Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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¿Quién vivía en el espantoso barrio de Adata? ¿Las heces y residuos de la humanidad? ¿Vagabundos desclasificados?
No, allí vivían obreros, proletarios, trabajadores. Antes acudían a la fábrica al toque de sirena. Pero incluso quienes conservaban el trabajo, debido a lo ínfimos que eran los salarios, sólo podían vivir ahí, en tiendas agujereadas hechas con sus propias manos. Los sevillanos dieron el nombre de Estados Unidos a este refugio del hambre y la miseria sevillanos, de ese Estado particular de los miserables. Allí, en una covacha, se había refugiado después de una razzia policíaca, y allí se reunía el comité sevillano del Partido Comunista. Allí trabajaba José Díaz.
—¿Y recuerdas Lucena? ¿Y Cinco Casas, recuerdas, José?
Él sonrió.
—Lo recuerdo. Entonces sólo comenzaba el verdadero trabajo en el campo. Qué tiempos...
íbamos en un mismo tren de Sevilla. En un mismo tren, pero en diferentes vagones. Al entrar en la estación de Lucena, me puse a observar por la ventanilla, para no equivocarme. Todo salió bien. En la estación, saltó del tren un joven. Yo, tras él.
Era un joven moreno, o simplemente un mocito, o incluso un chaval. Hay rostros de personas al margen de la edad. No sabes si una persona así dos años atrás aún jugaba a piedrecitas con otros niños o si ella misma tiene ya tres hijos.
El joven saltó del tren y se acercó a la muchedumbre excitada y emocionada, allí reunida.
La muchedumbre de la estación de Lucena esperaba a alguien. Para alguien tenía preparado un ramo de encendidos claveles, fuertemente atados con tostada paja de trigo.
El joven se unió a la muchedumbre y en seguida el extremo vacío del andén comenzó a acrecentarse rápidamente. La gente salió de la estación. Esperaba precisamente a ese joven moreno. El ramo era para él.
La extraña procesión, después de salir del andén de Lucena, se encaminó hacia el campo, dejando a un lado la ciudad. Era extraña para unos ojos no españoles y también para los españoles. Extraña entonces, y también ahora.
Delante iban diez campesinos, vestidos con sus usados pantalones cortos de todos los días, con sus gruesas medias blancas de hilo, con abigarrados pañuelos en las cabezas. Llevaban buenos garrotes, como si limpiaran el camino, aunque enfrente no había nadie, nadie les entorpecía el paso.
Seguía luego el hombre moreno de Sevilla, rodeado de un séquito jovial, lleno de amistoso respeto.
Llevaba las flores en las manos y sonreía; a su lado, un fuerte zagalón levantaba reverentemente, bien altos, una simple hoz y un simple martillo de herrero, con el mango chamuscado.
Esto, como bandera. Pero resultaba mucho más terrible que una bandera.
Esos objetos simples, arrancados de su sitio habitual, transformados en emblema, se percibían como amenazadores símbolos.
Los campesinos no tenían aún una bandera con la hoz y el martillo. Levantaron la hoz y el martillo como bandera.
Tras las primeras filas, caminaba una muchedumbre bastante desordenada, pero compacta y, en cierto modo, organizada. Los campesinos y jornaleros españoles no habían sido instruidos a marchar en formación. El país llevaba cien años sin participar en guerras. Terminado su servicio militar, los soldados olvidaban al instante el poco adiestramiento que habían recibido en el cuartel.
Esa vez, la gente se esforzaba por marcar el paso. Esto los entretenía, y no sólo les servía de diversión, sino que, además, constituía para ellos como una tarea, aunque pequeña, seria. Querían demostrar al propagandista recién llegado que sabían marcar el paso.
Tres gendarmes, tres números de la guardia civil, se apresuraban a seguir a la muchedumbre. Los correajes color limón de su equipo con cartucheras se les ladearon, los tricornios de charol se les inclinaron sobre la nuca, los fusiles se les agitaban en distintos sentidos.
Cambiaban impresiones sobre la marcha. Había de qué hablar. A Lucena, casi abiertamente, había llegado un agitador comunista de Sevilla. Le habían recibido casi abiertamente con flores en la estación, le llevaban a intervenir en un mitin rural.
La procesión dobló desde la ancha carretera por un camino vecinal. Serpenteó por unos altozanos, entre olivos. Jornaleros semidesnudos mullían con azadas la tierra roja, seca y agrietada debajo de los olivos. Muchos de ellos, después de contemplar la columna, al oír las llamadas y las consignas, arrojaban las azadas y se sumaban a la multitud.
La procesión llevaba largo rato andando, había llegado bastante lejos. En un recodo del camino, el guardia civil de más autoridad mandó a uno de los números a la ciudad. La columna se dio cuenta de ello y aceleró el paso.
En un amplio trozo de desnuda tierra roja, empezó el mitin. Servían de tribuna dos piedras juntas. Un jornalero de la primera fila se detuvo, levantó bien altos la hoz y el martillo, en torno de él se agrupó, en círculo, la muchedumbre.
Primero habló un viejo. Lo recuerdo, un viejo fue el primero en hablar. Era un viejo pálido, alto; iba vestido con pobres ropas campesinas.
Dijo que los hombres del campo estaban cansados de sufrir. Dan sus últimas fuerzas a esta tierra maldita y ajena. No reciben, a cambio, ni siquiera la esperanza de no morir de hambre. El propietario ha adquirido un tractor y ha echado a treinta personas con sus familias sin dirigirles siquiera una mirada. Los campesinos están en la miseria y, además, cada día llegan de la ciudad gentes sin trabajo, que van por los cortijos y hacen bajar los jornales. Los pobres se hunden y al hundirse se agarran uno al otro del cuello. Lo que hace falta es otra cosa. Es necesario unirse y ayudarse. En Lucena, unos jóvenes se han adherido a los comunistas. Han hecho venir de Sevilla a este joven señor. Que hable nuestro invitado. Que nos cuente cómo es necesario luchar con provecho, como luchan los comunistas en Rusia.
El viejo se hizo a un lado, la muchedumbre se volvió hacia el mozo de Sevilla y le saludó amistosamente. El joven estaba serio, ya no se sonreía. Su rostro, su rostro bueno, su rostro de español y de obrero, joven, de mucho trabajo y mucho entendimiento, estaba tenso. El joven quiso hablar.
—¡Camaradas!
A este llamamiento respondió, de pronto, el cabo de la guardia civil. Se acercó al orador y sin amables ceremonias de ninguna clase le agarró de la manga. El propagandista se desprendió de un tirón, se volvió y quiso proseguir. El guardia no cedió:
—En nombre de la ley de defensa de la república, no te dejaré hablar.
La muchedumbre se enfureció.
—Cristóbal, viejo perro de la monarquía, ¡¿desde cuándo te has convertido en sostén de la República?! ¡Si hasta en el día de las elecciones tomaste nota de todos aquellos que, a tu juicio, no habían votado por el Borbón! ¡Y hoy otra vez nos estrangulas, ahora como republicano!
El cabo hace un signo llamando a su acompañante. El segundo civil se abre paso entre la muchedumbre y se le pone al lado. El mozo de Sevilla ya tiene el aspecto de un detenido. Cogido entre dos tricornios y dos fusiles, levanta las manos, exige silencio. En un instante todos enmudecen.
—¡Camaradas! Yo no hago caso a estos perros de presa. No los temo. No importa que pase hoy la noche en la cárcel, pero ayudadme a decir lo que quiero deciros. Dejadme decir lo que quiero. Dejadme hablar, del principio al fin, y luego que me corten la cabeza si quieren, que me metan entre rejas y...
Las otras palabras no se oyeron ahogadas por un clamor general. La muchedumbre, casi en somnolienta inmovilidad un minuto antes, se movió cual rápida lava, separó de los guardias civiles al agitador, los hizo apartar hacia unos terrones, junto a unos agaves polvorientos.
Ahí, de pie, se quedaron los guardias civiles, desconcertados, amenazadores. La muchedumbre se olvidó de ellos. Los jornaleros, ávidos, con las pupilas dilatadas, escuchaban al comunista sevillano. Él hablaba y lo que decía, los jornaleros se lo bebían, se lo tragaban, moviendo los hombros abrumados cada vez que creían ver al orador cansado, como si se dispusiera a terminar.
El comunista sevillano decía cosas tan sencillas que hasta la cabeza daba vueltas.
Decía que es necesario arrebatar las tierras a los propietarios, esta misma tierra, tomarla, distribuirla entre ellos mismos. Y no dentro de cien años, sino ahora.
—Vosotros diréis: ¿dónde y cuándo se ha visto que los campesinos y los jornaleros hayan arrebatado la tierra a los propietarios, los hayan echado y ellos mismos se hayan convertido en dueños? Pero vosotros mismos lo sabéis: hace ya trece años que los campesinos y los obreros de Rusia arrojaron y eliminaron a sus señores, los echaron al extranjero y ellos mismos organizan su vida. Allí los tractores no dejan a los pobres sin un pedazo de pan, allí los propios campesinos piden tractores para facilitar su trabajo, y el Estado ayuda con maquinaria a todas las cooperativas campesinas, a los koljoses. La juventud campesina, muchachos y muchachas, van a estudiar a universidades, como hacen, aquí, los señores. Lleva trece años, inconmovible, la Rusia Soviética, trece años, y nosotros, aquí, por ahora lo único que hemos logrado ha sido que la guardia civil nos disperse en nombre de la república en vez de dispersarnos en nombre del rey.
En Cinco Casas, los campesinos han agarrado por el pescuezo a sus autoridades. Se presentaron a media noche en casa del alcalde, separaron de su mujer al gordo haragán y le dijeron: «Toma tu vara de alcalde y ponte tu cadena de honor.» El hombre se puso amarillo como la harina de maíz, no se atrevió a preguntar de qué se trataba. Tomó su vara de alcalde y se colgó del cuello su cadena de plata, pero no le dejaron ponerse los pantalones, y así salió a la calle, ese honorable cabeza del pueblo de Cinco Casas. Luego la gente se precipitó también a la casa del jefe de la guardia civil y le dijeron: «¡Vístete el uniforme, ponte las órdenes!» También el guardia se asustó como un ratoncito y sin atreverse a protestar, se puso el uniforme y las órdenes, pero tuvo miedo de acercarse al armario y tomar las armas, porque con las mismas armas habrían acabado con él allí mismo. Salió a la calle donde se había congregado ya todo el pueblo, con el alcalde sin pantalones. A las dos sebosas tarántulas las llevaron por la calle principal, por delante de la iglesia y de la taberna, las sacaron fuera de la población. Las sacaron fuera y les dijeron: «Márchense, señores, mientras están ustedes con vida. No nos hacen falta.»
El comunista sevillano examina este caso:
—¿Obraron bien en Cinco Casas? Bien, pero no del todo. El alcalde y el guardia civil se fueron del pueblo, es cierto. Pero el caso es que volvieron a la mañana siguiente con un destacamento militar, y cuando volvieron, aquello ya no era un pueblo, sino un gallinero asustado. Los civiles con las simples manos prendieron a todos los cabecillas y, por añadidura, a un buen puñado de gente que no había intervenido en el asunto. La población no pudo luchar. Sólo tuvo fuerzas y pericia para el primer momento. Yo no digo que no hiciera falta echar a esos viles parásitos. Pero, al mismo tiempo, había que organizarse, elegir comités de jornaleros, de campesinos. Tomar la tierra y repartirla. Había que hacerse con armas y con las armas en la mano defender esta tierra. ¡Con las armas! Nosotros, comunistas, no os decimos que luchéis con los puños, sino con navajas y fusiles. Día vendrá en que nos haremos con ametralladoras y cañones; ¡lucharemos con ametralladoras y cañones!
Interrumpieron al orador con aplausos, con gritos y lanzando al aire sus sombreros de paja.
El viejo, el mismo que había abierto la reunión, volvió otra vez al centro, se subió a las piedras de la tribuna y otra vez se puso a hablar despacio, con largas pausas casi después de cada palabra.
—¡Hermanos! No os lo he dicho todo cuando he hablado por primera vez. Os he dicho que en nuestro pueblo hay algunos comunistas. Pues bien, yo soy uno de ellos. Hace ya bastante tiempo. Antes, callaba, pero ahora —el viejo eleva la voz—, ahora digo en alta voz que soy comunista, que lo oigan todos, ¡y también este mosquito de Cristóbal! Que lo oiga y que haga conmigo lo que quiera. Pero, hermanos, ¿no es una vergüenza que en nuestro pueblo haya sólo media docena de comunistas? Cuando yo era pequeño, oí contar a los viejos de qué modo en otro tiempo nuestros paisanos pelearon contra los señores y sus lacayos. ¿Acaso ahora, cuando nuestros sufrimientos se han multiplicado, acaso ahora no iremos al Partido que sabe de qué modo es preciso agarrar por el pescuezo a nuestros verdugos?
El viejo levantó en alto una hoja limpia de papel. Con la hoja en blanco movió el ardiente y parado aire. Agitaba la hoja y exhortaba a la gente.
Por la muchedumbre se produjo una conmoción. Algo se agitó entre los campesinos, algo los atraía, algo se resistía. Algo oprimía a la muchedumbre. Algo le producía calambres. Y estos calambres eran los del parto.
En el trozo rojo de desnuda tierra, una muchedumbre de jornaleros españoles, ignaros y analfabetos, daba a luz. La muchedumbre adquiría conciencia de sí misma como clase combatiente y daba a luz un partido, paría comunistas. José Díaz, joven comunista de Sevilla, asistía al parto. El guardia Cristóbal sacó un cuaderno de notas. Uno tras otro, en ininterrumpida fila, se acercaban al canto rodado de granito las personas y, después de mirar el rostro pétreo del civil, se inclinaban sobre la hoja.
El viejo que los invitaba a inscribirse, los conocía a todos. Pero en ese momento era solemnemente formal, al puro estilo español. Era como si cumpliera un rito. Preguntaba en voz alta por el nombre, y cada uno de los que se acercaban pronunciaba el suyo en alta voz.
Cada uno de los que habían suscrito la hoja o de los que aún no se habían acercado a hacerlo, vivía febrilmente la conducta de los demás. Todos se sondeaban recíprocamente con la mirada. Bajo esta mirada, los cobardes procuraban separarse disimuladamente a un lado. Otros, con las cabezas altas, dando exageradamente empujones entre la muchedumbre, se acercaban a la tribuna. Duró largo rato la dulce prueba de la inscripción en el Partido a los ojos de la policía. Crecieron dos listas iguales: una, en la hoja del viejo; la otra, en el cuadernito del guardia civil.
Por fin, el viejo se levantó con la hoja. Dijo en voz alta:
—Ciento cuatro.
El gendarme cerró de un golpe el cuadernito. La reunión estaba descontenta.
—¡Pocos!
—No, hermanos, esto no es poco. Esto es casi una octava parte de los que estáis aquí. De este centenar, aún cribaremos a algunos. Examinaremos cada caso, discutiremos caso por caso si podemos admitir a todos a las filas de los comunistas. Aunque sólo sean cincuenta quienes en nuestro pueblo comiencen a luchar con valentía contra los terratenientes, los usureros y los civiles, este medio centenar arrastrará tras de sí a millares y decenas de millares. Sólo que, cuidado, ¡no hay que mostrar la espalda al enemigo, no hay que traicionar a los camaradas! ¡Habéis prestado juramento —sonríe—, habéis prestado juramento de manera completamente oficial, en presencia de la guardia civil!
La procesión dio la vuelta, había adquirido ya un nuevo aspecto. Un centenar de braceros comunistas marchaban al paso tras el alto abanderado, tras el moreno joven de Sevilla. Y también la muchedumbre los seguía de otro modo. Ya no era una muchedumbre, ya era un destacamento. Un destacamento campesino, dispuesto a pelear y a vencer. Los hombres miraban las plantaciones de olivos con otros ojos; no con ojos de víctimas, sino con los importantes ojos de futuros dueños.
¿Quedan muchos con vida, de la célula que entonces se formó en Lucena? Es difícil decirlo. Ahora, en la Andalucía del sur impera el general Queipo de Llano. Pero centenares y millares de comunistas se retiraron del sur hacia Jaén, hacia Extremadura, hacia Madrid, a pelear contra el fascismo. Y más aún han sido los que se han quedado a defender su tierra. Formando ágiles y flexibles destacamentos de guerrilleros, se mueven en torno a Sevilla, e inquietan y atacan a las tropas fascistas, recuerdan a los campesinos sus esperanzas de victoria, les recuerdan que tienen derecho a esta caliente tierra andaluza de color rojo oscuro, a las plantaciones de olivos, a las casas de los terratenientes.
El joven obrero propagandista sevillano se ha convertido en el dirigente de todos los bolcheviques españoles. ¡Qué pena, que esté ahora encadenado a la cama! Pero se restablecerá, desde luego. Es necesario operarle cuanto antes... Toma de la mesita de noche un vaso y despacio, a pequeños sorbos, bebe agua. Entonces, en Lucena, no le dejaron beber...
Le acompañaron con una escolta segura hasta la estación. Le despidieron solemne y alegremente. Los gendarmes no se atrevieron ni siquiera a acercarse. En el camino de regreso, yo observaba desde otro vagón. Dos estaciones más allá, el joven bajó al andén a beber.
No había bebido en todo el día. En la tribuna del campo de Lucena no había jarros ni vasos. El muchacho que vendía el agua, tomó los diez céntimos y dio el botijo. Con el gesto habitual de un español del pueblo, el agitador levantó el botijo más arriba de la cabeza y lo inclinó para que el chorro de agua fresca cayera a la boca abierta. En ese instante le agarró por el hombro un guardia civil.
Aquel civil iba pulcramente rasurado y llevaba gafas contra el sol. Acababa de salir con una hoja en la mano de una puerta de la estación, que tenía encima el letrero «Teléfonos». Desde el otro extremo del andén, se acercaron precipitadamente aún otros dos guardias, empuñando los fusiles.
Mientras el joven presentaba sus documentos, el muchacho del botijo se fue corriendo. El joven no pudo apagar su sed. Caminando entre dos guardias, el agitador cogió de su bolsillo un pellizco de unos gruesos cigarrillos canarios y empezó a liarse un pitillo.
23 de junio
Zalka había esperado con mucha impaciencia el Congreso. Se inquietaba al pensar que quizá no podría entrevistarse con los delegados. Sentía grandes deseos de hacerlo.
—¡Naturalmente, podrán verse! ¡Qué duda cabe! Usted puede incluso invitar a alguien donde esté, en el frente, organizar una comida. Es posible que deba usted intervenir. Como si dijéramos en calidad de general español aficionado a la literatura.
—Temo que resulte un poco forzado, Mijaíl Efimovich. Mejor será que me dé un asiento en alguna parte entre el público, sin que nadie se entere, en las filas de atrás. Sencillamente, en el gallinero. A mí me basta con verlos. Es que se trata de personas a las que conozco muy bien.
Murió cuando sólo faltaban tres semanas para el Congreso.
El Congreso de los Escritores, a pesar de todo, se celebra, aunque con cierto retraso. Lograrlo, ha sido muy difícil. Los gobiernos de muchos países «no intervencionistas» dificultan el tránsito de los delegados, les niegan los pasaportes, alargan los trámites burocráticos, intimidan, disuaden, exhortan. Pero también entre los propios círculos literarios se han encontrado quienes, denominándose de izquierda y antifascistas, se manifiestan portados los medios contra el Congreso y la participación en el mismo.
Procuran demostrar que en España, en período de guerra, será difícil examinar seriamente las cuestiones relativas al escritor y los problemas literarios. (¿Acaso es difícil?) iDesde luego, no lo es tanto! En todo caso, es posible examinarlos. Que el Congreso se transformará en una plena demostración de simpatía hacia España (¿Y por qué no?). Que la empresa es en exceso pretenciosa y chillona. (No más que cualquier otro congreso o conferencia.) Que nadie ha dado nunca derecho a arrastrar a los escritores bajo el fuego, poniendo en peligro sus vidas y alarmando a sus familias. (Eso, realmente, es un argumento; pero nadie arrastra a nadie; quien hace el viaje, lo hace voluntariamente, y, en general, se tomarán todas las medidas necesarias para librar a los delegados hasta del más remoto peligro y riesgo. ¡Aquí vienen toda clase de delegaciones parlamentarias y femeninas, hasta duquesas inglesas, y nada les ha sucedido!) Que este Congreso irritará a los fascistas y la cuestión terminará con que Franco celebrará en su territorio otro congreso, con otros escritores, hasta más fino que éste. (Frente a esto, sólo cabe abrir los brazos.)
No hay ninguna empresa que no se encuentre con llorones y refractarios. Si Arquímedes hubiera hallado el punto de apoyo que le faltaba para mover el mundo, aún no lo habría logrado todo. La segunda dificultad importante habría radicado en los llorones y refractarios. Unos y otros habrían dado vueltas en torno a Arquímedes, le habrían tirado de la túnica, de los pantalones, exclamando: «¡Déjate de esta quimera! ¡No te metas en líos! ¡Te vas a derrengar! ¿A ti qué más te da? ¡Total, para qué! No somos enemigos tuyos, al contrario, te aconsejamos con el corazón en la mano, ¡déjalo, manda a paseo este asunto!»
Aragón escribe desde París que los escritores trotskistizantes van por las casas de sus colegas y procuran disuadirlos de que asistan al Congreso de España.
25 de junio
La policía republicana ha vacilado largo tiempo, indecisa, ha estado largo tiempo regateando con el ministro de Justicia, Irujo; por fin no ha aguantado más y ha comenzado a eliminar los nidos más importantes del POUM, ha detenido a los cabecillas trotskistas. Destacamentos de guardia republicana han ocupado en Barcelona varias casas y hoteles donde moraban los poumistas. Las casas han sido requisadas. En el hotelito en que se hallaba instalado el Comité Central del POUM se han encontrado muchos valores y ocho millones de pesetas en moneda. (En Barcelona, durante todo el último mes, la población ha sufrido por la falta de moneda para los cambios.) En los edificios requisados, se han izado banderas republicanas. El público se reúne ante estas banderas y aplaude.
En Valencia, la limpieza de los edificios poumistas va mucho más despacio y es mucho menos vigorosa. En esta ciudad, impiden que se haga mejor ciertas manos invisibles, si bien poderosas. Los trotskistas en seguida lo han olido, los que aún se hallaban en libertad, se han trasladado a toda prisa de Barcelona a Valencia.
En la detención de los trotskistas, ha insistido sobre todo la policía madrileña. En ella trabajan socialistas, republicanos y sin partido que, hasta ahora, consideraban la lucha contra el trotskismo asunto particular de los comunistas; de pronto se han encontrado con tales actos de los poumistas que les han revuelto las entrañas.
En Madrid se ha descubierto una nueva organización de espionaje fascista, cuyas huellas llevan también a Barcelona. Los espías detenidos poseían su emisora de radio, que, secretamente, transmitía a Franco datos acerca de la disposición y reagrupación de las tropas republicanas.
En Madrid han sido detenidos más de doscientos miembros de la organización. Entre ellos hay oficiales del Estado Mayor del frente, oficiales de artillería, de las unidades blindadas y del servicio de intendencia. La organización poseía sus agentes en la sección de información del Ministerio de la Guerra y de Marina.
En la organización de espionaje, junto con los miembros de la antigua aristocracia reaccionaria y de la Falange Española, trabajaban los dirigentes del POUM. Aparte del trabajo de espionaje, se trataba, también, de preparar para un determinado momento una sublevación fascista armada en las calles de Madrid.
Se ha logrado capturar a los espías repentinamente. Se les han encontrado documentos que los desenmascaran. Ello ha obligado a los detenidos a confesar. A uno de los espías se le ha hallado un plano de Madrid, y en su reverso la policía ha descubierto un documento escrito con tinta simpática. Han revelado la tinta; el texto es el siguiente:
«Al Generalísimo, personalmente. Comunico: ahora estamos en condiciones de comunicarle todo lo que sabemos acerca de los desplazamientos de las unidades rojas. Los últimos datos, enviados por nuestro transmisor, demuestran la seria mejora de nuestro servicio de información.»
Sigue la parte cifrada del documento. No había modo de descifrarla. La policía vagaba en las tinieblas. El juez de instrucción ha tenido la idea de dirigirse al Estado Mayor Central. Allí se han encontrado códigos cifrados captados a los franquistas. Uno de ellos conviene con toda exactitud a la carta. La continuación de la carta dice:
«La agrupación y acumulación de fuerzas para el movimiento en la retaguardia va con cierta lentitud. Ahora tenemos unos 400 hombres dispuestos a actuar. Estando bien armados, en condiciones favorables, pueden servir como fuerza de choque para el movimiento. Su orden acerca de la infiltración de nuestros hombres en las filas de los extremistas y del POUM se cumple con éxito. Nos falta un dirigente de la propaganda que comience este trabajo independientemente de nosotros para actuar con menos riesgo. En cumplimiento de su orden, he estado en Barcelona para entrevistarme con N, miembro dirigente del POUM. Le he dado cuenta de sus indicaciones. La falta de enlace entre ustedes y él se explica por unas averías en su emisora, que empezó a funcionar de nuevo estando yo allí. Usted, probablemente, ha recibido su contestación en lo tocante al problema fundamental. N pide con la mayor insistencia a usted y a los amigos extranjeros que yo sea el único individuo que mantenga enlace con él. Me ha prometido enviar a Madrid nueva gente para activar el trabajo del POUM. Gracias a estas medidas, el POUM se convertirá en Madrid, lo mismo que en Barcelona, en un punto de apoyo real de nuestro movimiento. Los datos enviados a través de B han perdido actualidad. Dentro de poco, le comunicaremos nuevos datos. Se acelera la organización de grupos de apoyo. El problema de las operaciones organizadas en el sur permanece sin aclarar.»
27 de junio
En todos los frentes hay una calma total, sólo se observa cierta agitación en el Jarama. Los republicanos preparan un gran golpe en las inmediaciones de Madrid. Ahí se concentran las mejores unidades de choque, las divisiones de Líster, de Walter, mucha artillería y aviación. Pero la preparación aún se efectúa muy lentamente. La ofensiva empezará no antes de los primeros días de julio, si el enemigo no se adelanta.
Por la noche es imposible conciliar el sueño en Valencia. El calor no deja respirar. Por la ventana abierta penetra el escándalo de los gallos. Los valencianos, en todas las casas, se han dedicado a la cría de gallos y gallinas, los tienen en los balcones, a los que han puesto enrejados de madera; en todos los patios, se elevan de cinco a ocho pisos de gallineros. Yo voy a pasar la noche en Perelló, pueblecito de pescadores. La carretera pasa entre canales de regadío y campos de arroz; tibias emanaciones huelen a podredumbre y a malaria; flores enormes, inverosímiles, gente con grandes sombreros cónicos de paja, altos puentes semicirculares despiertan en la imaginación la idea de China, quizá la de Brasil...
Perelló se levanta al lado mismo del mar, está bañado por las tibias salpicaduras de las olas que se deshacen al chocar contra la costa, con callejuelas de casas blancas y de color, muchas de ellas cerradas a cal y canto, mientras que en las demás viven viejos, mujeres y niños.
El kulak del pueblo posee una casa de dos plantas en una encrucijada. Es el ejemplo corriente del rico de pueblo, tal como se encuentra en todo el mundo. En la planta baja, está la vivienda del dueño, dos pequeñas habitaciones; la taberna: el mostrador, barriles de vino, un hogar, mesas ennegrecidas por el hollín y la grasa; la tienda tras el mostrador, comercian la mujer y la hija, en las estanterías, alpargatas, tubos de quinqué, licores, sombreros de paja, perfumes madrileños, papel de fumar, retratos de estrellas cinematográficas. Ya no hay productos alimenticios de mayor consumo, sólo aceite de oliva del que se da un litro por persona, en cola. En el piso superior, habitaciones para los viajeros, seis habitaciones con mosquiteros. En el patio, un depósito de maíz con la inscripción: «Garaje para los señores hospedados en el hotel.»
El dueño vaga sin cesar por la casa, de un piso a otro; es un hombre de increíble gordura, con tres nucas y tres sotabarbas, vestido con ropa de campesino, de satén negro, parecida a nuestra camisa rusa. Por el ecuador del vientre, le pasa una amplia faja de pringosa materia negra. En esta faja, su dueño lleva cerillas, velas, jabón, libros de contabilidad y llaves; podría colocar ahí un corderito entero. Ayer por la noche, cuando Soria y yo llegamos, se había perdido la llave de mi habitación. El dueño estuvo largo rato forcejeando en la cerradura, resoplaba, pues tiene asma. Luego, de súbito, se volvió y empujó levemente con su enorme trasero. La puerta saltó de sus goznes, como abatida. Soria reía estrepitosamente, todos reíamos a carcajadas, despertamos a la casa entera, y el que más reía era el propio dueño, que se sentía halagado. Desde entonces, al encontrarse con Soria o conmigo, se ríe desde lejos, recordando el caso de la noche.
De todos modos, en las habitaciones del kulak hace un calor sofocante. Dorado me ha buscado un sitio para dormir al otro lado de la calle, en casa de un chófer del pueblo, Ramón, que ahora no trabaja. Ramón es un mozo alto, pesadote, de pobladas cejas, bizco. Hace poco que se ha casado. Su padre, pescador, viudo, se ahogó en el mar el pasado invierno. Ramón vive con su joven mujer en la casita del padre. Sólo tienen un cuarto, con suelo de arcilla, el hogar y un alto montón de olorosas hierbas. Me han separado con unas esteras un rincón junto a la ventana, allí me han puesto la cama de soltero de Ramón; él duerme, con su mujer, en la gran cama del padre.
Pero ellos no duermen. Y yo tampoco puedo conciliar el sueño, por culpa de ellos. Hasta bien tarde, de madrugada, no cesan los cuchicheos y los gemidos.
—¡Ramón, mi amor! ¡Oh, qué delicia, Ramón!
—Estoy un poco cansado, Matilde.
—Ramón, sólo estás un poco cansado, ¿verdad? No te duermas, Ramón. No te dejaré dormir. Mira con qué fuerza te abrazo. ¡Duerme, Ramón! De todos modos yo no dormiré, me quedaré contemplándote, amor mío.