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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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De la ciudad se va todo el que puede y como puede. Han proliferado los chóferes sin control que, en coches robados, llevan a las personas acomodadas, por cantidades fabulosas, a Cuenca o más lejos, por la carretera de Valencia. Personas acomodadas, pero no muy ricas. Los muy ricos prefieren quedarse en Madrid, esperando a Franco.

La profesión de chófer se ha convertido, en todos sentidos, en la más importante. Entre los jefes y altos funcionarios se habla del chófer que cada uno tiene, de hasta qué punto le es fiel, de si va a permanecer a su lado o preferirá abandonarle y evacuar a su propia familia.

Al coche de mi Dámaso algo se le ha averiado en el motor; el coche está ahora en reparación y utilizo un viejo Mercedes del Comisariado, conducido por chóferes de turno.

El hotel Capítol ha quedado desierto. Todo el personal ha salido al frente y se ha dispersado. Nosotros, los últimos mohicanos, nos hemos trasladado al Palace, un hotel enorme, parece que el mayor de Europa, también completamente desierto. Aquí aún dan algo de comer.



1 de noviembre


El general Várela ha declarado que el ejército fascista ataca a Madrid con cinco columnas: por la carretera de Extremadura, por la de Toledo, por Ávila (Guadarrama) y por Sigüenza (Guadalajara); la «quinta columna» está formada por las fuerzas clandestinas de la propia capital. Invita a los corresponsales extranjeros a participar en la entrada triunfal en el Madrid vencido.

Hoy los combates son mucho más encarnizados. Cuanto más se acercan a las paredes de la ciudad, tanto más se eleva el espíritu de resistencia y de protesta entre los combatientes de la milicia popular. Muchos de ellos tienen entre esas paredes a sus madres, mujeres e hijos.

Pero los oficiales huyen. Desaparecen de repente. Se ha llegado hasta al extremo de que en algunas columnas los milicianos les han facilitado escolta. En otros lugares ha habido conflictos; han fusilado a varias personas.

Sin jefes, sin enlace, sin órdenes firmes y claras, ha comenzado el desorden, la confusión, el disparar contra las propias unidades. Un oficial provocador mandó a la artillería abrir fuego contra Torrejón, declarando que la aldea había sido ocupada de nuevo por los facciosos. En realidad allí se encontraban aún los republicanos. ¡Han abandonado Torrejón bajo el fuego de su propia artillería!

La compañía de tanques ha sido dividida en secciones y hasta en unidades de una sola máquina. Durante todo el día van de un sector a otro, hasta quedar exhaustos, contienen los ataques, desempeñan el papel de la artillería, crean una impresión de defensa. Semejante táctica, hablando en términos generales, es disparatada, absurda, ¡pero qué se puede hacer en esta situación!

Dos tanquistas heridos se están muriendo en el hospital. Simón, con la cabeza despellejada, está de nuevo en su máquina, peleando.

El gobierno no toma ninguna medida para evacuar por lo menos las instituciones estatales más importantes, el Estado Mayor. No se han tocado de sus lugares los depósitos de armamento, de cartuchos, de obuses, de medicamentos, de material para primeras curas.

En las cárceles de Madrid hay ocho mil fascistas encerrados, de ellos tres mil oficiales de carrera y de la reserva. Si en la ciudad penetra el enemigo o se produce un motín, el enemigo tendrá ya preparada una columna excelente de oficiales. Es necesario sacar de la ciudad a esos cuadros inmediatamente, aunque sea a pie, por etapas. Pero nadie se ocupa de ello.

De este problema se habló muy duramente en la reunión del comisariado. Se subrayó que todos los partidos representados en el comísariado y en el gobierno cargan con la responsabilidad ante el pueblo por haber dejado en Madrid, en un momento peligrosísimo, a una columna fascista de ocho mil hombres, reunida y organizada, en realidad, aunque haya sido en la cárcel, por las propias autoridades de la República.

Los comisarios se sobresaltaron. Del Vayo interrumpió la sesión y cruzando el rellano fue a ver al ministro. Volvió veinte minutos más tarde tranquilizado; Caballero reconoce la importancia del problema y ha encargado evacuar a los detenidos al ministro del Interior, Galarza.

... En el hotel han aparecido, de súbito, dos moscovitas, corresponsales del periódico Komsomolskaia Pravda: Misha Rosenfeld y Yuri Korolkov. Han contado una historia poco clara: llegaron a Alicante en un barco soviético que ha transportado víveres; deseaban visitar unas aldeas en los alrededores de la ciudad, pero como no conocen el español, el chófer entendió mal la dirección y los ha traído a Madrid. Aunque el pequeño error ha sido de cuatrocientos kilómetros y de día y medio, no he querido discutir. Está claro que los dos muchachos tenían unos deseos locos de estar en Madrid, y 110 había ni podía haber permiso —el viaje aquí está prohibido desde hace semana y medía.– El problema estaba en cómo hacerlos volver y en qué.

Por suerte, todo se ha resuelto bien. El chófer alicantino, después de haber visitado en Madrid a sus parientes, ha sentido nostalgia y ha tenido prisa para regresar. Hemos comido bien con los periodistas komsomoles, que me han contado un montón de novedades. Luego hemos visto la ciudad y lo notable de la capital española: sus bombardeos aéreos. Ahora las incursiones se efectúan tres o cuatro veces al día. Todos los depósitos judiciales de cadáveres están repletos. En mis telegramas he dejado de describir y referirme a todos los bombardeos: son demasiados, son excesivamente terribles y siempre es lo mismo.

En el coche de los komsomoles ha sido posible evacuar aún a tres mujeres madrileñas.

Cada sitio en un automóvil que sale de Madrid constituye, ahora, un destino humano, un giro en la saeta de la vida.



2 de noviembre


Aumenta el frenesí triunfal de los facciosos, cada vez es más alta la ola de entusiasmo entre sus amigos. Por radio oímos alborozo en Alemania, en Italia, en Portugal y, parcialmente, en Inglaterra. En estos países consideran que Madrid se encuentra ya en su agonía. Los periódicos y las emisiones por radio enumeran los inmediatos decretos y reformas del general Franco cuando entre en la capital. Ya tiene formada la policía, ya tiene preparados los tribunales de castigo, ya ha elaborado las listas de todos los «rojos», ya están nombrados los altos cargos.

De Francia llegan unas vocecitas de impotencia. Blum dijo algo a alguien, pero luego lo desmintió. Delbos declaró, pero luego lo desmintió. A Fierre Cot le atacan en el parlamento por ayudar a los republicanos, por haberles facilitado algunos aparatos de bombardeo Potes y algunos cazas Devoitine; Pierre Cot lo desmiente.

En Inglaterra no desmienten nada. Los periódicos de Londres compiten en predecir el día exacto en que los fascistas entrarán en Madrid. Unos consideran que será pasado mañana; otros, que será el miércoles, 5 de noviembre. Las fuentes de información alemanas señalan el viernes, 7 de noviembre, «día que, según consejo de algunos amigos, ha elegido el general Franco especialmente para amargar la fiesta anual de los marxistas, el aniversario de la revolución bolchevique».

El gobierno de la República, por su parte, calla. Largo Caballero por nada del mundo quiere publicar ningún documento —ni una declaración de carácter internacional, ni un llamamiento a su propio pueblo—. Varias veces los ministros comunistas han exigido semejante llamamiento público del gobierno. Largo Caballero se cierra en banda, dice que no se debe sembrar el pánico. Le replican que, al contrario, el pánico se acentúa debido al silencio del gobierno, debido a no saber cuáles son sus propósitos, debido a la inseguridad de que el gobierno esté decidido a seguir defendiéndose con toda decisión y, en particular, a defender Madrid.

Es necesario decir al pueblo la verdad, que éste aún no conoce por completo. En las masas dormitan aún enormes fuerzas y posibilidades de lucha; es preciso hacerlas aflorar con una exhortación franca, clara y valiente. Así lo han hecho ya todos los partidos del Frente Popular, cada uno de por sí, pero el gobierno como tal, calla.

¡De qué sirve la palabrería y la comparación con la defensa de Petrogrado! Entonces, el gobierno soviético dio a conocer abiertamente el peligro que amenazaba a Petrogrado y a Moscú cuando el enemigo estaba aún ante Tula. En cambio aquí, al jefe del gobierno le falta decisión y honradez para explicar al pueblo la catastrófica situación militar.

Largo Caballero ve, en esto, su descrédito personal, teme los reproches por haber dirigido mal la guerra durante estos dos meses. ¡Como si la cuestión fuera de reproches! El pueblo perdonará, se levantará, aún puede salvar la situación. Así lo cree el Partido Comunista. Pero Largo Caballero tiene miedo a la movilización general y espontánea del pueblo, no puede tolerar que aparezcan unos sargentos y capitanes a quienes no haya nombrado él personalmente, que tomen unos fusiles y mantas sin su visto bueno.

Ante la puerta de su gabinete, los ayudantes contienen a la muchedumbre de jefes, comisarios, intendentes y funcionarios del Estado. Él está dentro, encerrado con su favorito, el general Asensio.

El Partido Comunista, trabajando por su cuenta y riesgo, reúne fuerzas y recursos para la defensa de Madrid. Sus tambores redoblan por las calles. Doscientas mil mujeres madrileñas, obreras, empleadas, amas de casa participan, con Dolores al frente, en la manifestación comunista pidiendo la defensa proletaria de la capital.

Bajo la cúpula del cine Monumental, ante seis mil obreros, José Díaz exige que la ciudad se mantenga a toda costa. En la sala el aire es sofocante y tenso, el enorme anfiteatro, con sus seis mil pares de ojos abiertos a más no poder, está pendiente de la pequeña figura de José.

Todos saben que ha perdido no hace mucho a su entrañable hija, miembro de las juventudes comunistas, que él mismo acaba de levantarse de la cama, este mismo día, apenas repuesto de sus nuevos y fuertes ataques.

Pero ahora José sonríe. Cuando explica con profundidad su pensamiento, la sonrisa le asoma a los labios.

La tensión de su discurso, apasionado, concentrado, se eleva de manera regular y rápida. La sala se identifica hondamente con cada uno de sus pasajes. Ora se sume en un silencio sin fondo, ora estalla de entusiasmo. Los seis mil hombres se levantan al unísono y cantan solemnemente, como unjuramento, la Internacionalcuando José cita las palabras del saludo soviético al pueblo español.

En los barrios obreros, en las secciones que la sociedad de Amigos de la Unión Soviética tiene por los distritos, se están haciendo preparativos para conmemorar el aniversario de Octubre. A mí vienen a verme y me abruman la preguntas, me piden datos, me piden consejo acerca de cómo han de hacer los carteles y los periódicos murales, quieren saber si tienen mucho parecido los retratos de Stalin y de Voroshílov que han pintado unos aficionados, si se ha dibujado con exactitud el escudo soviético. Tenía varios números de La U.R.S.S. en construcción,los han recortado y, entre discusiones, se han repartido todas las fotografías sin excepción.

Por mi parte, he pedido a Dolores que me diera aunque sólo fuera un pequeño artículo para el número conmemorativo de Pravda.

Dolores no me ha contestado en seguida, me ha mirado, tristemente callando. Pero de súbito, enarcando las cejas, exclama:

—¡Bueno, sí! ¡Naturalmente, lo escribiré! Ahora mismo, no te vayas, por favor.

Ha cerrado tras de sí la puerta y ha salido una hora después con algunas cuartillas escritas cuidadosamente, con bonita letra.


«Desde lo más hondo de mi corazón, del corazón de una mujer española y de una madre que, como todas las madres, lo que más quiere en el mundo son sus hijos, os envío a vosotras, mujeres rusas y mujeres de todo el mundo, mi grito de dolor y de protesta. Lo mismo que siento yo, lo sienten ahora todas las mujeres y madres del pueblo español, las que han mandado a sus maridos al sangriento combate y las que luchan, ellas mismas, por la libertad, por la felicidad del pueblo español, por la paz en todo el mundo, contra los provocadores fascistas de la guerra.

«¡Mujeres y madres de la Unión Soviética y de todo el mundo! Las mujeres españolas os presentan su amargura, su ira, su dolor por la inocente sangre vertida. En los días felices de la fiesta del País del Socialismo, no os olvidéis de nosotras, mujeres de Castilla, de Asturias, de Vizcaya y de Cataluña, como no nos habéis olvidado y nos habéis ayudado durante todos estos duros meses de lucha. Acordaos de nuestro pueblo, herido, ensangrentado, acordaos de nosotras, de vuestras hermanas, que caen en lucha desigual por su vida y su honor.

»Elevad más alto aún vuestra fuerte voz de protesta contra la intervención fascista en España. Condenad aún con más fuerza a los viles asesinos; vosotras, fuertes, felices, tranquilas, ayudadnos a vencer, ayudadnos a derribar y derrotar al enemigo que penetra en nuestras casas, que destroza nuestros hogares. Esto es lo que deseaba deciros, sin ensombrecer vuestra fiesta, queridas hermanas, mujeres soviéticas.»


Masha ha conseguido un asiento en un coche y ha partido hoy. En el último instante ha entrado en la habitación llevando en brazos a una criaturita de rostro oval, pensativo y soñador, con una bondadosa sonrisa, y largos mechones de suaves cabellos rubios, una criatura de unos dos años de edad. Es un ahijado. Es un hijo español.

Es posible que aún lleguen a tiempo a la fiesta de Moscú.



3 de noviembre


Durante todo el día se ha librado una porfiada lucha entre los restos de la milicia popular y las grandes fuerzas de los facciosos, con su potente artillería y su aviación.

En la carretera de Toledo, los republicanos, habiendo reunido seis batallones, atacaron junto con seis tanques y rompieron las líneas de los fascistas. Las unidades de Burillo han penetrado en Valdemoro. Querían avanzar más aún, pero los facciosos han acumulado refuerzos a toda prisa, se han lanzado contra los republicanos y los han desalojado del pueblo.

Los tanques, entretanto, habían sido llamados al sector inmediato; han ayudado a la columna de Uríbarri a irrumpir, por tercera vez, en Torrejón. En este lugar, el enconado combate ha durado unas cinco horas.

Los combatientes se han comportado bien, ya han aprendido a no malgastar los cartuchos, a correr a trechos, a pegarse a las rugosidades del terreno y a permanecer echados, tranquilos, bajo la aviación. No está bien decir tranquilos, es mejor decir firmes. Por tres veces han volado los Junkers sobre las ruinas de Torrejón, por tres veces han cubierto todo el sector de estrépito, fuego y humo, y los combatientes se han mantenido en su sitio.

Pero cuando los tanques se han retirado, la infantería ha abandonado Torrejón media hora después.

Los tanques habían ido a Leganés. Allí la situación era mucho peor. Los fascistas han partido de Navalcarnero cual amenazador alud, han llegado hasta Móstoles y lo han ocupado. Era necesario cubrir Leganés totalmente desamparado.

Líster y Bueno han contraatacado en dirección a Pinto, mas no han logrado apoderarse de la localidad.

El día no ha traído éxitos, todos están exhaustos, pero el estado de ánimo es mejor. Ha aparecido el furor combativo, cosa que ha faltado durante todas estas últimas semanas.

Los comandantes de infantería hasta están contentos de sus pérdidas, el número de muertos y heridos ha aumentado mucho durante estos dos días. El hospital militar de Carabanchel y la enfermería del Quinto Regimiento están archirrepletos. «¡Así, pues, se lucha! ¡Así, pues, combatimos y no huimos! ¡Ah, si se hubiera combatido así diez días antes! ¡Si tuviéramos ahora algunas reservas!»

Pero aún no hay reservas; los que se habían comenzado a formar, se han lanzado sin la debida preparación aquí, en esta carnicería, en la retirada ante Madrid. En alguna parte están en camino los catalanes de Durruti. Los anarquistas han decidido mandar una columna en ayuda de Madrid. Cuatro anarquistas han entrado a formar parte del gobierno, García Oliver es el ministro de Justicia...

Miguel Martínez ha pasado todo el día con una sección de tanques. La sección ha sido enviada de un lugar a otro nueve veces, la han mandado cada vez a donde las líneas republicanas crujían y se rompían.

En todas partes los han recibido con enternecedora alegría, los infantes arrojaban sus gorros al aire, aplaudían, se abrazaban, hasta se han sentado en los tanques cuando éstos han avanzado, al ataque. Pero no bien llegaba el motorista de enlace llamando a la sección a otro lugar, cambiaba el estado de ánimo, se hacía sepulcral y desesperado. Los milicianos, baja la cabeza, arrastrando el fusil por el suelo, caminaban hacia atrás, hacia la retaguardia, hacia Madrid.

Por la mañana, los tanquistas estaban animados; luego se fatigaron, se enfurecieron, se callaron. ¡Desde cuándo luchan, sin descansar, durmiendo cuatro horas al día! De todos modos, han salido una y otra vez, decenas de veces, han trepado a las colinas, han disparado sin cesar, dispersando las concentraciones de la infantería enemiga. El metal de los cañones y los mecanismos de las ametralladoras se han puesto incandescentes. No había agua para beber. El fuego enemigo los afligía poco. Las balas tamborileaban como las grandes gotas de la lluvia contra un tejado de planchas metálicas. Sólo resultaban peligrosos los impactos directos de los obuses de gran calibre. Sin embargo, los tanques han avanzado, abriéndose paso a través de la cortina de fuego de la artillería, se han acercado a los cañones y los han obligado a enmudecer.

Sólo preguntaban:

—Además de nosotros, ¿combate aún alguien más?

Miguel les respondía:

—¡Naturalmente! ¡Poco a poco! ¡Todo a su hora! Todavía no se ha puesto en su punto la acción conjunta. Están aprendiendo.

Los tanquistas se sonreían. A esto, no respondían nada. Tenían enormes deseos de dormir. Adelgazaban a ojos vistas y se habían puesto sucios como deshollinadores. Durante todo el tiempo deseaban agua fresca y descabezar un sueño. Han cambiado mucho en estos seis días.

Simón se queja constantemente de dolor de cabeza.

—Es que no sólo me despellejaron la cabeza, también me la golpearon. Tengo un zumbido en el cerebro, como si me resonara una concha dentro. No sé qué hacer. Es un ruido terrible. Como si hubiera descolgado el teléfono, me hubiera puesto el auricular sobre la oreja y oyera un zumbido. Que me tomen por lo que quieran, pero dentro de poco, cuando anochezca, entrego la sección y me acostaré unas horas. Entonces todo pasará. La cabeza me zumba como un poste telegráfico en el campo. El capitán ya me ha dicho tres veces que me vaya a acostar, pues me acostaré... A ver, muchachos, vamos a soltar unos cacahuetes más, ¡mirad, esos bandidos otra vez levantan columnas de humo!

Las explosiones de los obuses se acercaban, una nube de humo se levantó muy cerca, a unos cuarenta metros. Simón se adelantó en su máquina, se detuvo en la cresta de un montículo. Los tanques no deben detenerse así, en la cresta de un montículo. Los tanques, en el combate, no han de quedarse parados nunca.

Miguel novio, sólo oyó las dos explosiones que siguieron. Fueron muy fuertes. Tuvo la impresión de que se trataba de tiro largo.

—¡Tiro largo! —gritó con voz sorda.

No era tiro largo. Fueron dos impactos directos sobre el tanque de cabeza, el de Simón. Otro obús estalló ante el mismísimo tanque de Pedro.

Miguel saltó de la máquina y se acercó corriendo al tanque de Simón. Esto también era estúpido. Otros hicieron lo mismo, todos deseaban auxiliar a Simón.

—¡Atrás! —gritó el conductor del tanque de cabeza.

El motor le funcionaba. El tanque dio un brusco tirón hacia adelante, trazó un círculo y se apartó a un lado. Desde luego, tenía razón. Unos segundos después, en el lugar en que acababa de encontrarse, estalló otro obús.

Cuatro tanques siguieron avanzando, hacia la batería, para vengar a Simón. Éste quedó colgando, como muñeca rajada, sobre el borde de la torreta. Sus dos compañeros estaban ilesos, pero totalmente rojos, por la sangre de su jefe.

Empezaron a sacar a este último, de pronto, todos se tambalearon. Las piernas del compañero habían quedado en la torreta. Una pierna, rota por la rodilla; otra, por la cadera.

Aquello resultaba horrible por lo que tenía de insólito. Por lo visto la explosión se produjo no encima de la torreta, sino en ella misma. Por el tanque, resultaba difícil verlo; el metal del lado de la torreta se había torcido algo.

Rehechos de la sorpresa, continuaron sacando a Simón. Lo colocaron sobre una manta. El vendaje de la cabeza se le había caído, se lo pusieron bien, aunque esto tenía poca importancia. Simón no respiraba en lo más mínimo, pero de súbito se volvió con su poderoso cuerpo sobre un costado. De nuevo todos se estremecieron, pero alguien sonrió levemente: resulta que Simón estaba vivo.

Le colocaron otra vez sobre la espalda y comenzaron a atarle fuertemente los muñones de las piernas. Era imposible parar una hemorragia tan grande de sangre, que en seguida ennegreció la manta y la dejó empapada. Pese a todo, Simón vivía. De hombres como él, se dice: tienen un «poderoso organismo».

El motorista fue a Leganés en busca de una ambulancia. Volvió muy pronto. En Leganés no hay ambulancias. Hay una, pero no quiere venir aquí. El chófer dice que ya es imposible llegar. Los sanitarios estaban dispuestos a acudir, pero el chófer no ha querido.

Todos miraron al motorista. Sintieron odio por sus escuálidos hombros y sus grandes orejas.

—¿Por qué no has pegado un tiro al chófer y no has conducido tú mismo la ambulancia?

El motorista contestó, y esto aún le perdió más. Dijo:

—Ya son muchas las víctimas.

El conductor Timoteo, manchado de sangre de pies a cabeza, se le acercó y levantó el brazo. Para todos estaba claro que no le pegaría, pero el motorista, a pesar de todo, se apartó un poco. Esto le perdió definitivamente.

—¿Sabes lo que es un jefe? —le preguntó con amargura Timoteo—. ¡De dónde vas a saber tú lo que significa que el jefe muera en combate!

Dirigió la mirada al cuerpo de Simón y añadió:

—Está gravemente herido.

Echaron al motorista que permaneció alejado hasta que se hizo de noche, mirando ya como una persona ajena, como un papanatas.

En la motocicleta dos tanquistas se fueron a Leganés. Volvieron muy pronto, con el coche. El chóferjuraba que no había tenido idea de negarse a hacer el viaje. Pero todos comprendían que mentía.



4 de noviembre


Desde Lisboa y desde Roma ya comunican por radio que las tropas del general Varela han entrado en la capital y han ocupado los edificios centrales. He telegrafiado a Pravda.


«Hoy, Madrid está por entero en manos de los trabajadores. Las organizaciones gubernamentales y obreras trabajan, en las calles reina el orden, los alrededores están cubiertos de barricadas, y nadie las ha atacado aún; la radio de Madrid, como veis, funciona.»


Por la noche, los facciosos han entrado en Getafe. En el barrio cercano al aeródromo, los ha retenido durante hora y media una trinchera de milicianos. Los moros y los «regulares» han hecho una matanza.

La joven telefonista de la subestación del distrito de Getafe se negó a evacuar, dijo que tendría tiempo. Ha mantenido el enlace hasta el último momento. Durante la última media hora, ella misma ha dado noticia de lo que veía por la ventana.

Sus últimas palabras han sido:

—Oigo los gritos de los moros.

Diez minutos más tarde, a la llamada telefónica respondió una voz de hombre.

No hay refuerzos ni reservas, las unidades existentes durante esta noche aún se han deshecho más, ya ni siquiera huyen formando una muchedumbre desorganizada, sino que caminan indiferentes hacia la ciudad. Donde forman aún algo semejante a una columna, los combatientes se pasan horas enteras esperando a que llegue alguna orden, a que se encuentre el oficial desaparecido. Las órdenes no llegan, los oficiales no se presentan. Y la columna, despacito, abandona el frente, se dirige en grupos indolentes hacia donde pueda encontrar comida o, simplemente, va al azar, sin rumbo.

Donde la situación es mejor es en el Guadarrama. Casi todas las unidades han mantenido sus posiciones. Por otra parte, la presión tampoco es allí muy fuerte, los fascistas ahora no tienen por qué luchar en la montaña cuando pueden avanzar hacia la ciudad por el valle.

Sigue manteniéndose relativamente tranquila la dirección sureste. Una división de fascistas con un empuje podría cortar las carreteras de Valencia, Alicante y Albacete. Quizá esto suceda mañana. Aunque, según los radiogramas captados, el mando enemigo ha decidido dejar dichas carreteras «para la huida de los conejos». Es el mismo método del «agujero» empleado en Oviedo, sólo que esta vez lo aplican los fascistas. Piensan que disponiendo de un paso para la retirada, los madrileños se precipitarán hacia allí y no defenderán la ciudad.

Por radio se ha comunicado el orden en que se efectuará la entrada triunfal de los fascistas en Madrid. El general Mola, sustituto de Franco, entrará montado en un caballo blanco, que le ha sido regalado con este fin por la organización navarra del requeté. Mola se detendrá en la Puerta del Sol, le presentarán un micrófono y sólo dirá: «Estoy aquí.» Después invitará a los periodistas extranjeros a tomar café en un viejo establecimiento de la plaza.

Aparte de todo lo demás, esto resulta práctico. La Puerta del Sol, aun con hallarse en el centro de la ciudad, no se encuentra muy cerca de sus arrabales. Madrid presenta en su parte suroeste una profunda hondonada. Basta cruzar el puente de Segovia o rebasar la estación del Norte, y hasta la Puerta del Sol no quedan más que algunas manzanas, menos de un kilómetro.

En la prensa francesa, inglesa y soviética ha comenzado una campaña para salvar de los crímenes fascistas a la población indefensa de Madrid. En todas partes se recuerdan las sangrientas matanzas de Badajozy de Toledo. Para lavarse las manos ante una nueva matanza, Franco ha dado una orden hablando de moderación:


«Al entrar en Madrid, todos los oficiales de las columnas y servicios han de tomar serias medidas para mantener la disciplina y evitar todos los actos que, con ser actos personales, pueden redundar en perjuicio de nuestra reputación. Si toman amplio carácter, pueden provocar el peligro de que las tropas se corrompan y pierdan su capacidad combativa. Se procurará mantener las unidades en la mano y evitar que soldados aislados sin permiso de los jefes penetren en las tiendas y otros edificios.»


¿Y el gobierno? ¿Qué hace? Todo el mundo lo pregunta, nadie lo sabe. Caballero, como antes, sigue eludiendo el tomar una decisión. No está de acuerdo en publicar un llamamiento dirigido al pueblo.

No permite que se evacúe nada de Madrid. Y él mismo, según palabras de muchos que le rodean, se inclina a aceptar la teoría de Asensio, según la cual la cuestión no está en Madrid, ni tiene sentido alguno defender Madrid, sino que es necesario retirarse con el ejército y dar la batalla después de haber abandonado la capital.

Los ocho mil fascistas siguen permaneciendo en las cárceles de Madrid, como antes. Hablan abiertamente de su pronta liberación. El personal de prisiones comienza a hacerles zalamerías. Sin dificultad podrían ya ahora salir de las cárceles, pero lo consideran desventajoso; las calles, para ellos, son peligrosas.

Diez tanques van y vienen todo el día en torno a Madrid y casi con su fuego ininterrumpido, con breves contraataques, frenan la ofensiva del enemigo. Los fascistas creen, sin duda alguna, que aquí está actuando una brigada de tanques entera.

A eso del mediodía, Miguel Martínez los ha encontrado en la carretera de Extremadura. Tenían las máquinas paradas en un recodo. Los combatientes estaban sentados en el suelo, junto a los tanques, fumando.

—Estamos cazando moscas —dijo el capitán—. No tenemos munición, hemos gastado ya, hoy, dos dotaciones. Ahora no podemos enlazar con la base. Estamos cazando moscas.

Miguel se encargó de ir a buscar municiones, lo cual resultó ser una empresa muy complicada.

La base aún se encontraba en el campo de olivos al pie del cerro de los Ángeles, cerca de Vallecas. Para llegar allí hacía falta recorrer paralelamente toda la línea de fuego, pasando por caminitos entre las carreteras principales. El chófer era torpe y poco espabilado, conocía el terreno peor que Miguel. Fue preciso volver atrás, a la ciudad, y llegar al cerro por la carretera de Valencia.

En el campo de olivos había ya un camión lleno de obuses, pero no de la clase que hacía falta a los tanquistas. Tuvieron que descargarlo y volverlo a cargar. La operación requirió aún quince minutos.

Miguel se obstinó, quiso ganar tiempo y, a pesar de todo, volver por el camino más corto, sin cruzar la ciudad. Luego se arrepintió. El regreso se convirtió en una tortura.

Nadie sabía por dónde había que pasar. A cada cruce de caminos, las personas con que se encontraban manifestaban opiniones distintas: o que más allá ya estaban los fascistas o que el camino estaba completamente libre. No podía creerse ni lo uno ni lo otro, podía haber errores y también provocaciones. Miguel decidió continuar el viaje prestando oído y observando la dirección del fuego de artillería de los facciosos, que disparaban en toda la línea del frente. Pero tampoco así era fácil orientarse.

El chófer del camión y el del coche discutían entre sí. Se perdían de vista uno del otro. Parecía como si el chófer que llevaba las municiones estuviera tentado de huir a la ciudad. Miguel decidió tomar asiento en el camión.

Pero nada menos que en el tramo más abierto y batido de la carretera, el camión se paró. Algo le pasaba al motor. ¡El diablo entendía a aquel hombre! ¡Bonito lugar había encontrado para quedarse parado! Las explosiones de los obuses comenzaron a acercarse al camión. ¡Hacía falta ingeniárselas para quedarse atascado allí! Si un obús daba en el camión cargado de municiones, todo volaba hecho añicos por los aires. ¡Hacía falta ser idiota! Podía haberse parado en otro lugar, más cerca o más lejos. ¡Idiota! Miguel y el otro chófer, junto al camión, vociferaban. Mejor habría sido cruzar la ciudad. Miguel pensaba que los tanquistas estaban sin municiones desde hacía ya dos horas. En mal momento había llevado consigo a aquel estúpido chófer. Podía haberse parado, por lo menos, detrás de alguna casa, entonces no estarían a la vista...


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