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Diario de la Guerra de España
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Текст книги "Diario de la Guerra de España"


Автор книги: Михаил Кольцов



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—Entonces, tampoco yo dormiré.

—¡Oh, Ramón! ¿No puedes dormir cuando yo estoy a tu lado? ¡Mi amor Ramón, estamos locos!, ¡¿verdad?!

Por la mañana, con movimientos pesados, aturdidos, levanta el botijo sobre la cabeza, se echa a la garganta el chorro del agua, se aclara rostro y cuello. Matilde está sentada en la vieja y ancha cama, con las largas y delgadas piernas colgando; la veo a través de la mala esterita. Matilde tiene diecinueve años; trenza negra, pálido cuerpecito casi de niña. Pero no es a ella a quien atormentan. Es ella la que atormenta a Ramón, grande y pesadote.

Ramón se une de buen grado al desayuno que Dorado y yo traemos del automóvil. A nuestro queso, a nuestro pan y a nuestros tomates, añade un jarro de áspero vino blanco del barril paterno. Matilde casi no come nada. Escucha indiferente nuestra conversación.

—Sabemos pelear —dice Ramón—. Lo hemos demostrado. Reconózcalo: usted no esperaba que el pueblo español peleara de este modo, ¿verdad?

—¿Por qué no? Lo esperaba.

Reconózcalo: de todos modos, usted no lo esperaba, ¿eh? No lo esperaba nadie. Qué soldados, ¿eh? Qué oficiales, ¿eh? ¡Y nuestros chóferes! —Ramón se anima—. Se lo aseguro, en ninguna otra parte del mundo encontrará usted chóferes tan valientes como en nuestro país. En el frente, el chófer español resulta mejor que ningún otro. A mí como chófer, esto me resulta especialmente agradable.

—¿Cuánto años tiene usted?

—¿Yo? Veintiséis.

Sosteniendo con una mano un pote de vino y con la otra un trozo de pan, mira hacia la lejanía con mirada soñadora, orgullosa e ingenua. No comprende que es un desertor.

Los pescadores de Perelló tiran de las redes. Tiran de ellas desde lejos. Primero con una. barcaza; luego, ya junto a la orilla, arrastran las redes por la arena. Esto dura mucho, mucho.

La red empieza a mostrarse en el agua azul. Pero no, la operación aún dura mucho más. Los pescadores, doce hombres, son casi todos viejos. No hablan entre sí. Sacar la red, que pesa, es bastante difícil. La pesca, probablemente, será de unos trescientos kilogramos. Los hombres tiran, tiran, y la red sigue sin verse.

Por fin aparece la red. Completamente vacía. De todos modos —ahora ya de un tamaño absurdo—, siguen arrastrándola por la arena. Los viejos, serios, hoscos, lentos, deshacen el mojado nudo. Allí se estremece kilo y medio de peces menudos, parecidos a nuestros esperinques. Eso es todo lo que ha dado a doce hombres el rico mar Meditarráneo. Por cinco horas de trabajo.

Los viejos no dicen nada. Envuelven la red a una percha de madera. Otra vez se hacen a la mar.

Digo a Dorado:

—¡Trabajar cinco horas y no pescar nada! Doce hombres.

Dorado responde:

—De todos modos ahí había casi dos kilos de pescado. Lo venderán en Valencia; en los bares lo comen, salado, como tapas, con el vermut.

—¡Para doce hombres! ¡Pero si esto no da más que unos céntimos!

—Sí, unos céntimos. ¿Qué se figuraba usted? No es cuestión de millones, el ser aquí pescador.



29 de junio


Terrible ajetreo y desorden en la preparación del Congreso. Se ocupan de ello, al mismo tiempo, dos gobiernos —el central y el catalán—y en cada uno de ellos, tres ministerios —el de Relaciones Exteriores, el de Gobernación, y el de Instrucción Pública—; además, el Ministerio de la Guerra, el comisariado general, la Alianza de Escritores y aun todos aquellos que no se sienten perezosos. Con todos ellos ha de discutir y regatear la asociación de escritores. El burocratismo, en España, es perezoso e ingenuamente enfático. La preocupación principal de los funcionarios ministeriales es encubrir a los delegados el indecente hecho de que España ahora está en guerra. Con este fin idean mil providencias y subterfugios. Ofrecen para las sesiones sitios apartados en zonas tranquilas, en palacios fuera de las ciudades, rodeados de parques. En el programa de excursiones, incluyen diversas banalidades turísticas: pesca, visitas a antiguas ruinas y estaciones prehistóricas. Yo me esfuerzo en persuadirlos de que si los delegados hubieran buscado paz y diversiones, habrían encontrado, sin duda alguna, ahora, otro país más apropiado para el Congreso. A los funcionarios esto no los convence. La idea del viaje de los delegados a Madrid los horroriza. «Pero ¿qué verán, allí? Destrucciones, una ciudad poco cuidada. ¿Qué sentido tiene para el Congreso, irse de Valencia? Aquí está el gobierno, aquí se encuentran todos los ministerios, aquí está, ahora, la capital, aquí hay todo lo que pueda interesarles...»



3 de julio


Por la mañana hemos partido al encuentro de los delegados al Congreso. En Benicarló, a orillas del mar, en la terraza de un pabellón turístico, se les ofrece una comida. Los españoles han hecho un gran esfuerzo, han preparado un menú excelente, lo han servido con gusto, han puesto a la mesa vinos exquisitos. En torno, flores, el mar azul, abundancia y engalanada hermosura de Levante. «Pero ¿dónde está la guerra? —se preguntan asombrados los huéspedes—. Esto es lirismo puro, un paraíso terrenal.»

Salen del coche y se saludan amigos y conocidos de todo el mundo. Parisinos, americanos, balcánicos, rusos. Están fatigados, pero llenos de animación. Miran ávidos a su alrededor, interrogan a los «viejos» españoles: Ludwig Renn, Ralf Beits, Ehrenburg, Nurdial Grieg, cazan detalles, escuchan celosos las conversaciones, como si temieran perder lo más importante. Unos están patéticamente excitados —Múhlenstein, González Tuñón, Vishnievski—; piden que se les dé inmediatamente un fusil o alguna otra cosa para correr en seguida a pelear. Otros perciben todo lo que les rodea con un sentido trágico —Anna Segers, André Chamson, el portugués Cortes, el inglés Spender—. Los del tercer grupo, el más equilibrado, desde sus escafandras literarias examinan despacio, como buzos, el torbellino español, haciendo acopio de provechosas impresiones. Son Tolstoi, Erik Weinert, Julien Banda, Fadieiev, Marjvitsa, Mussignac. Los del cuarto grupo, ven el Congreso y sus circunstancias sólo en el plano de un deber a cumplir, están preocupados por sus intervenciones, por el curso y orden del día de las sesiones, por los informes taquigráficos y de prensa.

Alguno de los delegados ha traído el libro de André Gide, ya su segundo libro acerca de la URSS. Lo he hojeado: eso ya son injurias y calumnias de corte abiertamente trotskista. Gide no lo disimula, cita abiertamente los nombres de trotskistas y antisoviéticos destacados que, «con mucha amabilidad», le han facilitado materiales. Y estos materiales constituyen una mezcla de recortes de periódico dogmáticamente seleccionados y de viejas anécdotas contrarrevolucionarias.



4 de julio


El Congreso ha abierto sus sesiones hoy por la mañana, oficial y solemnemente, en el salón del ayuntamiento en el que ahora se reúnen las Cortes. El jefe del gobierno, Juan Negrín, ha abierto el Congreso con unas breves palabras de bienvenida. En nombre de los escritores, le ha contestado el delegado de más edad, Martín Andersen Nex. El viejo no ha tenido bastante en cuenta la solemnidad del acto. Durante todo el camino, en automóvil, entre el polvo y el calor tropical, no se ha quitado la levita negra, la pechera bien almidonada y la corbata. En cambio, aquí, en la ceremonia oficial, se ha presentado con camisa de cuello abierto, sin corbata, mostrando el pelo crespo y blanco de su ancho pecho caduco. Los operadores cinematográficos estaban desilusionados, pero la sala ha aplaudido fervorosamente las palabras vivas y sencillas del buen viejo Nex. Negrín le ha invitado a ocupar un sitio en la mesa, y se ha ido después de ceder la presidencia del acto.

Álvarez del Vayo, miembro de la Asociación de Escritores, participó en el primer Congreso, celebrado en París, como emigrado español. Ahora ha recibido su carné de delegado, pero ha saludado a los participantes en el Congreso como comisario general de guerra.

—Nuestros combatientes de primera línea aprenden a leer y a escribir. Han prestado un juramento: que no haya ni un analfabeto entre ellos. Son vuestros aliados. Han leído en las trincheras las vibrantes palabras de Romain Rolland y de Heinrich Mann. A los fraternales llamamientos, responden con su sangre. El pueblo español quiere vencer y vencerá. Ha rechazado al enemigo ante Madrid y ante Pozoblanco.

A Álvarez del Vayo le responde brevemente, en nombre del Congreso, el presidente de la delegación soviética, Koltsov. Ovaciones dirigidas a la Unión Soviética. La sala canta la Internacional.

El presidente de la Alianza española, José Bergamín, habla de la cultura de su país:


—Lo que, fundamentalmente, ha de preocupar al escritor es su vínculo con las otras personas. En este vínculo se hallan las raíces de su existencia. En él radica el sentido de su vida y de su trabajo. El nexo del escritor con las demás personas se da en el tiempo y se efectúa por medio de la palabra. La palabra es frágil, y el pueblo español llama a la flor del diente de león —flor cuya vida depende de un soplo– «palabra humana». La fragilidad de las palabras humanas es indiscutible. Nuestro gran poeta Cervantes dijo de la palabra: «debe estar con un pie en los labios y con otro entre los dientes». La palabra no es sólo la materia prima con que trabajamos; es, además, nuestro nexo con el mundo. Es la afirmación de nuestra soledad y, al mismo tiempo, es la negación de nuestra unión... En la sensación de la integridad del tiempo, en la sensación del movimiento hacia adelante, en la conciencia revolucionaria de este movimiento, de este nexo del pasado con el presente y del presente con el futuro, está la afirmación del pueblo como hombre y del hombre comopueblo... Toda la literatura española de los tiempos pasados es un testimonio de los anhelos populares, de los impulsos del pueblo español, cara al futuro. Toda la riqueza de la cultura española, que siempre ha sido cultura popular, parte del nexo orgánico de los creadores de la cultura con los anhelos del pueblo... Dirigid la mirada hacia atrás, hacia las cumbres de la cultura popular española: Cervantes, Quevedo, santa Teresa, Calderón, Lope de Vega. Veréis hasta qué punto están solos y al mismo tiempo en qué medida están enraizados en la entraña del pueblo. Son voz del pueblo. Toda la literatura española ha sido escrita con la sangre del pueblo español. Lope de Vega escribió: «La sangre grita la verdad en libros mudos.» Esta misma sangre grita ahora la verdad en víctimas mudas. La sangre grita en nuestro don Quijote, en el inmortal don Quijote. Es la eterna afirmación de la vida contra la muerte. He aquí por qué nuestro pueblo, fiel a sus tradiciones humanitarias, ha aceptado el combate contra la muerte. En los inolvidables días de julio justificó con su sangre sus palabras. El pueblo español está salvando, ahora, los valores humanos —en primer lugar la fraternidad– contra el humano egoísmo.


En el mismo día de hoy, el gobierno ha agasajado al Congreso con una comida en la playa, en el restaurante de Las Arenas. Aquí todo ha sido más espontáneo, sin que, por ello, faltaran los discursos. Han hablado el ministro de Instrucción Pública, después Ludwig Renn, Tolstoi, Ehrenburg. Los escritores se han sentado mezclados con los ministros y los militares, han trabado conocimiento, han conversado y charlado. A Anna Segers le ha gustado mucho un español macizo y bondadoso, con gafas, ingenioso y alegre, que, además, habla maravillosamente el alemán. Él le daba noticia y rápidas y vivas características de los españoles sentados a la mesa. «¿Y usted, aquí, qué cargo tiene?», le ha preguntado dulcemente Anna, frunciendo sus ojos miopes. «Yo soy, aquí, el presidente del Consejo de Ministros, y hoy he hecho uso de la palabra en el Congreso», ha respondido Negrín.

Al final del banquete, ha llegado y ha sido acogida con aplausos, una parte rezagada del Congreso, venida directamente desde Barcelona. El gobierno inglés negó los pasaportes a los escritores de su país. Malraux se ofreció para trasladar sin formalismos a este grupo y a algunos emigrados alemanes a España. Ahora ha introducido, no sin efecto, a sus clientes en la sala. Entre el alborozo y los aplausos ha dicho a media voz, guiñándome un ojo como un mozalbete: «Los contrabandistas os saludan.»

Por la noche han bombardeado concienzudamente la ciudad —es posible que con motivo del Congreso—. Los delegados dormían como troncos después del viaje y de las impresiones del día. Podían haberse quedado dormidos todos. Yo he ordenado a la telefonista del Metropol que despertara en seguida a toda mi delegación y la he conducido solemnemente al sótano. Tocaban las sirenas, la artillería antiaérea disparaba sin cesar, el ruido que producía era como si desgarraran enormes trozos de tela. Se oían, a lo lejos, las sordas explosiones de las bombas. «¿Qué tal?» —he preguntado en tono de hospitalario anfitrión. Todos estaban impresionados y muy contentos. Vishnievski ha preguntado cuál es el peso de las bombas. Pero yo no lo sabía. El diablo sabe lo que pesan. Tolstoi ha dicho que lo que menos importa es el peso, lo importante es que son bombas. Con su pijama carmesí, estaba magnífico, en el sótano.

Me dormí de buen humor. A pesar de todo, este Congreso diabólico se ha celebrado, por más que hayan intrigado contra él.

Todo marcha bien.



5 de julio


Hoy han hecho uso de la palabra Julián Benda, el escritor holandés Brauer, Malcolm Kowley, el argentino González Tuñón, el mexicano Mancisidor.

Anna Segers ha hablado de los escritores alemanes que han perdido su patria y la han hallado en las trincheras de Madrid, entre los combatientes alemanes de las Brigadas Internacionales.

Tolstoi ha hablado de la libertad y de la cultura. Ha dicho:

—La humanidad no cambiará nunca la libertad del trabajo libre por los campos de trabajo del fascismo. Los mamuts y los rinocerontes, los osos de las cavernas, parecían mucho más potentes. En las cuevas pirenaicas, el genio del hombre ha dejado la representación inmortal del mundo de los monstruos por él vencido. ¿Acaso no basta ello para infundirnos un gran optimismo? Dicen que el gran arte no coincide con las épocas revolucionarias. El arte, que refleja la amargura del desencanto, el arte del ensueño, que no halla cobijo en esta vida, el arte negativo, hasta ahora parece que ha coincidido con los tiempos de calma social y política... Pero esto ha sido. Esto es algo que pertenece al pasado. El tesoro de las artes y el pensamiento humanista son nuestra herencia... Nosotros somos la generación de una gran frontera, cuando el viejo mundo, antes de desplomarse para siempre, muerde, como encarnizado lobo, a derecha e izquierda. Nosotros elaboramos el arte de la revolución, el arte del nuevo hombre. No importa que parezca inmaturo, técnicamente imperfecto, a los refinados hombres del Occidente; pero en él bulle y brota como refrescante humedad el nuevo humanismo. Y es comprensible a las masas. Es su arte. Es un arte fraterno. Y nuestros lectores, precisamente en nombre del alto concepto del «arte», han privado, por ejemplo, a un estilista como André Gide, del título de escritor del pueblo. El arte soviético es realista como la tierra bajo el brillante sol; ese arte es realista como la severa mujer que camina por el surco, heroicamente, como un guerrero que da su vida por la felicidad de su patria, optimista, como la juventud. Este arte es de todo el pueblo porque es fruto de los impulsos creadores de las masas del pueblo.



6 de julio


Formando una gran caravana, el Congreso se ha trasladado hoy de Valencia a Madrid. Por el camino, un coche en el que iban Malraux, Ehrenburg y Kellin, ha chocado con un camión de obuses. Por poco ocurre una catástrofe.

En el pueblo de Minglanilla, los delegados han comido en casas de campesinos. Ha habido enternecedoras y vivas escenas de confraternización. Al atardecer, en Madrid, en un jardín de los alrededores de la ciudad, el ayudante del general Miaja ha recibido y saludado al Congreso.

Emocionados y nerviosos, los escritores se han instalado en el vacío hotel Victoria, preparado bien que mal para esta ocasión.

Por la noche han tronado los cañones. El Congreso no ha dormido. La gente iba de una habitación a otra, aguzando el oído, inquieta. Pero los cañones que retumbaban eran los nuestros: ayer, las tropas republicanas rompieron el frente por Villanueva de la Cañada, ¡atacan a Brúñete y a Quijorna! En gozoso día hemos llegado aquí.



7 de julio


Por la mañana, el Congreso ha celebrado su sesión en la sala del «Auditorio». Los madrileños han dado una lección al confuso Valencia, lo han organizado todo con muy buen sentido y eficacia. El ambiente de trabajo es aquí otro, más disciplinado, más preciso, menos oficial, más revolucionario. En los asientos destinados al público se ven muchos militares soldados y oficiales, españoles e internacionales. Los delegados buscan a sus compatriotas, conversan alegremente, les entregan regalos, cigarrillos, ropa y víveres.

Hoy han hablado René Blak, el argentino Uturburu, el chileno Romero, Willi Bredel, Vsievolod Vishnievski, Vladimir Stavski, Ludwig Renn, Nordal Grieg, Gustav Regler.

Mediada la sesión, ha entrado de súbito en la sala una delegación de las trincheras con la noticia de la toma de Brúñete y con una bandera recién capturada a los fascistas. El entusiasmo ha sido indescriptible.

No veo en absoluto Madrid. Paso por sus calles corriendo en automóvil y no tengo tiempo de observar nada. ¿Ha cambiado la ciudad en estos meses?

En la sesión de la tarde, la mayor parte de los oradores han hablado en español. Por esto se ha celebrado en el enorme local del cine Goya, para que los madrileños pudieran asistir.

Ha presidido María Teresa, muy solemne y emotiva. Ha dado la palabra al jefe de una división y luego a mí.

Yo estaba nervioso, por primera vez iba a pronunciar un largo discurso en español. He dicho:

—Al venir a este Congreso, yo me preguntaba qué es esto, en esencia: ¿un Congreso de Quijotes, un rezo literario impetrando la victoria sobre el fascismo o un nuevo batallón de voluntarios internacionales con gafas? ¿Qué pueden dar y a quién, este Congreso y las discusiones de personas armadas sólo con palabras? ¿Qué pueden dar aquí, donde el metal y el fuego se han convertido en argumentos, y la muerte es la demostración básica en la discusión?

Desde los tiempos más antiguos, no bien surgió el arte del pensar expresado en la palabra, hasta nuestros días, el escritor se pregunta: ¿quién soy yo, un profeta o un payaso, el capitán o el tambor de mi generación? Las respuestas han sido siempre distintas, a veces triunfales, a veces demoledoras. En el país en que ahora nos encontramos, en España, los escritores han conocido las amarguras de la humillación y los honores supremos, para sí y para su oficio. Hay países en que a los escritores se los considera algo así como hipnotizadores. Hay un país en que los escritores participan en la dirección del Estado, como hacen, por lo demás, las cocineras y todos quienes trabajan con sus manos o con su cabeza.

Si los escritores han experimentado muchas seducciones y han cometido muchos errores en la valoración de su papel en la sociedad, ello se debe, en parte, al carácter especial de su profesión. El trabajo del literato, su producción, casi nunca es anónimo. El nombre del autor, su individualidad, aunque sea la más insignificante, sirve oficialmente de objeto de demanda para el público y constituye un elemento inseparable del juicio que merece la calidad del libro. Cuando un obrero produce, por ejemplo, cerillas, o un campesino produce trigo, puede aplicar en su trabajo toda su individualidad y todo su saber personal, toda su alma, y, pese a todo, el fruto de su trabajo será anónimo, será, simplemente, cerillas o trigo. Si un escritor produce aunque sólo sean diez líneas, aunque éstas sean incoloras, vacuas de contenido y descuidadas, las firma con su nombre, y esto se considera normal, es casi obligatorio, y cuantas menos son las líneas escritas, cuanto menos pueden éstas decir, tanto más necesaria resulta al pie la firma del autor.

Ha sido esto, en parte, lo que ha dado origen, entre los escritores de distintas épocas y diferentes pueblos, a la falsa teoría de la «expresión», teoría que, modificando su aspecto y la terminología, siempre se ha reducido, aproximadamente, a la idea de que el escritor tiene dentro de sí, quizá en alguna parte entre el hígado y los ríñones, cierta glándula misteriosa, la cual, a modo de «piedra filosofal» de los viejos alquimistas, produce de por sí una valiosa sustancia: la literatura. Según la teoría de la «expresión», la tarea del escritor estriba en hallar la mayor fuerza para interpretarse a sí mismo, para penetrar lo más hondamente posible en su interior, para defenderse contra influjos exteriores y hacer posible que la glándula milagrosa elabore su jarabe del arte.

Me inclino a creer que en esta sala, en este Congreso, no hay personas con las cuales sea necesario discutir en torno a la teoría de la «expresión». El camino de creación y de trabajo social recorrido por cada uno de los aquí presentes, antes de que le condujera aquí, al heroico Madrid antifascista del año 37, le ha librado hace tiempo de semejantes ilusiones. Nosotros nos hemos convencido hace tiempo —y lo hemos comprobado miles de veces– de que nuestros sentimientos y nuestros estados de ánimo, como escritores, no se engendran desde dentro, sino que expresan el estado de los espíritus y de los pueblos y clases, sus afanes y esperanzas, sus desilusiones y su ira.

Nuestro excelente amigo Romain Rolland ha expresado con las palabras que cito a continuación, este robusto sentimiento del nexo que se da entre el escritor y la sociedad:


«Lo nuevo, aquí, no está en que los grandes artistas —precursores– canten al sol antes de su salida, sino en que el día, al fin, se ilumina, en que se ha tendido un puente entre el sueño del arte y la acción social. Así el sueño del arte no está entretejido ya solamente de lo que se prevé, se crea a base de la vida material. Cobra vida en la realidad. En nosotros ha aparecido un nuevo sentimiento de seguridad, nunca experimentado antes. Ya no somos hombres que nos movemos en el agua. Cuando Wagner creaba su Tristón,no esperaba hallar nunca en Europa un público que pudiera escucharle y comprenderle, y escribía, dicen, para el público imaginario de Río de Janeiro... Los genios del arte se han visto obligados a crearse, al mismo tiempo que elaboraban sus obras avanzadas, una visión ilusoria del futuro pueblo que va a reconocer en tales obras su propia canción. Ahora este pueblo existe. Ya no estamos solos. Ya creamos conjuntamente. Aunque el papel del gran artista estribe siempre en adelantarse al estadio de su época, en ver la plenitud de lo que en el momento dado sólo apunta, el artista pertenece, con todo, al mismo siglo que las otras brigadas de trabajadores. Y todos juntos laboran según un mismo plan, como en otros tiempos los pueblos edificaban las catedrales.»


¿Cuál es, en nuestra época, la norma de conducta del escritor honrado que tiene conciencia de su nexo con la sociedad y con su clase social? ¿De qué mejor manera puede servir a los trabajadores?

¿Es necesario dar consejos al maquinista de un tren o distraer a los pasajeros para obligarlos a soportar un largo viaje? ¿O hay que saltar del vagón y empujar el tren en una cuesta empinada?

Ustedes saben que el temperamento y la sinceridad de una serie de escritores antifascistas los ha impulsado a participar de manera directa en esta lucha en calidad de voluntarios. Encerraron en el armario de su casa sus manuscritos y se fueron en seguida como soldados de las Brigadas Internacionales del Ejército Popular español. Otros han venido aquí con las buenas intenciones de mirar y escribir, pero al ver la guerra, al ver el peligro del pueblo español, han interrumpido su trabajo literario y han empuñado las armas.

Sobre esta cuestión se discute: ¿cómo ha de conducirse el escritor, en contacto con la guerra civil de España? Desde luego, tienen razón quienes sostienen que el escritor ha de luchar contra el fascismo con las armas que mejor domina, es decir, con su palabra. Byron hizo más con su vida para la liberación de toda la humanidad que con su muerte para la sola liberación de Grecia. Pero hay momentos en que el escritor —me refiero a algunos escritores– se ve obligado a convertirse él mismo en personaje activo de su obra, y no puede confiar en los héroes de ficción, ni siquiera ideados por él mismo. Sin esto, se rompe el hilo de su obra creadora, siente que sus personajes han avanzado mientras que él se ha quedado a la zaga. Pero, desde luego, los escritores han de participar en la lucha como escritores.

Para ayudar así al pueblo no es obligado, ni mucho menos, pelear en el frente ni siquiera venir a España. Cabe participar en la lucha hallándose en cualquier rincón del globo terrestre. El frente se ha extendido muy lejos. Sale de las trincheras de Madrid, atraviesa Europa entera, todo el mundo. Cruza países, aldeas y ciudades, pasa por las ruidosas salas de los mítines, serpentea calladamente por los anaqueles de las librerías. La particularidad principal de este frente de combate nunca visto en la lucha de la humanidad por la paz y la cultura, estriba en que en ninguna parte encontrará ahora un lugar donde poder recluirse quien anhele paz, sosiego y neutralidad.

En el transcurso de este último mes, he visto en Europa a personas que se llaman materialistas y revolucionarios ultraizquierdistas, y que pretenden demostrar la necesidad de llegar a un compromiso con Hitler, he visto a sacerdotes católicos vascos que iban al ataque junto con las tropas de su pueblo, al lado de los comunistas, contra las legiones fascistas italianas que han recibido la bendición del Vaticano.

Republicanos, anarquistas, marxistas, católicos, simplemente, hombres sin partido, para todos hay sitio en las filas de los combatientes contra el enemigo común, el fascismo. No hay sitio tan sólo para quien quiere creer o cree en alguna posibilidad de compromiso con dicho enemigo. En este caso, por hondamente que esté escondida la idea de la capitulación o del contubernio, por complejas que sean las argumentaciones políticas, filosóficas o artísticas con que se encubre dicha idea saldrá al exterior y se desenmascarará a sí misma.

Digan cien mil palabras sobre lo que quieran, alaben, critiquen, entusiásmense, lloren, analicen, generalicen, aduzcan comparaciones geniales e impresionantes características, da lo mismo, tal es la lógica de nuestro tiempo, ¡ustedes han de decir al fascismo «sí» o «no»!

La paz entre los pueblos se ha hecho indivisible e indivisible se ha hecho la lucha por la paz de los pueblos. Para nosotros, hombres que hemos promulgado la Constitución Soviética, quedan bastante alejados el parlamentarismo americano, el francés y hasta el español. Pero consideramos que todo esto se encuentra a un lado de la línea. Al otro lado, se encuentra la tiranía hitleriana, el ambicioso afán de poder del dictador italiano, el terrorismo trotskista, la rapacidad insaciable de los militaristas japoneses, el odio de Goebels por la ciencia y la cultura, el frenesí racista de Streicher.

No hay dónde esconderse, dónde ponerse al abrigo de esa línea divisoria, ni en la primera línea de fuego ni en la más profunda retaguardia. No cabe decir: «No quiero ni lo uno ni lo otro», como tampoco puede decirse: «Yo quiero lo uno y lo otro», «Estoy contra la violencia y contra la política.» Y quien menos puede decirlo es el escritor. Cualquiera que sea el libro que escriba, trate de lo que trate, el lector penetra en él hasta las más escondidas líneas y encuentra la respuesta: «por» o «contra».

La mejor confirmación de esta verdad nos la ofrece el ejemplo de André Gide. Al publicar su libro, lleno de sucias calumnias contra la Unión Soviética, dicho autor intentaba conservar la apariencia de neutralidad y esperaba mantenerse en el círculo de escritores «izquierdistas». ¡En vano! Su libro en seguida ha llegado a los fascistas franceses y se ha convertido, junto con su autor, en su bandera fascista. Y esto es singularmente aleccionador para España dándose cuenta de las simpatías de las masas por la República española, temeroso de atraer sobre sí la ira de los lectores. André Gide, en un apartado rincón de su libro ha incluido algunas palabras confusas aprobando a la Unión Soviética por su actitud respecto a la España antifascista. Este camuflaje, sin embargo, no ha engañado a nadie. El libro ha sido impreso por entero en varios números del principal órgano de prensa franquista, Diario de Burgos.¡Los suyos han reconocido al suyo!

Por esto exigimos del escritor una respuesta honrada: ¿con quién está, en qué lado del frente de lucha se encuentra? Nadie tiene derecho a dictar la línea de conducta al artista y creador. Pero quien desee ser tenido por hombre honrado no ha de permitirse pasear ora por un lado de la barricada ora por el otro lado. Esto se ha convertido en un peligro para la vida y es mortal para la reputación.

Ustedes saben que para nosotros, escritores del país soviético, el problema acerca del papel del escritor en la sociedad ha sido resuelto hace tiempo de manera totalmente distinta que en los países del capitalismo. Desde el momento en que el escritor ha dicho «sí» a su pueblo, que construye el socialismo, se convierte en un creador avanzado, con todos los derechos, de la nueva sociedad. Con sus obras influye directamente en la vida, la empuja hacia adelante y la modifica. Esto hace que nuestra posición sea elevada y honrosa, pero difícil y de responsabilidad. Nuestro escritor Sóboliev ha dicho —y en esto hay una parte de verdad– que el país soviético le da al escritor todo menos una cosa; el derecho a escribir mal. El crecimiento de nuestro lector se adelanta, a veces, al del escritor. El autor necesita poner en tensión todas sus fuerzas intelectuales y creadoras para no quedarse a la zaga de sus lectores, para no perder su confianza y, simplemente, su atención.

No cambiamos nuestra situación por otro puesto, cualquiera que sea, más cómodo. Nos enorgullecemos de nuestra responsabilidad y de las dificultades que experimentamos porque todavía nunca, en la historia, el pueblo había concedido al escritor un honor tan elevado: con la ayuda y el concurso del Estado, educar, mediante el arte, a decenas de millones de personas, formar el alma del hombre de la sociedad libre, socialista.


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