Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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26 de octubre
La primera línea de defensa de Madrid ha sido rota. Los fascistas se la están comiendo a pedazos. Han cortado la línea del ferrocarril en Ciempozuelos. ¡Si se les pudiera contener aún algunos días y se consolidara la segunda línea de defensa! En ésta sólo acaban de iniciarse las obras de fortificación. La ciudad comienza a atrincherarse, miles de madrileños han empezado a abrir zanjas y a construir reductos.
Albañiles y profesores, escolares y pensionistas de los asilos de ancianos, amas de casa y ministros, han pasado el domingo en los arrabales de la ciudad con la pala en la mano.
Ahí podía verse a José Díaz y a Dolores Ibárruri, a los directores del museo del Prado y a dueños de perfumerías.
Nadie desea ver las jetas de los legionarios, las cicatrices —señal de los duelos celebrados durante su vida estudiantil– de los nazis alemanes por las calles de Madrid. Nadie, excepto los fascistas de la clandestinidad, desea ver al general Franco en el Palacio Nacional.
Ya no es posible evacuar Madrid como es debido. La evacuación de las instituciones según un plan requiere por lo menos algunas semanas. ¡Y la población! El caso es que casi el noventa por ciento de la misma se ha hecho culpable de alguna cosa a los ojos de los fascistas.
Para evitar la monstruosa y sangrienta pesadilla, no hay más remedio que defender Madrid, defenderlo como quien defiende su propio cuerpo. El instinto de autoconservación aumentará las fuerzas y la audacia del pueblo madrileño.
Por fin el general Asensio ha sido retirado del mando del frente central. Pero no ha sido destituido, sino que incluso ha sido elevado en dignidad: Caballero le ha nombrado su sustituto.
Para mandar el frente central, incluido Madrid, se ha nombrado al general Pozas, hombre entrado en años; dicen que muy fiel a la República y al Frente Popular.
A Asensio en todas partes le llaman abiertamente traidor. Y al mismo tiempo, muy en serio, aducen otra versión de sus fracasos y derrotas. No, no es un traidor, se trata de otra cosa. Se trata de complicaciones amorosas. En el momento culminante de la operación ha exagerado la nota en lo tocante al elemento femenino. El caso es que, en general, eso solía serle útil, tonificaba sus facultades, pero ahora, no se puede negar, ha sobrepasado la medida. Así hablan no los camareros de café, sino personas responsables, ¡ministros!
Todos estos días, la ciudad es bombardeada diariamente dos o tres veces. Los madrileños han dejado de echar bravatas y discutir sobre el tamaño de las bombas, pero al mismo tiempo, en cierto modo, se han habituado a la situación. Antes de correr a los refugios antiaéreos, pese al aullido de las sirenas, examinan atentamente las crucetitas negras de los Junkers en el cielo: hacia dónde van, cuál es su dirección.
Al pasar en su «autoplano» por la calle de Alcalá, Dámaso, de pronto, ha frenado en seco. Ha saludado con la mano a un señor bajito, de agradable aspecto.
—¿Quién es?
—Es Angelillo. El cantante. El dueño de su «autoplano».
Aunque algo confuso, quise trabar conocimiento con él. El famoso tenor resultó ser un hombre amable y correcto, tanto más cuanto que allí cerca le estaba esperando un Packard de doce cilindros. Junto con los dos chóferes nos sentamos a tomar una taza de café, que ya no es natural. Un tropel de muchachas y adolescentes rodearon en seguida a Angelillo, y él, con gesto habitual, sin mirar, empezó a conceder autógrafos —en postales, en servilletas de papel, en pañuelos de seda—. La muchedumbre hablaba y se reía, los milicianos daban palmaditas a Angelillo, le sacudían: «¡Canta!» Las vendedoras de naranjada daban voces en la acera; el contenido de sus botellas se bebía, como siempre, sin vasos: empujaban al interior del envase una bolita de cristal y vaciaban la botella llevándosela directamente a los labios... ¿Es posible que sea ésta una ciudad amenazada por un peligro mortal?
27 de octubre
Algo importante, complejo, cierto proceso hondísimo se está produciendo en las entrañas de la enorme ciudad. Me da vergüenza confesármelo, pero no puedo comprender qué cosa es ésta. No soy español. No sé si, de serlo, lo comprendería, lo captaría. No sé si lo comprenden el gobierno y los dirigentes políticos.
Algo nace y algo muere.
Parece que está muriendo la idea de impotencia y de fatalidad.
Están naciendo, por lo menos entre las capas avanzadas de la masa, la idea y la voluntad de resistencia, de defensa de Madrid, la idea de que Madrid ha de conservarse, ha de ser inviolable.
¿Acaso esta idea y esta voluntad nacen hoy? ¿Acaso no ha existido desde el primer momento esta idea de defender Madrid contra el fascismo? ¿No se ha repetido un millón de veces, acaso, en los periódicos, en los mítines, en el éter, en las enormes telas extendidas sobre las calles: «¡No pasarán!», «¡Conservar Madrid o morir!»?
Pero en estas palabras se percibía un mayor acento en la segunda parte que en la primera.
El sentido de lo trágico, en el español, es extraordinario, es nacional. Los muchachos de seis años cada domingo ven la muerte de seis toros en la plenitud de sus fuerzas y llenos de furor, a veces ven también la del mismo torero. Las funerarias son tiendas de los más lujosas y adornadas. La idea de la muerte, aunque sea de una muerte digna y heroica, pero al fin y al cabo de la muerte, acude con excesiva frecuencia a la cabeza del combatiente español, incluso del que figura entre los materialistas, se adueña de él en exceso, le induce a acciones a veces desesperadas, a veces ingenuas.
Esta psicología sólo puede curarla una larga permanencia en los combates, bajo el fuego. Dicho con más sencillez, sólo puede curarla el hábito de la guerra.
Se están efectuando ahora ciertos cambios moleculares. A mi modo de ver, se trata de grandes cambios. ¿Lo perciben los dirigentes, generales y jefes?¿No se engañan en cuanto al estado de ánimo del pueblo y de su capacidad combativa? ¿O me engaño yo? ¿Qué ocurrirá si el pueblo, que ya ha madurado para la lucha, se encuentra sin jefes, que han pasado de maduros y se han podrido?
Acompañados por un potente fuego de artillería y aviación, los fascistas todo el día han avanzado por la carretera de Toledo hacia Getafe y por la carretera de Extremadura hacia Leganés. Ayer se adueñaron de SeseñayTorrejón de la Calzada. En el Guadarrama hay tranquilidad. Y en todas partes —en el frente de Aragón, en los del Sur y en los del Norte– reina la calma; todos están pendientes de la suerte de Madrid.
Pasada medianoche, Miguel Martínez salió por la carretera de Valencia y luego viró a la derecha, por una carretera estrecha, hacia Chinchón. Los árboles surgían de la oscuridad como diablos en el brillante círculo de los faros del automóvil. Era terrible pensar que el guía motorista podía estrellarse contra un árbol y que, antes de que pudiera lanzar un grito, el coche iba a rematarle. Mas era imposible reducir la marcha: motorista y chófer formaban un par de endemoniados.
Más allá de Chinchón, en plena llanura, después de haber mirado el reloj, Miguel hizo detener el automóvil y la motocicleta. En torno, a la luz de la luna, la tierra parecía de yeso, ondulada, formaba picos y redondos cráteres volcánicos; crecían, mezquinos, arbustos ásperos y resecas hierbas.
Un cuarto de hora más tarde, a través del sonoro cántico de los grillos, empezó a notarse un zumbido lejano, regular, tranquilo, que fue creciendo poco a poco. El chófer y el motorista se estremecieron. Miguel sonrió. En la carretera apareció una cadena de pequeñas lucecitas. Cada vez más cerca. El zumbido se transformó en estruendo y, al fin, por una cuesta se vio bajar unos tanques. Una compañía. Sólo una compañía.
El automóvil encendió los faros —los tanquistas se detuvieron inmediatamente—. Creían que aquella carretera estaba por completo desierta, no esperaban encontrar a nadie. Varios hombres se adelantaron, hablaron con Miguel Martínez, y sólo después le abrazaron.
La compañía de tanques evitó pasar por el Chinchón dormido, lo dejó a un lado. Pero en otro pequeño pueblo, la gente se despertó, todos salieron a la calle y gritaban llenos de entusiasmo: «¡Viva!»
28 de octubre
Los facciosos hoy vuelven a atacar, pero el general Pozas ha tomado la decisión de contraatacar en las direcciones de Griñón, Seseña y Torrejón de la Calzada.
Del grupo de choque, orientado hacia Seseña, forman parte: la nueva brigada de Líster, recién formada, las unidades de Toledo, que Burillo reunió y reorganizó en Aranjuez, y la columna de Uribarri. A este grupo de choque, le apoyarán también la compañía de tanques, cinco baterías y aviación. Las columnas de Modesto y Mena actúan en los flancos.
La brigada de Líster está aún completamente verde; dos de sus batallones están formados por buenos combatientes del Quinto Regimiento; los demás han pasado por doce días de instrucción y sólo hoy, al atardecer, han recibido fusiles. Burillo está muy animado, confía en que, si los tanques abren brecha, puede dar la vuelta a Illescas y hasta irrumpir en Toledo. Si no entra en la ciudad, por lo menos la hostigará.
A todos les entusiasma la participación de los tanques y de la aviación. Es posible que esto constituya, en efecto, el envite que provoque el cambio, que eleve el espíritu de las tropas.
Miguel ha recorrido todos los batallones, ha hablado con los comandantes, con los comisarios —el estado de ánimo es bueno, sobre todo después de haberse distribuido los fusiles—. A todos se les explica de qué modo la infantería ha de acompañar a los tanques, a una distancia de cincuenta a doscientos metros, no más. Se explica de qué modo hay que conquistar las trincheras y las posiciones del enemigo, después de que los tanques han aplastado los puntos de fuego y la primera línea de defensa.
Los propios tanquistas arden en deseos de entrar en combate. Son jóvenes, sólo algunos de ellos rebasan los treinta años, los demás son mozos de veintiún y veintidós años. Sólo preguntan y vuelven a preguntar «¿Nos seguirá la infantería?» Ninguna otra cosa los inquieta ante su primer combate.
Lo único que infunde grandes recelos es la artillería. La artillería en general, de no poner sumo cuidado en evitarlo, tiende a burocratizarse rápidamente, a atascarse en su propio estatuto, en su reglamento, muy complicados. En los ejércitos de corte antiguo, la sabiduría artillera establece una rigurosísima centralización, un increíble papeleo, priva de todo derecho a los jefes inmediatos de la artillería que de hecho actúa. En el ejército español esto resulta monstruoso. Los objetos a batir se señalan poco menos que con veinticuatro horas de anticipación, a base de los datos del día anterior o de dos días antes. Esos objetos no son objetivos concretos: baterías enemigas, concentraciones de tropas, edificios, ferrocarriles, sino, sobre todo, cuadraditos en el mapa. El mando indica en qué cuadrado se han de efectuar durante el día tantos disparos, y nada más. Para cambiar de objetivo o aunque sea de cuadrado, es necesario ponerse en relación por escrito con el jefe de artillería de todo el sector... Voltaire, artillero francés, está desesperado del orden aquí establecido. Cuenta que hace unos días el jefe de una batería vio a una gran masa de infantería enemiga que atacaba, pero no disparó contra ella, sino que siguió mandando obuses a otra parte. Según la orden recibida, dada la víspera, se suponía que allí se encontraba una batería enemiga. La batería ya no estaba en aquel lugar, pero por más que Voltaire dijo, se continuó disparando en una dirección absurda; el oficial de artillería temía ser sometido poco menos que a un consejo de guerra si no se atenía a la orden.
Se preparó de antemano el texto de la orden que iba a dar el ministro de la Guerra sobre la operación de mañana. He aquí algunos párrafos de su parte final:
«... En su afán de conquistar Madrid, el enemigo ha agotado y extendido sus fuerzas colocándose bajo nuestros golpes. Mientras las fuerzas enemigas se han extendido y agotado, nuestras fuerzas, las fuerzas del Ejército Popular, han crecido y se han organizado. Hemos conseguido buen material de guerra. Poseemos tanques con cañones y ametralladoras, tenemos una aviación excelente y audaz. Ha llegado la hora de asestar al sangriento fascismo un golpe demoledor y aplastarlo ante las puertas de Madrid. Contamos, para ello, con todas las posibilidades, contamos con lo más importante: el amor y la fidelidad de los hijos de la España libre por su patria y por su independencia.»
«... Los tanques y aviones son potentes armas para golpear al enemigo. Pero la suerte del combate, su éxito, lo decide la infantería. ¡Camaradas! El día 29, al amanecer, nuestra artillería y nuestros trenes blindados abrirán un mortífero fuego contra el enemigo. Aparecerá luego nuestra gloriosa aviación que arrojará sobre las viles cabezas del enemigo muchas bombas y lo abatirá con fuego de ametralladora. Saldréis luego vosotros, nuestros valientes tanquistas, y en el punto más débil del enemigo romperéis sus líneas. Después, sin perder minuto, os lanzaréis vosotros, nuestros queridos infantes; avanzad como auténticos patriotas españoles, atacad las unidades del enemigo, ya desmoralizadas y batidas por la artillería, la aviación y los tanques; vosotros las castigaréis y las perseguiréis hasta su aniquilamiento total.»
«... Poseemos material de guerra, tenemos armas, ocupamos una posición táctica favorable. ¿Qué más queremos? ¡Españoles! ¡Arrojémonos contra los alevosos invasores y aniquilémoslos! El que así sea depende de nosotros.»
La orden debía ser leída a las unidades mañana, a las seis y diez minutos de la mañana, al dirigirse las tropas a ocupar las posiciones de partida. Pero a medianoche, al escuchar por radio el parte del Ministerio de la Guerra, Miguel, de pronto, se quedó helado: a continuación del parte, el locutor del ministerio leyó toda la orden, excepto los primeros párrafos donde se indicaban las unidades y los nombres geográficos.
Luego se tocó, como de costumbre, el himno republicano.
Miguel llamó en seguida a la sección de operaciones del Estado Mayor de donde, riéndose, le contestaron que al ministro le había gustado el texto de la orden y había mandado que se diera a conocer.
El texto ha sido dado también a los periódicos de la mañana... ¿Un escándalo?... El interlocutor del Estado Mayor volvió a reírse. En el Estado Mayor hubo objeciones, pero el ministro ha dicho... Al fin y al cabo, el ministro lo ve mejor.
29 de octubre
Son las cinco de la madrugada. Los estados mayores y los jefes trabajan. Nerviosismo, inquietud, agitación. Líster está sentado en la única habitación de una casa de Valdemoro, solo ante una mesita minúscula, en la que apenas cabe el mapa. La habitación está repleta de gente, todos gritan, hay unas discusiones con la artillería; todos se dirigen a Líster, quien escucha a cada individuo y despacio, después de una pausa, responde haciendo un esfuerzo. Está fatigado, extenuado.
¿Se han colocado ya todas las unidades en la posición de partida? Nadie puede decirlo con exactitud.
Son las seis. Las baterías han comenzado a disparar.
Las seis y treinta minutos. Aparece la columna de tanques. Los tanquistas tampoco han dormido, también están un poco nerviosos, pero con mucho ánimo, sonrientes. La infantería los saluda con exclamaciones clamorosas. Los jefes de las torretas con un gracioso gesto de mano invitan a los infantes a que los sigan.
La aviación, no se sabe por qué, se retrasa. Sólo a las seis cuarenta se oyen unas explosiones en dirección a Torrejón, Seseña e Illescas. Los tanques se lanzan al ataque.
Corren por el campo y se acercan al pueblo. Enmudece el fuego algo desordenado del enemigo. Sin encontrar resistencia, la columna rebasa las trincheras y penetra en la calle principal de Seseña. No se comprende por qué no obstaculizan su marcha. Cubren esta parte unidades de la columna fascista del coronel Monasterio.
Pequeña plaza circundada por viejas casas de piedra. Ahí hay soldados, marroquíes, vecinos del pueblo, bastante tranquilos todos.
Un oficial fascista levanta el brazo para detener el tanque que va en cabeza. El jefe del tanque está de pie, silencioso, con medio cuerpo asomando por encima de la torreta. Las dos partes se contemplan.
El fascista pregunta, amable:
—¿Italiano?
El jefetarda aún unos segundos en contestar, luego desaparece en la torreta, cierra tras de sí la tapa y dispara.
En ese momento, el pueblo se convierte en un hervidero.
Los tanques arremeten contra la muchedumbre, la destrozan con fuego de cañón y de ametralladora, la aplastan con las cadenas. Se oyen los gritos salvajes de los moros, sus balas rebotan sonoras contra el blindaje del tanque.
La columna sigue avanzando, a través de la plaza, siguiendo la calle. Aquí ha quedado embotellado y no puede desenvolverse un escuadrón de caballería mora.
Los caballos se encabritan arrojando a los jinetes moribundos y cayendo ellos mismos unos encima de otros. En pocas decenas de segundos se forma un tupido montón de cuerpos de caballo y de hombres, de feces rojos, de blancos chales árabes de muselina. Los tanques no pueden dispararse unos a otros al occipucio; la máquina del comandante suelta contra ese montón algunos obuses y unas ráfagas de ametralladora, luego trepa sobre la masa viva y avanza aplastándola, oscilando en los baches; tras ella siguen las otras máquinas.
Tres cañones han sido abandonados en la calle, sus servidores han huido llenos de pánico. Los tanques embisten las piezas, las destrozan y aplastan con rechinar de hierros.
i ¿Y más allá?! Más allá se termina la calle. Se ha terminado la aldea. Los tanques le han rebasado en unos veinticinco minutos.
Pero era evidente que las fuerzas en ella acantonadas no habían sido aniquiladas y conservaban su capacidad combativa. Para acabar con la aldea era necesario repetirlo todo desde el comienzo. La columna describe un círculo y entra en Seseña por el mismo camino. Aún no ven a su propia infantería; quizá llegue de un momento a otro.
Ahora se ve con toda claridad lo difícil y lo arriesgado que resulta combatir en estas estrechas callejuelas.
Esto no es la Europa oriental, donde el tanque puede dar la vuelta fácilmente aplastando la valla de un huerto, los pepinos del bancal o incluso pasando a través de una casa de madera. Un poblado español, como por ejemplo éste de Seseña, constituye un tupido laberinto de callejuelas y callejones sin salida, estrechos y retorcidos; cada casa es una vieja fortaleza de piedra con muros de medio metro o de un metro entero de espesor.
Esta segunda vez, el choque se desarrolla con mayor lentitud, es más complicado y duro. El tiroteo y el estruendo son increíbles. Es muy peligroso quedar embotellado en esta ratonera de piedra.
Y he aquí que a los fascistas se les ha ocurrido subir los cañones restantes a los tejados de las casas y desde allí disparan contra las torretas de los tanques. Esto por poco acaba con las primeras máquinas que han logrado deslizarse sólo gracias al mal tiro de reglaje y al nerviosismo de los fascistas.
Los tanques siguientes disparan al sesgo, por debajo de las cornisas de las casas. Los tejados se hunden, y con ellos se hunden los cañones.
Un nuevo mal: los moros se han hecho con botellas de gasolina y, encendiéndolas, las arrojan envueltas en guata contra los tanques. Esto puede provocar el incendio de los forros de goma, con el peligro de que se encienda todo el tanque.
El combate se desarrolla ahora en varios focos. En lugares distintos, tanques aislados destrozan lo que tienen a su alrededor, disparan contra las posiciones de fuego, apagan los incendios de las propias máquinas saliendo del tanque bajo las balas enemigas.
¡Y esos muchachos suben a los postes, cortan los cables telefónicos! A uno de ellos una bala le alcanzó en el poste. El muchacho se desliza lenta, suavemente; tambaleándose, tapándose con la mano la herida del pecho, cae medio muerto al regresar a la torre.
La columna de nuevo sale a la carretera, más allá de la aldea. Los hombres están algo cansados, algunos sufren quemaduras. Hay heridos. Pero la excitación y el ímpetu no han hecho más que aumentar. ¿Dónde está la infantería? ¿Qué le ha ocurrido? iAún no ha llegado! Bueno, ¡al diablo con ella! Todos se sienten animados por un mismo afán: ya que han penetrado en la retaguardia de los fascistas, hay que destrozar todo lo que sea posible.
Después de un breve descanso, los tanques se dirigen hacia Esquivias. El sol quema, como en pleno verano. Permanecer dentro de los tanques comienza a ser sofocante.
Ya son las diez. A lo lejos aparece una nube de polvo, con los gemelos se ven unos camiones. Es la infantería motorizada de Monasterio que va en socorro de Seseña. ¡Ah, demonios! Los tanques se sitúan cerca de un viraje de la carretera y desde allí disparan en forma de abanico. Los camiones se detienen; parte de los soldados se aprestan a defenderse; los demás huyen.
Los tanques, sin detenerse, se aceran a la infantería, que suma aproximadamente batallón y medio. Con nutrido fuego la aniquilan casi por completo. Entusiasmados, los tanquistas aplastan los camiones, deshacen, entre crujidos, un cañón de campaña, otro...
—¡La pena es que no podamos coger prisioneros!
—¿Quién te lo impide? Ata a uno al gancho de remolque, te seguirá al trote.
—¡O los colocamos en el centro, los rodeamos con los tanques y los llevamos con convoy de orugas!
La columna entró en Esquivias. Ahí se encuentran con una zanja antitanque abierta a toda prisa. Una máquina no tuvo tiempo de frenar, primero se tumbó, luego pareció que iba a salir, pero le saltó la cadena.
El capitán dejó dos tanques para ayudar al que había quedado atascado y con los demás se dispuso a limpiar la aldea. Ahí había unas dos compañías de «regulares»: también huyeron.
Unos cadáveres estaban tendidos sobre el camino; a los tanques les resultaba muy difícil no tocarlos, pero a pesar de todo avanzaron en zigzag por la estrecha calle. Es fácil y agradable aplastar a un escuadrón entero de enemigos vivos, pero es repugnante pasar por encima de un cuerpo muerto, insensible. El conductor dijo: «De pronto me sentí chófer homicida.»
¡Están ya a diez o doce kilómetros en la retaguardia de los fascistas! Habían creído realizar un pequeño ataque acompañados de la infantería y había resultado una brecha de largo alcance. El sol se encuentra en el cénit; los tanquistas, apartándose de Esquivias, salen de sus máquinas y toman una ración en frío, salchichón, queso y vino.
Esperan a los atascados. Llegan éstos y siguen más allá, hacia Borox.
Rebasaron la aldea, sin encontrar resistencia, en quince minutos. Empezaron a trazar un arco para regresar siguiendo la carretera de Toledo. Entonces, por detrás de la cresta de una larga colina, aparecieron ocho tanques fascistas.
Eran tanques ligeros italianos, tipo Ansaldo. Las máquinas republicanas se detuvieron y comenzaron a disparar rápida, duramente, con puntería directa.
Tres Ansaldo botaron en seguida, como vacías vagonetas de carbón en el patio de una fábrica. Quedaron inmóviles. Los demás, retrocediendo, se apresuraron a desaparecer tras la colina. Era muy fuerte el deseo de perseguir esas tortugas verdes. Pero el capitán dio la señal de regresar al punto de reunión.
Tardaron mucho en volver, siguieron un nuevo camino. La gente estaba apagada, fatigada; una somnolencia infantil les hacía doblar el entumecido espinazo. En su camino de regreso no encontraron a un solo soldado de su infantería.
¿Qué había sucedido?
Junto a la puerta de la casita de Valdemoro estaba de pie, esperando a los tanquistas, Líster. Líster contó a Miguel, torciendo sombríamente un extremo de la boca: al principio las unidades siguieron bien, pero después de haber recorrido kilómetro y medio, vacilaron, se agacharon y en grupos más o menos pequeños empezaron a atascarse entre las colinas y las rugosidades del terreno.
Cuando los tanques se perdieron por completo de vista, la infantería de la dirección principal se detuvo; luego volvió a avanzar, llegó hasta el mismo Seseña, donde fue recibida con fuego bastante débil y retrocedió.
Entretanto, la columna de Mena derrotó a los facciosos junto a Torrejón y ocupó la aldea.
A los tanquistas los felicitaron, los vendaron y les dieron de comer; ellos preguntaron, bajito, por qué se había rezagado la infantería. Miguel respondió, sombrío: «Aún no han aprendido a actuar conjuntamente.» José Díaz, Dolores, Mije y Pedro Checa llegaron y asediaron a Líster. Pasaron todo el día en el frente.
30 de octubre
Los fascistas hoy no atacan, están desconcertados por la incursión que los tanques hicieron ayer. Creen que esto es el comienzo de una gran contraofensiva de poderosas reservas republicanas y fuerzas motorizadas. En realidad se trata de una modesta llamarada y temo que, por ahora, sea la última.
Los periódicos han hinchado la victoria. Hablan de una brillante contraofensiva, poco menos que del aplastamiento y final de la marcha fascista sobre Madrid.
La compañía de tanques está escondida en un campo de olivos al pie del cerro de los Ángeles. Los tanquistas arreglan las máquinas, las limpian, hacen repuesto, descansan. Están entusiasmados por la calidad de sus máquinas. El blindaje ha resultado insensible a las granadas de mano y a los proyectiles de la artillería ligera. Las balas perforadoras ni siquiera han dejado arañazos, sino únicamente manchas en la pintura. El cañón de tiro rápido es muy movible en su torre. Están magníficamente dispuestas las ametralladoras. Todos los motores han trabajado sin un fallo.
Hay dos heridos graves. Uno ya ha muerto. Los heridos leves han permanecido en la unidad. He aquí a Simón, tiene arrancado un buen trozo de piel de la cabeza; se desliza, vendado, por debajo del tanque.
Rezongan contra la infantería, pero están dispuestos a entrar otra vez en combate aunque sea hoy mismo. Prometen no hacer más locuras, no saltar del tanque bajo el fuego de ametralladora sólo para arrancar de una casa una bandera monárquica.
Por la noche, en el teatro Calderón se ha celebrado un mitin en honor de la Unión Soviética, con radio transmisión para Moscú. Yo he presentado ante el micrófono a los oradores españoles y he hecho una breve exposición de sus discursos. ¿Es posible que me hayan oído allí, en la patria, en viviendas, clubs y estaciones? Me imaginaba mentalmente a mis amigos, a las personas soviéticas, conocidas y no conocidas, junto a los receptores. En el palco de honor ha entrado Largo Caballero con dos distinguidos ayudantes, y también lo he presentado a los radioyentes... No bien se ha terminado el mitin, se ha presentado la aviación enemiga; dos bombas han caído ante la entrada misma del teatro y han matado a varias personas. Otra ha estallado ante el cine Capítol. Otra, en la cola de una lechería; la bomba ha destrozado a varias mujeres y ha herido a varias decenas de personas.
Hemos regresado a nuestras casas; los bomberos cubrían con arena los charcos de sangre del asfalto. Luego ha caído una lluvia tibia.
31 de octubre
La presión más fuerte de los facciosos sobre Madrid se da en la carretera de Extremadura, desde Navalcarnero. Por aquí avanzan la caballería, infantería y los tanques ligeros que les quedan.
Que les quedan, porque ayer, ante Griñón, la artillería republicana disparando con tiro directo aniquiló cuatro tanques y dejó a otro fuera de combate.
Lo hizo un joven artillero, el mayor Enrique Bollanos, jefe de la batería.
Está herido. Miguel ha ido a verle al hospital de Carabanchel y a darle las gracias en nombre del comisario general. Bollanos, pequeño, enteco, pálido, estaba en la cama, contraída la cara por el dolor y sonriendo. Corre el peligro de perder una pierna.
Ha llevado a cabo un acto temerario, ha infringido todos los voluminosos y pesados reglamentos de la artillería española: sin orden escrita, sin orden verbal, sin orden alguna, sin dar cuenta por teléfono de la maniobra, por pura iniciativa propia teniendo en cuenta las nuevas circunstancias que el combate presentaba, dirigió el fuego contra la sección motorizada italiana, la batió y la hizo retroceder.
—¿Cómo ha realizado usted semejante arbitrariedad? —preguntó Miguel al mayor, en son de broma.
—Le confieso que, sobre todo, porque me daba pena perder los cañones. Los italianos se dirigían a la aldea donde estaba la impedimenta de mi batería. Me dio rabia y me puse hecho una furia...
Valdemoro ha sido abandonado; Líster se retira combatiendo hacia Getafe, último poblado que se encuentra ante Madrid en la parte meridional. Las unidades de Líster se consumen, se deshacen.
Aquí se ha hecho prisionero a un italiano. Cuando Miguel, deseando interrogarle, le ha puesto la mano sobre el hombro, el italiano se ha estremecido de pies a cabeza: a cada instante espera que se le haga justicia. Al fin, viendo que se le trata humanamente, se ha reanimado un poco y habla. Tiene documentos: es Luidgi Corsi, cabo de la primera bandera (regimiento) de la legión extranjera. Campesino, de la provincia de Brindisi; ha estado de servicio en la tercera compañía del Décimo Regimiento de artillería, que tiene sus cuarteles en Roma.
A finales de septiembre, declara el prisionero, el jefe del regimiento, general Perico, le eligió a él, personalmente, lo mismo que a los otros componentes de un grupo de cincuenta hombres para una misión secreta. Zarparon de Génova con quince cañones, en un pequeño barco, rumbo al puerto de Vigo. Desde allí fueron trasladados en camiones al frente de Talavera, a Cáceres. Sólo entonces les cambiaron los uniformes italianos por uniformes españoles. En Cáceres hay una unidad de tanques alemana; en Talavera, un centro de instrucción de ametralladoras alemán.
Ante Seseña, Corsi mandaba una batería de los cañones llegados con él de Italia. Esos cañones fueron los aplastados por los tanques republicanos. Luidgi Corsi solloza y pide que se crean sus palabras, pues él es miembro de las juventudes fascistas italianas y no miente.
Se puede creer al asustado Luidgi. No es culpable más que de lo que él mismo ha contado. De todo lo demás responde su alto mando de Roma.