Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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«Te estoy contemplando, Vasili Ivánovich, y pienso: eres un hombre incomprensible para mi caletre. ÍUn Napoleón! iUn verdadero Napoleón!»
Pregunta a Chapáiev si podría ser un jefe de talla internacional. Y Vasili Ivánovich, turbándose, contesta: «No estoy muy bien de idiomas.»
Pero él se subestima. El lenguaje de Vasili Ivánovich se ha hecho comprensible a todo el mundo. De los jefes bolcheviques —de los Voroshílov, de los Chapáiev– se enorgullecen los obreros y campesinos de todos los países, como símbolo de la capacidad combativa y de la invencibilidad de los trabajadores. Ahora cada pueblo está educando a sus Voroshílov y a sus Chapáiev. No importa quede momento nadie los conozca. El primer combate los descubrirá. ¿Napoleón? Aquí estuvo Napoleón. Precisamente desde aquí, hace ciento veintiocho años, Napoleón puso sitio a Zaragoza con varios miles de soldados. Los campesinos y artesanos aragoneses se encerraron en la ciudad y se negaron a entregarse a los conquistadores extranjeros. Durante ocho meses, el general Lefevre pugnó por forzar los muros de la fortaleza, abrió pasos subterráneos, voló con pólvora algunas casas, y transcurridos ocho meses, por orden de Napoleón, levantó vergonzosamente el asedio. Ahora en Zaragoza se ha encerrado con siete mil soldados, con artillería y tanques, el viejo general Cabanellas, miembro del gobierno fascista. Los campesinos aragoneses, los obreros catalanes aprenden de Chapáiev cómo defender sus derechos. El bolchevique ruso, mortalmente herido, se hunde en el río Ural, parecido al río Ebro. Y como en respuesta, atruena la sala un furioso llamamiento:
—¡A Zaragoza!
En una casita de la plaza está reunido el Comité Militar. Al pie de las ventanas, cantan unos jóvenes. La Roja Weddingsucede a la Carmagnole—,luego resuena la desconocida letra castellana de Guerrilleros del Amur.Aquí se han reunido hombres de todo el orbe, hasta suecos, australianos y macedonios. Hay, incluso, un negus abisinio, no auténtico, desde luego. Es un obrero italiano que se ha dejado crecer la barba y la lleva como el Negus. Es un hombre muy valiente, no se pierde ni un ataque, va ai combate desnudo hasta la cintura, con el fusil y la navaja. Todos le fotografían en recuerdo, y él repite una y otra vez: «Es necesario que lo vea Mussolmi: ha de ver que otra vez peleo contra él, no en Abisinia, sino aquí.»
De pronto, confusión, se oye el zumbido de un motor. Apagan las luces. Aparece un avión, muy pequeño, una simple avioneta. Da vueltas sobre Tardienta hasta que empiezan a disparar contra él al azar.
Encontrar un rincón para dormir no es fácil, todo está archirrepleto. A mí me han alojado en un molino de vapor. El dueño era un destacado fascista de la localidad; le fusilaron. En su dormitorio, ya bastante sucio, me ha recibido un hombre de edad madura, con la cara completamente negra por el pelo sin afeitar. Es un reportero del diario barcelonés La Publicitat.Ha sacado una tarjeta de visita de una tosca cartera de bolsillo y me la ha entregado. Yo he hecho lo mismo. Nos hemos saludado ceremoniosamente y, sin decir una palabra, nos hemos acostado juntos en la única y sucia cama.
14 de agosto
Me he despertado en la cama del molinero, vestido, abrazado a un barbudo. El colega periodista en seguida se ha puesto en movimiento, se ha arreglado el viejo cuello de la camisa, ha salido y ha vuelto con el café en un pote de soldado y un buen trozo de pan. Trueba, Alber y Marina han venido a compartir el desayuno. Yo he manifestado que quiero ir a Bujaraloz, a ver a Durruti. Trueba ha dicho que me acompañaría, quiere ver la columna anarquista.
Dos horas de viaje por caminos vecinales nos han cubierto otra vez con una espesa capa de harinoso polvo calcáreo. De nuevo nos hemos parado, una y otra vez, para comprobar el camino, paralelo al frente, a una distancia de tres o cuatro kilómetros. El enemigo también se confunde por estos caminos. Esta noche, una patrulla de campesinos ha gritado a un automóvil: «¿Quién vive?» Pronta respuesta: «¡Falange española!» Los campesinos han hecho fuego, han dado muerte a todos los viajeros, entre ellos un coronel fascista.
Bujaraloz está totalmente cubierto de banderas rojinegras, con decretos, firmados por Durruti, pegados a las paredes o, simplemente, con carteles: «Durruti ha ordenado esto y lo otro.» La plaza de la villa se llama «Plaza de Durruti». El propio Durruti, con su Estado Mayor, se ha instalado en la casita de un peón caminero, al pie de la carretera, a dos kilómetros del enemigo. Esto no es muy prudente, pero aquí todo se halla subordinado a hacer alarde de valentía aparatosa. «Moriremos o venceremos», «Moriremos, pero tomaremos Zaragoza». «Moriremos, cubriéndonos de gloria ante todo el mundo»: esto se lee en banderas, en carteles y en octavillas.
El famoso anarquista nos ha recibido, al principio, sin prestarnos mucha atención, pero al leer en la carta de Oliver las palabras Moscú, Pravda,en seguida se ha animado. Ahí mismo, en la carretera, entre sus soldados, con el evidente propósito de atraer su atención, ha iniciado una fogosa polémica. Sus palabras están saturadas de pasión tenebrosa y fanática:
—Es posible que tan sólo un centenar de nosotros sobreviva, pero este centenar entrará en Zaragoza, aplastará el fascismo, levantará la bandera de los anarcosindicalistas, proclamará el comunismo libertario... Yo seré el primero en entrar en Zaragoza, proclamaré allí la comuna libre. No nos subordinaremos ni a Madrid ni a Barcelona, ni a Azaña ni a Giral, ni a Companys ni a Casanovas. Si quieren, que vivan en paz con nosotros; si no quieren, nos plantaremos en Madrid... Les mostraremos a ustedes, bolcheviques, rusos y españoles, cómo se hace la revolución, cómo se ha de llevar hasta el final. En su país, hay dictadura, en el Ejército Rojo tienen coroneles y generales, mientras que en mi columna no hay ni jefes ni subordinados, todos somos iguales en derechos, todos somos soldados, y aquí yo también soy un simple soldado.
Viste mono azul; lleva gorro confeccionado con satén rojo y negro; es alto, de complexión atlética, de hermosa cabeza, en la que apuntan tan sólo las canas, autoritario; se impone a los que le rodean, pero hay en sus ojos algo excesivamente emocional, casi femenino, con una mirada, a veces, de animal herido. A mí me parece que le falta voluntad.
—Entre mis hombres, nadie presta servicio por deber, por disciplina; todos han venido aquí movidos sólo por el deseo de luchar, porque están dispuestos a morir por la libertad. Ayer, dos pidieron permiso para ir a Barcelona a ver a sus familias —les quité los fusiles y les dejé marchar definitivamente—; hombres así no me hacen falta. Uno dijo que había cambiado de opinión, que había decidido quedarse. No le admití. Así haré con todos, ¡aunque nos quedemos una docena! Sólo de este modo se puede formar un ejército revolucionario. La población está obligada a ayudarnos —no en vano luchamos contra toda dictadura, ¡por la libertad para todos!—. Al que no nos ayude, lo barreremos de la faz de la tierra. ¡Barreremos a todos cuantos obstaculizan el camino de la libertad! Ayer disolví el Consejo municipal de Bujaraloz; no prestaba ayuda a la guerra, obstaculizaba el camino de la victoria.
—De todos modos esto huele a dictadura —he dicho—. Cuando los bolcheviques, durante la guerra civil, disolvían a veces las organizaciones infectadas de enemigos del pueblo, eran acusados de emplear métodos dictatoriales. Pero nosotros no nos encubríamos con palabras sobre la libertad universal. Nunca hemos negado la dictadura del proletariado y siempre la hemos fortalecido a banderas descubiertas. Además, ¿qué ejército pueden formar ustedes sin jefes, sin disciplina, sin obediencia? O no piensan combatir en serio o disimulan; tienen ustedes cierta disciplina y cierta subordinación, sólo que con otro nombre.
—Nosotros tenemos la indisciplina organizada. Cada uno responde ante sí y ante la colectividad. A los cobardes y a los merodeadores, los fusilamos, los juzga el comité.
—Esto aún no significa nada. ¿De quién es este automóvil?
Todas las cabezas se han vuelto hacia el lugar que yo señalaba con la mano. En una pista, junto a la carretera, había unos quince automóviles, en su mayor parte Fordsy Adlers desvencijados, deslucidos, y entre ellos un lujoso Hispano-Suiza abierto, con incrustaciones de plata, con almohadas recubiertas de lujoso cuero.
—Es el mío —ha dicho Durruti—. He debido tomar el más veloz para llegar antes a todos los sectores del frente.
—Muy bien hecho —he contestado—. El comandante ha de tener un buen coche, si es posible. Sería ridículo que los combatientes de filas fueran en este Hispano y que usted, entretanto, fuera andando o en un Ford desvencijado. He visto sus órdenes, están pegadas en los muros de Bujaraloz. Empiezan con las palabras: «Durruti ha ordenado...»
—Alguien tiene que ordenar —ha replicado Durruti sonriendo—. Esto es una manifestación de la iniciativa. Esto es utilizar la autoridad que tengo entre las masas. Desde luego, a los comunistas no puede gustarles... —Ha lanzado una mirada a Trueba, quien se ha mantenido aparte durante todo este tiempo.
—Los comunistas nunca hemos negado el valor de la personalidad y de la autoridad personal. La autoridad personal no es un obstáculo para el movimiento de las masas, a menudo las cohesiona y fortalece.
Usted es un comandante, no finja ser un combatiente de filas, esto no da nada ni aumenta la capacidad combativa de la columna.
—Con nuestra muerte —ha dicho Durruti—, con nuestra muerte, mostraremos a Rusia y a todo el mundo lo que significa el anarquismo en acción, lo que significan los anarquistas de Iberia.
—Con la muerte no se demuestra nada —he replicado—, hay que demostrar con la victoria. El pueblo soviético desea con toda el alma la victoria del pueblo español, desea la victoria a los obreros anarquistas y a sus dirigentes con el mismo fervor que la desea a los obreros comunistas, socialistas y a todos los demás luchadores contra el fascismo.
Se ha vuelto hacia la muchedumbre que nos rodeaba y pasando del francés al español, ha exclamado:
—Este camarada ha venido para transmitirnos a nosotros, combatientes de la CNT-FAI, un caluroso saludo del proletariado ruso y sus votos para que alcancemos la victoria sobre los capitalistas. ¡Viva la CNT-FAI! ¡Viva el comunismo libertario!
—¡Viva! —ha exclamado la muchedumbre. Las caras se han vuelto más alegres y mucho más amistosas.
—¿Cómo está la situación? —he preguntado.
Durruti ha sacado un mapa y ha mostrado la disposición de los destacamentos.
—Nos retiene la estación ferroviaria de Pina. El pueblo está en nuestras manos, pero la estación la tienen ellos. Mañana o pasado mañana, cruzaremos el Ebro, nos dirigiremos hacia la estación y la limpiaremos de enemigos (entonces nuestro flanco derecho quedará libre, ocuparemos Quinto, Fuentes de Ebro y nos plantaremos ante los muros de Zaragoza. Belchite se entregará por sí mismo), quedará cercado en nuestra retaguardia. Y ellos —señaló con la cabeza a Trueba– ¿siguen entretenidos con Huesca?
—Estamos dispuestos a esperar en Huesca para apoyar vuestro golpe desde el flanco derecho —ha dicho modestamente Trueba—. Desde luego, si el ataque es serio.
Durruti ha permanecido un rato en silencio. Luego ha respondido, de mala gana:
—Si lo deseáis, ayudad; si no lo deseáis, no ayudéis. La operación de Zaragoza es mía, en el aspecto militar, en el político y en el político-militar. Yo respondo de ella. ¿Creéis que por darnos un millar de hombres, vamos a repartir Zaragoza con vosotros? En Zaragoza o habrá comunismo libertario o fascismo. ¡Tomad para vosotros a toda España, pero dejadme a mí tranquilo con Zaragoza!
Luego ha suavizado el tono y ha seguido conversando sin causticidad. Ha visto que hemos ido a visitarle sin malas intenciones, pero que a las palabras duras se le respondería con no menor dureza. (Aquí, pese a la igualdad universal, nadie se atreve a discutir con él.) Ha hecho muchas ávidas preguntas sobre la situación internacional, sobre las posibilidades de ayuda a España, sobre cuestiones militares y tácticas, ha preguntado cómo se llevaba el trabajo político durante la guerra civil en Rusia. Ha dicho que la columna está bien armada y dispone de muchas municiones, pero que hay serias dificultades de dirección. El «técnico» sólo tiene funciones consultivas. Todo lo resuelve él mismo, Durruti. Según propias palabras, Durruti pronuncia unos veinte discursos al día, y esto le agota. Ejercicios de instrucción militar, casi no se hacen; a los combatientes no les gustan, y el caso es que no tienen experiencia, sólo han peleado en las calles de Barcelona. Es bastante elevada la deserción. Ahora quedan en la columna mil doscientos hombres.
De pronto ha preguntado si habíamos comido, nos ha propuesto esperar hasta que traigan la marmita. No hemos aceptado por no quitar raciones a los combatientes. Entonces Durruti ha dado una nota a Marina.
Al despedirme le he dicho con toda sinceridad:
—Hasta la vista, Durruti. Iré a verle a Zaragoza. Si no le matan aquí, si no le matan en las calles de Barcelona peleando con los comunistas, dentro de unos seis años quizá se haga usted bolchevique.
Ha sonreído y en seguida, volviendo sus anchas espaldas, se ha puesto a hablar con alguien que casualmente se encontraba allí.
En un depósito de Bujaraloz, contra la nota, nos han dado una excelente ración: una lata de sardinas, tres grandes cabezas de dulces cebollas valencianas, tomates, pan, carne ahumada y una gallina viva. Nos hemos instalado a comer en la primera casa campesina que hemos encontrado. Hemos regalado la gallina al ama, que nos ha preparado una ensalada y nos ha traído agua. Aquí el agua es amarga y le echan un poquitín de azúcar. La hija del ama se pasea con un gorro de anarquista; el padre, bracero, se fue a combatir.
Nos hemos despedido de Trueba y hemos pasado viajando el resto de la jornada. De noche, otra vez la Barcelona en ebullición, insomne, de luces encendidas. Dan caza aun automóvil fascista. Es la tercera noche que corre (¿o son varios?) por la ciudad disparando contra los plantones y matándolos; ayer tiró contra unos panaderos al salir del trabajo.
15 de agosto
Hoy ha sido un día perdido —el primer día perdido desde que salí de Moscú, pero, sin duda, no será el último—. A las ocho de la mañana he mandado a Marina a telégrafos para que se enterara de si había llegado por la noche mi largo telegrama enviado desde Lérida. Media hora más tarde me llama: el telegrama ha llegado a Barcelona, pero no va más allá; existe un nuevo decreto del gobierno sobre la censura de los telegramas para el extranjero. He ido a telégrafos, edificio enorme; han empezado las idas y venidas y el discursear por todos los pasillos, las conversaciones en catalán, en español, en francés, en inglés, esas inacabables conversaciones de pesadilla con los funcionarios españoles, tortura como no hay otra en ningún otro país. Cada nuevo interlocutor es extraordinariamente amable, activo y sencillo; explica que la cuestión es una pequeñez y que puede arreglarse en un instante, él mismo la arreglará. Comienzan el intercambio de palabras de agradecimiento, las palmaditas en el hombro. Luego le conducen a usted a alguna parte, su acompañante entra en el despacho de alguien, sale de él cariacontecido y en compañía de un nuevo interlocutor. Vociferan furiosamente, discuten, luego, de pronto, se ponen de acuerdo y piden amablemente que vuelva usted al día siguiente. Usted insiste, ellos cambian de parecer y le conducen aun tercero. El tercero es efusivamente amable —de nuevo unas palmaditas en el hombro y todo vuelve a empezar desde el comienzo—. En resumidas cuentas, todo depende del jefe de telégrafos. Pero el viejo jefe ha sido destituido hace tres días, y el nuevo aún no ha tomado posesión de su cargo; según dicen, es muy severo.
Me he ido en busca de protección. Primero he visto a Comorera; luego, a España, miembro del gobierno para los asuntos del interior. En el patio y dentro del edificio hay mucha gente, gendarmes, policía, pero España no está, ha ido a desayunar.
Pregunto por Casanovas. Está aquí, en el palacio, pero tiene reunión. Estoy dispuesto a esperar hasta que termine. El secretario es muy amable y, a propósito, no tiene nada que hacer. Me muestra el palacio, luego los cuadros, luego los gobelinos, luego la biblioteca. La sesión continúa. Se oye el rugido de leones y tigres del parque zoológico. Pasan las horas. Dan ganas de rugir como los leones.
Por fin, sale el gobierno. Casanovas me estrecha la mano, señala a España: «Se lo arreglará todo.» Desaparece. España: «Sí, sí, no se preocupe, todo se arreglará. Permítame que le presente: nuestro comisario de prensa, hará todo lo que haga falta.» Ha desaparecido. El comisario de prensa: «Espéreme usted aquí, vuelvo dentro de un minuto.» Ha desaparecido. Han desaparecido todos. Diez minutos, veinte. Nadie. Los ujieres se ocupan de la limpieza... De todos modos, el comisario de prensa ha vuelto: «Preséntese dentro de dos horas en la Consejería del Interior; para entonces, el gobierno se habrá puesto de acuerdo con telégrafos.» Me ha dejado su tarjeta de visita. Se llama Joaquim Vila i Bisa. Ha desaparecido.
Exactamente dos horas después, como disparado por un cañón, llego a la Consejería del Interior. ¿Dónde está el comisario de prensa, señor Joaquim Vila i Bisa? No está. ¿Cuándo estará? ¡No se sabe! Bueno, pero ¡¿más o menos?! Se ha pasado la noche trabajando y, probablemente, dormirá hasta las tres. ¡Pero si yo le he visto! No importa, ahora probablemente está durmiendo. ¿Dónde vive? Aquí está la dirección. Allá voy. Joaquim está medio desnudo, se afeita, se encuentra de buen humor. Me ha dado otra tarjeta de visita con una recomendación para el jefe de la sección de aparatos, en la central de telégrafos. «Él le llevará el asunto adelante ¿Y sabe por qué? Es comunista. Para la Pravda,lo hará todo.»
De nuevo en telégrafos. El jefe de la sección de aparatos está dispuesto a llevar la cosa adelante, tanto más cuanto que la correspondencia fue entregada en Lérida el día anterior al de la prohibición. Pero hace falta el visto bueno del jefe de telégrafos. Y el jefe es nuevo, aún no se ha hecho cargo de su puesto, es muy circunspecto y es inútil esperar algo de él. A no ser que haya una disposición directa de Madrid.
De nuevo con un palmo de narices, todo lo hecho ha sido en vano. Ayer no había jefe; hoy, ante su puerta están sentados dos cancerberos de cabello gris, con galones. Por lo visto se trata de un gran burócrata. Bueno, nada se pierde, entraremos... Resulta que en un enorme despacho veo a un mozo de unos veintidós años, con aspecto de obrero, jovial y sencillo. ¿Dar curso a un telegrama? ¡Por favor! En un instante pone el visto bueno. Siente no haber comenzado a trabajar ayer, el telegrama habría salido ayer mismo.
Durante el resto de la jornada, Marina me muestra los sitios de los combates, los puntos de los choques principales. Hace su relato con pocas palabras, cortésmente: eran tres: el hermano Alber, un amigo y ella. Juntos crecieron, jugaban juntos, juntos ingresaron en las Juventudes comunistas. El 18 de julio, juntos tomaron un fusil cada uno y fueron a la barricada de la plaza de Colón. Al amigo lo mataron, con cuatro balas en el vientre. Cayó entre el hermano y la hermana. Alber se hizo con un libro de táctica, el reglamento de infantería y se fue camino de Zaragoza. Marina se hizo mecanógrafa en el Comité Militar. A veces se vuelve, se mete en un rincón y permanece largo rato sentada ante la pared. Cuando la llamo, declara:
—A usted, como camarada ruso, se lo puedo decir sin reservas: Aquí, todos somos demasiado sentimentales. ¡Esto es un gran defecto! ¡Somos enormemente sentimentales!
Julio Jiménez Orgue-Glinoiedski no va a Madrid. Hoy se ha presentado Alber por encargo especial de Trueba y de toda la columna de Tardienta, para pedir a Jiménez que vuelva con ellos como consejero militar y jefe de artillería. Jiménez Orgue ha decidido aceptar la propuesta —los muchachos son buenos, capaces, valientes—. Además, Jiménez se siente intimidado ante los grandes Estados Mayores. Sus conocimientos militares han envejecido un poco, corresponden a 1916. Para reforzar su autoridad quería comprarse una fusta; le he disuadido y le he regalado unos guantes amarillos de cabritilla. Ha dicho que esto, en cierto modo, también da autoridad.
Llegan noticias inquietantes de Madrid. Los facciosos se han apoderado de Badajoz. Esto les permite unir dos de sus zonas hasta ahora aisladas, la del sur y la del norte.
16 de agosto
Esta mañana he ido al aeródromo del Praty por el camino me he roto la clavícula derecha y me he dislocado un pie. Estaba firmemente convencido de que así iba a ocurrir, pero creía que el accidente se produciría más tarde y que sería de menos levedad. Ayer por la mañana me tomaron el coche —alguien lo necesitó para un viaje a Valencia– y me dieron otro, ya con chófer, un lujoso Hispano-Suiza, nuevecito, con incrustaciones de plata en el interior; sólo estaba arrancada la puerta de la derecha y la habían atado apresuradamente con una vieja cuerda. El chófer, José, muchacho de dulce y tranquilo rostro, con ojos de gacela, corre como todos aquí, como loco rematado. Ya ayer, al hacer el recorrido de palacio a telégrafos, hacía tales pasadas que acudían a la cabeza todos los pensamientos sobre lo efímero de la vida terrenal. Dar la vuelta penetrando un buen trecho en la acera, empujando a la gente, es, para él, lo más legítimo del mundo... Hoy en la carretera, a noventa por hora, sin disminuir la velocidad, ha adelantado a un carro tirado por unos asnos, ha trazado una diabólica espiral entre un camión que venía en sentido contrario y un segundo carro. El coche se ha aplastado contra un plátano enorme, la carrocería se ha doblado como el ángulo de un sobre. A mi acompañante, Masha, se le han clavado unos cristales en el brazo y en seguida se le ha cubierto de sangre el blanco impermeable. Masha ha saltado toda ensangrentada dejando los zapatos en el coche; yo, con las manos en el hombro y en el cuello. En seguida ha acudido gente, ayes, uyes, se ha presentado, no sé de dónde, un coche de la Cruz Roja. Nos hacen subir al coche. A Masha le ponen algodones y vendajes, nos llevan y... Y luego —nadie del mundo lo va a creer, esto es un truco de un film de aventuras de a perra gorda– exactamente dos minutos después, salvados tres kilómetros, el coche sanitario, que también corre a cien por hora, arremete contra un puentecito y rueda por un elevado talud...
Todos quedan indemnes y se ríen, abatidos. De súbito aparece por la carretera nuestro Hispano con la carrocería aplastada y bamboleándose. Sale José, baja el talud, lanza una mirada fulminante al chófer sanitario y nos recoge a nosotros dos, sus pasajeros. Llegamos al Prat, allí nos dirigimos primero al garaje, a comunicar que el coche sanitario está en la zanja, y luego vamos a una pequeña clínica particular. El cirujano, durante un tiempo infinitamente largo y con extremado celo, va arrancando cristalitos del brazo de Masha, que sonríe entre lágrimas. José también se ha metido dentro; contempla, pasmado, la operación y de pronto, cubriéndose el rostro con las manos, se echa sobre una camilla. Resulta que no soporta la visión de la sangre: «soy nervioso»...
En el Prat no hay aviones para Madrid. Mejor dicho, no hay aviones españoles ni franceses. Los Douglas gubernamentales, con el correo diplomático, vuelan una vez a la semana. Pero el Junker alemán sigue volando, cada día hace el recorrido Madrid-París ida y vuelta, sigue transportando pasajeros alemanes, carga, paquetes y unas máquinas. Nadie se ha atrevido hasta ahora a romper el contrato con la Lufthansa.
La escuadrilla de André se ha trasladado ya toda a Madrid. Guides se ha demorado aquí para cumplir unos encargos. Es vivaracho, simpático, bromista. Cuenta: al pasar por la pequeña plaza del Prat, bajo la enorme tela con el «Visca Sandino!»,preguntó a un hombre del lugar quién había colgado aquel letrero. El hombre se sorprendió de tanta candidez: «¿Cómo, quién? ¡Sandino!»
Comunicado sobre un ataque fascista contra Tardienta. Los facciosos comenzaron con una incursión aérea, luego lanzaron al ataque la infantería, apoyada por la artillería. Los rechazaron con fuego de ametralladora, con granadas de cinta y luchando cuerpo a cuerpo. Combatió magníficamente el batallón Carlos Marx. A uno de los fascistas muertos se le ha encontrado una carta sin mandar: «Mañana vamos a Tardienta a matar abisinios y a comer.» Los facciosos se llaman a sí mismos italianos y llaman a las tropas gubernamentales abisinios.
En La Publicitat,ha aparecido un largo telegrama del colega periodista sobre la victoria lograda. El telegrama termina con una nota: «El puesto de redacción de nuestro periódico en Tardienta (se trata del dormitorio del molinero fusilado) se ha convertido en constante lugar de visita de destacadas personalidades políticas. Así, ayer vino a vernos el representante del periódico bolchevique Pravda.»
17 de agosto
Hasta hoy, sin noticia alguna y sin informaciones de Moscú. La prensa está totalmente absorbida por los asuntos del país.
De pronto, hoy, en todos los periódicos, fotografías de las manifestaciones celebradas en Moscú en honor del pueblo español y, además, otra gran foto: el victorioso Chikálov, sonriente, feliz, al lado de Stalin, Voroshílov...
Esto ha animado el día, pues resulta aburrido estar acostado, inactivo, con la clavícula rota. Sigue sin haber avión para Madrid y las noticias del frente no son buenas.
18 de agosto
Esta mañana, en un destartalado aparato inglés Dragón, hemos levantado el vuelo en Barcelona. Antes de partir, reunión de los pasajeros con el piloto y el director francés del aeródromo para tratar de cómo volar a Madrid, si dando la vuelta, por la costa, pasando por Valencia, o en línea recta sobre el territorio de los sublevados.
Los pasajeros somos ocho, todos de distinta nacionalidad, desconocidos, todos sospechosos uno a otro, todos sospechosos al piloto y él sospechoso para todos. No se sabe de dónde es ni si el avión es suyo ni de dónde procede el avión mismo. El director del aeródromo, señor jovial de roja cara, lo sabe todo, pero no explica nada. A todos se dirige con una misma expresión: «Mi pobre amigo.»
Después de mucho discutir, se ha convenido lo siguiente, de acuerdo con el piloto: volar en línea recta, pero al cruzar territorio enemigo, nos elevaremos por lo menos a dos mil quinientos metros. El avión queda abarrotado de un equipaje indefinido; la gente se apretuja entre cajas y maletas.
Volamos, primero, a lo largo de la costa; luego, en dirección suroeste. Cuarenta minutos más tarde, llegamos a las cadenas de montañas. Debido al calor y a las corrientes de aire, en los desfiladeros el avión oscila mucho. Las maletas empiezan a deslizarse por el interior de la cabina... Ahí están la Sierra de Cucalón, Va de Gúdar, la de Albarracín. Ésta es la parte meridional de la región aragonesa ocupada por los sublevados. Pronto comenzará Castilla la Nueva. Llevamos una hora de vuelo. Hasta Madrid, falta aún otra hora. Pero de súbito el piloto cambia de rumbo. En vez de seguir hacia Guadalajara, damos la vuelta hacia el oeste. Las montañas se van haciendo menos imponentes, ceden el lugar a colinas onduladas, luego a la llanura. ¿Por qué? Volamos hacia Valencia. ¿A qué se debe? Falta carburante. ¡Pero hasta Madrid, la distancia es la misma! ¡Y la zona de los facciosos está recorrida en sus tres cuartas partes! De todos modos, aquí es difícil entrar en discusiones. Una hora más de vuelo y en la filigrana sin límites de las plantaciones de.olivos, de precisión geométrica, divisamos a Valencia azul, verde, rosa, envuelta en una luminosa calina.
En el aeródromo, un guardia civil intenta comprobar los pasaportes de los viajeros que acaban de tomar tierra. Sólo lo intenta —la mayor parte de los viajeros sacan, en respuesta, documentos de aspecto más que raro—. Uno presenta simplemente una tarjeta de visita. El guardia civil menea la cabeza y se aparta.
En el aeródromo no hay gasolina —mientras la traen, es posible dar una vuelta en coche por la ciudad—. Aquí, todo parece tranquilo y en paz. Hermosas plazas con altos edificios se mueren de calor. En las orillas de las calles, bajo las palmeras, se toma café y vermut, se escucha la radio. A veces, después de meter un dedo en agua o de mojarlo con saliva, lo levantan, a ver si sopla la brisa del mar.
En el puerto y en el antepuerto, hay muchos barcos; se descarga petróleo, barras de hierro coladoyganado de Yugoslavia.
A eso de las tres de la tarde, están llenos, por fin, los depósitos del avión. Emprendemos el vuelo. Pronto se terminan las limpias plantaciones de olivos en la rojiza tierra llana. Nos acercamos a una sierra hosca, rocosa, requemada.
El viejo Dragón deshaciéndose en arroyos de aceite caldeado, repta hacia lo alto. Dos motorcitos Gipsy, de ciento setenta caballos cada uno, penan por transportar a ocho hombres, a un piloto, a un mecánico y una montaña de bagajes. Y en Moscú, en Leningrado, en todos los pueblos de mi patria, se celebra hoy el Día de la aviación. En Moscú son, ahora, las seis de la tarde. Centenares de aviones, miles de paracaidistas, decenas de miles de ciudadanos se encuentran en el aeródromo de Tushino. La escuadrilla Gorki debe de estar arrojando nubes de octavillas. Y el aire es fresco, se puede respirar, no es como en esta carraca, encima de la pétrea sartén castellana.
Por fin, en la meseta, calcárea masa gris, entre una nube de polvo, emerge Madrid. Parece solitario entre montañas. Sus arrabales quedan cortados en seco. Se ve poco verdor, sólo hay una gran mancha verde, el bosque de la Casa de Campo.
En el aeródromo se ve a mucha gente, casi todos militares. Por allí va y viene André —cansado, flaco, irritado; lleva muchas noches sin dormir—. Tan pronto le llaman a una parte como a otra; el mando de la escuadrilla se efectúa de pie, sobre la marcha, en apresuradas conversaciones.