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Diario de la Guerra de España
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Текст книги "Diario de la Guerra de España"


Автор книги: Михаил Кольцов



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Oyó a su espalda unas palabras en polaco. Dos jóvenes conducían un borríquito con un minúsculo barril de agua. Miguel trató de persuadirlos para que echaran el agua al radiador. Los jóvenes dudaban, mas al fin accedieron. Los combatientes sufren, pero en este momento, el carro blindado les calmará más la sed.

Miguel se puso al volante, el motor funcionaba a la perfección. Los polacos se metieron en la máquina. Al emprender el camino, Miguel dijo al conductor, que estaba de pie, con lágrimas en los ojos:

—Toma el borrico y dentro de una hora llévanos agua allí, al otro lado de la colina, donde hay tiroteo. Si nos la llevas, te pondré otra vez en tu sitio. Si no, serás un desertor, te encontraremos aunque sea en el otro extremo del mundo.

El batallón recibió el carro blindado con exclamaciones de «hurra». Los jóvenes explicaron por qué no habían traído agua y los combatientes aprobaron la resolución tomada.

Pasó una hora, el muchacho con el agua no llegaba. Hubo que sacar del combate el carro blindado por unos veinte minutos y mandarlo por agua. Una hora más tarde, de todos modos, se presentó el conductor con el borrico. Juró y rejuró que no había podido llegar antes. No le hicieron nada, pero no le devolvieron el carro blindado.

Al ponerse el sol, el combate se calmó. Los fascistas habían avanzado algunos centenares de metros, pero en Morata no han entrado.



22 de febrero


La altura del Pingarrón ha pasado muchas veces de unas manos a otras. Ya ha costado a ambas partes varios miles de hombres. Cinco o seis casas y una calva pétrea, lisa y empinada. Eso es lo que ha costado tantas vidas. Pero la guerra no tiene condescendencias. El Pingarrón es la posición clave de toda la zona oriental del sector del Jarama. Quien la domine mandará sobre un gran trecho del río. Y he aquí que miles de obuses, centenares de miles de balas se encuentran en esta superficie que mide menos de un kilómetro cuadrado. Entre las casas y la colina pétrea, se ha abierto —ya nadie recuerda por quién– una breve trincherita. La ocupan, por turno, ora los fascistas ora los republicanos. La pequeña trinchera está inundada de sangre, llena de cadáveres y jirones de cuerpos humanos, despedazados por las explosiones de los obuses. Es imposible distinguir los cadáveres; sólo una cabeza de la que se conserva entera una mitad habla del África por el pendiente de la oreja.

Cuando se apoderan del Pingarrón, los facciosos lo mantienen aplicando un método especial, yo diría puramente fascista: van mandando ahí, con ciertos intervalos, una compañía tras otra. Cuando una está casi por completo aniquilada, mandan otra. Cuando se ha acabado la segunda, mandan la tercera. Si los republicanos atacan con superioridad de fuerzas, los facciosos se van y contraatacan con varios batallones. Una vez conquistada la cota, dejan en ella un batallón y vuelven a triturar a la gente mandándola allí, compañía tras compañía.

Mientras se lucha encarnizadamente por el Pingarrón, tanto los republicanos como los fascistas procuran envolverse unos a otros por los flancos. Se está librando una batalla bastante movida, de maniobra, también muy sangrienta. En estos últimos días, se ha llegado hasta a los cercos dobles, las unidades enemigas se alternaban como en un pastel de hojaldre.

La infantería republicana y los tanques han aprendido poco a poco a actuar en concordancia y unidos. Varias veces la infantería ha ido delante de los tanques, efectuando una descubierta de combate con grandes secciones. La energía y el arrojo de los tanquistas, una y otra vez entusiasma a las tropas. En todo el Jarama se habla de la hazaña del jefe de un tanque, Santiago, quien ha defendido, solo, su máquina durante veinticuatro horas. El impacto directo de un obús mató al conductor, hirió gravemente y contusionó a Santiago, que perdió el sentido. El tanque quedó entre las líneas de las dos partes. Al atardecer, viendo que los republicanos se dirigían al tanque para recuperarlo, los fascistas volvieron a disparar y un nuevo obús lo incendió. Las quemaduras hicieron volver en sí al herido Santiago, quien salió del tanque, se abrió un hoyo en la tierra y esperó a que se apagara el fuego. Volvió luego al tanque y disparando de vez en cuando se defendió hasta que llegaron refuerzos. Le recogieron sin conocimiento, y su primera pregunta, al comisario y al enfermero, fue: «¿Qué es de la máquina?»

Lo que más me ha conmovido estos últimos días, no sé por qué, ha sido la muerte del joven motorista Manolo, enlace de los tanques. Corría como el espíritu de la velocidad por caminos y senderos. En todas partes aparecía su simpática cara redonda, sucia de polvo, que le ponía blancas las cejas y las pestañas. En pleno combate, bajo un fuego huracanado, se acercaba en su moto a los tanques, llamaba y entregaba por la rendija la nota del jefe. Ayer, el general De Pablo le dio las gracias y le premió públicamente; Manolo estaba confuso como un niño. Y hoy, al amanecer, adelantándose vertiginosamente a un coche, se ha estrellado contra un árbol; ha muerto pocas horas después con la misma sonrisa de niño fatigado al final del día...



23 de febrero


Los combates del Jarama aún no se han calmado, pero los tanquistas precisamente hoy han organizado una fiesta, con invitados.

La fiesta ha comenzado con una velada solemne en el cine de arrabal La Cucaracha. A despecho de su alegre nombre, se trata de un edificio gris, estrecho, sombrío, con piso de cemento, con bancos en vez de sillas, con un vacilante estrado de tablas. La sala estaba adornada con plantas y retratos.

Querían hacer sentar al público por nacionalidades para que resultara más fácil traducir el informe y el programa. Pero no ha sido posible. Los tanquistas se han sentado por equipos: los conductores junto con los jefes de las máquinas y los jefes de las torretas. Están tan acostumbrados a explicarse con medias palabras y medios gestos en el combate y en el trabajo, que ya no encuentran ninguna dificultad en su trato recíproco. Han querido celebrar la fiesta juntos del mismo modo que juntos pelean.

En las primeras filas han hecho sentar a los heridos. Con ellos ha habido no pocos inconvenientes. Todos los heridos querían asistir al espectáculo y con este motivo han armado un ruido espantoso. El jefe ha permitido que dejaran salir sólo a los que podían estar sentados. Entonces, algunos de los heridos que debían permanecer acostados se han dado prisa a pasar a la categoría de sedentes; los médicos han protestado. Se ha nombrado una comisión; en general, todo esto ha dado lugar a muchas discusiones y acaloramientos.

Ya en la fiesta, los heridos se han colocado pacíficamente en las dos primeras filas, con vendajes nuevos y limpios. El general De Pablo se ha sentado con ellos.

El comisario de la unidad ha abierto la reunión; es un español finito, delgadito, con gafas oscuras; tiene grandes ojos y, contra lo que se podía esperar, una voz fuerte, atronadora.

Ha hablado de la lucha firme y valiente que han sostenido los tanquistas republicanos defendiendo la libre capital del pueblo español, Madrid, y los accesos a la misma. De que en las unidades de tanques, al lado de los españoles nativos, luchan valiente, abnegadamente, con un desinterés ilimitado, los hombres mejores, los representantes de la clase obrera de otros países, que han venido para ayudar al pueblo español a defender su patria contra la invasión fascista.

—Nos ofrecen su experiencia, su pericia, su sangre y, con frecuencia, sus vidas —ha dicho el comisario—. Nosotros no lo olvidaremos. Llegará un día en que los trabajadores de España devolverán su deuda a la clase obrera internacional. Ayudarán a cualquier pueblo que entre en lucha con el monstruo del fascismo.

—¡La gente adulta y los niños, los hombres y las mujeres —ha gritado con pasión el comisario– se inclinan ante nosotros, tanquistas! ¡Adultos y niños, hombres y mujeres, comparten con nosotros los peligros y las privaciones de la vida de guerra!

Al oír estas palabras, todos, maquínalmente, miran a las mujeres y a los niños.

Los niños estaban representados por el muchacho Primitivo, un guapo chaval de quince años, de pelo rizado, jefe de torreta de la quinta sección. Primitivo se pegó a los tanques cuando éstos pasaron por la aldea de Galapagar. Al principio, servía el café, luego empezó a actuar como motorista de enlace y luego, de súbito, se aclaró que era un excelente tirador. El jefe ordenó que se le enseñara el manejo de la ametralladora y del cañón del tanque. Se lo enseñaron, él ha aprendido. Ahora, al hacer mención de los niños, Primitivo se ha puesto como la grana, ha inclinado la cabeza hacia un lado y ha sonreído sin despegar los labios.

Las mujeres —eran cuatro– estaban sentadas en fila. La lavaplatos principal, Felicidad, ha comenzado a lloriquear no bien el comisario ha abierto la boca. Otras dos también han llorado un poco. Únicamente la sanitaria Lisa, con cazadora de soldado, mujer alta, recta como un palo, ha permanecido sentada con arrogante expresión en la cara como prueba patente de que es inaccesible a las emociones sentimentales.

Luego, el comisario ha pasado a las cuestiones del trabajo político. Se ha referido también a la singular importancia de la armonía entre el espíritu y el cuerpo, a la necesidad del sensato descanso e incluso —ha añadido con cierta timidez—, incluso de las diversiones.

A él le inquietaba la negra sima a la que se aproximaba. En la reunión de delegados de las secciones, se decidió por unanimidad, con la sola excepción de su voto, del voto del comisario, limitar los discursos a uno solo, de carácter oficial, y luego empezar en seguida el nutrido programa. Por consiguiente, después del discurso del comisario, sin transición alguna, ha comenzado el canto.

De todos modos, el comisario ha redondeado su discurso a un elevado nivel. Toda la sala le ha aplaudido; él sonreía, delgadito, cansado y feliz, se ha quitado las gafas, se ha secado el sudor con el pañuelo.

Han subido luego al estrado, marcando el paso ostentosamente, con pesados zapatos, tres anunciadores a la vez: un español, un alemán y un serbio. Han saludado y han anunciado el programa. Este programa constará —han dicho– de canciones y atracciones, todo ejecutado por los camaradas tanquistas. Las canciones tratarán de la patria. Cada tanquista tiene su patria y cada uno la quiere a su modo, pese a que el pueblo trabajador no vive del mismo modo, ni mucho menos, en todos los países. Así, pues, habrá canciones sobre la patria y luego atracciones, éste es el programa.

El coro español sube al tablado, canta largo rato y con cariño, alternando el canto en común con números de solistas.

Ha cantado sonoras canciones asturianas, luego melancólicas catalanas, después vivas tonadillas madrileñas; ha seguido luego el raudo gorjeo andaluz y, sobre todo, el flamenco, romanzas meridionales, semiárabes, con notas increíblemente altas y largas, que el público escucha conteniendo la respiración, como cuando presencia trucos acrobáticos, y prorrumpe en atronadores aplausos cuando la interminable nota, de todos modos, al fin termina.

A Felicidad, en seguida se le han secado las lágrimas; la mujer ha batido palmas con sus gordezuelas manos haciendo un ruido como un petardo de papel, y gritando: «¡Ole!»

Los franceses han cantado con más moderación y gracia que los españoles, no han cantado y danzado simultáneamente, como éstos, sino que han arrastrado con suavidad los píes, dando unos golpes, como en el zapateado; se cogían de la mano dos a dos y daban vueltas suavemente. Al mismo tiempo, hacían horribles y divertidísimas muecas, que provocaban estallidos de risa en la sala entera. Han cantado canciones normandas, luego saboyanas, después, del Languedoc, muy parecidas por la lengua a las catalanas, y después alegres cancioncitas parisinas. Les han pedido que, como colofón, cantaran la Carmagnoley toda la sala la ha coreado.

Los alemanes han comenzado su actuación con un recitado a coro. El conductor Klaus ha advertido que el recitado se hará con algunas interrupciones porque el jefe de la sección, Fritz, uno de los recitadores solistas, murió hace unos días cuando salió del tanque para tensar la transmisión de la cadena. A Fritz le sustituirá el conductor Ernst, pero Ernst no ha tenido tiempo de prepararse y leerá su papel, en vez de recitarlo.

El recitado ha tenido éxito, si bien cada vez que Ernst leía sus palabras, todos se acordaban de Fritz y de lo valiente y honrado que era; le dejaron literalmente como una criba con lluvia de ametralladora; le encontraron una edición de bolsillo de Problemas del leninismo,en lengua alemana; varias balas habían atravesado el libro. Ernst, al ver las miradas que le dirigían, se turbaba y tartamudeaba: comprendía muy bien por qué todos le miraban de aquel modo.

Los serbios y los búlgaros también han cantado sus canciones eslavas. Durante el canto han permanecido tranquilos, cavilosos, algo soñadores. La sala los acompañaba tatareando, muchas de aquellas canciones le eran conocidas. Cantaban con mucha sencillez y, además, con cierta solemnidad. Luego, de súbito, todo se ha trocado en una danza desenfrenada, impetuosa; los bailarines daban vueltas como peonzas, el acordeón atronaba, los gritos de admiración lo ahogaban, el endeble estrado de La Cucaracha crujía bajo las fuertes pisadas de los jóvenes pies.

Algunas atracciones han despertado gran entusiasmo y hasta la intervención del público. El conductor Ernst ha ejecutado algunos ejercicios con pesas. Resulta que tiene una musculatura magnífica. «¿De dónde ha sacado las pesas?», preguntaban desde la sala. Ernst se callaba compungido. Detrás de él, el anunciador ha explicado con signos que las pesas estaban en perfecto orden.

Luego, los franceses junto con los alemanes, han presentado un jazz. Como música, no se trataba ni mucho menos de nada extraordinario, pero el ruido era muchoy todo el mundo estaba entusiasmado.

El valenciano Ricardo, ex torero, ha representado con mímica y de manera muy divertida una corrida de toros, y luego una lucha grecorromana. Rodaba por el suelo, se agarraba por la garganta, gemía, hacía «puentes» y se aplicaba la espalda al suelo, saludaba ceremoniosamente y se estrechaba a sí mismo la mano a lo gentleman.El público entusiasmado gritaba «bis» y daba patadas en el suelo.

Como último número ha actuado el imitador de sonidos Víctor, de la tercera compañía, un relojero suizo. Primero ha imitado el canto del gallo, después ha gorjeado como el ruiseñor, después ha representado una pelea en una jauría. A continuación se ha puesto a imitar sonidos más finos, como por ejemplo el zumbido de la abeja reina y el aullido de la hiena en el árido desierto. Al final ha propuesto que el público le citara nombres de animales, cualesquiera que fuesen, a su gusto, y él reproduciría inmediatamente los sonidos que les son propios. Esta noble proposición del artista no ha sido estimada como se merecía por el público. El caso era que parte de los espectadores se habían asomado disimuladamente al edificio contiguo y habían visto lo que se preparaba como parte final de fiesta. Esto ha hecho que en la sala se formara un sector singularmente ruidoso.

—¿Qué animales desea el respetable público que imite? —preguntó muy correcto Víctor.

—¡El ictiosauro! —rugen desde el ruidoso sector.

—¡El viejo caracol!

—¡El cañón antiaéreo «erlikon»!

—¡La sardina con aceite!

—¡El cáncer de hígado!

—¡La angina de pecho!

—¡El general Franco!

—¡La solitaria!

El anunciador alemán procura sosegar a los chistosos, pero la sala se ha escapado ya a la subordinación del concierto. De nuevo toca el jazz. Víctor, ofendido, se encoge de hombros, salta del estrado, agarra a la gorda Felicidad y se pone a bailar el vals con ella.

Un cuarto de hora más tarde ha comenzado el banquete. Sobre la mesa había montones de carne en conserva en grandes escudillas, queso, dulces cebollas valencianas, tomates, huevos duros, mucho vino y mucha cerveza. Una plurilingüe batahola ha llenado el estrecho barracón; las ventanas estaban cuidadosamente en mascaradas para que la aviación no divisara nada. Los aviones de reconocimiento fascistas ya han aparecido dos veces sobre la base de tanques de esta zona, mañana habrá que trasladarse a otro lugar.

Pronto se han reanudado los cánticos, el concierto se ha repetido por entero en torno a la mesa. Resulta que muchas canciones populares, nacionales, que tratan de la tierra natal, son conocidas y comprendidas por otros pueblos de lejanas tierras. Las canciones más difundidas ahora por el mundo son las canciones soviéticas rusas. Las cantan con entusiasmo personas que no han estado nunca en el país soviético y que difícilmente lo verán jamás.

Hemos salido, un grupo, de la alegre barraca de aire sofocante, y después de extender el saco de dormir nos hemos acostado en una elevación, contemplando tranquilamente las estrellas.

—Aquí, en Castilla, la tierra es parca —ha dicho el mecánico Alfred—, es todo piedra, sequedad. Estoy de acuerdo en pelear por ella, pero no me quedaría a vivir aquí. Soy de la Provenza. ¡Qué vegetación la de allí, qué ríos, qué vides!

—También nosotros teníamos buena tierra —ha dicho Henrich Adams, antiguo habitante del Sarre, después de callar un rato—. Teníamos buena tierra y se volvió mala. Ha caído en manos de Hitler. No importa, día vendrá en que quedará limpia, volverá a ser buena.

—No hay tierra mala —ha dicho caviloso Borislav, jefe de sección, un serbio joven y de buena talla—. Una vez estuve en el Extremo Oriente. Hay allí unos parajes que se llaman taiga. No son nada del otro mundo; bosquecitos, terreno pantanoso, barrancos, a veces se crían por allí fieras salvajes; otra vez bosquecitos, otra vez barrancos y así durante miles de kilómetros. Pues la gente que vive allí no cambiaría aquella tierra por ninguna otra del mundo. ¡Cómo les gusta! No se irán de allí nunca ni la cederán a nadie. Es su tierra natal, y basta.

—¿Y el Don, qué río es? —me ha preguntado Adams—. He leído mucho acerca del Don. ¿A qué se parece: al Rin, al Danubio? ¿Por qué se llama «apacible»?

Me he puesto a hablar a Adams, del Sarre, sobre el río Don, sobre la estepa, sobre las aldeas cosacas, sobre los cosacos. Me escuchaba atentamente, en silencio. Me ha preguntado de qué color se ve el río, a simple vista, qué peces se crían en él, dónde es más hermoso, en su cuenca alta o en su desembocadura.

Le he dicho que abajo, después de Rostov, a mí me gusta más. Navegar por los brazos del delta, hacia el mar de Azov... Ahí, en una elevación, se ve la pequeña ciudad de Azov, una vieja ciudad, la vista es muy hermosa...

—En Azov, las muchachas cantan bien. Sobre todo una —añade de pronto Borislav.

—¿También allí has estado, granuja? —dice riendo Adams, del Sarre—. ¡Vaya con el serbio!

—¡Y a ti qué te importa! Vete a saber adonde va uno a parar...

Hemos permanecido largo rato contemplando el negro cielo castellano, sus estrellas puras, claras, como lavadas. Era evidente que todos pensábamos en lo mismo. En aquellos que, muy lejos de aquí, en los diferentes extremos del mundo, están mirando ahora ese mismo cielo, su nocturno negror o su brillante color azulino de mediodía.

—¿Y qué más da que sea serbio? —dice Borislav—. El caso es que cantan bien. Sobre todo una.



28 de febrero


Hace ya tres semanas que duran, sin interrupción, los duros y sangrientos combates al suroeste de Madrid. Sucediéndose unos a otros, se han fundido en una gran batalla; por ahora, la más grande de todas las batallas de la guerra civil en España.

En los combates del Jarama, las fuerzas más importantes de los fascistas españoles y de los intervencionistas extranjeros han chocado con las fuerzas más combativas del joven ejército republicano. Lanzando un poderoso golpe sobre un sector nuevo, que casi no había combatido, el mando fascista esperaba romper sin dificultad el frente y, por fin, aislar Madrid. En vez de esto, se ha encontrado con una defensa activísima, con toda una serie de contraataques y contragolpes demoledores. La operación ideada y empezada por los facciosos como ofensiva, pronto se ha convertido en réplica.

Casi en toda la zona de los combates, los republicanos mantienen las líneas en la parte opuesta del río que se defiende. En algunos lugares han elegido como extremo avanzado de la defensa, su propia orilla. Y sólo en un trecho los fascistas han forzado el río; pero, acorralados en la orilla, no pueden seguir avanzando. Los rodean por los flancos, los atacan de frente, los baten desde la tierra con fuego de artillería y de ametralladora y desde el aire con ataques de la aviación de asalto.

¡Veinte días, y ni una sola hora de reposo, ni de día ni de noche!

Veinte días en el campo, al aire libre, en movimiento constante, corriendo a trechos, bajo los shrapnels, luchando cuerpo a cuerpo, todo esto es completamente nuevo para los republicanos después de la lucha inmóvil, de trincheras y posiciones, ante los muros de Madrid. Ésta ha sido una dura prueba para las divisiones, brigadas y batallones del ejército regular formados sólo hace poco tiempo, y sus combatientes, sus jefes y comisarios, a pesar de todo, la han resistido.

Es muy poco probable que la batalla del Jarama decida la suerte de la guerra civil, ni siquiera del frente de Madrid. Ahora se está apagando sin haber dado ventaja decisiva a ninguna de las dos partes. Pero la batalla del Jarama sin duda alguna entrará en la historia de la guerra como una gran batalla, complicada, con utilización de todos los tipos de armas y de tropas. Que los historiadores de la guerra, empero, no se aficionen demasiado a los esquemas sobre la disposición de las unidades. Que recuerden que en estas unidades combatían: por una parte, guerreros profesionales bajo el mando de instructores y generales alemanes; por otra, jóvenes unidades del pueblo en armas, dirigidas por mandos del mismo pueblo, por jefes de división que comenzaron a empuñar las armas hace medio año, como simples milicianos voluntarios.



3 de marzo


De nuevo reina la tranquilidad en los frentes alrededor de Madrid. Y la ciudad vuelve a vivir su vida ya encarrilada, casi habitual, transparentemente real, sosegadamente intranquila.

Miro cómo trabaja la organización del partido de los comunistas en la capital asediada. He aquí una célula.

Si preguntáis dónde está el buró de la célula, tendréis que añadir a la fuerza de qué célula. En esta fábrica, lo mismo que en otras empresas, hay varias células. Hay células de comunistas, de socialistas, hay grupos de anarquistas, de republicanos de izquierda. Todos utilizan para las reuniones una misma estancia, por turno: la que era antes salón para los clientes.

Hoy se reúne en el salón el buró de la célula comunista. Asisten: el secretario, el secretario técnico, el organizador sindical del Partido, el tesorero, dos representantes de la juventud y varios obreros del turno libre.

Orden del día: i) sobre la evacuación, 2) sobre el aumento de la producción, 3) sobre el periódico mural.

El informe sobre el primer punto corre a cargo de un montador de la fábrica, anarquista. Acompañó a las familias de los obreros al este, a la costa, y los ha instalado a todos juntos, en un pequeño pueblo. El traslado se hizo rápidamente, bien, sin incidentes; sin duda alguna porque el comité de la fábrica asignó cantidades complementarias a los gastos que la Junta de Defensa de Madrid establece para la evacuación.

Una vez terminado el informe, el anarquista desea retirarse. Le invitan a que se quede y a que participe en la discusión. La evacuación ha planteado un nuevo problema: cómo facilitar la comida a los trabajadores que se han quedado sin ama de casa. Se propone organizar un comedor de la fábrica. Pero la propuesta no tiene éxito: dicen que esto es demasiado complicado y que origina muchas preocupaciones. Después de una viva discusión se acuerda ponerse en contacto con el dueño de la taberna vecina para que éste dé de comer a los obreros que están sin familia, y lo haga a un precio módico. Obtenerle, con este fin, carne, aceite de oliva, patatas y carbón. Surge un debate colateral: si será justo facilitar a la cocina carbón de la cantidad que el gobierno concede para la producción de guerra. La mayoría reconoce que es posible dar un poco.

El segundo punto de la orden del día toma casi todo el tiempo de la reunión. Antes, la fábrica construía tornos. Ahora ha sido requisada temporalmente y produce material de guerra de primerísima importancia. En la reunión general de la fábrica se tomó por unanimidad el acuerdo de trabajar en dos turnos de diez horas para aumentar la producción. Para tres turnos, falta personal: los obreros han salido y salen para el frente, cuesta mucho trabajo retenerlos en la fábrica. Así han trabajado durante dos meses. Ahora, los obreros comunistas proponen: establecer para cada turno la semana normal de cuarenta y cuatro horas; reducir la jornada de producción, con lo que se economizará combustible, y aumentar el rendimiento racionalizando el trabajo. Los ingenieros republicanos acogen la proposición con mucho interés y la apoyan sin reservas... Después de un detallado análisis de todo el plan, el buró resuelve: elevar el proyecto al comité de la fábrica y, después, al delegado del gobierno.

En lo tocante al último punto, sobre la creación de un periódico mural, surge una dificultad. ¿De quién ha de ser órgano, el periódico?

¿De toda la fábrica? En este caso, la redacción deberá estar formada por representantes de varios partidos. ¿Ha de ser órgano del comité de la fábrica? En el comité de esta empresa, los comunistas están en mayoría y la aparición de un órgano del comité puede ser interpretado como un intento suyo para aprovecharse de la situación con fines políticos. Por otra parte, quienes han lanzado la idea del periódico mural, consideran que la misión de tal periódico estriba en hacer propaganda para elevar la cantidad y la calidad de la producción. Al fin, el buró decide hacer salir el periódico mural como órgano de la célula comunista, pero en el artículo de fondo del primer número se invitará a todos los trabajadores y técnicos, sin tener en cuenta las convicciones políticas, a colaborar y exponer libremente sus opiniones acerca del orden establecido en la fábrica, de los defectos del trabajo y de las posibilidades de mejorarlo.

Los comunistas de Madrid han de proceder con extraordinario tacto y sagacidad en su trabajo diario para colaborar —sin perder su personalidad como miembros del Partido– amistosa y estrechamente con los camaradas de los otros partidos del Frente Popular y hacer todo lo posible para cohesionar y unir más aún a todos estos partidos y grupos contra el fascismo.

En la fábrica hay ahora cuarenta comunistas y ochenta personas que han manifestado su deseo de ingresaren el Partido. El secretario de la célula va al comité del sector para ponerse de acuerdo acerca de los requisitos de ingreso.

Hasta no hace mucho tiempo, la organización madrileña del Partido se dividía en doce distritos y tenía doce comités de distrito. Después del comienzo de la defensa inmediata de Madrid, dos distritos, el de Carabanchel y el del Puente de Segovia, han pasado a la ilegalidad —sus territorios han sido conquistados por los fascistas—. Los diez distritos restantes se han agrupado en cuatro sectores. Ha sido preciso hacerlo así porque la mayor parte de los comunistas se han incorporado al ejército. En los días más críticos de Madrid, del 7 al 10 de noviembre, en la ciudad no quedaron más de doscientos miembros del Partido —todos los demás estaban combatiendo en las barricadas y en las trincheras—. Los mejores hombres, proletarios, intelectuales, dieron su vida en defensa de la capital republicana. Y ya entonces, para ocupar los puestos de los caídos, afluyeron al Partido millares de nuevos colaboradores.

El comité del sector tiene varias comisiones: de organización, sindical, de propaganda, femenina y de masas, que se ocupa del trabajo con los comités de casa, de las cuestiones relativas a la evacuación y al abastecimiento de víveres. Cada comisión reúne de manera regular a los miembros activos del Partido. Una vez por semana, se celebra una reunión abierta de Partido para todo el sector. A base del mismo sistema, trabaja el comité del Partido de Madrid. Sólo que, en vez de comisiones, tiene secciones y convoca dos veces al mes las reuniones generales de ciudad.

Es fácil comprender el tema del trabajo, es mucho más difícil hacerse cargoy percibir el contenido del mismo. ¡Qué no han experimentado durante este tiempo los comunistas madrileños! Desde los primeros destacamentos voluntarios de la milicia popular hasta la i. a división del ejército regular, en todas partes los bolcheviques de Madrid han estado en las primeras filas, aprendiendo a luchar y enseñando a los otros. Proletarios sencillos, a veces poco instruidos, que empuñaban por primera vez las armas, se han convertido en combatientes calificados, seguros de sí mismos, comandantes y comisarios, artilleros, soldados de caballería, tanquistas y estrategas. Se han revelado como organizadores de la producción, como defensores y edificadores de la cultura, como desinteresados amigos del pueblo, dispuestos a darlo todo por la causa de la libertad y de la independencia.

Pero el mérito principal de los comunistas españoles y, sobre todo, de los militantes de Madrid, estriba en que con enorme dominio de sí mismos y tenacidad han luchado por la conservación y la integridad del Frente Popular, por la unión y la colaboración de todas las fuerzas antifascistas. Han demostrado que pueden trabajar sinceramente y con éxito con los anarquistas, con los socialistas, con los republicanos y, consolidando esta unión, han demostrado su buena voluntad y su auténtica fidelidad al pueblo.

Por más que los enemigos se hayan esforzado para escindir la unidad antifascista, por más que los trotskistas hayan procurado difamarla, la idea de Frente Popular se ha justificado y se ha confirmado como la única acertada, la única sensata. Esto es un gran mérito de los bolcheviques españoles, de su entusiasmo y su sangre fría. En respuesta a las personas de ánimo escéptico que miraban al Partido Comunista español por encima del hombro como a un partido joven, poco ilustrado y poco experimentado, los comunistas españoles han demostrado de qué modo puede revelarse en cualquier país, en una gran lucha popular, el partido del marxismo revolucionario.


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