de tensión, pasa a la mentalidad de soldado, adquiere gran sangre fría y aguante, pericia para adaptarse a la situación y al terreno. Este proceso cada vez es más intenso; naturalmente, aún no se ha efectuado por completo: es demasiado poco el tiempo transcurrido.



22 de diciembre


Su propio fuego lo efectúan ahora los republicanos de otro modo. En las trincheras frente a Madrid los soldados han comenzado a comprender que lo de menos valor en el disparo es su ruido y lo más valioso —lo único valioso– es que dé en el blanco. Se diría que ésta es una verdad para niños de pocos años. Pero también la guerra pasa por su edad infantil. Aún hace dos meses, tanto entre los republicanos como entre los facciosos, era muy corriente, como aquí se dice, «el ataque de fuego». No con ayuda del fuego, sino precisamente de fuego. Consistía este ataque en que un grupo de tropas se surtía de un millón de cartuchos y obuses y comenzaba a disparar sin descanso. Cuando se había disparado el último obús y el último cartucho, si el enemigo no huía, el ataque se consideraba terminado y fallido. Ahora de esto ya se ríen, ¡pero antes se hacía en serio!

Ahora las unidades republicanas ahorran los cartuchos y procuran no disparar. De la masa general comienzan a destacarse tiradores de primera aislados y secciones enteras de tiradores modelo. Las ametralladoras no se colocan a la buena de dios, sino teniendo en cuenta la situación, o baten con ellas los lugares de paso más cómodos del enemigo. Lo mismo ocurre con la artillería: después de haber adquirido experiencia en el tiro desde posiciones cubiertas, ésta ha aprendido a disparar también desde las líneas avanzadas, con tiro directo, con fuego de daga contra los objetivos móviles, contra los tanques. Los artilleros se aficionan a su trabajo, cuidan de sus cañones. En nuestro sector, durante un ataque, los fascistas descubrieron un cañón y lanzaron sobre él granadas de mano. Pero el capitán de artillería, gravemente herido en la cabeza, permaneció en su puesto hasta que el cañón estuvo en completa seguridad.

También los republicanos disparan con mucho enardecimiento sus morteros y lanzagranadas. Al principio estos «cañones de trinchera» eran tenidos en poco aprecio, pero ahora actúan en toda la línea de defensa de Madrid.

El combatiente de las tropas republicanas ha adquirido, ahora, otro aspecto. Ya no es el guerrillero de facha inverosímil con una pluma de pavo real en el gorro o un sombrero mexicano, con el máuser en un costado y una vieja espada de Toledo en el otro. El invierno y, sobre todo, el grave giro que ha tomado la guerra, ha disciplinado a soldados y a jefes. Unos y otros visten, si no por completo de uniforme, por lo menos de la misma manera: cazadora de paño, pantalones también de paño ajustados en las botas y gorro, sea de paño, de cuero o de piel, con orejeras, como los de nuestros esquiadores (los vascos siguen con sus boinas).

Y, naturalmente, la manta. El soldado español no se separa de su manta, la lleva a todas partes consigo. Esto a nosotros puede parecernos cómico, pero el hecho es que aquí casi desconocen los capotes. Los oficiales llevan capa, que es, en realidad, la misma manta con un orificio para la cabeza, con cremallera y largos extremos que cuelgan libremente. El soldado usa la manta en todos los casos de la vida. Duerme y monta la guardia envuelto en ella, con la manta se resguarda de la lluvia, en ella envuelve sus bártulos y sus reservas de comida. Se tienden sobre ella durante el tiroteo. Al herido o al muerto también lo llevan envuelto en la manta o sobre ella.

Desde luego, cada pueblo y hasta cada individuo tiene sus usos y costumbres. Pero, de todos modos, la vida de los soldados en las trincheras nivela a las naciones. El soldado español, lo mismo que el inglés y el turco, se aburre en la trinchera, a la vez que le toma afecto, como a su casa. Después de la humedad y de la lluvia, se tiende a calentarse al sol en la elevación, aunque esto puede costarle la vida. Está sujeto a cambios de humor, que se reflejan en su capacidad combativa. Los muchachos de la trinchera en que he pasado el día de hoy, ayer por la tarde se aproximaron a las posiciones del enemigo y les echaron octavillas en una longitud de unos cien metros. Obvia decir lo mucho que se arriesgaron. Y por la mañana, estos mismos mozos se han puesto muy nerviosos cuando los fascistas han comenzado a batir con tiro ajustado la trinchera vecina. Aquí, el soldado, como en todas partes, se siente más seguro en las posiciones y más desconcertado en la lucha de maniobra en pleno campo. En el combate de maniobra, al instante, como de un salto, se eleva el papel del jefe experimentado, y, como es natural, la oficialidad preparada al frente de los marroquíes y soldados de la legión extranjera, ejercitados en la táctica de campaña, ha obligado a hacer un gran esfuerzo a las inexperimentadas columnas de obreros de la ciudad mandados por jefes también obreros y con poca experiencia.

No hace falta decir cuán importante es el trabajo de la sección política para el ánimo combativo del soldado. En el frente de Madrid, en este sentido, se han obtenido grandes éxitos. Cierto, aún no es lo que haría falta. En las trincheras hay más instructores políticos y culturales de los necesarios. Pero aún hay pocos auténticos comisarios de guerra. Por otra parte, el jefe de la unidad con mucha frecuencia utiliza al comisario y al delegado político como procuradores y agentes en los distintos organismos de abastecimiento y esto los separa de los combatientes.

Miguel Martínez se ha ocupado muchísimo de los comisarios, introducido la práctica de los informes políticos que proporcionen al mando y a la alta dirección política una idea clara de la capacidad combativa y del estado político-moral de las unidades, a la vez que disciplinen a los propios autores de los partes. Pero ha chocado con grandes dificultades. Los informes políticos o bien se convertían en relaciones formularias sobre el estado plenamente satisfactorio y la alta moral de las tropas, repitiendo el contenido de los partes del mando, o, por el contrario, reflejaban sin sentido crítico el pánico y la impotencia de las unidades y los jefes. Era muy difícil evitar que los autores de los informes políticos incurrieran en exageraciones.

He aquí el informe político de Virgilio Llanos, comisario de las unidades de Brúñete, correspondiente al 26 de octubre:


«Bajas: heridos, i; enfermos, 8. Moral de las unidades: excelente, con enormes deseos de atacar. Armamento: fusiles, 5 026; ametralladoras, 32; ametralladoras portátiles, 4; cañones, 9. Situación: la misma. Acciones de la jornada: movimiento demostrativo hacia Navalcarnero. Al fuego de ametralladora del enemigo, nuestras unidades han contestado enérgicamente. Aviación: a las 17 horas nos han atacado los aviones del enemigo. Deserciones: un sargento, 4 cabos y 31 guardias nacionales, que cubrían el cruce de caminos junto a Chapinería, han desaparecido con armas y municiones.»


He aquí sus mismas palabras del día 2 de noviembre:


«Bajas: no hay. Moral de las unidades: muy mala, como regla general. Es imposible señalar excepciones. Faltan las unidades que ayer huyeron. Las causas de su pánico radican en la falta de municiones, prometidas la víspera. Situación: en este momento, en Boadilla del Monte. Hoy es posible la retirada hacia Majadahonda.»


Virgilio Llanos es un comisario muy bueno e inteligente (socialista). Los dos informes reflejan la inexperiencia y el desconcierto en los primeros días de su trabajo, durante la retirada general ante Madrid.

Sabemos que Boadilla no fue abandonado ni el 2 de noviembre ni el 3, aún se mantuvo dos meses.

He aquí un informe engañoso del comisario Pedro Alcorcón, correspondiente al 5 de noviembre:


«Bajas: 11 enfermos. Moral: excelente, afectada sólo por la fatiga de los combatientes, que piden el descanso, prometido desde hace mucho tiempo. Situación de las unidades: la misma que ayer. Instrucción cultural: se han dado a conocer los decretos del gobierno y el contenido de los periódicos. Acontecimientos: no ha habido.»


En realidad, la unidad había abandonado las posiciones que ocupaba y la mitad se había dispersado. El comisario fue destituido, entregado a los tribunales, pero... desapareció sin dejar huella.

He aquí un informe político del propio Miguel, desde la carretera de Extremadura, correspondiente al 2 de noviembre:


«El destacamento que contraatacaba ha sido sorprendido por la aviación enemiga. Los combatientes se han dispersado rápidamente y se han echado al suelo, gracias a lo cual han logrado evitar pérdidas. Insuficiencias del contraataque:

1. Lo hemos iniciado con un retraso de una hora;

2. El movimiento de las secciones ha sido increíblemente lento, sobre todo teniendo en cuenta que los tanques nos limpiaban el camino;

3. Las secciones, en el ataque, se disgregan en exceso. Es necesario avanzar en grupos más compactos y muchísimo más aprisa. Los jefes no han de perder de vista a sus hombres, sobre todo los jefes de las secciones y de las compañías. Es necesario destacar pequeños grupos de vanguardia para el primer contacto con el enemigo, de otro modo nos detenemos en el campo bajo el fuego enemigo sin haber llegado a sus posiciones; así se pierden toda la utilidad y todo el sentido del ataque;

4. La unidad ha de dispersarse únicamente en el momento del bombardeo aéreo, pero en todos los otros casos ha de mantenerse más compacta, formando grupos y no individuos aislados; ha de aprovechar las rugosidades del terreno para el avance;

5. Está vergonzosamente organizada la alimentación de los combatientes, mejor dicho: no está organizada; el ataque se ha demorado en espera del desayuno, que no ha llegado, los combatientes han atacado en ayunas. Sólo hacia las dos de la tarde nos han traído un poco de pan, tomates y vino. Para los jefes y comisarios había sardinas, pero las hemos desmenuzado en el puchero con pan y cebolla. Los jefes pueden contar con una mejora de rancho sólo en caso de que la unidad se nutra decentemente;

6. Es necesario examinar y criticar con mayor audacia los errores, éste es uno de los caminos que conducen a la victoria;

7. Los periódicos han llegado tarde, cuando ninguno de los combatientes tenía ya deseos ni fuerza para leerlos. El coche de la prensa tarda en llegar aquí, desde el centro de la ciudad, quince minutos; ¿quién lo retiene? En el comisariado ha de haber una persona responsable exclusivamente del envío de la prensa a los sectores del frente, ha de entregarla bajo firma con indicación de la hora de entrega.»


En noviembre y diciembre los informes se hacen mucho más serios y prácticos. He aquí el informe de uno de los comisarios, correspondiente al 12 de diciembre:


«Bajas: 1 muerto, 1 herido. Ayer por la noche nuestra unidad atacó y tomó unas trincheras enemigas, de unos 200 metros de longitud. Antes del amanecer, el terreno conquistado ha sido fortificado para poder rechazar los contraataques; se ha establecido un nido de ametralladoras. El ataque se llevó a cabo sin efectuar un solo disparo hasta llegar cerca de las trincheras, ha sido una prueba de entusiasmo y valentía. En el combate se ha distinguido el sargento de infantería Bartolomé Tur, quien ha sido presentado para el ascenso a teniente. Al enemigo se le han cogido municiones, mantas, palas y demás material de zapadores. El feliz resultado del golpe de mano de esta noche ha mejorado sensiblemente el estado de ánimo de combatientes y jefes.»


En un sector han establecido un gran aparato, han organizado cursillos de formación cultural, escuelas para acabar con el analfabetismo, cine. En los reductos hay pupitres escolares, globos, pizarras de clase. A mí me parece que esto es excesivo. Estas cosas han de hacerse más lejos, en la retaguardia. La brigada, con toda esta organización, ha echado demasiadas raíces en su sector, con todos esos bienes, irá de mala gana al relevo o cederá de mala gana lo que tiene a otra unidad. Lo peor es que se le ocurra llevárselo todo consigo. El que los combatientes o una unidad militar se recargue de objetos en período de guerra es un mal bastante sensible. Emilio Jiménez, soldado, campesino de Extremadura, tiene aquí, en la trinchera, una guitarra, otra guitarra rota, dos almohadas, un retrato de Kropotkin con un marco dorado de madera, un hermoso caballo de madera (para su hijo), un despertador, un sombrero de paja, dos enormes vasos de shrapnels, un saco de semillas y una vieja espada de Toledo con un escudo en la empuñadura. La espada me la ha regalado.



23 de diciembre


¿Y qué harás, después de la guerra?

Esta pregunta hace poner en guardia a quien se formula y luego le hace reflexionar profundamente.

No, son muy pocos, en nuestra trinchera, quienes después de la guerra deseen seguir siendo militares. Sólo desean vencer a los fascistas, echar a los alemanes y a los italianos. Después, Juan Fernández quiere de nuevo ser empleado de aduanas en San Sebastián, Valentino López, abrir otra vez su quiosco de periódicos en Valencia, y Emilio Jiménez, labrar de nuevo su seca y avara tierra de Extremadura. Desde luego, todos hacen una enmienda: esta guerra ha de cambiar la vida, si no por completo, por los menos en mucho. Arrojar para siempre a los estraperlistas, a los reaccionarios de la administración de aduanas; en Valencia no habrá más grandes especuladores y fascistas, y el soberbio hidalgo no volverá a hacer burla de Emilio Jiménez. En cuanto al joven Paco Domingo, en vez de respuesta a mi pregunta, sus amigos le levantan sin ceremonias el gorro de miliciano que le cubre la cabeza. Sobre su occipucio, se riza levemente una coleta de torero. Paco la lleva algo cortada, para que no asome al exterior, pero no cortada por completo. Si es necesario, en dos semanas tendrá ya una auténtica coleta. ¡Si es necesario! Claro que es necesario. Los facciosos han truncado los éxitos de Paco Domingo en el momento de mayor empuje. Paco Domingo ha mandado ya al otro mundo, de manera muy interesante, cincuenta toros. De él empezaban a hablar lisonjeramente los más severos críticos de la tauromaquia, Paco conserva aquí mismo, en las trincheras, un cuaderno con recortes de periódico. Se esfuerza para convencerme de que al día siguiente de haberse terminado la guerra, es indispensable nacionalizar todos los criaderos españoles de toros de lidia. Y luego, ¿no sería posible organizar una gira de toreros en Rusia? En España la temporada de las corridas termina en octubre; pues bien, en invierno se podría organizar algo en Moscú... Me imagino a Domingo calzando botas de fieltro y clavando banderillas al mejor toro de raza del trust ganadero sobre la pista helada del estadio Dinamo y me horripilo.

¿Vale la pena desilusionar a un joven tan decidido como Paco, resquebrajar sus bien ajustados planes? No, no vale la pena.

Pero al lado de estos hombres que han empuñado el fusil sólo temporalmente para rechazar la invasión fascista, en las trincheras de Madrid se forjan también nuevos militares profesionales, núcleo del ejército regular republicano. El albañil Ángel Blanco combatió excelentemente en la Ciudad Universitaria. Bajo una lluvia de balas sacó del campo de batalla el cuerpo de un alemán antifascista muerto por los facciosos, no quiso que el enemigo lo profanara. Ahora aquí ya es sargento, conduce a los soldados a todos los golpes de mano y a todos los ataques, ha sido herido, pronto le enviarán a la escuela militar, y lo único a que ahora aspira es a obtener formación militar, hacerse militar profesional. El capitán Ariza tiene un aspecto muy marcial, un rostro enérgico, voluntarioso bajo el casco de acero, posee dotes de mando y goza de mucha autoridad entre sus combatientes. Sin embargo, ni siquiera olió el viejo ejército español. Hace cinco meses se dedicaba pacíficamente a su profesión de maestro en una aldea asturiana; de las guerras se había ocupado sólo por el manual de historia. Ahora es un auténtico oficial, sueña con la academia, pero no pedagógica, sino militar.

—Tanto más cuanto que mi carrera de maestro está cortada de raíz: tengo a mis órdenes, como miliciano, al director general de Primera Enseñanza, y nos hemos tirado los trastos a la cabeza.

El director está presente, zurciéndose con cara hosca unos calcetines, y confirma:

—¡Que caiga en mis manos luego, en el ministerio, me las va a pagar todas!



24 de diciembre


«Durante tres días seguidos se ha mantenido desencadenada la tempestad. Nos ha sacudido de tal modo, que era imposible escribir. Nuestra fragata , El águila del Norte,se encuentra más allá de Gibraltar. Sin timón, con las velas en parte desgarradas, es arrastrada por la corriente en dirección suroeste. ¿Contra qué nos lanzará, qué será de nosotros? Es de noche. El viento se ha calmado, las olas van menguando. Estoy sentado en el camarote y escribo. Lo que tenga tiempo de escribir acerca de lo visto y experimentado, lo meteré en una botella y la arrojaré lacrada al mar. Y a vosotros, quienes la encontréis, os suplico que la mandéis a la dirección indicada. iDios todopoderoso! ¡Ilumina mi memoria y mi entendimiento, alivia al alma doliente, lacerada por las dudas! Soy el marino Pavel Evstafevich Kontsov, oficial de la flota de Su Majestad la Emperatriz de todas las Rusias, Catalina II; hace cinco años, quiso Dios que me hiciera digno de una distinción especial en el combate del famoso Chesma... Y a mí, tan humilde, me fue dado entonces, en la oscuridad, desde los barcos de Yanuari, arrojar personalmente al enemigo la primera bomba incendiaria. La bomba, que cayó en el pañol de la pólvora, hizo estallar y volar por los aires la nave almirante turca, y con los brulotes, que llegaron a toda prisa, se incendió toda la flota enemiga...»


Tengo abierto sobre las rodillas un libro de cubierta azul, de tupidas hojas algo amarillentas; es el segundo tomo de las obras de Grigori Petróvich Danilevski, La princesa Tarakanova,sexta edición, con retrato del autor, impresa en San Petersburgo, en la isla de Vasiliev, tipografía de Stasiulevich. Junto al libro, sobre un adoquín de piedra arrancado de la calle, una pastilla de chocolate Suchard, un chisquero de cobre con su larga mecha amarilla, como una cola, un racimo de uvas envuelto en un trozo de El Soly una curiosidad de ultramar, una cajetilla de cigarrillos Kasbek;en la tapa de la cajetilla, un montañés de buena planta galopa montado en un brioso caballo, y ante él se perfilan las azulinas sombras de las nevadas cumbres del Cáucaso, más altas, más pacíficas que las laderas blancas del Guadarrama que tenemos ante los ojos.

Hoy es fiesta; se trata de la Nochebuena. No, en esto no hay nada de eclesiástico. El sentido religioso de la fiesta se ha evaporado. Ha quedado la necesidad de descansar, de divertirse, de pasar una noche en calma y comiendo bien. Los combatientes desenvuelven los paquetes que han recibido de Cataluña, de Valencia; se reparten entre sí tocino, huevos duros, uvas. Y mi cajetilla de Kasbekvarias veces ha sido visitada ya por los dedos oscuros y endurecidos de los soldados.

El libro de Grigori Danilevski me lo ha dado su hija, Alexandra Grigórievna, esposa del general Rodríguez. El espíritu romántico se transmitió a los descendientes del autor de La princesa Tarakanovay Mirovich.Alexandra Danilevskaia se puso a recorrer Europa, llegó a cruzar los Pirineos y aquí se enamoró de ella, de la hermosa de Járkov, un oficial español. Se casó, se quedó para toda la vida aquí, en un país extraño, desconocido, pero hizo un voto: educar a sus hijos por lo menos como medio rusos. Con paciencia y cariño inmensos, se ocupó de la instrucción de sus dos hijas, les enseñó a leer, a escribir, les enseñó luego literatura; creó en su casa una pequeña biblioteca rusa y recitaba a coro con sus hijas poesías rusas, ante la sorpresa y el bondadoso entusiasmo del bueno de Rodríguez. Rodríguez era, como suele decirse, un hombre de convicciones izquierdistas, adoraba a su familia, murió hace algunos años después de una larga enfermedad. La mamá Rodríguez, hermosa mujer de pelo canoso, se presentó un día en el Palace. Sus hijas Julia y Elena, por su aspecto, son verdaderas españolas. Se ofrecieron, con todas sus fuerzas y su saber, para ponerse al servicio de la amistad entre la Unión Soviética y su nueva patria. Era en el momento más crítico, el enemigo se acercaba a Madrid. Les hicieron sitio en el coche de los corresponsales de la Komsomolskaia Pravda,las evacuaron a Alicante. Después, empezaron a trabajar como traductoras en la representación comercial de la Unión Soviética. Su biblioteca, con La princesa Tarakanova, con las bilinas, con Tiútev, me ha sido una ayuda inestimable durante las largas horas de trinchera ante Madrid.


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