Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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Dejo a Asensio y sigo avanzando. La carretera se halla atestada de autobuses —los mismos que hace una semana salían a toda velocidad de Talavera—. Los vehículos están situados de cara a Madrid; esto ya se ha convertido en una costumbre. En torno a los coches, por las cunetas de la carretera, se apretujan los milicianos —se echan sobre la hierba, fuman, comen. Sigo más adelante, más adelante—, las unidades se terminan, pero al enemigo ni con los gemelos se le ve. Dámaso aprieta el acelerador como un loco y se limita a mirarme levemente de reojo —si no le paro, se mete en la ciudad a ciento treinta kilómetros por hora—. Ya hemos pasado el poste con la indicación «A Talavera —4 Km». Digo al chófer que pare. En torno, silencio absoluto; en el horizonte se ven las chimeneas de las casas de Talavera y la aguja de la iglesia. A la izquierda, en el campo, se destaca una figura, pero no es un soldado, sino un campesino; se inclina, por lo visto, sobre un cadáver.
De regreso en Santa Olalla, digo a Asensio que a tres kilómetros frente a Talavera no hay enemigo. Él lo discute. Cuando le explico que yo mismo lo he visto, queda un poco confuso. Y sale del apuro diciendo:
—Quería engañarle para que no se pusiera usted en peligro. Naturalmente, el Estado Mayor sabe que los facciosos se han atrincherado casi en la misma Talavera.
A mi juicio, miente. Pero una cosa es extraña: disponiéndose a contraatacar, por qué este capitán ha situado sus posiciones de partida a siete kilómetros de las del enemigo ¿Para tomar carrerilla, quizá? ¿O eso corresponde también a la mentalidad del soldado español?
Damos la vuelta por Torrijos, llegamos de noche a Toledo. En la entrada comprueban soñolientamente los documentos —por la noche, la vigilancia, aquí, se debilita en alto grado—. Profundas tinieblas, y cuando Dámaso apaga los faros, los siglos medievales nos aprietan estrechamente en callejones, recalentados aún por el sol. Está claro, aquí no hay modo de prescindir de la espada, ¡adonde ir con el máuser! Con la espada se puede atravesar al enemigo o por lo menos su sombra, si avanza sigilosamente desde detrás de una esquina. Toledo sangriento, terrible, ya te habías convertido, al envejecer, en objeto de curiosidad para los ociosos badulaques de allende los mares, pero he aquí que otra vez los españoles luchan entre las estrecheces de tus paredes, otra vez atruena el capón, otra vez los moros arden en deseos de romper el asedio del Alcázar. Junto a las viejas piedras de Europa, la humanidad por enésima vez discute sobre la libertad y la esclavitud, sobre la independencia y la opresión.
Casi a tientas, entre sombrías puertas claveteadas y portales, encontramos el hotel. En el comedor, la gente duerme, apelotonada, en los escaños y mesas.
11 de septiembre
Aquí todos se preguntan uno a otro cuándo, por fin, será tomada la fortaleza, pero nadie se siente verdaderamente interesado en ello. Se ha montado un espectáculo dramático y todos actúan en él con exaltación, excepto los cadáveres que hieden espantosamente entre las ruinas de los edificios inferiores destruidos por los republicanos.
Hace unos días se presentó en el Alcázar, para entablar conversaciones con los cadetes sediciosos, su ex profesor, el mayor Rojo.
Luego se presentó, muy en serio, un nuevo proyecto: rociar todo el Alcázar con gasolina, incendiarlo, y después atacar... Trajeron de Madrid cisternas de bomberos llenas de gasolina, empezaron a rociar, se quemaron las cisternas y sus mismos servidores.
Hoy, desde la mañana, un nuevo acto de la obra, y de nuevo todos participan apasionadamente en ella. Los sediciosos han pedido que se les mandara al Alcázar un sacerdote, no está claro si para entablar conversaciones de armisticio, para entregarle los rehenes o para que les perdone los pecados antes de la muerte.
De Madrid han traído a un canónigo de la catedral, al padre Camarasa. Ahí se acerca, acompañado de toda una horda —del coronel Barceló, del capitán Sediles, del pintor Quintanilla, de otros jefes e hinchas, de reporteros, fotógrafos y, simplemente, de inútiles ociosos—. El sacerdote, rechoncho, con raya en el pelo, viste chaqueta, ribeteada con una cinta de seda; lleva cuello almidonado, con un gran pañuelo blanco de encaje en las manos; se parece a un doctor especialista en enfermedades de la mujer; está pálido y no sabe cómo comportarse. Lleva en la mano derecha un crucifijo; con la izquierda, sintiendo a su espalda la presencia de los combatientes, cierra el puño a lo Rot-Front.Así pasa por las ruinas y entra por una grieta del muro. Se ve cómo le reciben guardias civiles de tricornios negros.
El tiroteo ha cesado, la gente espera y no se retira, se establece algo así como una tregua. Se ve cómo, desde la parte alta, desde la academia, baja un grupo de soldados y, detrás de ellos, observando, tres jóvenes oficiales fascistas. Salen por un boquete del muro, al lugar donde ha entrado el sacerdote, y se detienen a unos quince pasos de los milicianos y de los habitantes de la ciudad. Ambas partes se miran en silencio, con enorme interés; luego, uno de los sitiados, indeciso, pide tabaco:
—¡Es una muerte, sin tabaco!
Al instante, dos milicianos sacan paquetes de cigarrillos. Otros, imitándolos, rebuscan febrilmente tabaco por sus bolsillos. Todos están en extremo enardecidos; por lo visto cada uno de ellos quedará desconsolado como un niño si no puede jactarse, luego, de haber dado de fumar a un sedicioso. Un sargento se mezcla en el asunto y sólo permite que dos milicianos y él mismo se acerquen a los fascistas con los cigarrillos.
Se hablan entrecortadamente:
—¡Rendios! ¡Os han engañado! ¡Pasaos a nuestra parte, al lado del gobierno!
—No. Cumplimos órdenes de nuestros jefes.
Los oficiales, bastante extenuados cortan la conversación:
—¿Creéis que los vais a comprar con un paquete de cigarrillos? Es inútil.
Un jovenzuelo de los sitiados, vendada la cabeza con un trapo sucio, balbucea en voz baja:
—A nosotros qué más nos da quién nos fusile; que sea este gobierno o el otro.
El sargento eleva la voz:
—¡Esto no es verdad! ¡Es una mentira! El gobierno no fusila a los soldados sublevados que deponen las armas voluntariamente. Castigamos sólo a los cabecillas, a los instigadores fascistas. ¡Os engañan! ¡Soldados, reflexionad! ¡Apoderaos de vuestros carceleros y salid del Alcázar! Hace tiempo que habríamos acabado con vosotros y os habríamos aniquilado de no haber sido por nuestras mujeres e hijos, que tenéis en rehenes. Pero creedlo, un día o dos más, y se nos acabará la paciencia. Si sacrificamos la vida de seres que nos son tan queridos, comprended lo terrible que será el castigo que os espera.
Uno de los sediciosos grita histéricamente:
—¿Por qué todo esto? ¿Por qué destruir España?
Todos los milicianos responden a porfía:
—¿Quién la está destruyendo? ¡Sois vosotros, cochinos, quienes la destruís! ¡Canallas, perros!
Comienza un altercado, las dos partes se separan sin disparar.
A las doce en punto el canónigo sale por el boquete del muro, otra vez con el puño en alto, sólo que en lugar del crucifijo, sostiene con la punta de los dedos un sobre. Le acompaña un oficial fascista; se encuentran con los representantes de los republicanos y después el canónigo ya sigue caminando entre una gran muchedumbre de milicianos. Ha entrado en el Estado Mayor de Barceló, en el edificio de correos —allí ha dado comienzo la reunión—. Veinte minutos más tarde, el sacerdote ha salido y se ha dirigido en automóvil a Madrid.
He preguntado al gobernador civil, un joven sudoroso y de aspecto importante, cuál había sido el resultado de las conversaciones.
—Por ahora, nada que valga mucho la pena.
—¿Y la carta? ¿Son las condiciones que presentan los sediciosos para rendirse?
—Es una carta particular, del coronel Moscardó a su esposa.
—¿De Moscardó, el jefe de los sediciosos? ¿Su mujer está aquí? ¿En Toledo?
—Está en Madrid.
—¿En la cárcel?
—En libertad, en un sanatorio. ¿Esto le sorprende?
—¿Y la carta será entregada?
—Naturalmente.
—¿Qué es esto, galantería?
Me ha mirado con una larga y penetrante mirada.
—Esto es magnanimidad.
—¡Y ellos, entretanto, matan de hambre y torturan a las mujeres y a los hijos de los toledanos, y con los cuerpos de estos rehenes se ponen al abrigo de obuses y bombas!
Ha continuado mirándome con penetrante mirada y con un matiz de triunfante irresponsabilidad.
—Sí, y ellos, entretanto, matan de hambre y torturan a las mujeres y a los hijos de los toledanos y con los cuerpos de estos rehenes se ponen al abrigo de obuses y bombas. Veremos quién vence. Está usted en España, señor, está usted en el país de don Quijote.
La muchedumbre casi se ha dispersado; el cañón vuelve a disparar contra el castillo —una vez cada tres minutos, de cada cuatro obuses estalla uno—. Hemos comido con los soldados en el viejo monasterio de Santa Cruz, transformado en museo y, que ahora, de museo, ha pasado a ser cuartel y fortín de asedio. Sobre basamentos de roble hay losas funerarias con inscripciones hebreas. Los periodistas franceses bromean sobre el sentido de las palabras que el gobernador civil me ha dicho.
—Para Koltsov, simplemente, es un traidor. Si algo no sale bien, los bolcheviques en seguida empiezan a sospechar que se trata de sabotaje y traición.
—Don Quijote, tal como ellos lo interpretan, debía ser, probablemente, un liberal nefasto...
—Que debería de ser expulsado de entre los marxistas conscientes...
Yo he enseñado los dientes:
—¡No hablen de don Quijote! Nosotros estamos con él en mucha mejor armonía que ustedes. Desde que se ha establecido el poder soviético, el Quijote se ha editado en nuestro país once veces, ¿y en el suyo, en Francia?... Ustedes se enternecen con don Quijote y le dejan sin ayuda a la hora de la lucha mortal. Nosotros le criticamos, pero le ayudamos.
—También hay que criticar haciéndose cargo de la naturaleza...
—¡Y qué entienden ustedes por naturaleza! Cervantes sentía mucho cariño por su Quijote, pero no le nombró a él gobernador civil, sino a Sancho Panza. El buen Sancho nunca se atribuyó las altas virtudes de su protector. Pero ese canalla, ni es Quijote ni es Sancho. ¡Y de su despacho no se ha quitado el teléfono que le une por hilo directo con el Alcázar!
Los periodistas saltan de sus asientos.
—¿El teléfono? ¡Usted bromea! ¿En el despacho del gobernador?
—Pregúntenselo al coronel Barceló. El teléfono se ha dejado «por si los facciosos quieren comunicar que tienen deseos de rendirse».
Han salido hablando con mucha excitación.
14 de septiembre
Por la mañana, en la estrecha calle de San Jerónimo se hace cola para la leche.
La cola es como todas las colas; habrá unas quinientas amas de casa con vestidos viejos, oscuros, gastados, y criaturas en torno.
La cola es como todas las colas, sólo que la puerta de la lechería está adornada con figuras primitivas de piedra, del siglo xv, y en el cielo dan vueltas los Junkers y cada treinta o cuarenta segundos resuena una explosión baja, espesa. Los pequeños, morenos de ojos negros, discuten sin cesar:
—¡Es una bomba!
—No, es un obús de Santa Cruz.
Los niños de Toledo han aprendido a distinguir las explosiones de los obuses, de las bombas, de los cartuchos de dinamita y los disparos de ametralladora de los facciosos y de los republicanos.
Pero se han olvidado del sabor de la carne, están olvidando el sabor de la leche, y piden ávidos, con insistencia, un terrón de azúcar. De buena gana hacen un cambio: dos, cinco y hasta diez vainas de cartucho, por un trocito de azúcar; hace tres meses, corrían igualmente tras los turistas con recortes y postales de color. Ofrecen cascotes de obuses e incluso obuses enteros, que no han estallado. Entonces, sus rostros toman una expresión picaresca: obuses y cascotes hay aquí los que se quiera, pero el azúcar es un lujo tan grande...
En la cola he entablado conversación con «doñas» de edad madura; a ellas les hace gracia mi modo de chapurrear el español. ¿De dónde será este hombre?
Al enterarse de que soy ruso, se apodera de ellas una sorpresa indescriptible. La cola se rompe, todas me rodean, me estrechan la mano, se ríen, me dan palmaditas en la espalda. Honorables y robustas castellanas se iluminan con amables y alegres sonrisas.
—Ya hemos leído y hemos oído por radio la carta de las mujeres de las Tres Montañas. Son ángeles y no personas. Si pudiéramos arrancar del pecho nuestros tristes corazones, allí los mandaríamos, a nuestras hermanas.
¿Qué Tres Montañas, qué carta? Al principio no llego a comprender nada. Me muestran un periódico. Se publica una carta de Moscú, de las obreras de la fábrica Tres Montañas, TriojGor—en pocas palabras, de la Triojgorka—. ¡Ahora está claro! Las tejedoras de la Triojgorkase reunieron anteayer y dirigieron una carta a todas las mujeres soviéticas:
«Leemos con alegría en los periódicos que las trabajadoras españolas no sólo ayudan y animan a sus hijos, maridos y hermanos, sino que ellas mismas, además, participan en la lucha heroica por la libertad. Que sepan las trabajadoras de España que nosotras, mujeres del gran país del socialismo, seguimos con tensa atención y emocionadas su lucha y deseamos fervientemente ayudar a las mujeres y a los niños del libre pueblo español. Nos dirigimos a todas las mujeres del país soviético —a las obreras, a las campesinas, a las empleadas, a las amas de casa, a todas las madres—y las exhortamos calurosamente a ayudar con víveres a las trabajadoras de España, a los niños y las madres del pueblo español en lucha. Nosotras aportamos para dicho fin cincuenta rublos cada una y estamos seguras de que las mujeres del país soviético seguirán nuestro ejemplo.»
Parece como si la cola ante la lechería se hiciera aún más pequeña —las personas se apretujan para estar más cerca de mí. Hasta los niños se han apaciguado un poco. ¿No hay otras novedades? ¿De allí, de ese lejano país, algo incomprensible, cubierto poco menos que de nieves eternas, pero tan cordial y amigo?
No tengo noticias frescas, he perdido el contacto, pero hablo de la actitud de los obreros soviéticos, hombres y mujeres, de todo el pueblo, hacia España y hacia la lucha española.
Todas escuchan con avidez. De nuevo se oye un estallido —es una bomba de aviación—. Algunas mujeres se apartan bruscamente, las otras no se mueven y miran con aire de reproche a las que huyen. Veo cómo una muchacha que viste mono señala disimuladamente hacia mí: no está bien huir así, de las bombas, ante un camarada ruso... ¡qué podría pensar!
El avión se ha ido, la conversación se restablece. Las españolas oyen hablar de las mujeres soviéticas, de su cariño por los niños, de que están dispuestas a encargarse —y lo desean– de la educación de niños huérfanos, hijos de combatientes caídos en la lucha contra el fascismo. Casi a todas las que me oyen se les asoman las lágrimas a los ojos.
La muchacha que viste mono se siente confusa por esta escena. A ella le parece que va en detrimento de la reputación de las mujeres toledanas.
—No haga caso. Las españolas, en general, somos amigas de llorar. Ahora lloran simplemente de alegría. Son mujeres muy sufridas y no piensan quejarse por nada. Yo, que soy toledana, lo sé.
Una «doña» alta, de mejillas hundidas, se mezcla en la conversación:
—Mi marido ha sido muerto por una bala del Alcázar. Trabajaba en el garaje del hotel. Me han quedado dos pequeños. Si yo fuera más joven y mis hijos mayores, habríamos ido en seguida a ocupar su puesto. Usted perdone, soy una mujer sencilla y no he pensado en muchas cosas. Me parecía que los extranjeros eran todos turistas rieos, como los que siempre venían aquí. Yo ayudaba a mi Sebastián a lavarles los coches. Ahora los alemanes y los italianos nos mandan aviones y bombas. En estos días amargos, las mujeres rusas, las obreras y las maestras, nos mandan ayuda, como si fuéramos sus hermanas. Quiero mandar una gotita de mi sangre en una carta a las obreras soviéticas para agradecerles lo que hacen y hacernos amigas para siempre.
¡Qué fuerza más enorme será —es ya– la mujer española, tan pronto como se libre del sofocante encierro de la casa-cárcel! En toda su existencia un vergonzoso engaño la ha inclinado hacia la tierra, la ha corroído por dentro, como la herrumbre. En casa a pelo, con pantuflas, con el vaho del jabón sobre el barreño lleno de ropa, entre los chillidos de los niños y los comadreos —propios de un harén– de las vecinas, siempre culpable y resignada ante el marido. En la calle, ante la gente —con tacones altos, jugando con la seda de sus piernas, con susurro de abanicos, seductora, con la boca entreabierta tierno y lujoso animalito, tentación para los que la ven, orgullo para el marido-propietario—. Públicamente, servilismo ante la mujer, parodia vulgar, empalagosa, de la veneración caballeresca ante las hermosas damas; en familia, altanería y brutalidad hacia la mujer, impúdica explotación de su trabajo durante el día, de su cuerpo por la noche, insultos y golpes. He visto, por casualidad, a través de una ventana de una vivienda bastante acomodada, cómo el señor daba patadas a la señora. Le daba coces con el tacón, volviéndose de espaldas, como un chivo. Daba gritos, coceaba, echaba a correr un instante, y vuelta a empezar. La dama, sin falda, con sostén, con zapatos de tacón alto, con ligas color naranja, también gritaba, pero no ofrecía resistencia; una criatura lloraba sobre un diván. De la pared, colgaba el retrato del general Bolívar, con perilla y las puntas del bigote en alto.
La mujer entra en el ejercicio de sus derechos humanos; no desde el derrocamiento de la monarquía ni con los primeros mandatos de diputados a Cortes para Victoria Kent y Dolores Ibárruri, sino ahora, cuando la guerra civil ha fecundado el país con una revolución popular democrática, ha abierto las casas, ha arrancado cortinas y biombos, ha revuelto la vida social y privada.
Recordaré a la mujer con dos niños sobre un borrico flaco, entre las grises colinas de Aragón recalentadas por el sol, una viuda a la que los fascistas le habían asesinado el marido y le habían incendiado la casa. Recordaré a ocho mujeres que vinieron a Lérida de las aldeas Sierra y Luna. Al entrar en estas aldeas, los fascistas comenzaron a violar a las muchachas, a cortar el pelo al rape a sus madres y hacerlas pasear luego por las calles. Después de semejante escarnio, ocho mujeres huyeron. Los cabellos son el principal adorno de una española, vieja o joven, rica o pobre. La mujer española cuida siempre de sus cabellos, se los riza caprichosamente. Pero las ocho campesinas mostraron sus cabezas rapadas a todo el mundo, convirtieron la afrenta en distinción. «No queríamos, pero los fascistas nos han hecho soldados. Y combatiremos como soldados mientras los cabellos no nos lleguen a los hombros.» Recordaré a Conchita que en el Guadarrama cogió el fusil de su novio muerto. Y a las jóvenes comunistas Lina Odena y Aurora Arnáiz, con mono, pistola al cinto, al frente de importantes destacamentos, y que han organizado a miles de jóvenes españoles en defensa de la libertad. Y a María Carrasco, mujer de mucho genio, mecánico en el aeródromo de Cuatro Vientos, que trepaba por los motores, manchada con la grasa de las máquinas, y no dejaba que el aviador se fuera al combate mientras no hubiera ella comprobado hasta el último tornillo. Y a quinientas mujeres que se presentaron el primer día de la guerra civil a los hospitales de Madrid ofreciendo su sangre para las transfusiones: «Nuestros maridos dan su sangre en el frente, ¡nosotras queremos devolverla en la retaguardia!...» Y a Estrella Castro, famosa cantante, cuyos altos trinos resuenan en las posiciones con el sólido acompañamiento de la artillería pesada. Y a María Teresa León, en la carretera de Talavera, con su pequeño revólver de plata. Y a Marina Ginesta, callada, atenta, con los cabellos cortados a lo chico, combatiente en las barricadas de la plaza de Colón, concienzuda mecanógrafa y traductora. Ésta es la auténtica mujer española que ha descubierto, siguiendo a Dolores Ibárruri, en la hora difícil de la lucha del pueblo, su verdadera imagen, firme y enternecedora.
Los nobles caballeros que exaltan la «belleza, la nobleza y la santidad» de la mujer española, han mostrado ahora cuáles son sus maneras caballerescas.
En el pueblo de la Rambla, en la provincia de Córdoba, mataron a pedradas a todas las mujeres de los antifascistas en la plaza del pueblo. Las madres cayeron con sus hijos en brazos.
En Puente Genil, Andalucía, violaron a treinta mujeres, a todas les atravesaron los pechos con las bayonetas y las arrojaron al río. Violar y traspasar los pechos responde a la receta de los infinitos libros pornográficos sobre perversiones sexuales, literatura predilecta de los hijos de mamá fascistas. El ahogar en el río ya es en calidad de iniciativa personal.
Y aquí, en Toledo, en el alto castillo, ante nuestros propios ojos, los caballeros portadores de las tradiciones históricas, han colocado a las mujeres-rehenes en el piso alto para que los obuses caigan primero sobre ellas, y se han guarecido tras sus cuerpos.
Las mujeres de la cola de la lechería me convencieron de que visitara a la hechicera toledana Isabel Delgado y me acompañaron a su casa. La hechicera resultó ser auténtica. En su tenebrosa covacha, junto a la iglesia de Santa Úrsula, entre lechuzas disecadas y murciélagos, hervía en una cacerolita eléctrica su filtro mágico. Las mujeres vocearon largo rato, explicaron lo bueno que yo era y de qué país había venido. La vieja llenó un frasquito con el bálsamo milagroso; para untar un hombro dislocado o para caso de herida, y si no duele nada, para limpiar los dientes, que quedan blancos como el azúcar. Pero la muchacha-miliciana abiertamente y ante todas las demás, se burló del bálsamo y juró por la memoria de su madre que nunca había probado ni probaría filtros de curanderos.
16 de septiembre
Es agradable estar en el Quinto Regimiento. Aquí se descansa de la confusión y del desorden, y uno se siente reconfortado al ver los contornos del Ejército Popular de mañana. Aquí, la gente, aunque por su aspecto es la misma que alrededor, actúa, piensa y habla de manera distinta; con cierto firme eje interno, con cierto sentido de responsabilidad.
En la calle de Lista, en un pequeño hotelito, se encuentran el Estado Mayor, la Sección política y diversas oficinas. A diferencia de lo que ocurre en otras instituciones, aquí hay limpieza, orden y silencio. Aquí —esto también es muy raro en Madrid– se trabaja de noche.
En otro lugar, en un gran monasterio, se hallan instalados los cuarteles, los depósitos y el centro de instrucción. Por el patio inmenso desfilan los voluntarios. Hay grupos muy diversos; pasando de uno a otro se ven todos los estadios de la instrucción y se observa el cambio en el aspecto de los hombres. He aquí a unos magros y encorvados adolescentes de Vallecas —el Marinaia Roscha [3]de Madrid—, se mueven torpemente a la derecha, a la izquierda, media vuelta, imarch!, tropiezan, bromean; he aquí ya unos movimientos aceptables y manejo del fusil, con palos en vez de armas. He aquí ejercicios de tiro; a cada combatiente se le permite hacer tres disparos. En las condiciones actuales, esto es un lujo inaudito.
El Quinto Regimiento, más bien que una unidad militar es un comisariado de guerra, un centro de instrucción. Los batallones y compañías formados e instruidos por el Quinto Regimiento de la milicia popular, combaten en distintos sectores —en el norte, en el sur y en el centro de España—. Las instrucciones militares, los folletos políticos, las octavillas y los carteles de la sección política del Quinto Regimiento se difunden entre todas las tropas republicanas.
El Quinto Regimiento es, al mismo tiempo, un regimiento. Tiene su Estado Mayor, y ejecuta algunas operaciones que le encomienda el Alto Mando. Tiene un núcleo básico, bien formado —varios miles de combatientes—junto a Madrid. En total, el Quinto Regimiento ha instruido ya cerca de treinta mil hombres. Esto, naturalmente, es extraordinario para un regimiento, incluso en tiempo de guerra. Pero ahora, en España, se está lejos de poder observar los cánones militares. El nombre del Quinto Regimiento da cohesión a las unidades, confiere autoridad a los mandos, dignidad y valentía a los combatientes de la milicia popular. Este nombre obliga. Es necesario leer periódicos y limpiar el fusil. Es necesario cumplir las órdenes y abrir trincheras. Es necesario explicar con claridad y, sobre todo, honradamente, lo que se ha visto en descubierta. Esto constituye un arte muy poco común: los exploradores y demás testigos oculares, por ahora, raras veces ven al enemigo en cantidades inferiores a tres mil soldados acompañados de diez mil jinetes de la caballería mora, montados sobre briosos corceles.
El Quinto Regimiento ha surgido de las primeras y pequeñas unidades de choque creadas por los comunistas para el frente de Guadarrama. Eran los mejores proletarios madrileños, los más arrojados, aunque sin experiencia militar. Aprendieron sobre la marcha, combatiendo. Por su valentía, su conciencia y su lealtad, se han convertido en los primeros soldados y los más firmes del ejército antifascista. Han establecido entre sí una ley sencilla y no escrita: si uno huye ante el enemigo, otro tiene el derecho a matarle de un tiro.
Ahora, las primeras «compañías de acero» obreras han quedado muy diluidas con gente nueva —campesinos, intelectuales, anarquistas—. En ello está su debilidad, en ello está su fuerza. Su debilidad, porque en cierto grado han perdido su carácter monolítico, la densidad combativa de los primeros golpes de la compañía. Su fuerza, porque los combatientes de choque comunican sus cualidades a un gran número de hombres, en la instrucción y en el combate crean numerosos cuadros nuevos de soldados valientes y disciplinados, luchan contra el individualismo y la indisciplina.
El voluntario que se inscribe en el Quinto Regimiento ha de responder, ante todo, a tres exigencias. En primer lugar, ha de poseer unos conocimientos políticos por lo menos elementales o, en último caso, ha de tener un mínimo de conciencia política. En segundo lugar, ha de gozar de buena salud. En tercer lugar, ha de tener cierta habilidad deportiva, por pequeña que sea. Partiendo de ahí, el Regimiento empieza la ulterior instrucción del combatiente. La instrucción dura, como máximo, diecisiete días. Pero pocas veces logra darse esa instrucción máxima. Por término medio, la preparación del combatiente dura de ocho a diez días. A principios de la guerra, los combatientes salían hasta después de dos días de instrucción. Lo demás tenían que acabar de aprenderlo en el combate.
El Estado Mayor mantiene enlace con todos los batallones formados por él y, a través de los batallones, con todos los frentes. Gracias a ello, la Sección de información del Estado Mayor y la Sección política redactan partes de guerra mucho más detallados y precisos que el Estado Mayor Central del Ministerio de la Guerra.
Ahora el Regimiento ha organizado escuelas de infantería y de caballería y cursos para suboficiales. Una vez por semana, el mando reúne a los comandantes de los batallones y analiza con ellos los combates y las operaciones.
El Comité Central del Partido Comunista se ocupa mucho del Quinto Regimiento, procura mostrar, con el ejemplo de esta organización, el modo bolchevique de organizar las fuerzas armadas del pueblo; a través del Quinto Regimiento quiere ofrecer el principio del ejército regular del pueblo. Todos los miembros del Comité Central, directa o indirectamente están ligados al Regimiento y le ayudan. El trabajo de todos los días lo lleva Carlos o, como le llaman aquí, el comandante Carlos, comisario, el hombre más popular del Quinto Regimiento.
Carlos es italiano; habla en español como si fuera su lengua materna; habla también a la perfección inglés, francés y alemán, y hasta habla algo en ruso. Es un combatiente revolucionario infatigable. Se las arregla para estar en todas partes, y en todas partes se alegran cuando ven su figura maciza, pero al mismo tiempo ágil y vivaracha, cuando resuena su habla, con voz de bajo, entreverada de bromas y palabras gruesas, Carlos es infatigable, funciona las veinticuatro horas del día, posee un talento innato para organizar y animar a la gente sobre la marcha. Las cosas van bien en torno de él, y así el Quinto Regimiento se ha encontrado con talleres de armas y cartuchos, panaderías, talleres de uniformes militares, estudios para cartelistas, secciones de cartografía, imprentas y destacamentos de zapadores. Carlos muestra como un guía, toda esta obra, con extraordinario entusiasmo, con la alegría del hombre animoso y consciente. Cada día crea algo nuevo. El Quinto Regimiento ha organizado un servicio de intendencia y manda a los intendentes en ayuda de sus unidades. Aquí se preocupan no sólo de las vituallas, sino, además, de la reparación de calzado, de los servicios de peluquería, del lavado de ropa y de muchas otras cosas sobre las que tienen pereza de pensar comandantes muy revolucionarios y muy frivolos. En el depósito de armas, Carlos muestra el fichero establecido para los fusiles. En la situación actual de España, puede parecer cómico establecer un fichero para los fusiles, cuando el enemigo presiona sobre Madrid. Mas, por ahora, el orden, el orden más prosaico, es lo que más falta hace a las tropas republicanas. Fusiles hay muy pocos, y el Regimiento enseña a sentir responsabilidad por el fusil y su estado.
Está bien iniciado el trabajo de la sección política. Aquí se ocupan del combatiente y de su familia: una comisión especial da noticias de aquél a los parientes, los visita en sus casas, reenvía las cartas. La Sección política edita en cuarenta mil ejemplares el diario Milicias Populares,proporciona materiales a los «delegados políticos» o, con otras palabras, comisarios, destinados a las unidades. Éste es un trabajo muy delicado. La sección política, lo mismo que todo el Quinto Regimiento, está dirigida por el Partido Comunista; los comisarios son los representantes del Frente Popular en su conjunto, y no es raro que algunos pertenezcan a otros partidos.