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Diario de la Guerra de España
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Текст книги "Diario de la Guerra de España"


Автор книги: Михаил Кольцов



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Tengo sobre la mesa tres radiogramas captados por el telégrafo de Madrid, que los ha hecho llegar al comisariado.


«Madrid. Al general Franco. Entusiasmados y respetuosos, admiramos al vencedor que ha entrado con sus benditas tropas en la capital de España. Enviamos nuestras preces a los caballeros de la santa Iglesia, liberadores de la patria. El alcalde de la ciudad de Burgos, Adella. Pagada respuesta, quince palabras.»

Otro: «Madrid. Al general Franco. ÍAve César, imperator! Antonio Arenvero.»

El tercero: «Madrid. Al general Varela. Felicito por victoriosa entrada en Madrid. La historia le está contemplando. Bolivaro.»


La heroica resistencia de Madrid ha resultado una sorpresa no sólo para los fascistas. Ayer y hoy han aparecido por aquí algunas fisonomías que habían desaparecido sin dejar rastro el 5 y el 6 de noviembre. Los «regresados» se asoman con aire de indiferencia a sus antiguos despachos y oficinas. Ante sus mesas de escribir ven a los empleados de la Junta de Defensa. Hacen como si no se dieran cuenta de nada, como si estuvieran de paso, como los turistas. Por la mañana, al salir del Palace con el chófer Dorado, nos hemos encontrado con su ex jefe. A mí me ha saludado amablemente, pero a Dorado y al Buick los ha mirado como si los viera por primera vez. Dorado tampoco le ha saludado y se ha sentado con el ceño fruncido al volante... En la segunda mitad del día, cuando la ciudad se ha vuelto singularmente ruidosa, los turistas valencianos se han evaporado otra vez.

La Junta de Defensa ha establecido unas nuevas normas para los pases de entrada y salida de la ciudad. De este modo se evitan la huida desordenada y el innecesario regreso a Madrid de las personas que lo han abandonado.

La Junta trabaja muy enérgicamente. En la ciudad regula el comercio al por menor, el abastecimiento de víveres, organiza la evacuación. Los fascistas detenidos han sido gradualmente evacuados desde el 7 de noviembre...

Al atardecer, por fin se han concretado las perspectivas del contragolpe de mañana, con las reservas. En el Estado Mayor lo llaman, con altisonante expresión, contraataque, pero a mi modo de ver, en su forma definitiva, no se trata más que de un contragolpe. Los grandes planes de amplia maniobra por parte de seis brigadas desde el sector de Arganda hacia Pinto-Parla con itinerarios auxiliares de otras cuatro brigadas hacia Leganés e Illescas, esos grandes planes, se han reducido en mucho. Rojo ha exigido parte de las brigadas para sí, para los sectores defensivos de la ciudad —«no es cuestión de caldo gordo, sino de subsistir»—. No queda más que un grupo de choque sumamente pequeño, formado por cuatro brigadas, una docena de cañones y una docena de tanques, grupo que mañana ha de atacar a los fascistas desde la retaguardia, en dirección al cerro de los Ángeles y a Getafe. Por su parte, Madrid atacará en todo su flanco derecho y en el centro del dispositivo de defensa.

Desde luego, esto no es de ningún modo un segundo Mame, pero...



13 de noviembre


Día de desilusiones y grandes amarguras. Por lo visto, el contraataque no conducirá a nada. El grupo de choque principal ha entrado en combate muy tarde. La preparación artillera ha sido sencillamente lamentable. Los nuevos combatientes, mal instruidos, han avanzado con desgana y al acercarse al cerro de los Ángeles se han desconcertado ante el fuego enemigo y se han pegado a las rugosidades del terreno. Allí siguen, por ahora.

Las unidades madrileñas también al principio se han lanzado al ataque, pero no han ido muy lejos. Resulta difícil a los fascistas penetrar en el interior de Madrid, pero no es menos difícil hacerlos saltar de los lugares en que se han fortificado ya. Arrojar a los facciosos, de un empujón, lejos del río ha resultado hoy una empresa imposible.

La Brigada Internacional ha avanzado con arrojo a lo largo del muro de la Casa de Campo. Corriendo hábilmente a pequeños trechos, en grupos y uno a uno, aprovechando los montículos y las piedras, desplazando adelante las secciones de ametralladoras, dos batallones han avanzado más de un kilómetro. Era posible ir mucho más allá, pero los flancos, la columna de Galán y otra, anarquista, se han rezagado y no han hecho nada para alcanzarlos. Los tanques puestos a disposición de este grupo, varias veces se han separado hacia adelante, han regresado al lugar en que se hallaba la infantería procurando arrastrarla consigo. Los tanquistas intentaban convencer a los combatientes de que no perdieran el tiempo, de que avanzaran, de que conquistaran una amplia extensión cubierta por un fuego sumamente débil, pero los requerimientos no han dado resultado alguno. «Estamos cazando moscas», dijo, según su costumbre, el capitán de los tanques. Siempre es oportuno cuando lo dice. Dos secciones de tanques, irritados sus servidores, avanzaron una vez más, irrumpieron en las defensas de alambres espinosos, aplastaron nidos de ametralladoras, destrozaron alguna impedimenta de artillería, estropearon varios automóviles fascistas. Se desahogaron un poco, pues se habían pasado toda la semana junto a los puentes «como espantapájaros en huerto», según expresión del mismo capitán.

Este fracaso es muy duro, pero no se aprecia tan dolorosamente como esto había podido parecer antes. Por lo visto no ha llegado aún la hora de aplastar a Franco a las puertas de Madrid, pero con la llegada de los refuerzos la defensa de la ciudad, aunque por ahora pasiva, encarnizada, se hace más real.

Lo mismo que en los días anteriores, a las dos de la tarde han aparecido sobre la ciudad los Junkers acompañados de sus cazas. Miaja se puso rojo de ira y con su mullido puño dio un golpe a la mesa del comedor.

—Pero ¿cuándo comen éstos? Ni ellos comen ni dejan comer a los otros. Les ruego que no se levanten de la mesa.

De todos modos, él mismo se dejó llevar por la tentación y con la servilleta al cuello, se precipitó hacia el balcón cuando le dijeron que el combate aéreo tenía lugar sobre el mismísimo edificio del ministerio.

Los Junkers ya huían, los «chatos» atacaban a los Heinkels. Con ceñidos virajes y bajando en picado hacían centellear sus alas de color, como las mariposas, provocando el entusiasmo del público que, ávido, observaba desde la tierra.

Luego el combate se desplazó más allá del ángulo de la casa y no se vio nada más. Todos nos sentamos a la mesa para proseguir la comida. Cinco minutos después, comunicaron por teléfono que se habían abatido varios aparatos y que uno de los pilotos se había tirado en paracaídas y había sido hecho prisionero. Miaja ordenó que lo trajeran aquí, al Estado Mayor. Unos diez minutos más tarde se oyó un extraordinario ruido y griterío de la muchedumbre. Desde el balcón se veía cómo se iba acercando a la verja del ministerio, lentamente, un automóvil rodeado de gente por todas partes, hasta por encima. Se abrió la portezuela, hicieron salir a alguien y lo arrastraron a través del jardín del ministerio.

Un grupo de acompañantes y mirones se precipitó hacia el interior del edificio. Salí a la escalera; por sus amplios peldaños mitad conducían, mitad llevaban hacia arriba a un joven de constitución atlética, en cuya cara se dibujaba una mueca de dolor; se agarraba con las manos el vientre, como si se le hubiera roto la correa y le cayeran los pantalones.

No era, ni mucho menos, un aviador fascista. Era —le reconocí a la primera mirada– el capitán Antonio, jefe de un destacamento de los «chatos».

¿Por qué le arrastran de este modo? Está muy pálido, da trompicones, casi no ve. En la gran estancia en que Rojo trabaja con sus ayudantes, se desploma sobre un diván, poco menos que destrozándolo con su poderoso cuerpo.

—Antonio, ¿has sido tú quien ha saltado en paracaídas? ¿Te han atacado a ti?

Respiraba pesadamente.

—Dame agua. Tengo el vientre acribillado.

—¡Antonio!

—¡Qué casa de locos es ésta! ¿Por qué disparan contra los suyos? ¡Dame agua en seguida! Tengo fuego en el vientre. Muchas balas en el vientre. Dame agua y luego te explicaré lo que ha sucedido.

—Antonio, no cuentes nada. No has de beber, si estás herido en el vientre. Ahora mismo te hospitalizarán, te llevaran al Palace.

—Cuanto antes al hospital, y ¡un poco de agua! He de apagar el fuego de las balas. ¡No te apartes de mi vista, por favor! Seis víboras me han atacado a la vez. Iba por debajo de las nubes y de pronto seis Heinkels, de todas partes, ¡todos contra mí! Te lo suplico, ¡no te apartes de mi vista!

—No me apartaré de tu vista. Iré contigo al Palace. Es el hospital. Yo vivo allí mismo, a tu lado. Antonio, querido, no hables, ite lo prohibo!

Todos los presentes escuchan horrorizados. ¿Por qué habían arrastrado aquí a un aviador republicano herido, por qué no lo habían llevado a la enfermería? Empieza el vocerío, todos se acusan unos a otros. Coinciden todos en que la culpa recae por entero en la orden de Miaja. Se les había mandado traer al aviador aquí, y lo habían traído. Pero la orden estaba basada en una información falsa, en el hecho de que en paracaídas se había arrojado un aviador fascista. ¿Había que cometer la idiotez de cumplir una orden, basada en una información falsa? ¿O se había cumplido en un acto de provocación? Todos coinciden en que no se debía haber cumplido la orden. Nadie llama a los sanitarios ni manda traer una camilla. Todos coinciden en que es necesario llamar a los sanitarios y mandar que traigan una camilla. Antonio empieza a deslizarse del diván, se le cierran los párpados. Por fin llegan los sanitarios con la camilla. Cogen a Antonio, muy torpemente, del diván y lo colocan en la camilla, de través. Pero dan un empujón a un sanitario, éste suelta una mano y Antonio cae estrepitosamente al suelo. Todos gritan de horror y dolor, únicamente Antonio no grita. Le cogen otra vez, vuelven a ponerlo en la camilla, bajamos hacia la ambulancia, vamos al Palace, sólo a tres minutos. Le llevan a la sala de operaciones. Aquí hay un tropel de gente, se fuma, hay montones de guata sucia; unos dedos sin recoger, unos pies y aún otra incomprensible parte de un cuerpo, semejante a una rodilla, en una gran jofaina, esperan a la enfermera; de la pared cuelga un cartel con una pareja bailando: «Pasad el verano en Santander.» A Antonio le colocan en la mesa de operaciones; de pronto, este hombre, tan grande, parece un niño...

Dos horas más tarde el doctor Gomecilla vino a decirme que Antonio ya estaba operado, que se hallaba en la habitación inmediata, que me llamaba, nervioso. De los intestinos le han sacado cuatro balas; otras dos le han quedado en los órganos internos, sacarlas es muy peligroso. La cuestión está en que el herido permanezca inmóvil; si no, se le producirá una peritonitis y todo se habrá terminado. Por lo visto el aviador tiene una constitución de hierro, hay posibilidades de que se salve, si se logra que permanezca completamente inmóvil en la cama. Pero está muy intranquilo. Está nervioso y le llama. Quiere explicarle alguna cosa.

Fui a ver a Antonio. En efecto, estaba muy nervioso. Ante todo tuve que coger una hoja de papel y escribir su informe.

—¿Comprendes? No hay ningún documento. Hay que levantar acta...

—¿Qué documento quieres? Te has batido valientemente, como un héroe, estás herido, has de curarte; de los documentos ya se encargarán los otros.

—El documento es necesario. En el diario del aeródromo se anotó a qué hora emprendimos el vuelo, a la señal de alarma. Por favor, toma esa fecha y anótala en el informe. Lo recuerdo muy bien; quince horas cuarenta y ocho minutos, pero compruébalo con el diario, ¡esto es un documento!

—¿No querrás decir trece horas cuarenta y ocho minutos? A las quince horas cuarenta y ocho minutos ya te estaban operando...

—¡Un momento! ¡Un momento! Lo recuerdo con exactitud; ayer, a las quince horas cuarenta y ocho, a las quince...

—Ayer no, hoy; ¡el combate se ha librado hoy, hace tres horas!

Antonio se inquietó:

—¿Hoy? ¡¿Es posible que haya sido hoy?! ¿Cómo puede engañarme la memoria? ¡Tú bromeas! ¿Acaso el combate ha sido hoy? ¿A qué día estamos?

—Ha sido hoy. Te han puesto narcótico. Todo esto carece de importancia. Lo principal es que no te muevas, te curarás.

Está muy deprimido por haber confundido los días.

—¿Es que no tengo nada en el cerebro? Dime la verdad.

—¡No tienes nada en el cerebro, cabeza loca! Estáte quieto.

—¿Y los muchachos, qué? ¿Todos bien?

—Más que bien. Tus muchachos han derribado cinco aparatos, y tú, además, uno; en total, seis.

—¡Son unos águilas! ¡Ah, mis buenos muchachos! Son jóvenes, a seis los mandé a perseguir a los Junkers y yo, con otros dos, de los más experimentados, me puse a combatir con los cazas... Combatimos bien contra seis. Cada uno de nosotros derribó a una víbora... De pronto veo que el camarada de mi derecha ha desaparecido y que también han desaparecido todos los fascistas. Estaba claro que habían descendido por debajo de las nubes. Me inquieto por los jóvenes. Los muchachos son jóvenes y aún poco experimentados. Bajo en picado... ¿No confundo nada? En todo caso, dímelo.

—No confundes nada. Calla, haz el favor. No has de hablar.

—Me siento inquieto por los jóvenes. Bajo en picado... Y entonces, de pronto, otra vez seis Heinkels, otros, viniendo de todas partes, como perros de presa, ¡todos contra mí! No tuve tiempo de orientarme —enseguida una ráfaga de ametralladora me cortó el ala izquierda y los alerones—. Entré en barrena. De tiempo en tiempo procuro nivelar el aparato por medio del motor —todo inútil—. ¿Comprendes? Todo es inútil. ¡¿Comprendes?!

—Comprendo. Calla, querido, luego me lo contarás.

—¿Comprendes? Me dolía perder el aparato. Pero era inútil. Aparatos, tenemos pocos, ¿comprendes? Entonces me desabroché el cinturón, empujé el aparato con los pies y salté. Salté y me dije: el viento sopla hacia el sur, en dirección a los fascistas, por esto hay que caer con rapidez, retardando el paracaídas... A unos cuatrocientos metros lo abro, bajo sobre una calle, no sé en manos de quién está... Unos veinte metros deciden de mi suerte. ¿Comprendes? ¿Comprendes? ¿Puedes comprender lo que pensaba en estos momentos?... Y encima, comienzan a disparar desde la tierra —no sé si contra los aviones o contra mí—. De nuevo tampoco sé quién dispara. Y de pronto algo me arde en el vientre. Es posible que por estupidez alguien hasta de nuestra parte haya disparado... Pero no lo digas a nadie. Mis muchachos no deben saberlo en ningún caso. Para su temple político-moral es inútil saberlo. Estos errores pueden darse, pero no son característicos. No hay que educar a los aviadores a base de tales equivocaciones. ¿Comprendes? Esto, cállalo.

—No soy yo quien ha de callar, sino tú, ¿comprendes? Si sigues hablando me iré en seguida. Para ti sólo hay una salvación: no moverte, estar acostado, callar.

—¿Sólo una salvación?... ¿Esto quiere decir que la cosa va mal?

Enmudeció y pronto se puso a hablar otra vez:

—Estando herido en el vientre, según las reglas, ya no podía saltar. Me di un golpe muy fuerte contra el suelo. Recuerdo muy claramente que se precipitaron hacia mí unos rostros desconocidos. Quiénes eran, tampoco lo sabía...

—No me haces caso. Me voy...

—Bueno, callaré. Es una gran pena que me hayan acribillado. Habría bajado a tierra sin contratiempos y hoy habría peleado otra vez... Contra los fascistas. ¡Contra los fascistas! ¡Contra los fascistas!

—Te pido y te propongo que dejes de hablar. Así sanarás más pronto y volverás al frente.

—¿Crees que volveré?

Me miró a los ojos con una mirada de pronto tan omnividente y penetrante que me asusté pensando que iba a leer en mi rostro la palabra «peritonitis». Pero no la leyó. Se debilitó y en seguida se quedó adormilado.

El destacamento del capitán Antonio ha volado hoy otra vez en combate a las dieciséis horas y unos minutos. Ha derribado otros cuatro cazas, tres Heinkelsyun Fiat.

En total, sobre Madrid han sido derribados hoy diez aviones fascistas, ocho alemanes y dos italianos. Las pérdidas han sido un aparato de bombardeo Breguet, de tipo antiguo, y el de Antonio.

Titulares de hoy por la noche en Mundo Obrero:


«Combate aéreo sobre los tejados de Madrid.»

«¡Gloria a los héroes del aire! Los aviones fascistas, derribados por los aviadores de la libertad, son una prueba ante el mundo de que el fascismo será vencido en las puertas de Madrid.» «¡Vivan los pilotos de la República!»


Por la noche, he recorrido los sectores de los arrabales. La ofensiva ya se ha congelado. La mayor parte de las unidades han vuelto a sus posiciones de partida, excepto en la Casa de Campo, donde la Brigada Internacional y la III Brigada de Galán, con ayuda de los tanques, pese a todo han avanzado a lo largo del muro cuatro kilómetros. Los combatientes del grupo de choque siguen pegados al suelo ante el cerro de los Ángeles, sin ir adelante ni atrás. De todos modos, en su conjunto, el día de hoy ha sido de mucha utilidad. Los fascistas ven que Madrid no sólo resiste, sino que, además, ataca, que no está tan abandonado, que acuden a ayudarle. Esto desconcertará al enemigo, le obligará a reorganizarse, a buscar refuerzos, le robará tiempo. Y tiempo es lo que aquí, en Madrid, hace falta. Cada día que pasa hace más fuertes a los republicanos, si bien a costa de que también el enemigo se refuerce.



14 de noviembre


Hoy el día ha sido relativamente tranquilo. La tensión, en la ciudad, se ha debilitado un poco. Hay tiroteo ante el puente de Toledo. Dos automóviles han sido alcanzados por obuses —sus ensangrentados restos están desparramados sobre los adoquines—. En las barricadas, los combatientes permanecen tranquilos, pacientes, responden al fuego de manera metódica, sin disparar en vano.

Hoy, por la mañana, ha sido volado el puente de Segovia. Lo ha volado un Junker de una bomba, sin quererlo él mismo. Apuntaba a las unidades republicanas que estaban junto al puente.

Cerca de la estación de Atocha, las bombas han estropeado la fachada del Ministerio de Fomento. Dos enormes columnas de mármol se han deshecho como si fueran de azúcar. Al lado del ministerio, una bomba ha abierto un embudo muy hondo, por el que se ven los raíles del metro. Bien es verdad que el metro, aquí, no está construido a gran profundidad.

La potencia de las bombas es enorme. Son bombas de media tonelada.

Ha llegado la columna catalana con Durruti al frente. Son tres mil hombres muy bien armados y equipados exteriormente, en nada parecidos a los combatientes anarquistas que rodeaban a Durruti en Bujaraloz.

Durruti me ha dado un jubiloso abrazo, como a un viejo amigo. Y en seguida ha dicho, en son de broma:

—¿Ves? No he tomado Zaragoza, no me han matado, y no me he hecho marxista. Todo queda para más adelante.

Ha adelgazado, se ha vuelto más disciplinado, su aspecto es más marcial, tiene ayudantes y habla con ellos no en tono de mitin, sino de jefe. Ha pedido un oficial-consejero. La han propuesto a Santi. Ha hecho varias preguntas acerca de él y lo ha aceptado. Santi es el primer comunista en las unidades de Durruti. Cuando ha llegado, éste le ha dicho:

—Tú eres comunista. Está bien, veremos. No te moverás de mi lado. Comeremos juntos y dormiremos en la misma habitación. Veremos.

—De todos modos, tendré algunas horas libres. En la guerra suele haber siempre muchas horas libres. Pido permiso para poder apartarme de tu lado en esas horas.

—¿Qué quieres hacer?

—Quiero aprovechar las horas libres para instruir a tus combatientes en el tiro de ametralladoras. Disparan muy mal con ametralladora. Quiero enseñar a unos cuantos grupos y crear secciones de ametralladoras.

Durruti sonrió.

—Yo también lo quiero. Enséñame a mí a manejarla.

Al mismo tiempo, ha venido a Madrid García Oliver; ahora es ministro de Justicia. Durruti y Oliver van juntos.

Los dos famosos anarquistas han conversado con Miaja y con Rojo. Han explicado que las unidades anarquistas han venido de Cataluña a salvar Madrid y que lo salvarán, pero después de esto, no se quedarán aquí, sino que volverán a Cataluña y a los muros de Zaragoza. Luego han pedido que se les asigne un sectorindependiente, donde los anarquistas puedan mostrar sus éxitos. De otro modo, podrían surgir equívocos, hasta el punto de que otros partidos comenzaran a atribuirse los éxitos de los anarquistas.

Rojo ha propuesto situar la columna en la Casa de Campo para atacar mañana a los fascistas y arrojarlos del parque en dirección suroeste. Durruti y Oliver han estado de acuerdo. He hablado con ellos. Están convencidos de que la columna cumplirá muy bien su misión. Oliver me ha preguntado si existen en el Ejército Rojo unidades de infantería de choque, especiales, de singular valentía, a las que se pueda situar delante de otras tropas más débiles, para que den el golpe y arrastren tras de sí a las unidades más débiles, y luego, después del combate, se retiren a la retaguardia y con la misma función pasen a otro sector.

Le he dicho que, según mis noticias, entre nosotros no existen unidades de este tipo. La táctica de los grupos de choque es la más acertada, pero el mando ha de tener la posibilidad de crear grupos semejantes en cualquier momento a base de unidades frescas y con capacidad combativa, cualesquiera que sean.

Oliver ha dicho que, para España, en el período actual, las unidades de esta clase son muy necesarias, y no se imagina que en el futuro inmediato pueda lucharse sin ellas.

Largo Caballero ha visitado algunos centros de formación en torno a Madrid y ha regresado a Valencia, sin llegarse a la capital. Dicen que le han aconsejado no visitar ahora la ciudad, porque los obreros están muy irritados contra él, por su partida repentina, a escondidas, lleno de pánico, el 6 de noviembre.

Tales conversaciones, en general, son muy desagradables. No sin fundamento, desde luego, pero con un radicalismo excesivo, en Madrid se ha comenzado a censurar y a denigrar a todos cuantos se han ido evacuados. Quienes el 5 y el 6 no lograron obtener un puesto en un autobús o en un camión para Valencia, ahora desprecian ostentosamente a los «viles cobardes». A su vez, los «valencianos» en el transcurso de esta terrible semana han creado literalmente la leyenda de unos madrileños insolentes, pendencieros y soberbios, descarados y pagados de sí mismos, hasta el punto de no obedecer al gobierno central. A Valencia le ha sentado como un trallazo la descocada manifestación del serio periódico Política,de Izquierda Republicana, el cual en el lugar más destacado, al lado del título, ha escrito: «Algunos aficionados al suave clima marítimo se han dirigido demasiado apresuradamente a la costa. iQue intenten esos turistas entrometerse otra vez en Madrid!»

Estas conversaciones han inquietado al Partido Comunista, pues socavan la atmósfera de disciplina y confianza. El comisario del Quinto Regimiento ha publicado sobre esta cuestión un artículo especial:


«El gobierno se ha trasladado a Valencia. El gobierno, por consideraciones sentimentales y una falsa comprensión de sus funciones, no puede permitirse el lujo de permanecer en Madrid cuando Madrid no constituye el mejor punto desde el cual el gobierno puede cumplir sus funciones de carácter nacional e internacional. El pueblo español necesita que el gobierno esté donde con mayor utilidad pueda organizar la victoria. Por este motivo, los combatientes saludan el traslado del gobierno. Nosotros nos encontramos a disposición de la Junta de Defensa de Madrid, digna representante del gobierno del Frente Popular.

»Es comprensible que el enemigo quiera cercar Madrid, encerrar en Madrid al gobierno español para facilitar, con esto, a los estados fascistas el reconocimiento del "gobierno" de Franco y Mola afirmando que el de Madrid, cercado, no tiene conexión con el resto del país.

»En respuesta a ello, contestamos como combatientes, como españoles:

»—Camaradas miembros de gobierno, vosotros gozáis de nuestra plena confianza, nosotros queremos que estéis en el lugar donde más cómodamente podáis dirigir el país y la defensa. Es cosa distinta el que algunos funcionarios y dignatarios sencillamente hayan tenido miedo y hayan huido de Madrid sin necesidad, abandonando sus puestos. A esa gente la tratamos como se trata a los cobardes, a los canallas, único calificativo que merecen.

«Apoyamos total e incondicionalmente a nuestro gobierno, al gobierno de Largo Caballero, formado por todos los partidos y organizaciones antifascistas.»


Lo ocurrido con Antonio ha causado una honda impresión en el Estado Mayor. Se ha dado una orden especial sobre la salvaguarda de la vida de todos los pilotos, aunque sean enemigos, que efectúen un aterrizaje forzoso o que salten en paracaídas sobre territorio republicano. Todos los aviadores ilesos serán dirigidos inmediatamente al Estado Mayor, sin hacerlos objeto de ofensas de palabra ni de hecho. Se ordena que a los heridos se los conduzca inmediatamente al hospital. Quienes infrinjan la orden serán entregados a un tribunal militar.

En la orden se dice:


«Comprendemos muy bien el sentimiento de ira y de furia que se apodera de los milicianos al ver a los fascistas destructores de nuestras casas. Pero principios de orden militar nos obligan a exigir de todas las unidades una actitud correcta respecto a los aviadores prisioneros. El piloto que salta en paracaídas, queda fuera de combate y, al mismo tiempo, es de gran valor la información que de él se puede obtener. El mando espera que no serán las medidas de castigo, sino la conciencia de los combatientes republicanos, lo que hará cumplir esta orden.»


La orden se ha publicado en todos los periódicos y ha sido transmitida por radio.



15 de noviembre


Hoy ha intentado atacar Durruti. Estaba muy nervioso antes del combate, ha exigido que se le facilitara toda la artillería y toda la aviación, y, en realidad, se han rebañado cañones de toda la ciudad para ponerlos a su disposición, la aviación republicana ha efectuado dos vuelos sobre las posiciones de los facciosos en la Casa de Campo, luego los «chatos» han patrullado sobre la columna salvaguardándola de la aviación fascista.

Todo ello no ha servido para nada, los anarquistas se han asustado ante un fuego de ametralladora bastante débil y no se han lanzado al combate. El pobre Durruti, fuera de sí, ha ordenado fusilar a algunos cobardes, luego ha abolido la orden, luego ha cambiado impresiones con Oliver, luego ha declarado al Estado Mayor que la culpa la tiene toda la mala preparación artillera y, al fin, ha tomado la decisión de repetir el ataque mañana.

Los facciosos han emprendido un furioso asalto al puente de los Franceses. Hacia este punto han dirigido el fuego de artillería las ametralladoras y los tanques Ansaldo. Hacia el mismo punto han volado ocho Junkers, los cuales casi simultáneamente han arrojado unas setenta bombas sobre los destacamentos que cubren el puesto. En el transcurso de varios minutos la tierra ha temblado literalmente debido a las monstruosas explosiones de las bombas de cien kilogramos. Se ha levantado una tromba de fuego, arena, piedras y cascotes. Los milicianos han volado el puente.

Como respuesta a la magnánima orden sobre el humano trato que se ha de tener con los aviadores, los fascistas han arrojado sobre el aeródromo madrileño de Barajas una carga monstruosa. Al paracaídas iba atada una caja de madera con la inscripción: «Valladolid.» Al abrir la caja, se ha encontrado dentro un cadáver cortado en pedazos, un montón espantoso de carne ensangrentada y trozos de ropa. Por algunos indicios se ha logrado reconocer el cuerpo del aviador de un caza republicano, José Galarza, quien ayer participó en un combate aéreo y efectuó un aterrizaje forzoso en territorio enemigo.

Para llevar a cabo su acción, los fascistas necesitaron por lo menos varias horas. Tuvieron que cortar el cuerpo de José Galarza (¿muerto o vivo?) a lo matarife, en pedazos; luego tuvieron que colocar esos trozos en una sábana, atarla para hacer un lío, colocarlo en la caja, atarla al paracaídas, entregarla a un aviador, efectuar el vuelo con la caja y arrojarla.

El capitán Antonio se consume en la cama. Le es muy difícil no moverse. Exige que le visiten sus «muchachos» de la escuadrilla de «chatos», los llama por su nombre, cita entre ellos a José Galarza. Un obús ha estallado nuevamente junto al Palace. Las paredes han temblado. Los heridos han saltado de sus camas y han salido al corredor. Ha saltado y ha salido, también, Antonio. A duras penas lo han metido en la cama. Tiene vaga la mirada, habla mucho. El médico ha dicho que empieza la peritonitis.

Ha ocurrido una desgracia. Los fascistas han logrado, pese a todo, forzar el Manzanares.

Durruti quería reanudar hoy el ataque en la Casa de Campo, pero mientras su Estado Mayor y sus batallones se ponían de acuerdo en cómo atacarían y quién iría delante, los propios facciosos han comenzado a atacar. Los moros han pasado el río y han penetrado en la Ciudad Universitaria.

En seguida han mandado allí a la Brigada Internacional, pero ya era tarde. Los moros se han apoderado de varios edificios, se siguen infiltrando.

Ha comenzado la lucha cuerpo a cuerpo. Se lucha a la bayoneta, a veces a culatazos.

Un francés, de la Brigada Internacional, se ha agarrado a un corpulento marroquí, ninguno de los dos podía vencer al otro. El francés ha cogido al moro una granada de mano del cinto y le ha golpeado la cabeza. La granada ha estallado, han muerto los dos.

A la puesta del sol, se ha logrado arrojar a los moros del edificio de la Facultad de Filosofía. Pero se mantienen en los demás edificios.

Al mismo tiempo, los fascistas han intensificado el ataque en toda la línea de su ofensiva. Los madrileños han de defender una línea casi de dieciséis kilómetros.

Durante todo el día se han librado incesantes y encarnizados combates aéreos. Los «chatos» pelean intrépidamente contra la aviación fascista que casi es tres veces superior. A las dieciséis horas, durante su cuarto combate del día, un caza republicano, separándose de su eslabón, ha atacado audazmente a un grupo de Junkers. Tras él se ha lanzado una bandada entera de Heinkels y lo han derribado. El aviador ha saltado en paracaídas y ha caído indemne en el paseo de la Castellana. La muchedumbre, entusiasmada, ha llevado en brazos al valiente a un automóvil. A los quince minutos ya se encontraba en el edificio del Ministerio de la Guerra. Los miembros de la Junta de Defensa aplauden al héroe, le abrazan. El piloto, Pablo Palancar, se siente confuso ante semejante recibimiento. Tiene los cabellos enmarañados, de sus atrevidos ojos no ha desaparecido aún la excitación de la lucha y del peligro. Informa brevemente y pide permiso para volver en seguida a su unidad.


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