Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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9 de agosto
Por las calles fluye sin cesar un espeso torrente de automóviles. Es una colección de todas las marcas; en su mayor parte son nuevos, caros, lujosos. Todos llevan pintadas, con pintura blanca al aceite, enormes letras torcidas en la carrocería y encima del motor: son los nombres de distintas organizaciones y partidos o, sencillamente, consignas. La pintura es espesa, fuerte, imborrable; el ex propietario de un coche cubierto de esta escritura, no puede volver a utilizarlo como propio sin repintarlo por entero. Los coches tienen los cristales rotos y agujereados por las balas, se sale el agua de los radiadores, están arrancados los estribos; algunos van adornados con flores, collares, cintas y muñecas. En los coches viaja todo el mundo, lo transportan todo; los coches se acumulan en los cruces de las calles, en las plazas, chocan entre sí, pasan por la mano izquierda; es la alocada fiesta de los automóviles que se han escapado en libertad.
Todos los grandes edificios han sido ocupados, requisados, por las organizaciones de partidos y por los sindicatos. Los anarquistas han tomado el hotel Ritz. Otro hotel enorme, el Colón, ha sido ocupado por el Partido Socialista Unificado. Los diez pisos del Colón son como el arca de Noé de los comités, del buró, de los puntos de reunión, de las comisiones y delegaciones. El hotel recuerda en gran manera el Comisariado de la Guerra que en 1919 hubo en Ucrania. Llevan por las escaleras paquetes de periódicos, haces de armas, personas detenidas, cestos de uvas, botellas con aceite de oliva. Entre la gente adulta, juegan al escondite los niños; allí los dejan durante el día los padres que prestan servicio de guardia en la milicia. Aquí trabajan y duermen. Además de catalanes y españoles, hay muchos rostros y voces extranjeros. Un alemán pone orden en un depósito de armas; unas americanas han organizado un servicio sanitario; unos húngaros se han dedicado en seguida a su ocupación predilecta: han montado un servicio de prensa, tiran a multicopista un boletín de información en cinco idiomas; los italianos se mezclan con la muchedumbre española, pero se sienten como personas de mayor experiencia.
Unos obreros conducen al hotel Colón a unos fascistas capturados. Se explica a esos obreros que las detenciones son cosa de la policía republicana. Pero los obreros no entienden esas explicaciones y se van dejando allí a los prisioneros, con los papeles, el oro, los brillantes y las pistolas que les han encontrado. La «Seguridad» (Dirección de Seguridad) no se da prisa en hacerse cargo de los detenidos, y los comités de todos los partidos han formado pequeños grupos de policía y cárceles improvisadas.
En el segundo piso del Colón se encuentra la sección militar. Aquí se constituyen los destacamentos obreros para la toma de Zaragoza. Se alista mucha juventud, pero también hay hombres de edad madura. Han sido enviados ya cinco mil individuos. No hay bastantes fusiles, pero en la ciudad se ven por todas partes. En los bulevares, todos se pasean con fusiles. Con fusiles se sientan a las mesas del café. Fusiles llevan las mujeres. Comen, duermen, van al cine sin dejar las armas, pese a que existe un decreto especial del gobierno por el que se ordena dejar los fusiles en el guardarropa contra el correspondiente número. Los obreros se ven con las armas en la mano y no será fácil que las devuelvan.
Por las calles pasan cortejos fúnebres. Los cadáveres son traídos del frente o son enterrados al pie de las ruinas de las casas en que se ha combatido. A los caídos no los llevan horizontalmente en sus ataúdes, sino en sentido vertical, de modo que los muertos, como si estuvieran de pie, exhortan a los vivos a proseguir la lucha. Tras los cortejos fúnebres, llevan mantas y sábanas extendidas: el público arroja en ellas generosamente monedas de plata y cobre para ayuda de las familias de los muertos.
Sin embargo, pese a las armas, a los choques y a los tiroteos desordenados que a todas horas se producen, no hay irritación en la ciudad. La atmósfera es, más bien, de excitada alegría, de febril entusiasmo. Aún persiste el triunfo, tan inesperado y tan merecido, de los combates callejeros del pueblo contra la soldadesca reaccionaria. La locura de los valientes, la audacia de la juventud obrera, que se ha lanzado con navajas de bolsillo contra los cañones y las ametralladoras y ha vencido, el orgullo por su sangre vertida, llenan de entusiasmo y seguridad a la enorme ciudad proletaria. Todos se inclinan ante el hombre que viste mono, que lleva un fusil; todos le halagan. En el café y en las tabernas, se niegan a cobrarle. Los mejores artistas cantan para él en los bulevares, los toreros le abrazan en los cruces de las calles; las elegantes estrellas de cabaret y cine le provocan con sus famosas piernas, sin regatear los tacones de colorines al bailar sobre el pavimento asfaltado, y se ríen con argentina risa en respuesta a las picantes agudezas de los cargadores del puerto.
A las dos he estado comiendo con el coronel Sandino en su pabellón del Prat. Reina mucha animación en la mesa, se habla en español y en francés. Sandino dice que por ahora todo marcha magníficamente. Hoy los republicanos han tomado la isla de Ibiza. Ahora Mallorca queda presionada por dos partes, desde Ibiza y desde Menorca. Los valencianos han organizado por su cuenta y con su gente una expedición para ocupar Mallorca. En la isla se mantienen, poco más o menos, un millar de sediciosos. En las inmediaciones de Zaragoza, los republicanos esperan refuerzos. No bien lleguen los destacamentos de Barcelona, será posible lanzarse al asalto de la ciudad. Con esto quedará liquidado el frente de Aragón. Aunque es un error llamarlo frente. Por ahora no hay aquí, en España, frentes continuos de ninguna clase. Hay ciudades aisladas en las que se mantienen o bien el poder gubernamental y los comités del Frente Popular, o los oficiales sublevados. Entre ellas no existe una línea continua de frente. Hasta la comunicación telefónica y telegráfica funciona en algún que otro lugar por inercia: ciudades sublevadas hablan con ciudades leales al gobierno.
No ha sido posible conversar con detenimiento; constantemente interrumpían, se brindaba y se discutía. No obstante, he preguntado a Sandino si hay mando único y a quién están subordinadas todas las fuerzas armadas. Me ha respondido que hay ya mando único, que en Cataluña todas las fuerzas armadas están subordinadas a él, Sandino, y que en lo tocante a las cuestiones generales él se pone de acuerdo con Madrid.
Estaba allí, también, Miguel Martínez, hombre de pequeña estatura, comunista mexicano, llegado ayer, como yo, a Barcelona. Nunca había vivido en España y ahora ha venido a ayudar y a ofrecer al Partido de aquí la experiencia que ha adquirido en la guerra civil mexicana.
He aquí como Miguel ha conseguido venir desde Francia.
No tenía los documentos en regla, debía esperar largo tiempo el visado y el avión de línea. Pidió ayuda a André, quien le recibió una tarde en su casa, cerca del boulevard Saint-Germain. El pequeño apartamento del escritor estaba lleno de gente. En las tres habitaciones había grupos esperando y hablando en voz baja. André le llevó a la cocina, allí aún quedaba sitio libre.
—¿Puede usted partir hacia X... dentro de una hora?
—Sí.
—Espere allí mañana a las once sentado a una mesa del café Mirabeau. Es un café grande, cualquiera le indicará dónde se encuentra. Allí le irán a ver.
Miguel partió. A la mañana siguiente, estaba en X... con una maletita de mano, se encaminó directamente de la estación al café. Tuvo que esperar largo rato; empezaba a creer que había hecho el viaje en vano. De pronto, pasada la una, se presenta ante la mesita el propio André. André no se disculpó.
—¿Ha tenido buen viaje? Vamos a tomar un pernaud. Sobre la moral de los técnicos franceses de nuestro segundo cuarto de siglo habrá que escribir aparte. Al fin y al cabo, dos entre cinco son el cuarenta por ciento. Si un cuarenta por ciento de pilotos va a luchar contra el fascismo francés, también luchará el setenta por ciento. El problema está en si realmente este cuarenta por ciento es un cuarenta y no un veinte o un cero.
—El pernaud me da náuseas —dijo Miguel—, tomaré un vermut. ¿Qué ha ocurrido? ¿No vuelo?
—Hoy, cinco pilotos debían trasladar a Barcelona siete aparatos. Me los recomendaron y han recibido el dinero. Tres se me han presentado hace dos horas en el aeródromo y me han dicho que no conducirían los aparatos a Barcelona. Hasta se han hecho los ingeniosos: han dicho que el dinero recibido les había causado tanta sensación que no desean experimentar otras más fuertes. Los franceses, en estos casos, siempre son ingeniosos. Éstos lo son aún más porque sabían que no puedo denunciarlos a la policía. Hasta me han preguntado si no tenía la intención de denunciarlos. Esto ha sido lo menos gracioso, pero ellos no lo consideran así.
—Podía haber sido peor —dijo Miguel—. Como canallas, aún resultan personas bastante decentes. Después de haber cobrado el dinero, podían haber conducido los aviones a donde Franco, en vez de llevarlos a Barcelona, y recibir allí dinero por segunda vez.
—Usted es un filósofo. Pero esta perspectiva aún no está excluida. Quedan dos pilotos. Se comprometen a conducir hoy, antes de la noche, tres aparatos. Pueden hacer con ellos lo que les venga en gana. De todos modos, parece que estos dos son personas decentes. Uno ni siquiera ha tomado el dinero. Ni ha hablado de cobrar. En todo caso, ésta no es una combinación para usted, Miguel. Vale más que espere usted una semana a que tenga que abrazar a Franco en vez de abrazar a José Díaz. Es más, allí pueden fusilarle sin darle ocasión siquiera de abrazar a Franco.
—¿Una semana? Imposible —respondió Miguel—. En una semana todo puede haber acabado en España. Volaré a España. Intentaré volar.
—No es cuestión de intentarlo. Quien lo intentará será el piloto. Esto es una locura, Miguel. Es una locura que no tiene nombre. Le he hecho una promesa y ahora no puedo retirar la palabra, pero siento que esto es insensato. Y lo veo muy claramente porque yo mismo volaré con el segundo piloto. Pague pronto el vermut. Los matachines de las Cruces de fuegoestán sobre la pista aparte de que los tres pilotos sin duda mantienen contacto con ellos. Me están siguiendo desde la mañana. No podemos perder ni un segundo.
En el aeródromo de X... todo presentaba un aspecto habitual y descuidado. El policía que revisa los pases de entrada estaba sentado en un banco ante su puesto, dormitando con un periódico en las manos. Los mecánicos discutían en el bar. Los aviones de línea aterrizaban y partían. Una avioneta daba vueltas por encima del campo. André se metía por los hangares con la mayor naturalidad del mundo y charlaba con los obreros; Miguel le estaba observando desde cierta distancia. La maletita le cohibía y le traicionaba; Miguel hasta quería abandonarla en el retrete, pero tenía miedo de perder de vista a André. Así se acercaron a un gran aparato bimotor, cuyas hélices rodaban ya lentamente. André se puso a hablar con un joven que estaba echado sobre la hierba y, de súbito, sin soltar el pitillo de la boca, dijo nerviosamente a Miguel:
—Pero ¿qué espera usted?
Miguel trepó en un santiamén a la cabina. Dentro, había dos personas. Una muchacha con un impermeable blanco, tostada por el sol y con un ramo de flores, sentada sobre largas bombas cilindricas. Un viejo de cabello blanco peinado con raya al medio, se acomodó en el «farol» delantero de cristal.
El joven se levantó de la hierba y sin despedirse de André ocupó el asiento del piloto. No llevaba ni casco ni gorra ni guantes. André llamó a un obrero con un grito. El obrero retiró las cuñas de debajo de las ruedas. En seguida, con un ceñido viraje inclinado, casi rozando la avioneta, el aparato tomó altura. Por un instante se vio a André, que estaba de pie, las piernas separadas, puestas las manos en los bolsillos, el pitillo en la boca, como director de music-hall en un ensayo general.
El día era claro, caluroso; el avión oscilaba; los viajeros hacían como si no se dieran cuenta de la presencia de los demás. El piloto, por la espalda, tenía el aspecto de hombre pensativo, soñador. Miguel intentaba orientarse. Desconocía el paraje, pero lo recordaba bien por la geografía. Procuró descubrir el Ródano, la ciudad amurallada de Carcasona, las primeras cadenas de los Pirineos, Perpiñán. Pero no se veían montañas.
Nunca se acababan los fértiles campos franceses, el verdor brillante, deleitoso, cuadriculado por la red de las carreteras, como trazada a lápiz. Transcurrieron más de dos horas; por fin llegaron las montañas, el aparato se elevó a más de dos mil metros, el aire se hizo fresco. Miguel perdió definitivamente la orientación. Ante el piloto no había mapa alguno, su aspecto infundía poca confianza.
En último término, si se vuela hacia Barcelona, el mar, tarde o temprano, ha de verse, sin falta, por la izquierda. ¿Y si se vuela hacia Burgos o hacia Sevilla? El mar se presentará por la derecha. Es posible que se vea, pero no es forzoso. Cabe volar a Burgos cruzando los Pirineos por su parte central, sin ver el mar. El cálculo puede hacerse sólo por el tiempo. Miguel, disimuladamente, sacó el revólver del bolsillo posterior del pantalón y se lo puso en el de la chaqueta. La muchacha no prestó la menor atención; el viejo permanecía sentado, inmóvil, con los pies sobre el cristal.
Miguel se puso a la espalda del piloto. Éste apenas le dirigió una mirada y siguió casi dormitando con las puntas de los dedos en el volante. ¿Será éste, de los dos, el que no ha pedido el dinero? Era difícil adivinarlo por sus hombros, por sus cabellos negros, brillantes, en los que apuntaba alguna que otra cana, por lo azulino del juvenil cuello afeitado, por la pequeftita oreja. Faltaban sólo siete minutos para las dos horas de vuelo. ¡Hacía mucho que debería verse el mar!
Miguel decidió aplicar el revólver a la nuca del piloto diciéndole al mismo tiempo: «¡Rumbo a la izquierda!» No habría pelea, quizá el piloto tendría tiempo de agarrarle las manos, pero con una bala en la nuca no es mucho lo que con las manos se puede hacer. Entonces Miguel tomaría el mando, tenía idea de cómo se pilota un avión, si bien temía estrellar aquel pesado aparato que, además, llevaba bombas, al tomar tierra.
¿Y si el joven no hubiera maquinado nada? Tenía una oreja sonrosada, como la de un niño, y todo el perfil del rostro se veía franco como el de un adolescente. Dos horas y diez minutos de vuelo. A lo mejor ha ido un poco al azar, quizá él mismo desconoce esos parajes. Miguel preguntó:
—¿Estamos llegando? —y con un dedo dio unos golpecitos en la pulsera del reloj. El piloto movió un hombro y no respondió.
Diez minutos más. Montañas. Miguel se concedió otros ocho minutos, no, diez. Pasaron los diez minutos. El viejo miraba hacia adelante sin volver la cabeza; la muchacha estudiaba su impermeable blanco. Montañas... Los ardientes dedos de la mano, en el bolsillo, se pegaron a la pistola. Pero, sin saber por qué, Miguel puso la mano izquierda sobre el hombro del piloto. Éste no reaccionó para nada. Y una eternidad después, que quizá sólo fue de unos segundos, dijo:
—He dado un rodeo por las montañas, aquí hace más fresco. André me ha pedido que cambie de ruta cada vez, para no encontrarme con los aviones de línea, algunos son alemanes. En seguida se verá Barcelona...
Ahora estamos tomando vermut con él en el bar del aeródromo militar. Se llama Abel Guides. Tiene más años de los que aparenta —veintiocho—. Es el que aún no ha hablado de dinero. Ayer otro piloto y él tuvieron tiempo de volver a X... y hoy han regresado con dos aparatos. Es aviador militar de la reserva, ahora piloto de la aviación civil, sin empleo. Tiene unos ojos interesantes: infantiles, claros, y, al mismo tiempo, salientes, atentos, como los de un pájaro.
Quien tiene los ojos más salientes es André. Sus córneas enormes, al anochecer, casi iluminan su fino rostro oval y le dan un leve matiz de insomnio, de inquietud, de vela nocturna. Sería raro ver a André con los ojos cerrados; en general, adormilado, no es André.
La única línea aérea civil que por ahora funciona es la LuftHansa. Un enorme Junker con la esvástica fascista en la cola aterriza al lado mismo del puesto de mando de la aviación militar. Los pilotos y pasajeros se pasean entre los aviadores de guerra españoles, escuchan las conversaciones, sacan fotografías. Descargan del avión y cargan en él enormes cajas con la inscripción: «Al Consulado general de Alemania en Barcelona.» Nadie pone la menor dificultad.
Sandino ha ordenado a su ayudante con cordones dorados que me mande en coche a la ciudad. Ello ha dado lugar a una gran tremolina. Había en la pista unos quince automóviles; los chóferes estaban sentados en círculo en el suelo y cantaban. Ninguno de ellos quería hacer el viaje, a pesar de que el ayudante les ha echado un gran discurso sobre la necesidad de la disciplina en la guerra revolucionaria. Ha recalcado, asimismo, la importancia de apoyar la autoridad del coronel Sandino, comandante en jefe de Cataluña, sobre todo cuando vienen camaradas extranjeros. No obstante, nadie quería ir. El ayudante ha lanzado unos juramentos y ha gritado, rojo por el esfuerzo. Todo ha sido inútil. Hemos vuelto al pabellón —en la mesa aún tomaban café y licores—. Al enterarse de que los chóferes no querían hacer el viaje, Sandino ha arrojado la taza contra la mesa. Ha salido, ha hablado con los chóferes y, al fin, uno de ellos ha accedido a conducirme a la ciudad.
Al anochecer he visto a los dirigentes del Partido Socialista Unificado de Cataluña. Socialistas y comunistas se unieron el día del levantamiento fascista. En Barcelona no hay otras organizaciones socialistas. La dirección se mantiene en buena armonía, coaligada. Trabajan día y noche en el edificio del Comité Central, en el Paseo de Gracia, menos ruidoso que el hotel Colón, aunque también repleto de gente y de milicias.
Están muy preocupados por la situación. Ahora, el problema principal es el de las relaciones entre los partidos y entidades del Frente Popular. Resulta singularmente tensa la relación con los anarquistas. La CNT, Confederación Nacional del Trabajo, y la FAI, Federación Anarquista Ibérica, han abierto sus filas a una enorme masa de gente nueva, en parte obreros atrasados, sin tradiciones revolucionarias, en parte proletariado bajo, sin sentido de clase, o, simplemente, malhechores del «barrio chino». Todos esos elementos han sido arrancados de sus sitios, tienen armas, se encuentran en constante efervescencia y ebullición, son reacios a subordinarse; todo está a punto de inflamarse y estallar en nuevas luchas de calle ante cualquier provocación, por cualquier motivo y hasta sin motivo. Algunos jefes anarquistas intentan, como pueden, separar la mejor parte y la más organizada de los obreros anarquistas y dirigirlos por los cauces del Frente Popular, de la lucha auténtica contra el fascismo; por ahora es muy poco lo que logran. Esos mismos cabecillas anarquistas, por otra parte, temen la acción de otros partidos, temen sobre todo a los comunistas. La unión de socialistas y comunistas ha alarmado mucho y ha puesto en guardia a la FAI, que ha establecido numerosos depósitos de armas y se prepara para la lucha armada en la ciudad. El dirigente de los anarquistas barceloneses, García Oliver, ha dicho: «Ya sé que queréis eliminarnos a nosotros, como los bolcheviques rusos eliminaron a sus anarquistas. No lo lograréis.» Por esto, a la vez que en sus filas exhortan a la colaboración con el gobierno en la lucha contra los facciosos, los anarquistas arman a sus sindicatos, se preparan para volver a luchar en la calle, excitan los ánimos contra comunistas y socialistas. Socialistas y comunistas se esfuerzan por todos los medios en combatir esas actitudes desorganizadoras, dan pruebas de su lealtad plena y de su afán de lograr la unidad de todas las fuerzas proletarias. Hace unos días, los miembros socialistas del gobierno catalán se retiraron de sus puestos con el explícito propósito de no disponer de ventajas políticas frente a los anarquistas. La recíproca desconfianza debilita en gran medida la lucha común contra los sublevados.
Desempeña un papel de provocación y desmoralizador el POUM, organización trotskista. Se ha formado, inmediatamente después de la sublevación, a base de dos partidos: del grupo trotskista de Nin y de la organización de Maurín, constituida por renegados derechistas de tendencia bujarinista, excluidos del Partido Comunista. Maurín ha quedado atascado en territorio fascista y Nin ha asumido la dirección de los trotskistas-bujarinistas españoles unidos. Los poumistas tienen su periódico, hacen carantoñas a los anarquistas, azuzándolos contra los trabajadores comunistas, exigen una amplia e inmediata revolución social en España, hablan con repugnante demagogia de la Unión Soviética. En el terreno práctico, son mucho más razonables: se han apoderado de los hoteles mejores y más aristocráticos de Barcelona, controlan los restaurantes y los establecimientos de diversión más caros.
—Nosotros somos la Ucrania española —ha dicho un catalán, procurando hacerse más comprensible al huésped—. De nuestro destino dependen muchas cosas. Si los provocadores crean una situación terrorista, será inevitable la intervención, y no sólo la de Italia y Alemania. Es necesario poner todos los nervios en tensión, dominarse cuanto haga falta para evitar el desorden en Barcelona.
Sólo muy entrada la noche he enviado los primeros telegramas a Pravda.Hay aquí una censura muy difícil, no por su rigor, sino por su aspecto técnico. Ha sido necesario traducir todo el texto del ruso al francés y pedir a un agente especial que lo traduzca del francés al catalán.
Hasta hoy no ha llegado aquí la noticia de que los obreros soviéticos han dado ya a la España antifascista treinta y seis millones de francos. La han publicado los diarios de la noche y se ha transmitido por radio. La muchedumbre, que permanece en vela sin cesar, aplaudía entusiasmada junto a los altavoces. Grandes exclamaciones: Visca Rússia!(¡Viva Rusia!), la Internacionaly canciones anarquistas.
10 de agosto
Por la mañana hemos recorrido en coche los barrios obreros y el puerto. En todas partes la misma miseria desnuda, salvaje, que, en Europa, sólo se encuentra en los Balcanes y aquí. Toda la vida está al descubierto: la mitad, en la calle; el resto, por las puertas y ventanas abiertas. Nubes de criaturas se arrastran por el asfalto, juegan con las basuras, se pegan y cantan. Las amas de casa preparan la comida, aceitunas, judías y unas sopas escuálidas de judías y aceite de oliva. Las patatas son más caras, las comen menos. La carne, apenas la prueban, es cara. En su lugar, comen bacalao seco, de importación, a menudo corrompido. Excesiva abundancia de alcohol, aparte del vino, que se bebe mucho; lo beben todos, hasta los niños más pequeños, lo beben como parte de la comida; los obreros, empujándose ante las barras de los bares, además del vino sorben a vasitos mezclas alcohólicas tóxicas, aperitivos mal olientes de botellas con etiquetas chillonas. Muchos orinan en las inmediaciones de los bares y todo se funde en un hedor acre y penoso. Los pequeños artesanos, los que trabajan en sus casas, se cobijan y laboran en torno a enormes fábricas modernas; un abuelo medio ciego cose con tosco bramante una media suela desprendida a un obrero de una espléndida fábrica de calzado mecanizada. Con un hornillo de petróleo estañan viejos utensilios de cocina, rotos. Se trafica con harapos sucios, recosidos, ahí, a la vera misma de gigantescas fábricas y tiendas de ropa hecha, barata, con la que Barcelona surte a toda España, en parte a Francia e incluso a Inglaterra.
Pero un viento primaveral ha recorrido ahora esos tristes barrios. Ahora están conmovidos, vivificados. En las ventanas de las casas, poco menos que sobre cada uno de los portales, se ven banderas, con la hoz y el martillo unas, rojinegras, anarquistas, otras, o con las franjas de la bandera catalana, o bien banderas republicanas, oficiales. Todo está lleno de carteles, de octavillas, de periódicos; los leen, los discuten. Unas muchachas, sentadas en grupo, aprenden a coro, con las notas delante, canciones revolucionarias. En las librerías hay una enorme cantidad de libros nuevos, muchos de ellos soviéticos.
Una columna de jóvenes obreros se dirige al frente. Salen del edificio de un sindicato, acompañados de tambores, en filas de a cuatro; los dieciséis primeros llevan fusil, luego hay dos con pistola, y los demás simplemente mueven los brazos al compás del redoble de los tambores. Las madres, novias y hermanitos los acompañan, marcan el paso como ellos, en las filas, los abrazan. Un mozo toma en brazos a su madre pequeñita, de pelo blanco, magra, y la lleva, rojo por el esfuerzo, sonriendo algo confuso.
Las noticias de la guerra son buenas, pero imprecisas. La expedición valenciana ha partido en el barco de guerra Almirante Miranda,según parece, con siete hidroaviones a bordo y mil doscientos milicianos. El crucero se dirige a la isla de Menorca. Al mismo tiempo, se ha efectuado un desembarco en Ibiza, que en la víspera había pasado a manos de las fuerzas gubernamentales. Se espera que el asalto a Zaragoza tenga lugar dentro de un día o dos.
Al descender del avión, a mi llegada, estaba, como el halcón, solo con las plumas; pero hoyya dispongo de ciertos elementos auxiliares. Valdés me ha proporcionado una traductora al francés, Marina Ginesta, de las Juventudes catalanas, que no suelta ni por un instante su enorme fusil de fabricación antigua. Tengo un automóvil, un largo Chevrolet descapotable, con el guardabarros abollado, recubierto de inscripciones e iniciales de entidades que me son desconocidas.
He renunciado a la guardia personal y al chófer, mejor será que los utilicen en el destacamento. Por de pronto, es posible obtener bencina en todas partes, contra vales, por dinero o, si se pide bien, hasta gratis. Dispongo, además, de una máquina de escribir portátil y de un aparato fotográfico FED, como quien dice, ¡una sección entera de Pravdal
Al mediodía he visitado a García Oliver. De él dependen, ahora, todas las unidades de milicias catalanas. El Estado Mayor lo tiene instalado en el edificio del Museo Marítimo. Edificio espléndido, con amplias galerías y salas, techos de cristal, enormes modelos de barcos antiguos artísticamente ejecutados; mucha gente, armas, cajas de cartuchos.
El propio Oliver está en un lujoso despacho, entre tapices y estatuas; en seguida me ha ofrecido un enorme habano, coñac. Moreno, guapo, con una cicatriz en la cara, cinematográfico, hosco, con una inmensa parabellum al cinto. Al principio callaba y se mostraba taciturno, mas de pronto ha soltado un largo y apasionado monólogo, que revelaba al orador experimentado, tesonero, hábil. Prolongadas alabanzas a la valentía precisamente de los trabajadores anarquistas; asegura que han sido precisamente ellos quienes han salvado la situación en los combates callejeros de Barcelona. Que son precisamente ellos quienes constituyen ahora la vanguardia de la milicia antifascista. Los anarquistas han dado y están dispuestos a seguir dando la vida por la revolución. Están dispuestos a hacer más que dar la vida: están dispuestos a colaborar incluso con el gobierno burgués antifascista. Le resulta difícil a él, a Oliver, convencer a la masa anarquista de que ha de ser así, pero tanto él como sus camaradas hacen cuanto pueden para disciplinarla, para colocarla bajo la dirección de todo el Frente Popular, y lo lograrán. El caso es que a él, a Oliver, en los mítines ya le han acusado de oportunista y de que traiciona los principios anarquistas. Que los comunistas tengan en cuenta todo esto y no tiren demasiado de la cuerda. Los comunistas se comen las manos tras el poder. Si siguen así, la CNTy la FAI no responden de las consecuencias. Luego, nerviosamente, parece que con nerviosismo excesivo, comienza a desmentir. No es cierto que los anarquistas hayan escondido muchas armas. No es cierto que los anarquistas sean partidarios sólo de las milicias y sean contrarios al ejército regular. No es cierto que los anarquistas trabajen con el POUM. No es cierto que los grupos anarquistas desvalijen tiendas y viviendas; quizá se trata sólo de gente del hampa que utiliza la bandera rojinegra. No es cierto que los anarquistas estén contra el Frente Popular; su lealtad está probada con palabras y hechos. No es cierto que los anarquistas estén contra la Unión Soviética. Ellos respetan y quieren a los obreros rusos, no dudaban de que los obreros rusos acudirían en ayuda de España. Y si es preciso, los anarquistas ayudarán a la Unión Soviética. Que la Unión Soviética, en sus cálculos, no desdeñe una fuerza como la de los obreros anarquistas españoles. No es cierto que en otros países no exista movimiento anarquista, pero, desde luego, su centro es España. ¿Por qué en Rusia desdeñan a Bakunin? España honrará a Bakunin como se merece, lo hará por sí y por Rusia. No es cierto que los anarquistas no reconozcan a Marx... Me aconseja hablar con su amigo Durruti; si bien Durruti está en el frente. Se encuentra a las puertas de Zaragoza. ¿Tengo intenciones de visitar el frente?
Sí, pienso visitar el frente. Mañana, si recibo el pase. ¿No podría extendérmelo, Oliver? Sí, Oliver accede de buena gana a facilitármelo. Habla con el ayudante y éste, ahí mismo, escribe un papel a máquina. Oliver firma. Me estrecha la mano y pide que los obreros rusos reciban información verídica acerca de los anarquistas españoles. No es cierto que ayer los anarquistas hayan saqueado las bodegas de Pedro Domecq. Es posible que lo haya hecho alguna bazofia encubriéndose con el título de miembros de la FAI. ¡No es cierto que los anarquistas se nieguen a entrar en el gobierno!...
Después de la comida, ha pasado a buscarme Sandino y me ha conducido a palacio, a ver al jefe del gobierno. Se ha formado la guardia junto a los peldaños de la entrada principal. Por el interior, silencioso y vacío, se pasean lacayos con librea. El secretario ruega esperar. El señor Casanovas recibe a una delegación francesa. Se oye el tictac de un enorme reloj de mármol. Todos callamos. Unos sonidos raros alteran el silencio. Se parecen algo al rugido de una fiera. Primero resuena uno, luego resuenan varios; luego se oyen muchos rugidos espantosos, como si numerosas fieras estuvieran ensayando sus voces. ¿Qué podía suceder? Me consumo de curiosidad. Es necesario plantarse en la calle al instante. El secretario y Sandino no se mueven del sitio. El secretario, probablemente, es un cobarde. Pero ¿y el coronel Felipe Sandino? Está bien, me quedaré sentado tranquilamente. El secretario se sonríe, amable. Yo digo: