Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
Жанр:
Историческая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 19 (всего у книги 47 страниц)
Miguel ya se disponía a ir a buscar otro camión, cuando, de súbito, el vehículo se puso en marcha.
Cuando llegaron a donde los tanquistas, habían transcurrido dos horas y media.
—¡Menudo rato! —dijo el capitán—. Y nosotros, aquí, cazando moscas.
Apagó el cigarrillo y ordenó distribuir las dotaciones.
Se hallaban poco más o menos en el mismo lugar, pero se habían dispersado. La artillería de los facciosos los había localizado y disparaba contra ellos.
—Soltaremos unos cacahuetes —dijo el capitán.
Y los tanques otra vez entraron en combate.
A las cinco de la tarde, como de costumbre, se reunió el Comisariado General. Miguel informó acerca de la lucha contra la deserción. Propuso que para esa lucha se creara una comisión central. Comisiones provinciales. Comisiones en las brigadas. Medidas punitivas: desde el fusilamiento hasta la reprobación pública, según la premeditación a que obedezca la ausencia. Notificación, en las plazas de los pueblos, por parte de los alguaciles, de cuáles son los vecinos que han desertado, traicionando a la patria. Listas negras de desertores pegadas en las paredes. Y octavillas.
Nadie le escuchaba. Del Vayo estaba echado en un diván, seriamente enfermo. Bilbao hojeaba unos papeles. Roldán estaba escribiendo algunas notas. Ángel Pestaña miraba las paredes con los ojos llenos de lágrimas. Mije no estaba.
—¡Octavillas! —dijo Del Vayo.
Con un rictus de dolor en la cara, sobreponiéndose a sus torturas, se acercó pesadamente a la mesa. Tomó un grueso lápiz azul.
—Camarada comisario general —dijo Miguel—. Usted sabe que, desde ayer, tenemos algo de aviación de caza. Mañana aparecerá sobre la capital. El jefe de la escuadrilla ha pedido que se le preparen octavillas para arrojarlas desde los aviones que sean un llamamiento tranquilizador dirigido a la población de Madrid.
—¡Magnífico! —dijo Del Vayo—. Ahora mismo escribo el texto: ¡Magnífica idea la del jefe de la escuadrilla! Estará muy bien que lo hagamos. Les ruego que no se vayan, ahora mismo la escribo. ¡Es una idea estupenda! ¡No se vayan, por favor!
Nadie se disponía a marcharse. No había adonde ir. Todos sentían cierta envidia de Del Vayo, que iba a escribir la octavilla. Su grueso lápiz azul se deslizaba rápidamente por el papel. Del Vayo dejaba a un lado las cuartillas escritas. Escribía con unas letras muy grandes, en cada cuartilla no había más de unas diez palabras.
—¿Qué medidas se tomarán con los detenidos? —preguntó Miguel—. Galarza no ha hecho nada. Son ocho mil hombres. Una gran columna fascista.
—Todo a su tiempo —respondió suavemente Del Vayo—. Ahora mismo termino la octavilla. Por favor, no se vayan. Creo que en el presente caso no estaría bien que la octavilla fuera larga.
—Hasta sería contraproducente —comentó Pestaña—. Por otra parte los cajistas... Procuraré que se imprima a la vez en varias tipografías. ¿Cuántos ejemplares se necesitan?
No se daba cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Un millón —dijo Miguel, sin reflexionar—. De un millón a un millón doscientas mil. No es mucho. De una hoja de periódico salen treinta y dos octavillas.
—¿Tan pequeñas? —Del Vayo estaba afligido—. No cabrá lo que he escrito.
—Todo depende del tipo de letra —terció Bilbao—. Puede componerse con un tipo de letra pequeño.
Todos deseaban hablar de la octavilla el mayor tiempo posible.
Los facciosos han rebasado Getafe y han penetrado en Carabanchel Alto, barrio obrero, el primer barrio de la ciudad. Ha comenzado la matanza. La comunicación telefónica no está cortada. La gente de Carabanchel, de Getafe, simplemente marca un número, llama y comunica noticias terribles. Ya se encuentran del otro lado de las barricadas, en campo fascista, ¡y hablan con nosotros por teléfono! Los facciosos llaman a sus parientes y a sus amantes, los saludan: «Pepita, ya estoy aquí, en Madrid. Pero hoy no podré llegar por la calle hasta donde estás tú. Te abrazo. ¡Hasta mañana!»
El Partido Comunista y el Quinto Regimiento organizan destacamentos de distrito y de calle para la lucha de barricadas. La consigna del Partido es luchar por cada calle, por cada casa.
Al volver, bien entrada la noche, no he reconocido el hotel. Aquí ha sido evacuado a toda prisa desde Carabanchel el hospital militar número uno. Los pasillos están repletos de camas, de armarios con instrumental, de material sanitario, de orinales, de cajas con ficheros. El olor a creosota se ha extendido en seguida por todos los pisos. Arrancan de las puertas los cortinones; del suelo, las alfombras y esteras. El conserje me ha dicho que el hotel se liquida, casi todos los huéspedes se han ido ya; hoy, el señor aún puede pasar aquí la noche —las habitaciones no están todas llenas de heridos—; mañana le preparo, al señor, la cuenta.
El tanquista Simón ha sido trasladado del hospital al hotel Palace. Ha comenzado a producírsele una infección de la sangre, el traslado le ha sido perjudicial. Miguel Martínez le ha encontrado. Simón conserva la lucidez mental. Ha pedido a Miguel que le pegue un tiro, pero que no le deje entre los blancos.
Las calles han quedado siniestramente desiertas. La gente mira de soslayo. Han empezado los pacos desde los pisos altos, desde detrás de las esquinas.
Durante el día de hoy, ha habido aún cuatro bombardeos de aviación. Han muerto muchos niños. Acaban de traer y poner sobre la mesa veinte fotografías. Son fotografías grandes, hermosas, de niños que parecen muñecas.
Son muñecas rotas, con grandes agujeros negros en la frente, en el cuello y junto a las orejas. De no ser estos negros agujeros muertos, los niños parecerían vivos. Algunos hasta tienen los ojos abiertos, como sorprendidos. Están deshechas las trenzas, los labios se sonríen dejando ver pequeños dientes blancos.
Los niños perecen porque se pasan todo el día en la calle. Se meten por todas partes, en todas partes hormiguean. En los barrios obreros, en el puente de Toledo, en Atocha, ayudan a los mayores a levantar barricadas. Pequeñuelos que no llegan a cuatro cuartas del suelo, después de hurgar largo rato, arrancan un grueso adoquín de la calle, lo colocan en un capazo de esparto y, agarrándolo por las asas, llevan solemnemente la piedra a la barricada. Un viejo albañil les dirige un movimiento de cabeza aprobatorio, coloca la piedra y echa encima arena. Los pequeñuelos vuelven dignamente a buscar otra piedra.
5 de noviembre
Desde la mañana, inoportunamente, se han pegado en todas partes carteles en honor de Largo Caballero.
Entre dos cilindros de cañón, situados en vertical, se representa su cabeza, en grandes dimensiones. El cartelista lo ha estilizado un poco a lo Mussolini, sólo que como unos diez años más viejo. La leyenda dice: «Gobierno de la victoria.»
Por la mañana ha aparecido otra vez la aviación dispuesta a bombardear, pero de súbito se ha encontrado con un grupo de cazas pequeños, muy rápidos. Sobre la parte occidental de la ciudad, se ha entablado combate. Los aparatos de bombardeo fascistas se han dado a la fuga. El entusiasmo del público ha sido increíble. Los madrileños aplaudían, alzando los brazos al cielo, arrojaban los gorros hacia arriba, y las mujeres, los chales.
De Madrid han partido todos los extranjeros que directa o indirectamente apoyan al gobierno republicano. Algunos se han trasladado a las embajadas. Además, las misiones diplomáticas han declarado como zonas que gozan del derecho de extraterritorialidad muchas casas que pertenecen a individuos particulares, ciudadanos extranjeros^ han colgado en tales edificios banderas y escudos. Éstos son los edificios convertidos en residencias de los fascistas que esperan a
Franco. Tienen miedo a que en el transcurso de las últimas horas antes de la caída de Madrid, «la chusma de la ciudad», sobre todo los anarquistas, los persigan y los maten.
Hoy ha sonado el teléfono y la señorita de la central ha dicho que iban a hablar desde Moscú.
He esperado lleno de emoción. Madrid, Barcelona y París se llamaban y discutían entre sí; de súbito, una voz lejana, pero clara, gozosa, ha pronunciado mi nombre y patronímico. Hablaba el comité de radio de la Unión Soviética, que mandaba su felicitación con motivo de haberse establecido el enlace radiotelefónico directo, y con motivo de la inmediata fiesta, comprobaba la calidad de la audición y pedía que dijera unas palabras para la emisión extraordinaria que se hace desde la plaza Roja el día de la gran fiesta, el 7 de noviembre.
—El 7 de noviembre, al atardecer, le llamaremos otra vez, le pediremos que nos cuente sus impresiones acerca de cómo ha celebrado Madrid ese día.
Yo callaba.
—iOiga! ¡Oiga! —resonó en el auricular, desde Moscú.
—¡Esta bien! —he gritado—. ¡Llamad! ¡Está bien!
Nunca había sido tan hermoso Madrid como ahora, como estos últimos días y noches, cuando el enemigo lo atenaza con negro anillo mortal.
Antes, esta ciudad no me gustaba, pero ahora me causa una pena insoportable abandonarla. El otoño es seco, limpio; suaves puestas de sol, hondísima transparencia del cielo sobre los viejos tejados. Parece que se divisa la estratosfera a través de semejante transparencia.
No habíamos conocido nunca a este pueblo, lejano y extraño para nosotros; nunca habíamos comerciado con él, no habíamos combatido con él, no habíamos aprendido de él ni le habíamos enseñado nada.
También antes, desde Rusia, se hacían viajes a España. Los hacía algún que otro individuo, personas extravagantes, aficionadas al exotismo sazonado, un poco amargo.
Hasta en la mente del hombre ruso culto, el anaquel español estaba casi vacío, polvoriento. Podía hallarse en él Don Quijote y Don Juan (nombre que pronunciaban a lo francés), Sevilla y la seguidilla, Carmen con el torero, «corre y susurra el Guadalquivir» [12]y aun Los misterios de la corte madrileña. [13]
La cultura de la antigua Roma, la del Renacimiento italiano, es una cultura magnífica. Ha fecundado el arte de todo el mundo y de nuestro país. Mas, no se sabe por qué, al mismo tiempo nos ha velado, a nosotros, España, su literatura, su música, su turbulenta historia, sus hombres ilustres. Y, sobre todo, nos ha velado el pueblo español, este pueblo lleno de vitalidad, tan original, tan franco y —esto es lo más sorprendente– que recuerda de manera asombrosa, por muchos de sus rasgos, a algunos pueblos soviéticos.
De pronto, este pueblo que durante tanto tiempo ha vivido vegetando en el ángulo inferior izquierdo del continente, este pueblo del que nadie poseía un verdadero conocimiento, pueblo de secas mesetas castellanas, húmedas montañas asturianas y ásperas colinas aragonesas, se ha levantado, bien erguido, ante el mundo entero.
Ha sido este pueblo el primero que, en la tercera década de nuestro siglo, ha recogido el guante arrojado por el fascismo, ha sido este pueblo el que se ha negado a hincarse de rodillas ante Hitler y Mussolini, ha sido el primero en plantarles cara y entrar con ellos en valiente lucha armada.
Ante un inmenso anfiteatro de espectadores, insensiblemente neutrales en el exterior, atemorizados en el interior, los asesinos fascistas, como los experimentados toreros al toro de la aldea, quieren apuñalar a este pueblo, acabar con él, matar cuanto hay en él de digno, orgulloso y honesto, dejar con vida tan sólo a aquellos que volverán a la esclavitud, que besarán sumisamente las manos de los señores.
Pero el pueblo no es un animal de matadero; los verdugos se equivocan. Herido, ensangrentado, más tarde o más temprano dominará el arte de combatir y aplastará, pisoteará a los insensatos verdugos.
Entrada la noche, al hotel hospital ha venido el capitán de tanques con tres de sus hombres. Han buscado a Simón, han hablado con el cirujano, le han preguntado si es posible trasladar al herido. El cirujano, un viejo alto, elegante, de aspecto aristocrático, ha dicho que a la más pequeña sacudida, Simón muere. «¿Hay esperanzas?», han preguntado los tanquistas. El cirujano ha dicho que no hay la menor esperanza: ha empezado la infección de la sangre. «¿No se le puede envenenar?», han preguntado los tanquistas. El cirujano ha respondido que no es posible, que él no tiene derecho a hacerlo, que esto es un crimen. Todos se han quedado mirándose durante largo rato. Miguel ha preguntado si no es posible destruir la ficha médica de Simón. Al cirujano se le han dulcificado y humedecido los ojos. El hombre ha dicho que la ficha se podía destruir, que hacía falta sacar y quemar las fichas de los heridos. No ha podido contener su emoción. Ha añadido aún que entre sus heridos hay ciento diez sin esperanza, como Simón; ¡él no puede convertirse en el envenenador de una masa!
Los tanquistas se han apartado. Han permanecido largo rato contemplando a Simón, que dormía, con el rostro cubierto con una gasa. Tenía al descubierto la herida de la cabeza, que se le cicatrizaba; lo demás estaba debajo de la manta.
6 de noviembre
Pasan por la ciudad bastantes refugiados. No son madrileños, son habitantes de las aldeas de los alrededores y de los suburbios. Van entrando en la ciudad y la llenan. Por delante del Palace, por delante del edificio de las Cortes, en la plaza de Castelar, ha pasado un gran rebaño de ovejas. Su color pizarroso armonizaba muy bien con el asfalto. Nadie se ha sorprendido de ver las ovejas por las avenidas y plazas de Madrid; la ciudad ya se ha deformado en comparación con su habitual aspecto anterior.
La masa principal de los habitantes de Madrid —obreros, empleados y sus familias– no se van, por ahora, a ninguna parte. Todos esperan que el gobierno diga algo, esperan a ver cómo y cuándo el gobierno da a conocer su decisión, evacuar o «permanecer hasta el fin», como ha dicho Largo Caballero. Por ahora no hay decisión alguna; por lo visto se esperan reservas o existe alguna otra posibilidad.
Hasta las cinco de la tarde he estado en la Casa del Campo, gran parque de las afueras de la ciudad. Ahí abrían trincheras los obreros junto con los milicianos armados. El estado de ánimo no es malo. De las casas vecinas, las mujeres traían en jarros agua y vino. Los combatientes tenían pan.
Más allá del puente de Toledo, en la segunda o tercera travesía de Carabanchel, tras una barricada pequeña, baja, abierta por el medio, se combatía a lo largo de la calle. Las balas chascaban contra las paredes de las casas; nosotros corríamos de portal a portal, como cuando llueve. A lo largo de la calle, iba y venía, atravesando la barricada y disparando, un carro blindado con un cañón. En una calle lateral, había unos heridos en camillas, sobre la acera; eran jóvenes obreros. Un sanitario entrado en años y unas mujeres los atendían.
El puente estaba minado, las negras mechas de las cargas de dinamita afloraban a la superficie. El Manzanares es un riachuelo sin importancia, casi siempre está seco; vadearlo no ofrece ninguna dificultad.
He vuelto al hotel y he comido solo en el desierto restaurante. El camarero, al servirme la comida, me ha dicho que, con esto, el restaurante se cierra.
El conserje me ha presentado la factura; he pagado hasta el 6 de noviembre inclusive, también el desayuno, la comida y el café de la comida. Asimismo he pagado una cuenta especial por los periódicos. Le he dado propina. Él ha preguntado si no tenía que mandar a un mozo para que me trajera el equipaje... No, por ahora no. Le he preguntado adonde podría trasladarme. Ha reflexionado un poco. Probablemente al Florida. Aunque no sabe si dicho hotel funciona. Durante los últimos días se han cerrado muchos hoteles. Está bien, le he pedido que de momento no llame al Florida. De momento, que se quede ahí el equipaje. Es poca cosa: una maleta, un gran mapa plegable, una máquina de escribir y un aparato de radio. Que sigan ahí por ahora. El conserje, muy correcto, no ha tenido nada en contra —naturalmente, pueden quedar ahí—. En último caso, podría poner las cosas en la trastera.
He ido al Ministerio de la Guerra, al comisariado. Allí no había casi nadie, sólo dos mecanógrafas. Me han dicho que Del Vayo estaba en una reunión del Consejo de Ministros.
Me he dirigido a las estancias de Largo Caballero. En la antesala esperaban algunas visitas de poca monta. Estaban esperando paciente y tranquilamente. Nadie los hacía salir. Era evidente que allí no se celebraba reunión alguna.
Me he trasladado a la presidencia del Consejo de Ministros. La casa estaba cerrada; en torno, no había nadie. Cuando ahí se celebran reuniones, suele haber muchos coches, esperan periodistas y fotógrafos.
Ha empezado a oscurecer. He ido al Ministerio de Relaciones Exteriores. Está desierto, los guardas se pasean. En la sección de la censura para el exterior, un funcionario a quien conocía se abandonaba a un ataque de histerismo. El funcionario me ha dicho, llorando y temblando, que el gobierno, dos horas antes, había reconocido como insostenible la situación de Madrid, había tomado el acuerdo de evacuar y había evacuado. Largo Caballero había prohibido dar la noticia de la evacuación «para no provocar el pánico». Dada la urgencia de la marcha, se había acordado efectuarla de manera descentralizada, es decir, cada departamento partiría por su cuenta y riesgo, como pudiera y en lo que pudiera. Algunos ministros, según había oído aquel funcionario, protestaron, pero la resolución fue mantenida. Los principales personajes ya habían partido. Esto se había hecho poco antes de que se terminara el trabajo en las oficinas; los empleados se fueron sin saber nada, mañana se presentarán a sus puestos y el gobierno ya no estará.
El hombre lloraba y se retorcía las manos, quería llamar por teléfono a sus camaradas, encontrar, entre todos, un camión y obtener un pase para salir de Madrid. Dicen que hacen falta ciertos pases, que es necesario presentar las listas a la comandancia...
—Ríase de los pases —le he aconsejado—. Si encuentra un camión, ya tiene pase.
He ido al Ministerio de la Gobernación —allí el panorama era el mismo—. El edificio estaba casi vacío, quedaban sólo los empleados inferiores. Desde el exterior, todo ofrecía el aspecto habitual. En la Puerta del Sol, ante la fachada del ministerio, resonaban las campanillas de los tranvías.
He ido al Comité Central del Partido Comunista. Se estaba celebrando una reunión del buró político completo, faltaba sólo Mije, que se encontraba en el Quinto Regimiento.
Ahí han contado lo que sigue: Hoy, de repente, Largo Caballero ha decidido, en efecto, evacuar. Ha hecho aprobar su decisión por mayoría del Consejo de Ministros. Ya se ha ido, se han ido casi todos. Los ministros comunistas querían quedarse. Les han dicho que un acto semejante constituiría un descrédito para el gobierno y que estaban obligados a salir, como todos. La dirección de todos los partidos del Frente Popular está asimismo obligada a irse hoy.
Todo esto podía y debía haberse hecho antes, con tiempo, y no de esta manera; pero el viejo, con su recelosa terquedad y despotismo, con su demagogia, había llevado las cosas a tal situación.
Ni siquiera los más destacados dirigentes de las organizaciones, dependencias y organismos estatales habían sido informados de la marcha del gobierno. Al jefe del Estado Mayor Central, el ministro le dijo, en el último instante, que el gobierno iba a salir, pero sin indicarle ni adonde ni cuándo. El jefe del Estado Mayor Central, con algunos oficiales, salió de la ciudad para buscarse un refugio. El ministro de la Gobernación, Galarza,y su ayudante, el director general de Seguridad, Muñoz, han salido de la capital antes que nadie. De los ocho mil fascistas detenidos no se ha evacuado ni uno solo. La ciudad no se defiende ni desde el exterior ni desde el interior. El Estado Mayor del jefe del frente central, del general Pozas, ha huido. Caballero ha firmado un papelucho en virtud del cual la defensa de Madrid se transfería a una junta especial (a un comité), presidida por un general de brigada, José Miaja, hombre viejo a quien nadie conoce. Se le busca por todas partes para hacerle entrega de la orden, pero no se sabe dónde está. El Comité Central ha acordado: defender cada calle de Madrid, cada casa, con el concurso de los obreros y de todos los ciudadanos honrados. Entregar a los fascistas sólo ruinas, luchar hasta el último cartucho, hasta el último hombre. Se nombra al secretario del Comité Central, Pedro Checa, delegado para la organización madrileña; Pedro Checa deberá pasar a la clandestinidad en el momento en que sea necesario. Además, Antonio Mije entra a formar parte de la Junta de Defensa de Madrid, y se hace cargo de la sección militar.
En el patio se embalan los archivos. A Pedro Checa se le acercan, uno tras otro, los secretarios de los comités de distrito y de las células de la fábricas. Sosegadamente, como es en él habitual, Pedro Checa se pone de acuerdo con ellos, les comunica las direcciones de las viviendas y de los puntos de reunión ilegales. Sonríe y me dice, guiñando un ojo: «Es hora de ahuecar el ala...»
Son las diez y veinte de la noche. Así, pues, en Moscú ya es la una y veinte. Allí, en las calles, están colgando a toda prisa los últimos adornos para la fiesta, los carteles y los retratos. Los porteros acaban de limpiar cuidadosamente las calles. Es posible que aún no haya terminado el concierto en el Gran Teatro; generalmente dura hasta muy tarde. Sería interesante saber qué tiempo está haciendo allí ahora. ¿Habrá mucha nieve, ya? ¿Habrá niebla, por la mañana?
Me he dirigido una vez más al Ministerio de la Guerra. Las puertas del jardín estaban cerradas. Nadie ha respondido ni a las llamadas del claxon ni a las luminosas de los faros. Ha sido necesario acercarse personalmente a la puerta y abrirla. En el portal no hay retén de guardia; las ventanas están todas iluminadas, las cortinas para el enmascaramiento contra la aviación no están corridas.
He subido por los peldaños del vestíbulo: ni una alma. En el rellano, ahí donde se encuentran las entradas a las estancias del ministro, por un lado, y a las del comisario general, por el otro, están sentados en sendas sillas, como dos figuras de cera, dos viejos empleados, vistiendo librea y pulcramente rasurados. A estos empleados no los había visto nunca. Están sentados con las manos en las rodillas, esperando que, tocando un timbre, los llame el jefe; lo mismo da que sea el de antes u otro nuevo.
Hilera de despachos; todas las puertas están abiertas de par en par, brillan las lámparas que cuelgan del techo; sobre las mesas, mapas abandonados, documentos, comunicados, lápices, blocs llenos de notas. He aquí el despacho del ministro de la Guerra, su mesa. Se oye el tictac del reloj sobre el reborde de la chimenea. Son las diez y cuarenta minutos. Ni una alma.
Más allá —el Estado Mayor Central, sus secciones, el Estado Mayor del frente del centro, sus secciones, la intendencia general, sus secciones, la dirección de efectivos militares, sus secciones—, una hilera de despachos; todas las puertas están abiertas de par en par, brillan las lámparas que cuelgan del techo; sobre las mesas, mapas abandonados, documentos, comunicados, lápices, blocs llenos de notas. Ni una alma.
He vuelto al portal. Delante, más allá del jardín, en la calle de Alcalá, la oscuridad es absoluta. Se oyen unos disparos, el espantoso alarido de una persona y luego risas. El chófer se ha alarmado; es el chófer de turno, hoy no ha sido relevado, no ha comido; me pregunta si no se puede retirar, desearía buscar algo de comer. Las agujas del reloj de pulsera brillan, señalan las diez y cuarenta y cinco minutos. Dentro de hora y cuarto será el 7 de noviembre. No, en esta noche, querido Madrid, no es posible abandonarte.
LIBRO SEGUNDO
A eso de las dos de la madrugada, el general Miaja llegó al Estado Mayor. Miaja ha iniciado su actividad en la defensa de Madrid con un delito de servicio.
Resulta que ayer, a las seis de la tarde, en el momento de la huida de la capital, el sustituto del ministro de la Guerra, general Asensio, llamó a Miaja y le entregó un sobre sellado, con la siguiente indicación escrita: «No abrirlo hasta las seis de la mañana del día 7 de noviembre de 1936.»
Miaja volvió a su casa. El sobre le quemaba las manos. Por teléfono unos amigos le comunicaron la noticia de que el gobierno y el alto mando habían salido de la ciudad. También unos amigos le dijeron que, según rumores, a él, Miaja, se le había confiado entregar Madrid a los fascistas.
Aquello tenía visos de ser cierto. Miaja es considerado como un general sin suerte, vulgarote, como un hombre provincial que ha intentado vanamente ocupar un puesto distinguido en los círculos militares. Los jóvenes generales, sobre todo Franco, Queipo de Llano y Varela, siempre se han burlado de él, de su torpeza, de su bastedad, de su falta de habilidad para situarse. Su propio apellido (Miaja-migaja) se prestaba a la burla. En julio, al producirse el levantamiento, a muchos les pareció divertido que se nombrara a Miaja ministro de la Guerra. En muchos salones levantaban el dedo con seria comicidad: «¡Oh, sí, Miaja es el mejor hombre para ponerse ahora al frente de un ejército de tales efectivos!» El pobre permaneció en su cargo de ministro unas horas. Intentó localizar por teléfono a algunas unidades, atar cabos, enlazar con algunos jefes, todo fue en vano. Resultó que nadie estaba en su casa; algunas veces se rieron sin disimulo por teléfono al oír decir que quien preguntaba era el ministro de la Guerra, general Miaja. Sin haber logrado nada, confuso, presentó la dimisión el mismo día.
En el hecho de que ahora la dirección militar haya dejado a Miaja el Madrid abandonado e indefenso, hay también cierta burla. Es indudable que la idea ha sido de Asensio, formalmente general republicano, pero, de hecho, compañero de escuela de Franco, Varela y Yagüe, a quienes se parece por su educación, por su estilo y por sus gustos.
Después de unas horas de vacilación, Miaja decidió abrir el sobre, ¡legalmente, sin esperar la mañana.
El paquete contenía una orden del ministro de la Guerra:
«Para poder cumplir su tarea principal de defensa de la República, el gobierno ha decidido salir de Madrid y encarga a Su Excelencia de la defensa de la capital a cualquier precio. Para ayudarle a cumplir esta difícil tarea, en Madrid se crea, aparte del aparato administrativo habitual, una Junta de Defensa, con representantes de todos los partidos políticos que forman parte del gobierno y en la misma proporción. La presidencia de la junta se asigna a Su Excelencia. La Junta de Defensa tendrá plenos poderes del gobierno para la coordinación de todos los recursos necesarios a la defensa de Madrid, defensa que se prolongará hasta el fin. Si, pese a todos los esfuerzos, resulta necesario entregar la capital, se encarga a dicho órgano de la salvación de todo el material de guerra, así como de todo cuanto pueda tener valor para el enemigo. En este caso, las unidades deben retirarse en dirección a Cuenca, para crear una línea de defensa en el lugar que indique el mando del frente central. Su Excelencia está subordinada al mando del frente central, con el cual deberá mantener enlace constantemente en lo que respecta a las cuestiones operativas militares. De él recibirá, también, órdenes de defensa, así como de suministro en material de guerra e intendencia. El Estado Mayor y la junta se instalarán en el Ministerio de la Guerra. En calidad de Estado Mayor se le transfiere el Estado Mayor Central, excepción hecha de la parte que el gobierno estime necesario tomar consigo.»
Miaja se lanzó en busca del Estado Mayor que se le transfería y del Estado Mayor del frente central. No encontró a ninguno de los dos. Todos habían huido. En el Ministerio de la Guerra no había ni una alma. Se puso a llamar por teléfono a las correspondientes casas particulares. Nadie se daba por enterado. En algunas viviendas, al saber que hablaba el «presidente de la Junta de Defensa de Madrid, general Miaja», la gente colgaba prudentemente el auricular sin responder nada.
Se puso a buscar a la Junta de Defensa. No encontró a nadie. Los representantes de los partidos, designados para formar parte de la junta, habían abandonado la capital sin autorización, excepción hecha del comunista Mije. Todo ello se parecía como gota de agua a otra, a la humillación de que fue objeto Miaja al ser nombrado ministro de la Guerra en julio.
Miaja se dirigió al Quinto Regimiento de milicias populares. El Quinto Regimiento contestó que ponía por entero a la disposición del general no sólo sus unidades, sus reservas, sus municiones, sino, además, todo su aparato de Estado Mayor, a sus jefes y comisarios. Checa y Mije establecieron contacto con Miaja en nombre del Comité Central. A última hora de la noche aparecieron algunos oficiales para los trabajos de Estado Mayor —el teniente coronel Rojo, el teniente coronel Fontán, el mayor Matallana—. El Quinto Regimiento cedió para el trabajo del Estado Mayor a Ortega, miembro del Comité Central, jefe de la sección de servicios del Estado Mayor Central.
Todo esto lo contaba el propio Miaja, de pie en medio de la gran sala de recibir del ministerio, rodeado de las personas que poco a poco se iban reuniendo en el edificio abandonado. Miaja es un hombre viejo, alto, rubicundo, totalmente calvo, de mejillas flácidas, fofas, con grandes gafas de carey. Tiene aspecto de lechuza. Se exalta, se enoja, se da golpes al pecho y al vientre.
Los oficiales del Estado Mayor intentan establecer enlace con las columnas, que ayer retrocedieron hasta el recinto de la ciudad. Es en vano. Es imposible encontrar a nadie. El teniente coronel Rojo, tomando a su cargo las funciones de jefe del Estado Mayor, manda a algunos jefes y comisarios que encuentra a su disposición a que recorran, simplemente, la ciudad, a que vayan por cuarteles y barricadas hasta dar con las unidades y a que traigan aquí, al Estado Mayor, a los jefes y delegados de enlace. Los obuses de que se dispone llegan para cuatro horas de fuego. Cartuchos para todo Madrid: ciento veintidós cajas. En realidad hay muchos más obuses y cartuchos, quizá diez veces más. Pero no se sabe dónde están y es como si no existieran.
Por la orilla del Manzanares, junto a los puentes de la ciudad, algunas unidades se mantienen y hacen fuego, por su cuenta y riesgo. Rojo procura establecer contacto, ante todo, con ellas. Es necesario facilitarles municiones, ametralladoras, y, además, comprobar si los puentes están a punto para que puedan ser volados en cualquier momento, minar todas las casas inmediatas y dirigir las explosiones. De esta última misión se encarga Santi, voluntario, hombre de mucha audacia, comunista.