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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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Lukács, mi buen Lukács, ¿es posible que esto haya ocurrido?

Nos vimos por última vez en Guadalajara, en una minúscula aldehuela entre rocas. La vieja iglesia estaba pegada a una roca. Los Junkers daban vueltas y zumbaban, querían picotear el Estado Mayor, bombardeaban las rocas; Lukács mandó sacar los cuadros de la iglesia, para que no se perdieran; juntos admiramos la cándida y apasionada pintura de un artista desconocido del siglo xv —los santos parecían al mismo tiempo toreros y caballeros enamorados—. Yo dije: «Pues en Moscú hay un escritor húngaro, un tal Mate Zalka; debería poder bajar a este apartado rincón, a estos legendarios parajes, escribir y entregar lo escrito a la Editorial Literaria del Estado, ¡cómo le iban a poner, por desviación hacia lo exótico!» Él se rió con risa contagiosa, infantil: «¡Cierto, cómo le iban a poner, Mijaíl Efimovich, al infeliz Jaimito!» Me envidiaba el que me dispusiera a hacer un viaje a Moscú, se entristeció; me pidió que visitara sin falta a Viera Ivánovna y a Tálochka, que les transmitiera mil saludos; se preocupó por la casa, construida en régimen de cooperativa, en la callejuela de Naschokinski.

En el coche saqué de la cartera dos sobres sin dirección y que debía entregar personalmente al jefe de la XII Brigada, actualmente 45. a división española. Una carta estaba cerrada. La volví a la cartera. La otra, en un sobre sin cerrar, decía:


«Camarada presidente de la administración de la casa: Le informo que en nuestra casa, N.° 3/5, todo marcha bien. Hemos dejado de encender la calefacción por la llegada de la primavera. Se ha terminado el arreglo de la fachada anterior. Las fachadas laterales siguen como antes... Yo, camarada presidente, le sustituyo como puedo. E incluso trabajo con Natalia Nikoláievna —hasta que regrese usted—. Los inquilinos están muy contentos, dicen que yo, Matviéi Mijáilovich, no trabajo peor que tú, y que incluso te supero. De modo que ante mí se abren amplias perspectivas. Pero, hablando en serio, te digo que te echo mucho de menos y que estoy muy orgulloso de tener un amigo como tú. Mijaíl Efimovich te explicará cómo aquí se te quiere. Once personas de nuestra casa se han trasladado a la callejuela de Lavrushinski. Pelik te manda saludos. Te beso y me enorgullezco de ti, Matiusha. Tu Viktor.»


El coche serpenteaba por las espirales montañosas subiendo hacia Tortosa. El sol se volvía loco. Por la izquierda desapareció la reluciente superficie azul del mar Mediterráneo. En una curva ceñida, por poco chocamos con un coche que llevaba dirección contraria. Se detuvo, bajó el general Kléber. Nos quitamos las gafas oscuras, nos estrechamos la mano.

—Voy a hacerme cargo de la división de Lukács —me dijo—. Ven a verme.



15 de junio


Han traído a Lukács. Han expuesto su cuerpo en una gran sala fresca del ex seminario jesuíta, donde ahora se encuentra el Comité de la Unión Campesina de Valencia. Una orgía de chillonas flores meridionales estalla alrededor de su rostro pálido, levemente ensombrecido. En el norte, las flores saben adquirir un aspecto afligido, funerario. Aquí son un grito a la vida, impetuoso y apasionado, son una negación de la muerte.

Le han enterrado al atardecer. El mitin se ha celebrado en la calle, en el centro mismo de la ciudad, entre la estación y la plaza de toros. Se ha interrumpido la circulación, las campanillas de los tranvías y los claxons de los automóviles, interrumpían los discursos de los oradores.

El nuevo jefe del gobierno, Juan Negrín, el nuevo jefe del Estado Mayor Central, el coronel Rojo, estaban de pie junto al féretro.

Los oradores han dicho que el arrojado antifascista, general Lukács, ha entrado en la historia del pueblo español como un héroe inolvidable. La escolta de honor mantenía los fusiles en posición. Una muchedumbre incontable escuchaba en silencio, descubiertas las cabezas.



16 de junio


Bilbao, por lo visto, está viviendo sus últimas horas. El enlace de Valencia con los vascos se interrumpe constantemente. Han trasladado la estación de radio a Santander. Aún se sostienen violentos combates con los italianos, pero en la ciudad, a lo que parece, ya ha comenzado el pánico y la traición.

Los fascistas atacan la playa y la zona de veraneo de Las Arenas. Los republicanos aún se mantienen, bien que mal, a lo largo del río Nervión y en las alturas de Deusto, Begonia, Echebarri y Galdácano. Los fascistas atacan furiosos hacia esos puntos, quieren irrumpir al mismo tiempo más al norte y más al sur de Bilbao, quieren rodear la ciudad por todas partes. Presionan, además, sobre Los Caminos, para penetrar en los barrios meridionales de Bilbao.

Es insufrible ver todo esto desde aquí, desde Valencia. Ver y observar impotente. En Madrid, entonces, en noviembre, en el último instante se produjo un milagro, Algunos esperan, confían, creen que el milagro se producirá también en Bilbao. Dicen: «Usted no conoce a nuestros españoles. Son como niños, como escolares. No se preparan para los exámenes hasta el último día, y cuando se ven con el agua al cuello, entonces espabilan y lo hacen todo en una noche. En Madrid todo se organizó en la última noche. Lo mismo ocurrirá en el norte.»

No confío en este milagro. Yo creo mucho en los milagros, soy muy creyente, pero en Bilbao no se producirá ningún milagro. Hace sólo cinco días que he estado allí, lo he visto. El pueblo, los soldados, los obreros, quieren luchar por su libertad, por su independencia, contra los italianos, pero no hay quien los organice. Falta el armazón. Falta una vanguardia firmemente unidad. No hay auténtica unidad combativa. Falta un Quinto Regimiento. Allí los comunistas no tienen fuerza para organizar la masa de la ciudad cara a la defensa, como se hizo en Madrid. La dirección de los comunistas vascos no ha dado prueba ni de tacto ni de comprender la situación ni de poseer un auténtico deseo de batir al enemigo. Juan Astigarrabía es un esquemático pagado de sí mismo, un irritado burócrata del Partido, creído de que es infalible desde que entró a formar parte del gobierno de coalición. Desde luego, los comunistas pueden entrar a formar parte del gobierno del Frente Popular e incluso deben hacerlo en ciertas condiciones. Pero sobre los ministros comunistas que entran en los gobiernos mixtos, ha de mantenerse un riguroso control de Partido. En Bilbao no ha sucedido así. Se ha hecho a lo socialdemócrata, estilo Blum.



17 de junio


Los fascistas han ocupado Las Arenas. Ya fuerzan el río Nervión. Han ocupado los arrabales de la ciudad. El gobierno ha evacuado y ha dejado una Junta de Defensa compuesta de tres personas: Lersaola, Azaña y Astigarrabía. Pero también esta troika ha abandonado la ciudad unas horas después. Bilbao ha caído. La autonomía de los vascos ha sido abolida por una orden del general Franco. No se ha producido el milagro. Esta vez no podía producirse.

Valencia está triste, pero tranquila. Por las calles desfilan las unidades recién formadas. El público las observa con respeto y curiosidad. A veces, si en la columna desfila algún cantante conocido o algún torero, la muchedumbre se ríe.

Las tropas tienen bastante buen aspecto, van bien vestidas y calzadas, uniformadas, con el armamento completo; las secciones de ametralladoras con sus ametralladoras; los zapadores, con sus herramientas; los sanitarios, con camillas y botiquines de campaña. Los soldados parecen más graves; los oficiales quizá hacen excesiva ostentación de su nuevo menester, perciben las miradas del público y adoptan poses algo forzadas. Al lado del jefe de la unidad, marcando el paso, va el comisario. No se por qué le han puesto un uniforme especial, color cacao, y le han dado una semigorra semiboina muy extraña. Con este atuendo, el comisario se destaca entre todos como un cuerpo extraño. Los que han tenido semejante idea pretendían, por lo visto, subrayar los derechos y funciones especiales del comisario. Pero no es esto lo que se ha logrado. Lo que se ha logrado ha sido separar el delegado político de la masa de los combatientes y contraponer el comisario al jefe.

El espíritu en las tropas, en los Estados Mayores y en la retaguardia ahora no es malo, es firme. Ni siquiera la pérdida de Bilbao lo ha ensombrecido en exceso. Aquí saben acostumbrarse rápidamente a las pérdidas e incluso olvidarlas. Hasta demasiado rápidamente. El sosegado Prieto —a quien, si no a un vasco, debía de resultar singularmente amarga la pérdida de Bilbao– ha dicho en una conversación: «Un amigo mío tenía una mujer a la que quería mucho, enferma de una enfermedad incurable. Hizo todo lo que pudo para salvarla, pero sólo pudo mitigar sus dolores. Cuando ella murió, mi amigo reconoció que experimentaba un alivio. Por otra parte, puede ocuparse más del resto de la familia.»

Prieto subraya en toda ocasión que ahora se ocupa del resto de la familia. Se prepara una nueva ofensiva, muy enérgica, en el sector de Madrid. A diferencia del pasado, ahora de esto se habla poco. Algo se filtra, pero la dirección del golpe que se prepara no la conoce casi nadie. En este sentido, la pérdida de Bilbao ha abierto los ojos hasta a los más ciegos. ¡Hay demasiados traidores!

Las personas honradas y valientes comienzan a comprender que los traidores no están reunidos en algún sector especial, sino que están diseminados y dispersos entre estos mismos individuos honrados y valientes. La humedad engendra la herrumbre y el moho, pero la mancha de la herrumbre y del moho se sitúan según su propio dibujo, a veces más lejos, a veces más cerca de lo que cabe predecir. Es necesario eliminar con anticipación la humedad, no permitir que se llegue al moho. En Bilbao, la humedad había que eliminarla con anticipación. No lo hicieron. En Valencia sólo ahora empiezan a fijarse unos en otros, a examinar a las gentes, incluso a las que trabajan bien, con nuevos ojos, con ojos críticos.

No es tan fácil acostumbrarse a ello ni se hace tan rápidamente. Es necesario poseer experiencia de la vida. Teníamos a un hombre a nuestro lado, trabajaba, se alegraba por los éxitos, se entristecía por los fracasos, y, de súbito, resulta un traidor. ¡¿Cómo es posible?! ¿Es concebible que siempre, incesantemente, desde la mañana hasta la noche, llevara una máscara? No, no es necesario llevar siempre una máscara. Hasta el traidor más alevoso y contumaz puede temporalmente olvidarse de sus pensamientos recónditos, cuidadosamente encerrados en su interior, puede aficionarse al trabajo, ser inteligente, enérgico y arrojado.

En agosto del año 19, nuestras unidades del frente sudoccidental retrocedían, remontando la corriente del Dniéper, perseguidas por Denikin. Yo trabajaba en el periódico del Duodécimo ejército, y un tal Sajárov era el responsable del reparto de la prensa y del suministro de papel. Cumplía sus funciones a las mil maravillas. Sacaba papel de debajo de la tierra, de todo Kiev. Distribuía el periódico a los soldados rojos hasta las líneas más avanzadas. Era la esperanza y el sostén de la redacción del periódico... Al subir a los barcos, entre la confusión general, nos separamos. Yo subí a un barco y Sajárov a otro, por lo visto al barco en que cargó el papel. Durante dos días, en todas las paradas corrí indagando dónde estaba Sajárov con el papel. Hacía falta reanudar cuanto antes la publicación del periódico. Moguilevski, presidente del Tribunal Revolucionario del ejército, observaba mi agitación. Por fin me dijo, fríamente:

—¿Por qué se desuña usted de este modo? Su Sajárov se habrá quedado en Kiev, seguro. ¡Con el papel no le van a recibir mal!

A mí se me había ocurrido todo lo que se quiera menos esto. ¡Que Sajárov se hubiera quedado! ¡Tan trabajador! ¡Un hombre como él! Pero Moguilevski estaba en lo cierto. Tenía más años y era más inteligente.

Después de la marcha de Largo Caballero, empezó una limpieza bastante enérgica en el ejército. Empezaron a destituir a la gente no sólo cuando se tenían datos claramente comprometedores. Se destituía también a quienes iban con salvoconductos en que se decía: «incapaz, pero inofensivo», «honrado, pero inepto», «extraño, pero capaz y útil». La práctica ha demostrado que tras un signo menos casi siempre se esconde otro. El «incapaz, pero inofensivo», después de su destitución, fue desenmascarado pronto en un intento de evadirse al campo enemigo. El «extraño, pero capaz y útil» resultó que con mucha habilidad y bajo cuerda desmoralizaba a su unidad, preparaba a los oficiales para pasarse al lado del enemigo en el primer contacto durante un combate. Después de él, hubo que sustituir en la unidad y detener a todo un grupo de oficiales.

Esta limpieza y este fortalecimiento de la capacidad combativa del ejército se lleva a cabo con grandes dificultades. Es necesario vencer no sólo la resistencia directa de los enemigos, sino, además, un montón de simples prejuicios, costumbres de carácter familiar y patriarcal, la tendencia a las buenas relaciones, el énfasis quijotesco, y, simplemente, la torpeza y la placidez.

Los comunistas españoles han sido y siguen siendo los que llevan la voz cantante en estas difíciles cuestiones. Largo Caballero los ha calumniado —los ha acusado de propósitos dictatoriales, de querer asumir el mando de todo el Frente Popular, de encaramarse a los puestos dirigentes para hacer y deshacer en todas partes—. Esto era una falsedad. Los comunistas no exigían el poder para sí. Esto habría sido absurdo, habría estado en contradicción radical con la idea de lucha nacional a base de todos los partidos antifascistas.

Pero, manteniéndose rigurosamente en el marco de su participación en el gobierno, los comunistas mismos, por propia iniciativa, sin esperar al retrasado aparato estatal, plantean y hacen avanzar muchos problemas olvidados e inaplazables. En la prensa, en las reuniones, en su correspondencia, en el trabajo sindical, organizan a los patriotas antifascistas, meten la nariz en la producción de cartuchos, en la evacuación de los niños, en la dirección de los trabajos de zapadores, en la confección de capotes de soldado y en la recolección del arroz. A veces pasan de la medida, exageran su papel, su influencia en las masas y en los sindicatos. La vida les da dolorosos coscorrones por sus fallos y errores de cálculo. Ellos sacuden la cabeza y siguen trabajando. Esto irritaba y enfurecía al dictador-burócrata Caballero: ha presentado la batalla en este terreno, en el de la base social y de partido, en el derecho de las amplias masas populares a organizarse para la lucha contra el enemigo, y la ha perdido, se ha visto obligado a dimitir.

El gobierno de Negrín acepta de buen grado la ayuda de todos los partidos, incluido el comunista, en la organización del frente y de la retaguardia. «Se respira ya mejor», dice Dolores. Ahora Dolores trabaja muchísimo, de día, de noche, siempre. Mañana se abre el pleno del Comité Central, y ella hace el informe sobre el problema básico: el partido único del proletariado. Todo el mundo, en torno, se preocupa por ella, quieren darle la posibilidad de descansar, de concentrarse, de reflexionar; sin embargo, todos la importunan, le van con problemas, con papeles, le presentan nuevas y nuevas personas. A veces, ella misma, sin poder aguantar más, pide permiso para retirarse de una reunión, para echarse un rato, para descansar en una habitación vacía y fresca. Hoy hasta yo he tenido que inquietarla en un momento semejante. He llamado, no he obtenido respuesta; he entrado sin hacer ruido, Dolores no estaba echada, sino sentada ante el alféizar de la ventana abierta y escribía con una expresión de contento, casi infantil, en el rostro. A Dolores le gusta mucho escribir, aunque ella, no sé por qué, se siente confusa por sus artículos. Y es una auténtica escritora, una escritora del pueblo. Sabe mucho, y no sólo en el campo de la política, sino, además, en el de la literatura e historia, sobre todo de la historia de su país. Le gusta aducir en sus trabajos ejemplos históricos... No la dejan en paz, la llevan a hablar en los mítines, ante el micrófono, pero a ella le complace mucho más escribir. Se ve que le satisface estar, aunque sea un momento, sola, reflexionando y fijando silenciosamente sus pensamientos en el papel.

—Dolores, ¿recuerdas cómo nos conocimos? Fue en Bilbao.

Hace seis años, en una barriada obrera de Bilbao, en una pequeña taberna a orillas del Nervión, unos camaradas me presentaron a una mujer alta, delgada y de pocas palabras. Como todas las españolas del pueblo, iba vestida completamente de negro, pese al tórrido calor. Se mantenía cerrada en sí misma, algo tímida, escuchaba la conversación muy ávidamente, pero apenas hablaba, nos miraba a todos con sus grandes y claros ojos negros, y, era notorio por esos ojos, se apresuraba a meditar para sus adentros cada frase de la conversación.

De ella entonces sólo me dijeron una cosa:

—Es la primera mujer comunista española.

La monarquía ya había sido derrocada en España. Se encontraban en el poder los Kerenski y Miliukov españoles. El Partido Comunista, como en tiempos de la monarquía, seguía siendo ilegal y estaba perseguido. Además, era débil de por sí, trabajaba con poca habilidad, aún estaba mal unido a la masa.

En el año 31, la mujer de sencillo vestido negro constituía una enorme adquisición para el Partido. En los círculos burgueses, parlamentarios y del gran mundo habían aparecido ya abogadas, profesoras, oradoras y hasta diputadas. La obrera, por el atraso del medio, seguía viviendo retirada, encontraba el paso cerrado; ella misma se atemorizaba y confundía, raras veces aparecía en sociedad, y ni se atrevía a pensar que podía intervenir hablando en público.

Entonces recordé con trabajo el nombre de la callada española de vestido negro. Nos encontramos con Dolores más tarde, cuando, formando parte de la delegación de su partido, desde los bancos del

VII Congreso del Komintern, escuchaba ella atentamente los discursos de los oradores, tomaba sus notas, con mucho cuidado, en un cuaderno e intervino con un discurso de altos vuelos, apasionado y brillante. Y todavía más tarde, este año, cuando su orgullosa cabeza, sus iracundos y sonrientes labios se presentan a millones y millones de personas, desde la tribuna, desde el micrófono, desde la pantalla cinematográfica, desde las páginas de los periódicos y revistas, desde enormes carteles, en las calles de Barcelona, París, Londres, Cantón capital, como símbolo de valentía y nobleza, de patriotismo proletario, del pueblo español, que sufre y lucha.

—¿Te acuerdas de Bilbao, Dolores?

—¡Bilbao! —sus labios se contraen con un gesto de dolor—. ¡Oh sí, me acuerdo de Bilbao! No hablemos de esto ahora, Miguel. Estoy escribiendo el informe para mañana.



18 de junio


El pleno se ha celebrado de nuevo en la sala del Conservatorio. El problema básico es el relativo al partido único del proletariado.

De esta cuestión se ha hablado y discutido mucho durante la última semana. En la clase obrera hay un enorme deseo de unidad. Las trincheras han establecido lazos fraternales y amistosos entre comunistas y socialistas. En los medios obreros y en el frente, casi se han borrado las líneas divisorias entre ambos partidos. En los círculos dirigentes existe también una gran inclinación hacia la unidad, aunque aquí es mayor la cautela y la desconfianza. Los comunistas tienen miedo al oportunismo y a la mentalidad contemporizadora de ciertos jefes socialistas. Los socialistas, a su vez, sienten recelo del empuje de los comunistas, de su actividad en la organización, de sus modos —como dicen los socialistas– dictatoriales. Están asustados por el hecho de que los obreros socialistas ingresan en el Partido Comunista, mientras que del comunista nadie pasa, ahora, al socialista. Tienen miedo a la absorción. De todos modos hay socialistas de mucho peso partidarios de la unificación. En primer lugar, Álvarez del Vayo y Ramón Lamoneda.

Del Vayo hasta ha acudido al pleno del Comité Central del Partido

Comunista. Lo han recibido con una ovación. Pese a toda su blandura y a su cordialidad, es un hombre de principios y firme en las cuestiones políticas. Se ha apartado con valentía de Largo Caballero, aunque le ha sido difícil librarse de la influencia del viejo, saltar por encima de una amistad de muchos años. Del Vayo no ha entrado a formar parte del nuevo gobierno, ha quedado tan sólo como comisario general del ejército. Me ha contado que Largo Caballero hace burla de él: «¡Pobre Vayo, no le han dado ninguna recompensa por haberme abandonado!...» Caballero ha vuelto a su gabinete de secretario de la Unión General de Trabajadores. Desde allí intriga contra el nuevo gobierno, difunde rumores de pánico, redacta y distribuye memorándums y notas que sólo sirven para provocar confusión. Mantiene contacto activo y permanente con el general Asensio.

Dolores hace un gran informe.

Empieza con un análisis de la situación internacional y en los frentes. Se ha creado el ejército regular. «¿Quién iba a pensar, al principio de la guerra, que íbamos a tener bajo las armas a medio millón de hombres? Y esta cifra crece sin cesar.»

Dice, acerca del incremento del Partido:


«Podemos declarar con orgullo que en nuestras filas contamos ya con 301.500 personas, en el territorio del gobierno de la República, sin contar los 64.000 miembros del Partido Socialista Unificado de Cataluña y 22.000 en Vizcaya.»


Prosigue, acerca de los dos métodos de dirección de la política proletaria, el método de la Segunda Internacional, que divide y fragmenta las fuerzas proletarias, y el método del Komintern, que ha lanzado la idea del Frente Popular y propugna la unión política y sindical del proletariado.

Habla luego de la lucha del Partido Comunista de España por la unidad. De los enemigos de la unidad. De los trotskistas, del putch trotskista en Cataluña, que tenía por fin romper la unidad proletaria. De los amigos de la unidad:


«Hay socialistas que, trabajando honradamente en el movimiento de izquierda, han sabido levantar la bandera de la unidad, abandonada por otros. Entre estos partidarios de la unidad, ocupa un lugar destacado Álvarez del Vayo. Del Vayo lucha infatigablemente por la unión del Partido Socialista con el Comunista. Coloca por encima de todo, los intereses del proletariado y de la revolución, declarando con total acierto que la unidad es la ley suprema del momento en que vivimos.»


Dolores expone detenidamente las condiciones en que los comunistas están de acuerdo en crear un partido único y fundirse en él.

Centralismo democrático. Democracia proletaria y disciplina. Autocrítica. Unidad ideológica a base del marxismo-leninismo.


«La solidaridad del país del socialismo ha infundido aliento al nuestro. Hace tan sólo unos días, el presidente de las Cortes, señor Martínez Barrio, ha declarado de manera decidida y clara que, sin la solidaridad de la Unión Soviética, España habría dejado de existir como república y como una unidad nacional. ¿Acaso no es éste motivo suficiente para que el partido único del proletariado se base en un auténtico internacionalismo proletario?» (Aplausos.)


El informe de Dolores, vivo, convincente, probatorio, ha entusiasmado y ha dado el tono al pleno. Se ha producido una atmósfera de alegría, como si la unidad del proletariado estuviera ya creada y existiera. Pero las dificultades aún son muchas. No sólo la fracción de Largo Caballero es hostil a los comunistas. Entre los líderes socialistas, incluso entre los que mantienen una actitud muy amistosa con los comunistas, se acoge con reservas y recelos la idea del partido único. Por ahora estos líderes no se manifiestan, pero cuando el problema se plantee en el terreno práctico, sacarán las uñas.



20 de junio


José Díaz no asiste al pleno. Otra vez ha recaído, ha dejado de participar, temporalmente, en el trabajo cotidiano.

Hoy le he visitado. No quiere vivir en las afueras de la ciudad, donde hay menos ruido y se respira mejor; se ha quedado aquí, a pocas manzanas de distancia del Comité Central. He subido al piso superior, he llamado. En el recibidor, estaba la guardia: dos jóvenes comunistas con fusiles; estaban jugando al ajedrez.

He cruzado varias habitaciones vacías, de un piso sin duda abandonado por sus propietarios, instalado con muy mal gusto, con retratos de abuelos y abuelas. En la última habitación, en una cama inmensa, cubierto con una ligera manta, se hallaba José. Estaba solo.

—¡Así, pues, has vuelto! No nos has engañado.

—Como ves, he vuelto.

—¿Has descansado?

—No mucho.

—¿Estabas en Moscú, el primero de mayo?

—Estaba.

—¿Buen desfile?

—Muy bueno.

Nos miramos uno al otro y sonreímos. A veces sólo se tienen ganas de sonreír, nada más. Mirar y sonreír. Daba mucha alegría volver a ver, aunque fuera sobre la almohada, ese buen rostro, ese rostro sencillo de español y obrero, joven, surcado de arrugas, rostro de trabajo y mucho entendimiento. En ese instante, venciendo la enfermedad, ese rostro se ha iluminado con una sonrisa. Ha sonreído porque yo he vuelto de Moscú.

—Tengo un encargo urgente para ti.

—Tú dirás.

—Tengo miedo de estropearte algo dentro. Me han encargado que te abrace y te bese tan fuertemente como pueda.

—Obra con toda tu fuerza. —Se incorpora y aparta la manta—. ¿Los has visto a todos, allí? ¿A todos nuestros amigos?

—A todos.

—¿Por qué cosas se han interesado?

—Por todo. Por el pueblo de España, por sus dirigentes, por el ejército, por el Partido. En Moscú están admirados de tu pueblo, de su firmeza y tesón, de su aguante, de su voluntad para proseguir la lucha contra los invasores. Me han preguntado también por ti. Me han dicho que para ti, el frente principal, ahora, es tu salud.

—Hay, además, otros frentes...

—No, el más importante es éste. Sólo después de vencer en éste, podrás pelear en otros frentes.

Díaz ya no me mira a mí. Sonriendo como antes, mira lejos, en el espacio, y resulta claro hacia dónde mira.

—¿Nos censuran? ¿Nos critican?

—Critican, pero no censuran. Se admiran. Dicen que, pese a todas las víctimas, pese a todos los reveses, ésta es una lucha admirable y, en esencia, victoriosa. Si antes, hace un año, se hubiera preguntado a un hombre, quienquiera que fuese, lo que iba a suceder si dos grandes estados fascistas europeos atacasen de repente a España, lanzasen contra ella toda la potencia de sus armas militares, la respuesta habría sido, invariablemente, que España quedaría sometida por completo en pocas semanas. Y he aquí que los estados fascistas se han lanzado, el propio ejército regular de España se ha puesto al lado de los invasores, y a pesar de esto, el pueblo español, desarmado, con la neutralidad hostil de todos los países capitalistas, bloqueado por todas partes, se defiende hace casi un año y no depone las armas, sino que asesta a las hordas enemigas fuertes y sensibles golpes. Incluso habiendo perdido la mitad de su territorio, sigue combatiendo, cansa a sus verdugos, sigue lanzándose a nuevos y nuevos encuentros. ¡¿Cómo no sentir admiración ante esta lucha, ante tanto valor?!

José Díaz ahora yace inmóvil, sobre la espalda; tiene la cabeza abandonada en la almohada, los rasgos de la cara afilados; sólo se le mueven las cejas, juntándose y separándose. Dice despacio, casi sílaba a sílaba, poniendo en cada sonido una enorme emoción y una pasión severa:

—Esto es verdaderamente así... No seremos los últimos... La venda caerá de los ojos a muchos... El fascismo encontrará resistencia... Un poco antes o un poco después... Lo derrotarán... Pero nosotros... nuestro pueblo... nosotros hemos sido los primeros en empezar... Hemos sido los primeros en devolver golpe por golpe... Los primeros en ir al contraataque... Solos... Sólo un país... un pueblo... un Partido... sólo ellos nos han tendido la mano... Y cuando todo ya esté bien... que recuerden los españoles... Cómo han luchado... Quiénes los han traicionado... Quiénes los han ayudado...

De nuevo se calla, en la habitación se ha hecho un largo silencio.

Luego, de modo análogo a como tres días antes recordamos, Dolores y yo, a Bilbao, José Díaz se acuerda de Sevilla, de la Sevilla del año 31.

Sevilla es hermosa, coronada por la femenina torre de la Giralda, alegre, con mantilla, con una flor en los labios, predilecta de los turistas. En Sevilla vi a José Díaz por primera vez.

—Y Adata, ¿la recuerdas?

—La recuerdo, claro está. También la llamaban América.

—América no, ¡Estados Unidos! Lo has olvidado todo.

—No he olvidado nada. Me acuerdo de Adata, el barrio de pesadilla de los pobres sin albergue en los alrededores de Sevilla. Me acuerdo incluso del perro muerto con la panza abierta en medio de la avenida principal de Adata. La avenida misma no era más que una quebrada llena de baches, polvorienta, de unos ocho pasos de anchura, entre dos filas de lo que, por lo visto, se denominaban viviendas.

En la «avenida» se destacaban las manchas negruzcas de las hoyas y cuevas, con una profundidad de medio hombre. La asfaltada superficie de las maravillosas calles sevillanas parecía, desde allí, a un kilómetro de distancia, un sueño irrealizable.

Deformes perreras construidas con planchas de hierro y hojalata de deshecho. Arpillera agujereada, tendida entre cuatro palos. Primitivos hogares, montados con cuatro piedras. Yacijas para dormir formadas con unas brazadas de hierba acre. Hedor sofocante de descomposición. ¿Quién moraba y, probablemente, mora aún allí? ¿Personas, ganado? Allí moraban diez mil ciudadanos del Estado español. Una de las ciudadanas se me acercó mientras yo buscaba el lugar designado para una cita. A primera vista, se trataba de una vieja enclenque, jorobada, lenta, espantosa como la peste en sus negros andrajos. Pero no era vieja, resultó ser una muchacha joven. Por milagro se le conservaban dos hileras de espléndidos dientes blancos, era sólo la escara la que le había deformado el rostro, le había corroído cara y ojos. Escara de la «mala sangre», de la enfermedad crónica de nutrición alterada del organismo, de muchos años de ayuno incesante, calmada con unas cuantas aceitunas, unos cuantos sorbos de agua al día. Era una sevillana. Los ricos americanos cruzaban el océano para admirar a las célebres sevillanas, ¿sabían que Sevilla tiene sus Estados Unidos y que hay allí tan espléndidas mujeres? Gente con los pechos hundidos se preparaba la comida. Quemaban algunas astillitas entre dos ladrillos y removían sobre el fuego una lata de conservas, con restos de carne en el fondo, recogida en la ciudad. Metieron en la lata algunos garbanzos, unas patatas, y ya tuvieron un plato preparado. Figuras encorvadas, con paso tardo, paralítico, cruzaban de vez en cuando entre las barracas y las tiendas. Cada paso les provocaba dolor e irritación. ¿Eran españoles? ¿Eran andaluces, ese pueblo de personas esbeltas, hermosas, que danzan tan impetuosamente?


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