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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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La aviación de los intervencionistas supera por su número en diez veces a la aviación vizcaína republicana. ¿Es mucho lo que en este caso arriesga? Los alemanes se han proporcionado en Vizcaya un auténtico polígono. Aquí prueban sus novísimas marcas, como el superveloz Heinkel-123 o el bimotor de bombardeo Heinkel-111. Arrojan toda clase de bombas, desde las de un kilogramo (en haces de diez bombas), hasta las de trescientos y quinientos kilogramos. Disparan con la artillería granadas rompedoras y observan sus efectos, efectúan experimentos en masa con bombas incendiarias de termita, con las mismas que prepararon ya a finales de la guerra imperialista contra París, pero que entonces no se atrevieron a utilizar.

Con estas bombas queman los bosques y los matorrales, asfixian con pestilente humo a hombres y ganado, pasando poco a poco a la guerra química.

Contemplad algún valle después de un bombardeo —todo está surcado y deformado por enormes embudos—. De la tierra han sido desprendidas, a jirones, sus cubiertas verdes; se consumen los tocones encendidos de los árboles. Y he aquí que, poco a poco, sin saber de dónde, empieza a salir gente. Al principio se callan, no se desea oír palabras. Parece que están pensativos —en realidad están ensordecidos—. Pasan unos momentos, y esas personas ya vuelven a moverse, se afanan, bromean y lo que es fundamental: otra vez combaten. Hasta durante los mismísimos ataques aéreos, los soldados conservan su espíritu combativo. Varias veces, y hoy se ha repetido el caso, cuando los piratas del aire hacen gala de toda su insolencia, durante los virajes a poca altura, los infantes disparan contra los pilotos de los aviones de caza, y ya han derribado a dos.



4 de junio


Hay aquí hombres excelentes, algunos del propio país, otros venidos en avión desde el frente central para ayudar a los vascos. Los mejores de ellos, por sus cualidades combativas y morales, son Cristóbal y Niño Nanetti. El primero es el jefe de la columna que defendió tenazmente San Sebastián hasta la última hora. El segundo es un italiano, de las Juventudes Comunistas, magnífico jefe militar, que mandó una brigada y luego una división junto a Madrid. Cristóbal manda un sector, pero Niño lleva ya diez días haciendo antesala en el Estado Mayor, esperando destino, pese a que el Estado Mayor le llamó insistentemente por radiograma. Reina aquí una confusión espantosa. Lucha de intereses y de influencias —nacionales, políticas, territoriales—. Discuten entre sí vascos y españoles, nacionalistas y los miembros de los otros partidos, los otros partidos entre sí y en su propio seno. Adopta una actitud muy rara Juan Astigarrabía, secretario del Partido Comunista de los vascos. Obra como un dictador, además sin talento alguno, adopta las resoluciones más importantes personalmente, eliminando, de hecho, el buró político de la localidad. Lo peor es que, en esencia, tales resoluciones casi siempre son erróneas y reflejan la posición vacilante, indecisa, poco firme del gobierno vasco, por el que Astigarrabía se ha dejado llevar. Se mantiene arrogante e inaccesible respecto al Comité Central de Valencia, ha salido con la teoriita de que el Partido de los vascos no es una parte del Partido Comunista español, sino que mantiene con él «fraternales» relaciones, es decir, posee frente a él derechos iguales e independientes. Alarmado por tales hechos y por toda la situación, el Comité Central ha mandado aquí a un delegado con plenos poderes, quien ha llegado venciendo enormes dificultades y corriendo un gran riesgo. Astigarrabía le ha recibido con manifiesta hostilidad, mejor dicho, casi se ha negado a recibirle y no le ha facilitado alimentos, declarando que en Bilbao no hay comida. El delegado con plenos poderes ha de vivir y alimentarse con los soldados comunistas, y ha organizado su contacto con el Partido al margen del secretario.

Los propios nacionalistas vascos, en estos días durísimos y decisivos, actúan de manera insensata e inexplicable. Sólo cabe explicar sus actos por las contradicciones y la lucha entre los mismos nacionalistas. Por una parte son indudables su deseo y su decisión de luchar contra Franco, quien se ha negado a prometer a los vascos ni siquiera un ápice de autonomía. Se mantienen al lado del gobierno central, se consideran fuertemente ligados a él, su único amigo, de cuyas manos han recibido la autonomía. Y al mismo tiempo, a cada paso efectúan pequeños pronunciamientos, cambios de a perra gorda, apropiaciones, demostraciones. Estos días, los nacionalistas han detenido, de pronto, a toda la oficialidad de marina y han colocado en los torpederos y submarinos a su propia gente, personas muy sospechosas, de poco fiar respecto al fascismo. El presidente Aguirre, que es ahora, también, el jefe supremo del frente vasco, se puso furioso (o hizo ver que se ponía furioso) al tener noticia de este hecho, pero luego se resignó e incluso lo aprobó por ciertas consideraciones.

He visitado al presidente. Es tan simpático y elegante como antes, y aún más amable. Ha agradecido con mucho calor que la Unión Soviética haya acogido a niños vascos, y se ha mostrado especialmente conmovido por el hecho de que desde Moscú pidieran silabarios y manuales en vasco para los pequeños refugiados.

—¿Creía usted, por ventura, que queremos rusificarlos? Son nuestros huéspedes, pero son vascos y seguirán siendo vascos.

—¡Sí, sí, esto es muy conmovedor, muy delicado!

Preguntó ávidamente por la situación internacional, se lamentó de que se encontraban solos y aislados, de que chocaban con dificultades económicas, financieras y de divisas. No tiene ayudantes ni especialistas en estas cuestiones.

—Perdone, señor presidente, pero si alguien tiene de esto la culpa es usted mismo. En el gobierno central, la situación es infinitamente peor. Allí quien dirige las finanzas es un médico, Negrín; los otros ministerios están ocupados por obreros y periodistas; en cambio, en su partido hay comerciantes y viejos hombres de negocios de gran experiencia. Hay muchos vascos ricos en el extranjero, ¿dónde están sus sentimientos nacionales, patrióticos? Ahora, cuando Vasconia, por fin, es independiente, ¿cómo es posible que no ayuden a su gobierno con recursos, con armas, con empréstitos? Su proletariado, todos estos obreros católicos, ofrendan ahora a la patria, gratuitamente, su trabajoy sus vidas, todo lo que tienen. Y son muy modestos en las pretensiones que a cambio presentan, no han tocado las fábricas, las empresas ni los bancos. En interés de la guerra, ni siquiera se han elevado los salarios —y han hecho una tontería, dicho sea de paso—. Esperan pacientemente mejores tiempos, luchan a crédito.

Aguirre se rió.

—Lo ha dicho bien, señor redactor, o lo ha dicho sin querer. Así es, luchan a crédito. Y es este crédito lo que temen mis colegas burgueses. Prefieren manifestar con altisonantes palabras su nostalgia por la autonomía de los vascos conservando sus dividendos, que obtener esta autonomía y pagar a sus trabajadores. En cuanto a mí y a mi gobierno, proseguiremos la lucha firmes, hasta el fin, defendiendo los intereses nacionales de todo el pueblo, de todas las clases...

La prensa de Bilbao está hoy enfrascada en una borrascosa discusión acerca del mantenimiento de los secretos militares. Han dado motivo a ella mis palabras en la recepción de los periodistas locales, celebrada ayer. Dije que, en calidad de crítica amistosa, había de destacar la increíble locuacidad de la prensa. Son, sobre todo, nocivas y muy provechosas para el enemigo las detalladas enumeraciones, en la prensa, de los edificios alcanzados por las bombas y los obuses fascistas. Esto es una verdadera corrección del tiro y de los bombardeos de los fascistas. Y todas las otras noticias que se dan como son: direcciones de los cuarteles, listas de combatientes y jefes que han recibido tabaco, con los números y emplazamientos de las unidades... Se dedican columnas enteras a la discusión de esa idea, más que modesta. Algunos periódicos consideran que la observación es justa y que es hora ya de dejar de hablar de este modo, aunque sea privando al lector de un «interesante y valioso material para la educación de su cólera antifascista». Otros órganos de prensa ven en la declaración un ejemplo de espiomanía. ¡Como si tuvieran gran importancia para el enemigo, todas estas direcciones! Como si le hicieran falta, ¡ve muy bien desde el aire dónde caen las bombas! ¡Aviado iba el enemigo si organizara su exploración sólo a base de los periódicos! Además, los periódicos de Bilbao llegan al territorio de Franco sólo a los cuatro o cinco días de haber salido. Los datos han envejecido hace mucho. No, nuestro colega soviético es en extremo aprensivo...



6 de junio


Aquí conviene trepar por las posiciones con un bastón y mejor aún con botas herradas de alpinista. El ingeniero militar Basilio, hombre forastero, conoce ya cada montaña, cada hendidura, cada claro del bosque. Por las mañanas, salimos en auto, que dejamos escondido en el punto más próximo de la carretera de montaña, y junto con el chófer, trepamos por el sector.

La aviación fascista está en el aire desde la mañana y vigila atentamente los trabajos de los zapadores y los bombardea para interrumpirlos.

La ofensiva contra Bilbao es el terror implacable e impune de la aviación en masa. Sobre esto cabe leerse centenar y medio de artículos. Mas, para sentirlo y comprenderlo, hay que estar aquí.

Tanto en la teoría militar como en la práctica, la aviación de los ejércitos se había destinado siempre a batir los objetivos en el dispositivo profundo del enemigo. Va a destruir allí donde no llega el fuego de ametralladora y de artillería.

Aquí actúa de manera mucho más sencilla. Elige un pequeño sector del frente, de un kilómetro o dos, y empieza a bombardear desde el punto más avanzado de la defensa, ¡y de qué modo!

Habíamos dejado atrás un tramo de reductos preparados y, por ahora sin ocupar, del «cinturón». A través de un pequeño prado, nos dirigíamos a la primera línea de trincheras. En ese momento, aparecieron los Junkers sobre nuestras cabezas. No eran muchos, cuatro aparatos. Les llamaron la atención unas manchas blancas de tierra removida en la pradera. De este lugar se había sacado arena para echarla encima de los blindajes. Los aviadores sospecharon que había aquí fortificaciones. Nos arrojamos al suelo.

—Es una pena, no hemos tenido tiempo de salvar este prado —dijo Basilio. Bueno, al diablo con ellos, esperaremos. Que bombardeen sobre un lugar vacío será una manera de estropear material, poco o mucho.

—El lugar no está vacío del todo.

—De los presentes no se habla.

El estruendo fue espantoso. Las bombas caían y estallaban en haces, de dos en dos y de tres en tres. La pradera se convirtió en un surtidor de arena y de llamas. La punta en que nos encontrábamos nosotros, no fue alcanzada. Los aviones comenzaron a marcharse. Después de esperar a que la nube de tierra y humo se empezara a sedimentar, nos levantamos para echar una carrerita.

—¡Cuidado! —gritó Basilio—. ¡Al suelo! Por atrás vienen otros.

Era el siguiente relevo. Seguía las huellas del primero y dirigió las bombas aquí mismo, sobre el propio humo, que se iba disipando, de la primera partida. Las explosiones desgarraban los oídos. Se producían ya excesivamente cerca de nosotros. Nosotros permanecíamos muy humildemente echados, cubiertos sólo por la teoría de las probabilidades.

También ese estruendo se acabó, el ruido de los muchos motores se hizo más débil; distinguir los aparatos con la vista era difícil, el humo había cubierto el cielo. Por fin todo quedó limpio. El primero en levantarse y echar a correr fue el chófer; tras él, nosotros dos. Y de súbito, con rechinante chillido, bajando casi verticalmente en picado, con furiosas ráfagas de ametralladora, se arrojaron apuntando a la pradera, tres cazas. El chófer gritó con espantosa voz y cayó. Por lo visto estaba muerto o mortalmente herido. Los cazas nos iban persiguiendo como las gaviotas persiguen a los peces.

—Bonita historia —dijo Basilio—, nos están tomando por una división entera, no menos. Y nosotros no podemos demostrar que somos tres individuos. Ni por escrito ni de palabra. Ahora van a bombardear y limpiar con los cazas, a bombardear y limpiar con los cazas, por turno.

—Hay que ayudar al muchacho, si está vivo. Arrastrémonos hasta él.

Pero él ya se arrastraba hacia nosotros. No le había sucedido nada, sólo que se había asustado mucho. De todos modos, lo enterramos provisionalmente —le aplastamos un poco en la tierra y echamos algo de hierba sobre su camisa blanca y brillante—. Le ordenamos no moverse sin que se lo mandemos.

La tercera pasada de los Junkers ya estaba ahí. Nuestra situación había empeorado —con la carrerita nos habíamos acercado unos cincuenta pasos al centro del bombardeo—. El sitio anterior nos parecía entonces un ideal de comodidad y seguridad.

Se repitió lo que las dos primeras veces. Volvieron otra vez los cazas. No sé por qué, nos ponían más nerviosos que los aparatos de bombardeo. Echado, encendí un pitillo y lo tiré sin haberlo terminado.

—De todos modos, hay que llegar corriendo hasta el refugio —dije.

—Fastidiaremos a los combatientes del fortín, atraeremos hacia ellos a esos canallas. Fíjate, ahora, el fortín casi no se ve.

Aún permanecimos en aquel lugar otras dos horas y media. Las explosiones ora se calmaban ora se reanudaban como monstruosos chubascos pero el ruido de los motores ni una sola vez dejó de oírse por encima de la pradera. Los cazas daban volteretas casi sobre la misma tierra durante los raros intervalos en que habría sido posible correr por el campo. Una torpe pesadez se apoderó de nosotros.

Por fin todo se acabó. Nos levantamos despacio, abrumados, y en silencio nos dirigimos lentamente al reducto. Allí no había ni una alma.

—Los muchachos no lo han aguantado —dijo Basilio—. ¡Cualquiera lo aguanta! Hay que ponerse a cubierto del aire. Claro, si se tiene con qué.

Volví tarde a la ciudad. Encontré una nota del despacho de la presidencia, ruegan que llame por teléfono. Llamé y el secretario me puso en conocimiento que el piloto Yanguas se dispone a emprender mañana el vuelo de regreso. Se me guarda sitio en el avión, y me recomiendan que lo aproveche, pues por ahora no se prevé ninguna otra salida, ni por mar ni por aire.



7 de junio


Hoy Yanguas no ha partido. Sea que el tiempo no le ha gustado, sea por algún otro motivo. No da explicaciones de ninguna clase, parte en vuelo y regresa cuando quiere, aunque tenga el más urgente de los encargos. Se considera que está a disposición del presidente Aguirre, pero ni siquiera el presidente dispone de sus vuelos. Yanguas declaró que sólo a condición de una falta absoluta de control puede efectuar su peligroso servicio.

Karmen ha tomado el volante del coche y me ha conducido largo rato por la ciudad. Es un valiente, buena mezcla de operador cinematográfico y periodista soviético, vivaracho, atrevido y alegre. Llega a tiempo a todas partes, a los sitios necesarios e importantes. Nos hemos alegrado mucho de vernos, después de Madrid, en este Bilbao inquieto y sombrío.

Conmovida, sin aspavientos ni voces, la ciudad atormentada y fatigada vive la lucha que se libra a sus puertas. Una y otra vez, cada media hora, las sirenas dan la señal de alarma aérea y mandan a la gente a los refugios subterráneos. Pero nadie tiene ya deseos y paciencia para permanecer en los sótanos. Reunidos en grupos, los vascos aguzan el oído escuchando, ora con tristeza ora con alegría y esperanza, el estruendo del cañón en los aledaños de la ciudad. Largas colas ante las tiendas para recibir media libra de pan o de grano o medio litro de aceite. Rostros pálidos de mujeres y niños. Las personas se han convertido en sombras.

Pero estas sombras quieren vivir, alegrarse, reírse. Si al atardecer, aunque sea por una hora, se calma el cañoneo, la ciudad procura tímidamente cobrar aliento, tomar un aspecto pacífico. La gente saca sillas a la acera, ante las casas; las madres de familia, como cluecas, se sientan con grave aire en el círculo de su numerosa prole. Un gran café, en otro tiempo rico, está tristemente iluminado por una única lamparita. En la penumbra, fatigados combatientes descansan ante un vaso de limonada, dormitan con la cabeza apoyada en el hombro de la esposa o de la amiga. Y sobre cada mesita, oscila un anuncio impreso: «Soldado, ten cuidado: la mujer puede ser tu mejor amigo y tu enemigo peor. ¡No hables!» Un capitán entra en el café y con un gesto de mano pone fin al descanso. Los soldados se despiden brevemente y a la salida se forman en columna.

¡Cuánto sufre esta ciudad! ¿Y por qué? El parlamento republicano, el gobierno legal de España ha concedido al antiguo pueblo de los vascos una autonomía a la que siempre ha tenido todos los derechos.

En mi país, que constituye una unión de pueblos con los mismos derechos, ¿puede sorprender ni siquiera a un niño la autonomía de los vascos? Aquí, en el mundo capitalista, la horda de intervencionistas extranjeros, junto con la reacción fascista española, han arrojado sobre el pacífico país de los vascos un torbellino de fuego, quieren barrer de la faz de la tierra a sus hombres, sus casas, sus jardines, hasta sus iglesias sólo porque el clero ha apoyado los sentimientos nacionales y antifascistas del pueblo. Los intervencionistas han destruido la sagrada ciudad de los vascos, Guernica, y ahora quieren hacer de Bilbao otra Guernica, aún mayor. Y ni uno solo de los estados capitalistas, ni siquiera de los más cristianísimos, ha acudido en ayuda del pueblo vasco, que se consume, solo, en un combate desigual.



8 de junio


Hoy he estado en Francia. Pero me acostaré en Bilbao. ¡Qué cosas ocurren!

Por la mañana se ha presentado Abel Guides, alegre, soleado, radiante. Sus primeras palabras han sido:

—¡Si me hubieras mandado un radiograma hasta desde el desierto del Sahara diciendo que había que sacarte de allí, habría volado a buscarte!

En vez de responderle, le he abrazado fuertemente, como a un hermano.

Llegó a Toulouse al día siguiente de mi marcha, se puso en relación con el Aire pirenaico,ayudó a comprar en París un buen bimotor, apenas usado, en seguida lo trasladó a Toulouse y aquí está, en su primer viaje. Está muy contento, está satisfecho de haberse incorporado otra vez al trabajo.

—Sí, estoy muy contento y lo estaría más aún si pudiera colocar en el aparato aunque sólo fueran dos ametralladoras. Es terrible sentirse gavilán y verse cosido a una piel de liebre. Ya lo he dicho a la compañía: por una ametralladora, renuncio a la mitad de la paga; por dos, trabajaré gratis. En respuesta, sólo se ríen. Comprende lo estúpido que esto es: me van a picotear, a matar, y yo, que soy más audaz que ellos —yo sé que lo soy– tendré que huir o caer derribado.

Ha elegido para aterrizar la misma playa que Yanguas, la de Laredo. Esto no ha gustado al español. Cuando al atardecer hemos llegado a la playa con Yanguas, éste ha echado una mirada de reojo al aparato de Guides y ha dicho que aquí no volverá a aterrizar, el sitio ya está desenmascarado. Desde luego, tiene razón.

El tiempo se ha estropeado mucho. El mar de Vizcaya estaba cubierto de nubes, la visibilidad es muy mala. Yanguas ha decidido de todos modos partir. Hemos tomado carrera por la mojada arena y nos hemos elevado al aire. A los pocos minutos de vuelo, hemos entrado en una zona de niebla espesa y lluvia. El viento contrario frenaba al avión. Yanguas ha conducido tenazmente el aparato hacia adelante. Poco más o menos del mismo modo volábamos con Spirin en un R-5 sobre el mar Negro en el año 30. Por fin hemos divisado a lo lejos los difusos contornos de la costa francesa. He respirado libremente. Diez minutos más y estábamos aproximadamente sobre Cap Bretón, dejamos atrás la franja donde las olas se rompen contra la costa y avanzamos por encima de Francia.

A los tres o cuatro minutos quedamos completamente ciegos. Caímos en la denominada «leche». Una niebla cerrada, blanca y muerta envuelve al aparato. No se ven siquiera los extremos de las alas. Pronto Yanguas pierde el rumbo. El avión va de un lado a otro como pájaro en una ratonera. El aviador lo coloca con bruscos virajes ora sobre un costado ora sobre otro. Descendemos para ver si divisamos alguna cosa. A través de un claro logro ver un paraje de colinas, un castillo, cuyos tejados pizarrosos se mojan bajo la lluvia, y después también esto queda envuelto por la niebla.

Yanguas se enfurece a la vez que el aparato. Así pueden encolerizarse sólo los domadores de caballos salvajes. Una vez hasta ha levantado el brazo y ha dado un puñetazo en los mandos, como se golpea el cuello de un caballo. En un viraje brusco, yo, que estaba sentado a su lado, me he derrumbado sobre él. No íbamos atados. Yanguas se ha sonreído y me ha dicho: «No tema.»

Por fin, después de una docena de vueltas, de un tirón y cabeza abajo salimos otra vez al mar. La costa se halla cubierta por un muro cerrado e impenetrable de nubes. No hay que pensar en atravesarlo otra vez. Francia nos rechaza.

¿Pero adonde dirigirse? A la izquierda, toda la costa está ocupada por los fascistas, hasta Bilbao. Este camino ya nos es conocido. Así, pues, ¿de vuelta a Bilbao? ¿Habrá gasolina suficiente? El piloto no repostó en Bilbao, resultaba muy difícil acarrear la gasolina hasta la playa.

Para acortar el camino, Yanguas vuela casi a lo largo de la costa. Cierto, no habrá ni un perro que despegue ahora contra nosotros, ni siquiera si oye el ruido del motor. Pero si se acaba la gasolina, nos plantamos en la zona fascista. O si el motor hace el tonto. Ya falló algo en el aparato de Yanguas la última vez, rumbo a Bilbao. Yanguas dijo entonces que este motor no está bien y que en Toulouse habría que revisarlo y regularlo.

Acorralados por las nubes contra las agitadas olas vizcaínas, casi rozando el agua con las ruedas, avanzamos en la oscuridad.

Finalmente, casi a tientas, nos arrastramos y paramos en la misma playa mojada y desierta. Bajo la lluvia vamos al poblado en busca de un automóvil.

¡Haber estado ya en Francia y encontrarse otra vez aquí! ¡Es increíble!

Avanzada la noche, he llegado a Bilbao, a la habitación que en la víspera había dejado a Guides. Abel se ha quedado sorprendido y alarmado. Nos acostamos juntos.

—Vuela mañana conmigo.

—Es desagradable agraviar al español. Pensará que después de la historia de hoy no confío en sus capacidades como piloto. Y es un piloto, de todos modos, magnífico.

—¿Y yo, a tu modo de ver, soy malo?

—Lo que a ti te conviene es una pequeña paga y dos ametralladoras.

Ya nos quedábamos dormidos, pero de pronto se ha echado a reír en la oscuridad.

—¿Y quién era aquel que se levantó en el avión encima de los Pirineos con la pistola detrás de mi pescuezo? ¿Te figuras que entonces no observé nada?

Me he sentido un poco confuso.

—¡Duerme, charlatán! A la gente no se la conoce de golpe.



9 de junio


El tiempo es muy malo, no vuelan ni Guides ni Yanguas.

Los fascistas intensifican su presión sobre Bilbao. Se acercan a la zona fortificada. Temo que el «cinturón» no resistirá. Pero en la ciudad hay relativa calma.



10 de junio


Guides ha decidido volar al mediodía y Yanguas a las seis de la tarde. He dicho a Abel que si al mediodía no llego a tiempo a la playa que vuele sin mí, nos encontraremos por la noche, en el hotel La Fayette, en Toulouse... Ha tomado consigo mi equipaje.

De los sectores de combate he logrado regresar sólo a las tres.

Cuando a las cinco de la tarde, con Yanguas, con Karmen y otros acompañantes hemos llegado a Laredo, nos hemos quedado de piedra el ver el cuadro que se nos ofrecía a la vista.

En la orilla estaba de pie, mirando hacia adelante, inmóvil, muy despeinado Guides. A su lado estaba por el suelo mi blanca maleta, completamente mojada, con una cerradura rota.

En el mar, a kilómetro y medio de distancia, sobresalía del agua aproximadamente la mitad del avión de Guides. Un motor se había roto y colgaba de un tubo como un ojo arrancado de la órbita. También estaba rota una pata con su rueda. Al cadáver del avión se había amarrado una barcaza de pescadores.

—¿Qué ha ocurrido, Abel?

Ha contado lentamente, con pausas, como un niño que acaba de despertarse: llegó, cargó el aparato, hizo subir a los pasajeros, no esperó mi llegada, puso los motores en marcha, funcionaban perfectamente; no quiso probarlos mucho rato para no recalentarlos y no gastar gasolina, despegó, despegó bien, se puso en ruta, empezó a apartarse de la orilla, y entonces, de súbito, se pararon a la vez los dos motores. De una vez, en el mismo instante. Esto no ocurre nunca, ¿no es cierto? Los dos juntos y al mismo tiempo. El avión empezó a caer. Abel, con un esfuerzo colosal, planeó un poco, atenuó el golpe. Todos se encontraron en el agua, salieron de la cabina, el aparato por milagro se mantenía encima de las olas. La gente se ha salvado porque desde la orilla se vio la caída del avión; los pescadores se dieron prisa para salvarlos. Si tardan dos minutos más, el avión se habría hundido solitario.

—¿Qué ha sucedido a los motores? ¿Qué miserable ha puesto en ellos la mano?

—No lo sé —responde Guides—. Custodiaban el aparato unas personas de la localidad, las mismas que custodian el aparato de Yanguas. Hay que investigarlo. Hay que arrastrar el aparato hasta la orilla y examinar los motores.

—Azúcar —dice Yanguas.

—¿Qué azúcar?

—Han echado azúcar a la gasolina.

—¿Cómo lo sabe usted?

—No lo sé, pero lo comprendo. Han echado azúcar en la gasolina, esto no actúa en seguida, sino unos minutos después de que los motores funcionan, cuando se ha obstruido la conducción. Es un viejo truco.

Todos nos lo quedamos mirando. No dice nada más, sólo hace un gesto con la mano para que empujen su aparato y lo coloquen en posición de despegue. Pasa su dedo meñique por debajo del asa de mi mojada maleta y con el dedo meñique la lleva con la mayor facilidad. ¡Qué raro este hombre!

—¿Y no habrá azúcar en sus motores?

—No habrá. Mi mecánico ha dormido en la cabina.

Guides y Karmen irán en el barco Habana,en el que mandan una nueva expedición de niños vascos. Guides sigue de pie, aún desconcertado y confuso.

—Lograré que se haga una investigación exacta. ¡Me las van a pagar!

Le parece que ha quedado mancillada su reputación de piloto. Cree que también me ha hecho quedar mal a mí, que le recomendó.

—Pueden pedir informes en todas partes donde he trabajado. Nunca me había ocurrido nada ni siquiera de lejos, parecido a esto. ¿Comprende?: ¡dos motores a la vez, en el mismo momento!

—¡No te preocupes! No se trata de ti. El asunto está claro. Vuelve cuanto antes, busca otro avión y sigue volando.

—¡Ahora sí volaré! ¡Me las van a pagar!

—Lo mejor sería que también usted esperara el Habana—me ha dicho de pronto Basilio, que había venido a acompañarme. Hasta entonces había observado la escena en silencio—. A uno, azúcar; a otro, miel; esto, ¿sabe?, no es una broma, esto sólo resulta bonito en el librito El mundo de las aventuras,edición de Piotr Soikin, San Petersburgo, calle de Stremiannaia.

Tampoco a mí me parecía mal hacer la travesía en el Habana.Pero ¿cuándo iba a zarpar? Y Yanguas ya está sentado al volante, las hélices zumban. Ocupo mi asiento a su lado.

¡De nuevo el mar de Vizcaya, por cuarta vez, maldita sea! Pero ahora todo va como una seda. El motor de la derecha casi no da ningún golpe en falso. Abajo aparece un gran crucero de guerra. El Baleares,dice Yanguas señalando hacia el navio con un movimiento de cabeza. Yanguas se encuentra de excelente humor y silba cancioncitas sin parar. Trazamos una deferente herradura en torno al crucero y a sus antiaéreos.

La costa francesa se nos presenta, esta vez, hospitalaria. Volamos por encima de los tranquilos bosquecillos y campo de vides, sobre las pequeñas ciudades, sobre los árboles centenarios a lo largo de las carreteras, aún napoleónicas, rectas, precisas. Nos acogen un mar de luces y los faros luminosos de Toulouse. Ahí mismo, en el aeródromo, encargo billete para volar mañana a Barcelona.



11 de junio


La gran nave de la compañía Air-Francedespegó suave y fácilmente de la verde superficie plana del aeródromo. Cuatro potentes motores zumbaban con ruido sordo y sosegado; en la espaciosa cabina, en cómodas butacas junto a grandes ventanas, sosegadamente sentado, dan ganas de dormir. Sobre las mesitas había chillones prospectos y guías, ésta es la línea de Toulouse-Alicante-Tánger-Rabat. El piloto miró indiferente hacia adelante; a su lado, el mecánico de a bordo leía el periódico. Recordé de qué modo Miguel Martínez se había trasladado a Barcelona por una ruta parecida. Y el «mundo de las aventuras» entre Bayona y Bilbao... Esto ahora no pasaba de ser un mediocre y pequeño trayecto de un sólido exprés aéreo.

Barcelona se ahogaba bajo el tórrido calor. Todo el mundo se había escondido a la sombra, dejando la calle desierta. Pedí un coche para Valencia. En el Majestic encontré a Ehrenburg. Estaba extenuado por el calor. Me dijo que la víspera se había iniciado la ofensiva sobre Huesca. Actúa como grupo de choque la 45. a división al mando de Lukács-Zalka. Aún no hay noticias del frente.

Decidimos comer juntos. Ehrenburg salió a alguna parte próxima y volvió al instante. Estaba desencajado.

—Llaman por teléfono —dijo—, parece que Lukács ha muerto.

—¿Quién llama?

—Desde Lérida. Parece ser que Lukács y Regler han sido muertos juntos, en el automóvil. Los ha matado un obús o una bomba de aviación.

Nos miramos uno al otro, callados. Yo dije, haciendo un esfuerzo:

—Probablemente es un bulo. Aquí a la gente le gusta inventar historias.

Pero no fuimos a comer. El coche para Valencia también tuvo que esperar. Por teléfono desde distintos puntos transmitían rumores y variantes distintas, pero todos ellos dejaban en pie muy pocas esperanzas. A Lukács algo le había ocurrido, no cabía duda. Según una variante, Lukács había muerto, y Regler estaba gravemente herido. Según otra variante, estaban heridos los dos. Según la tercera variante, habían perecido tres: Lukács, Regler y Heilbrunn, el jefe de sanidad de Lukács. La ofensiva contra Huesca se había truncado.


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