Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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Incesantes oleadas, profundos estremecimientos, agitan y conmueven la capital. Cada dos o tres horas sucede alguna cosa, en la calle, en las puertas de una fábrica, hasta en los hospitales: de vez en cuando se presentan grupos armados y exigen que se les deje visitar a los enfermos. La atmósfera está al rojo vivo y procuran aprovecharla para el terrorismo y las provocaciones, los elementos y los agentes interesados en ello.
Después del mediodía, la ciudad otra vez se ha visto agitada por una terrible conmoción. Dicen que arde la cárcel Modelo, que los presos fascistas se han abierto paso al exterior y han entrado en combate con la población. Todo el mundo se ha dirigido hacia la cárcel; se ha desarticulado la circulación de las calles; gente con fusiles para los automóviles, los autobuses e incluso los tranvías, y ordena a los conductores que se dirijan hacia la cárcel.
Al Comité Central ha podido llegar un camarada de la guardia de la cárcel. Cuenta: en la cárcel Modelo hay unos dos mil detenidos fascistas. En la segunda mitad del día, los capitostes han organizado una quema colectiva de colchonetas. Los detenidos tenían pocas esperanzas de poderse evadir. Lo que pretendían, sobre todo, era otra cosa —con el incendio, alarmar a la fácilmente excitable masa madrileña, provocar choques en las calles, mostrar al país y al extranjero que el gobierno no es el dueño de la capital—. Lo han logrado, pero sólo a medias. El espeso humo que salía de las ventanas de la cárcel ha congregado en torno a una muchedumbre de muchos miles de personas airadas. La muchedumbre quiere penetrar adentro y no dejar un solo detenido con vida. La guardia es impotente para dominar la situación. Es necesario hacer algo ahora mismo.
Díaz y Uribe se ponen en comunicación por teléfono con los socialistas, con los anarquistas, con los republicanos, proponen mandar un representante de cada partido para tranquilizar a la muchedumbre, instarla a que se retire después de haberle prometido que un tribunal extraordinario, con representantes de los partidos, se ocupará inmediatamente del motín fascista y castigará con la máxima severidad a todos sus participantes activos.
Todos están de acuerdo con la proposición; el problema consiste, tan sólo, en cómo abrirse paso hasta la cárcel. Se acuerda que cada representante procure llegar por sí mismo, cuanto antes mejor.
No hay modo de acercarse a la propia cárcel, ni a pie ni en coche, todo está acordonado a cinco manzanas de distancia. Algunas calles están interceptadas por los autocares de la policía. De todos modos, con el pase de Giral he podido llegar hasta la misma plaza. Está repleta de gente, como lata llena de caviar.
La cárcel, envuelta en llamas y humo, se encuentra iluminada por los proyectores de los bomberos, en la pared se lucha cuerpo a cuerpo. Pitidos de las sirenas, gritos, la guardia montada aplasta a la gente, tiroteo, el fin del mundo.
Se necesitan unos esfuerzos monstruosos y casi una hora de tiempo para lograr que la plaza escuche unas palabras por un altavoz. Se ve la silueta fina, como de cartón, del orador en el arco de la puerta, con el micrófono en las manos. Procura convencer a los libres y fuertes ciudadanos de Madrid para que se retiren pacíficamente, seguros de que el gobierno y el Frente Popular no dejarán que los fascistas escapen de la cárcel. Todos los sediciosos están detenidos, el incendio está casi apagado, funciona un tribunal especial, y ¡ay de los criminales! ¡Los liquidarán a medida que se dicten las sentencias! Entre la muchedumbre gritan: «¡Muy bien!» Después, otro orador pronuncia otro discurso análogo. Pero la muchedumbre ya se ha enfriado; sin escuchar, se vuelve de espaldas a la cárcel y, enojándose, empuja a los que, delante, taponan las salidas. Poco a poco la ciudad se sosiega.
23 de agosto
Julio Alvarez del Vayo ha venido a verme al Florida conmovido, bonachón, muy amistoso, muy periodista, aunque con pistola. Sus primeras palabras: «¿Se acuerda de lo que le dije en Pravda?»
Es cierto, en el verano de 1935 pasó a despedirse después de un largo viaje por la Unión Soviética y dijo, lo recuerdo bien, dijo convencido: «En marzo, en España habrá lucha, ime juego la cabeza!» Entonces, eso sonaba muy teórico, era lo que se llama una «prognosis», pero ahora estamos sentados en el vestíbulo de un hotel madrileño entre desmelenados milicianos y aviadores franceses voluntarios, y él, algo desmañado en su mono raído, de sufrido color, inclinando su gran cabeza de intelectual, bajando sobre la punta de la nariz sus gafas de carey, cuenta con vivacidad las últimas noticias de las unidades, de los sindicatos y de los ministerios.
Vayo habla del «viejo» Largo Caballero con veneración. Todos los días en el frente, con los combatientes; los soldados le adoran, las delegaciones asedian constantemente la Unión General de Trabajadores, le invitan a que hable, se ponen a su disposición. ¡Es el auténtico jefe de las masas! ¡Y qué habilidad para las cuestiones militares! El viejo se ha convertido en un verdadero estratega. Es infatigable, y figúrese, ¡tiene sesenta y siete años! Ha de entrevistarse usted con él cuanto antes. Él se alegrará. Aconséjele que, por las fiestas de noviembre, vaya conmigo a Moscú, le agradará que se lo diga.
—¿Cree usted que se habrá acabado esto, para noviembre?
Reflexiona:
—Es difícil decirlo con exactitud. El general Franco, aparte de todo lo demás, se ha sublevado también contra mis planes personales. Como usted sabe, en invierno quería visitarles y escribir un libro acerca de la intelectualidad soviética. Ya tenía contratos con el editor de Madrid y de Londres... Pero no importa, calmaremos a este señor. Más tarde o más temprano...
Al filo del mediodía, los facciosos han hecho una incursión al aeródromo militar de Getafe. Llevan el ataque ocho bimotores Saboya. Sólo han arrojado parte de las bombas y han huido perseguidos por los cazas del gobierno.
Unas dos horas más tarde, toda la ciudad se había enterado de la incursión. Pero la anunciada corrida de toros del domingo ha reunido, a pesar de todo, a sus veinticinco mil espectadores. A nadie han chocado los elevados precios; la corrida era benéfica.
Sobre el anfiteatro abierto, lleno de bote en bote, aparece un avión. El público zumba, alarmado, pero se trata sólo de un pequeño aparato deportivo. Desciende en picado, se deja caer en barrena y arroja octavillas. De todos modos es una locura reunirse así, sin miedo a la aviación, a la hora tradicional, fijada con toda exactitud. ¿O es que se para la guerra civil los domingos, a las cuatro de la tarde, hora de la corrida?...
El espectáculo empieza según todo el ritual. Pero cuando el medieval desfile da la vuelta al ruedo y se acerca al palco presidencial, los heraldos con sus capas negras, montados a caballo, pasan los clarines a la mano izquierda y con la derecha, puño en alto, saludan a lo Rot-Front.Desfilan seis toreros con sus trajes de luces y coletas, pero en vez de los tricornios llevan boinas proletarias.
El primer torero hace gala de la diversidad de su estilo. Corre con los capeadores y maneja con extraordinaria habilidad la capa roja, provocando rápidamente en el toro su primer estadio de furor. Luego da unas pruebas de su maestría como banderillero, atrayendo hacia sí al toro y hundiéndole en el cerviguillo, raudo, dos palos delgados con arponcillos en los extremos. Pero cuando ha llegado el momento de demostrar su auténtica calidad, el matador no ha estado a la altura. Ha herido torpemente al toro en los pulmones, la sangre ha manado como en surtidor, bañando los ojos del toro, que se ha pegado a la barrera y ha dejado de reaccionar. Entre los silbidos y el griterío del público, el desafortunado torero ha necesitado largo rato para terminar con el atontado animal.
El segundo torero ha resultado ser el triunfador de toda la corrida. Ha empezado ofreciendo el toro al Partido Comunista y a doña Dolores Ibárruri: clamorosas ovaciones. Largo rato, con riesgo y elegancia, ha estado jugando con su salvaje enemigo, ha dejado pasarla espantosa mole cornuda a un pelo de sí mismo, permaneciendo casi inmóvil en clásica pose de ballet. Y de súbito, desenvaina la espada y en un instante abate al toro. Nuevas y estrepitosas ovaciones, la orquesta toca la Internacional,luego el himno republicano, al vencedor le arrojan una gorra de uniforme de la milicia obrera, el torero se la pone, corre con ella a lo largo de la plaza, todo es clamoroso y juvenil regocijo. Las tribunas se dan aire con abanicos de papel, beben limonada, charlan vivamente y alzando la voz. Las mujeres manifiestan su descontento porque los toreros han comenzado a vestirse con poco cuidado. Los hombres se hacen guiños astutamente: aquí, amigo, no podía faltar que los comunistas conquistaran a este torero, ésa es gente capaz de poner en salsa cualquier guiso.
Los demás toreros no muestran especial arte. En ayuda suya saltan al ruedo dos milicianos, que excitan con mucho celo al toro, apartan de él aun caballo que había dado un traspié con su picador y ellos mismos clavan valientemente banderillas. El público se ríe y aplaude frenéticamente. Los inveterados entendidos no están contentos. ¡Caramba! ¿Se puede venir con monerías en una cuestión tan seria? Algunos se levantan y se van.
Por la noche llevan al Florida una de las bombas arrojadas hoy al aeródromo y que no ha estallado. Es de marca alemana.
25 de agosto
Los partes de guerra comunican que Córdoba está en vísperas de ser tomada. Las tropas gubernamentales la han rodeado por todas partes. En un radio captado por los republicanos, el general Aranda, sitiado en Oviedo por los mineros asturianos, declara: «Si no envían los refuerzos formalmente prometidos, me veré obligado a rendirme.» Una columna de facciosos ha emprendido una salida de Zaragoza y ha sido dispersada casi enteramente por las milicias obreras. Han sido cogidos prisioneros y trofeos. Los aviadores gubernamentales han bombardeado Huesca y Huelva. «Ayer —se dice en el parte de guerra– se registraron en algunos sectores de algunos frentes triunfos que permiten esperar para los próximos días otros éxitos aún más importantes y decisivos.»
Todo esto es muy agradable. Pero al mismo tiempo, los fascistas —y de ello no se habla en el parte– han hecho retroceder a las unidades republicanas en Navalmoral de la Mata y se dirigen hacia Oropesa. En cinco días han avanzado en esta parte unos cien kilómetros. He tomado una regla, un mapa a buena escala y he hecho cálculos sobre esta dirección de Extremadura. Por carretera, de Navalmoral a Madrid hay 179 kilómetros (desde Mérida hay 354; desde Badajoz, 415). Pero la cuestión no está, en este caso, en los kilómetros, sino en que esta línea y la que le es paralela, Mérida-Navahermosa-Toledo-Getafe, sirven de pasos naturales hacia Madrid entre cadenas montañosas por el valle del Tajo. Sólo en Talavera, el lugar más estrecho del valle, se encuentra un obstáculo serio. Desde Talavera hasta Madrid, la franja llana alcanza una anchura de cincuenta o sesenta kilómetros y permite al ejército deslizarse hacia la capital sin tener que vencer ningún obstáculo natural. En ese frente, las tropas gubernamentales o, mejor dicho, las unidades de milicias, son muy escasas, en parte porque ahí, al suroeste de Madrid, exclusión hecha de Toledo y de Talavera, no hay ciudades grandes ni pequeñas. Pero los obreros toledanos están sujetos por el asedio del Alcázar —nido fascista en el centro de la ciudad—. Mientras no acaben con él, no pueden salir al encuentro del enemigo. En Talavera hay ferroviarios y obreros de las fábricas de cerámica, pero nadie los organiza. Es más, aunque estuvieran en condiciones de pelear, sólo podrían contener temporalmente, hasta la llegada de las fuerzas principales, la ofensiva del ejército fascista, con su aviación, su artillería, sus legionarios y sus marroquíes.
Todo esto, debido a Badajoz. Tomado por los facciosos, se ha convertido para ellos no sólo en entrada de Portugal, sino, además, en anillo de unión entre sus fuerzas del norte y del sur. Con la pérdida de Badajoz, la guerra civil ha entrado en una nueva fase. Hasta ahora las acciones militares estaban divididas en zonas separadas, en focos. En algunos lugares, las partes contendientes se hallaban dispuestas hasta en círculos concéntricos, por ejemplo en la provincia de Córdoba, donde la provincia, republicana, asedia la propia ciudad de Córdoba, mientras que en el interior de la ciudad, a su vez, los barrios obreros, fieles al gobierno, están sitiados por los sublevados. Lo mismo ocurre en Asturias, en Toledo, en las islas Baleares. Ahora ha comenzado la unión de las manchas separadas en macizos continuos. Si Extremadura es ocupada, los territorios de los facciosos se unirán y rodearán a la capital por el norte, por el oeste y por el suroeste. ¡He aquí las consecuencias de la criminal falta de atención de Madrid por la defensa de Badajoz!
El sector de Extremadura inquieta no por el peligro mismo que representa, sino, precisamente, porque a ese sector todavía no se le concede atención operativa. El día 20, por la noche, cuando los fascistas tomaron Mérida, telegrafié a Pravda:«Al suroeste de Madrid se crea una nueva zona de combate, mucho más seria que la zona del Guadarrama, la cual, si bien se halla más próxima, está bien defendida por las montañas y por las tropas. El general Mola ha dirigido un imponente grupo de tropas por la línea Mérida-Toledo, topográficamente cómoda vía hacia Madrid.»
Para la una de la tarde, me ha concedido una entrevista don Manuel Azaña. En el patio del ex palacio real hay mucha animación, muchos automóviles, algunos de ellos con el barro de caminos vecinales pegado en el guardabarros. Llegan a toda velocidad motoristas del servicio militar. Entre los tapices y gobelinos del palacio, hay también muchos oficiales, mapas, máquinas de escribir, aparatos de telégrafo. Parece que es aquí donde se encuentra el Estado Mayor que no está aún en el Ministerio de la Guerra.
El propio Azaña, reposado, caviloso, ha envejecido sensiblemente en estos cinco años.
En España, país de suntuoso lujo nobiliario y suma ignorancia rural, el pueblo honra bondadosa y fielmente a la intelectualidad. Los testimonios del pensamiento humano, a veces cuanto más abstractos tanto más seductores, están rodeados de una atmósfera de admiración y reverencia. Azaña, filósofo esteta, publicista al nivel de los elegidos, autor de primorosas novelas psicológicas, presidente del Ateneo, club de intelectuales, se ha visto llamado a presidir la tronante y bullente España popular del año 36. A él, crítico literario, cuya fina espada estilística buscaba las formas más elegantes de traspasar las corazas medievales de los místicos religiosos, le ha sido dado convertirse en centro vivo de unión política, en dirigente de la lucha parlamentaria y de masas, primero contra la monarquía y la dictadura de militares y terratenientes, después, contra la reacción fascista.
La victoria electoral del Frente Popular ha situado a Azaña en el Palacio Nacional, como jefe del Estado. Su viveza y dinamismo personales no le han permitido convertirse en una figura puramente representativa. Al contrario, para amigos y enemigos, el nombre de Azaña ha pasado a ser el símbolo de la defensa activa de la República democrática contra el fascismo. Por esto el viejo palacio real está ahora más animado que nunca en toda su existencia.
Azaña habla emocionado del heroísmo y de la cohesión del pueblo español que, con las armas en la mano, defiende el régimen democrático.
—Pese a la provocación del fascismo o, quizá como consecuencia de ella, nuestro pueblo ha dado muestras de su conciencia, de su voluntad y de su firmeza en defensa de sus derechos.
Tiene muchas palabras de alabanza para el Partido Comunista, por su organización y disciplina en los días de combate, habla de la enorme autoridad del Partido entre amplias masas del pueblo.
Habla largo rato de las dificultades con el armamento, de las posíbilidades de su compra y envío, caracteriza la personalidad y las cualidades de los pocos militares profesionales que han permanecido fieles al gobierno... Pero, en general, las fuerzas republicanas casi carecen de mandos. Hay que forjarlos sobre la marcha, y esto no es cuestión de un día.
Habla con cariño de nuestro país. Pregunta con detalle qué formas y manifestaciones ha tenido entre nosotros la simpatía por el pueblo español.
—Transmita a su pueblo, que su simpatía, su imponente ayuda, nos han conmovido hondamente, pero no nos han sorprendido. Para mí siempre ha estado claro que la gran democracia soviética tenía que mostrarse solidaria con la democracia española. Nada divide a la Rusia actual y a la España de hoy. Al contrario, hay y habrá mucho de común y que nos aproxima. Tengo la esperanza de que se reforzarán y se profundizarán las relaciones económicas y culturales entre ambos países.
Yergue la cabeza; su faz redonda, dulce, un poco como la de una vieja dama, se vuelve más severa y dura.
—El pueblo español, su presidente, su gobierno legal, continúan defendiendo su maravilloso país, su libertad, su valiosa cultura. Nuestra victoria será un gran éxito para la cultura, el progreso y la democracia, un éxito de toda la humanidad en la lucha contra las fuerzas oscuras del pasado que está en vías de desaparecer. Indalecio Prieto no ocupa ningún puesto oficial. No obstante, se le han asignado un enorme y lujoso despacho y una secretaría en el Ministerio de Marina.
Los ministerios madrileños son los más lujosos de Europa. A su lado, los de París y Londres parecen simples oficinas para la venta de cáñamo.
Prieto acude al despacho por la mañana, dicta el comentario político para el periódico de la noche Informaciones. Luego, hasta la hora de comer, recibe a amigos y enemigos políticos.
Está sentado en un sillón, cual enorme pella carnosa con un irónico rostro pálido. Tiene los párpados soñolientos semicerrados, pero por debajo de esos párpados miran los ojos más atentos de España.
Tiene una firme reputación ganada ya para siempre, de político práctico, muy sagaz e incluso ladino. «¡Don Inda!», exclaman los españoles, y levantan significativamente el dedo por encima de la cabeza.
Con todo, don Inda es muy amigo de la franqueza y hasta presume de ella, a veces en forma algo grosera.
Mira cucamente por debajo de los pesados párpados y dice en un francés chapurrado:
—Este pequeño burgués se siente feliz por su atención y su visita.
Pronuncia, como todos los españoles, «petit bourchois». En 1931, le puse como chupa de dómine en Pravdapor reformista y conciliador, iy me figuraba que no lo había leído!
Le pregunto qué opina de la situación. En diez minutos hace un análisis muy atento, agudo y pesimista de ella. Se mofa de la impotencia del gobierno.
—¿Y qué piensa usted de Largo Caballero?
—La opinión que me merece es de todos conocida. Es un tonto que quiere pasar por listo. Es un burócrata frío que hace el papel de fanático arrebatado, es un desorganizador y un enredador, que se finge burócrata metódico. Es un hombre capaz de echarlo a perder todo y a todos. Nuestras divergencias políticas constituyen el meollo de la lucha en el Partido Socialista español de los últimos años. Y, a pesar de todo, por lo menos hoy, es el único hombre, mejor dicho, es el único nombre apropiado para encabezar un nuevo gobierno.
—¿Y usted?...
—Yo estoy dispuesto a formar parte de dicho gobierno, ocupar en él cualquier puesto y trabajar a las órdenes de Caballero, en lo que sea. Otra salida no existe para España, ni existe tampoco para mí, si hoy quiero ser útil al país...
En los rellanos de mármol de las amplias escalinatas, charlan oficiales de marina vestidos con sus elegantes uniformes. Abajo, en el bar, les preparan cócteles. Por lo visto, no se reúnen aquí para otra cosa.
27 de agosto
Los aviones fascistas empiezan a abrirse camino hacia Madrid. Hoy, al amanecer, han aparecido sobre los arrabales. Las autoridades prohiben que se les haga fuego desorganizadamente, pero es en vano. No bien algo aparece en el aire, todos los que poseen armas comienzan a disparar, impotentes, al cielo, con los fusiles, con los revólveres, con lo que viene a mano. Es difícil luchar contra semejante locura. Por la noche, cazas republicanos han derribado un trimotor, pero no hay modo de poner en claro dónde y cómo.
Buenas noticias de Aragón. Allí, Durruti ha vadeado el Ebro en pina y ha regresado con soldados y oficiales prisioneros. En Tardienta, una columna de las unidades de Trueba ha ocupado una nueva posición: Cerro Sangarra.
Entrevista con el «viejo» en el edificio de la Unión General de Trabajadores. Ambiente típico de unas oficinas de sindicatos reformistas, si bien ahora sacudido por el vendaval revolucionario. Pequeños y limpios despachitos, sillas con muchos años de servicio, archivos sin fin y burócratas archiveros cuidando de los ficheros. Estos funcionarios se sienten turbados por el torrente continuo de visitantes, de obreros armados, de mujeres con pantalones, de campesinos cubiertos de polvo procedentes de lejanas aldeas.
El propio Largo Caballero viste el mono de guerra, con pistola al cinto; se le ve curtido por el viento y el sol, muy fresco y animoso, dados sus, casi, setenta años. Álvarez del Vayo ha organizado la entrevista y nos ha servido de traductor. Esto ha resultado bastante difícil, pues el «viejo» ha hablado con monólogos rápidos, arrebatados; de todos modos, cada vez entiendo mejor este idioma sencillo, sonoro y fluido en la construcción de la frase.
Sin preámbulos ni exordios de ningún género, Largo Caballero se ha lanzado impetuoso y duro contra el gobierno. Le ha acusado de ineptitud total y, en parte, incluso de poco interés para aplastar la sublevación. Los ministros son gente incapaz, roma, perezosa. Todo lo hunden a cada paso. Nadie los escucha, uno no se preocupa para nada de lo que hace el otro. No tienen la menor idea de la responsabilidad ni de la gravedad de la situación. A ellos, que los dejen reposar plácidamente en sus gabinetes ministeriales. Además, ¿a quién representan? Todas las fuerzas populares se unen fuera del marco del gobierno, en torno a los sindicatos socialistas y anarquistas. La milicia obrera no cree en el gobierno, no cree en el Ministerio de la Guerra, porque éste utiliza los servicios de personas equívocas, de ex generales reaccionarios monárquicos, de oficiales de carrera, a todas luces traidores. La milicia obrera ya no hace caso al gobierno y si esta situación se prolonga, ella misma tomará el poder en sus manos.
—¡Qué gobierno es éste! —Caballero, airado, se levanta un poco de la silla—. ¡Esto es una comedia y no un gobierno! ¡Es una vergüenza!
A la pregunta de por qué se demora tanto la transformación de las unidades de milicias en ejército regular y quién tiene de ello la culpa, no da una respuesta precisa y vuelve a atacar al gobierno. Considera nocivo el decreto, recientemente aparecido, que sienta las bases del ejército de voluntarios. Se invita a que se alisten en él, ante todo, los soldados y suboficiales de la reserva, y luego todos los ciudadanos que conozcan el manejo de las armas y que estén dispuestos a defender la República en unidades militares regulares. Para asegurar el carácter republicano y democrático del nuevo ejército, el decreto exige, como requisito necesario de admisión, que cada soldado presente un aval de los partidos y organizaciones del Frente Popular.
Caballero ve en dicho decreto un desdén para los combatientes obreros y la concesión de privilegios especiales para los militares de carrera: «¡Otra vez se resucita la casta militar!»
Yo procuro hacerle ver la utilidad de los soldados reservistas para el ejército, sobre todo en un país civil, como España, militarmente sin instrucción, que casi no ha combatido. Él profetiza que el ejército regular arrancará al pueblo las armas que tan caras le han costado.
Se entabla una larga y viva discusión acerca de las ventajas del ejército y de las milicias. Del Vayo apenas tiene tiempo de traducir. Largo Caballero se remite a algunos pasajes de El Estado y la revolución,de Lenin, acerca del pueblo en armas. Yo le recuerdo que en otra situación, el propio Lenin creó el ejército obrero y campesino, concediéndole preferencia absoluta ante el abigarramiento orgánico de los grupos de milicias, columnas y destacamentos. La unión de los mejores elementos, filtrados, de los mandos inferiores con los obreros revolucionarios de vanguardia, constituye la aleación con que puede forjarse un potente Ejército Popular antifascista. Cuando existen paralelamente y en igualdad de derechos unidades del ejército y destacamentos de milicias o guerrilleros, entre ellos surge, tarde o temprano, una contradicción, que luego degenera en conflicto, y siempre vence el ejército, como forma de más alto nivel. ¿Para qué alargar ese período de contradicciones? Es necesario acelerar la unión de todas las formaciones armadas antifascistas en un solo organismo militar.
Tampoco a esto hace objeciones directas, pero empieza a censurar a los comunistas por su deseo de «organizarlo todo, colocar jefes en todas partes, dar a todo un sobrenombre, una etiqueta y un número». Él lo atribuye a la juventud de los dirigentes del Partido, a su aplomo, que se basa no en los éxitos y en la experiencia de ellos mismos, sino de los comunistas rusos. Dice que los comunistas, al ayudar al gobierno, hacen una labor nociva, aproximan la catástrofe, incrementan el descontento de las masas. Los partidos obreros han de barrer cuanto antes a los funcionarios, a los burócratas, al sistema ministerial de trabajo y pasar a formas de dirección nuevas, revolucionarias.
—Las masas nos tienden las manos, exigen de nosotros una dirección gubernamental, y nosotros permanecemos pasivos, eludimos la responsabilidad, ¡permanecemos inactivos!
Todo esto le sale a Largo Caballero impetuosa, irritadamente, con la tozuda fuerza de la convicción. Es difícil comprender de dónde viene este tardío radicalismo y maximalismo en un hombre que, durante decenios, ha defendido las posiciones más reformistas y conciliadoras en el movimiento obrero, que ha llegado a establecer compromisos y hasta coaliciones con los gobiernos burgueses más derechistas, incluso con la reaccionaria dictadura monárquica de Primo de Rivera. Pero Álvarez del Vayo y muchos otros afirman que el «viejo», en efecto, ha cambiado enormemente en su fuero interno, que la lucha en Asturias y todo el período subsiguiente le han inducido a revisar su camino político, que se ha desengañado de los métodos oficinescos de la dirección sindical, que se ha aproximado en gran manera a la masa obrera viva. «Aún acabará su vida en las barricadas...» Los comunistas confían poco en este cambio. Se burlan de la «enfermedad senil del izquierdismo». Esta frialdad entre comunistas y Caballero se refleja en las posibilidades de recíproca colaboración.
Conversamos aún cerca de hora y media. Caballero varias veces vuelve a referirse a la incapacidad y falta de lealtad de los generales republicanos, amigos personales de Azaña, todos esos Saravia... Luego, ya solos Álvarez del Vayo y yo, bajamos a la calle y entramos en un pequeño bar. Del Vayo está muy contento de la entrevista y de la conversación, asegura que ahora el «viejo» está completamente de acuerdo con que es necesario un ejército regular del pueblo.
—A usted no se lo ha dicho francamente, ésta es su manera de proceder, pero usted verá cómo ahora se manifestará en favor del ejército. El viejo se inclina ante la Unión Soviética, ante la experiencia de la revolución rusa. Es una pena que Araquistain no haya estado presente, tenía mucho interés en asistir, pero algo le ha retenido. De todos modos, a viejo le dará indicaciones. Probablemente, Claridad ya.se manifestará mañana sobre esta cuestión. Yo mismo escribiría sobre el tema, pero es preferible que lo haga Araquistain. Estoy muy contento de que ustedes hayan conversado tan a fondo...
Luis Araquistain es un diputado vasco, socialdemócrata de izquierda, director de Claridad,órgano de la Unión General de Trabajadores, colaborador inmediato de Largo Caballero e intérprete oficioso del pensamiento de este último.
... Luego he visitado a los escritores madrileños. Su Alianza tiene como local social el palacio requisado del marqués del Duero. El palacio es sombrío, en las salas reina la penumbra, hay retratos adamascados, bustos marmóreos de los orgullosos Grandes. El marqués tenía ochenta años, era idiota, fetichista, toda la vida había coleccionado guantes —aquí encontraron varios miles de pares. En la alcoba, bajo cristal, cuelgan unos tirantes de seda– regalo de Alfonso XIII, con un autógrafo del monarca. Ahora en esta alcoba se encuentra la redacción de la revista artístico-literaria “ El mono azul”.
Rafael Alberti y María Teresa León han tomado una gran llave, me han conducido por una galería de cristales, han abierto una puerta, y de súbito se ha ofrecido a nuestra vista una maravillosa sala gótica de dos pisos, la biblioteca, con centenares de miles de libros y manuscritos. Dentro de los armarios, infolios medievales, ediciones raras de los clásicos españoles, manuscritos, grabados, un verdadero tesoro.
Un viejo criado cuenta que el marqués, en toda su vida, había estado cuatro veces en la biblioteca.
—Más tarde nos ocuparemos de esta biblioteca —ha dicho Rafael—. Ahora estamos absorbidos por el trabajo político en el frente y además con esta revista. ¿Verdad que tiene vida? Sólo que está delgaducha; de momento, ocho páginas, nada más. En Madrid ahora hay poco papel.
Casi todos los días al atardecer Miguel Martínez acude a Mundo Obrero,se entera de las noticias y ayuda un poco a hacer el periódico. Ésta es la antigua redacción de El Debate,viejo periódico católico reaccionario. Las estancias están recubiertas con pesada madera de roble —elegante refinamiento de ricos canónigos, de monjes prácticos—. En el escritorio del director, se encuentra la figura de un inquisidor con capuchón y una larga vela en las manos. Sentado a la mesa, está el redactor de la revista, despeinado, sudoroso, con el mono desabrochado y un máuser.