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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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—Soy un soldado, a mí me dan órdenes.

De todos modos, los disciplinados militares del ejército italiano en el frente de Guadalajara han dado muestras, también, de cierto espíritu de iniciativa: a los prisioneros se les han encontrado viejos pergaminos, miniaturas y otros objetos del pasado y de arte que habían robado en la catedral de Sigüenza.

A uno de los soldados prisioneros se le ha encontrado el siguiente documento:

«Por orden de su majestad el rey, Bessi Benzo, hijo de Giuseppe, del reemplazo de 1910, es llamado a las armas. Está obligado a presentarse y entregar la presente orden al mando de la 35 legión, en la ciudad de Spezia, a primeras horas de la mañana del día 25 de noviembre de 1936. Según la ley, será usted entregado a los tribunales si no se presenta, sin causa justificada, en el plazo indicado. Ciani Ferdinando».

El documento lleva el sello del mando de la 90 legión y el escudo oficial del Estado italiano.



22 de marzo


Estábamos en el nuevo puesto de mando de Lukács, en una minúscula aldehuela, colgada, como nido de águilas, en el rellano de unas altas peñas. «Ahora comeremos cordero asado, querido Mijaíl Efimovich», dijo como un buen anfitrión el general español. Se paseaba sin guerrera, en mangas de camisa, con el cuello desabrochado, preguntando por el cordero e interesándose para que echaran más leña al fuego. Para cuando la carne estuviese asada, Lukács preparó vino y un gramófono con la placa «Capitán, capitán, sonría»; [20]puso otra aguja. Tres aviones alemanes volaban sobre la aldea. Los soldados se refugiaron en las cuevas. Las explosiones resonaban contra la piedra de las rocas, pero no causaban daños.

—Se enfadan —dijo Lukács—. No están contentos. Les hemos dado una zurra. Como a unos Jaimitos. Y aún les daremos otras. Si no antes, más tarde. ¡Aún pelearemos, querido Mijaíl Efimovich!



23 de marzo


¿Qué ha sucedido con las tropas italianas en Guadalajara? Vale la pena meditar sobre esta cuestión.

El cuerpo expedicionario del general Manzini había sido trasladado desde el sur, desde Cádiz y Málaga, al frente de Aragón, y desde allí, a través de Sigüenza, al sector de Guadalajara con la misión de apoderarse de la ciudad de este nombre y Alcalá de Henares para completar luego el cerco total de Madrid. El estado de las tropas no podía ser mejor; así resulta evidente de todas las declaraciones de los prisioneros, de los documentos capturados en los estados mayores y de la situación misma que se produjo para los italianos al comienzo de la operación. Las unidades habían descansado magníficamente después de lo que se había llamado «heroica toma de Málaga» y que en realidad fue una simple expedición armada contra una ciudad indefensa, presa del pánico.

Sabido es que una parte importante del Estado Mayor de Málaga no sólo estaba en relación con los fascistas, sino que, además, se quedó en la ciudad hasta su llegada. Después del fuego de artillería por tierra y por mar, después de un contundente bombardeo aéreo, la infantería no tuvo más que penetrar sin combate en la soleada Málaga, famosa por sus vinos de ámbar. La memoria de aquellos paradisíacos días se ha conservado en todos los libros de notas de los prisioneros italianos. Ante Málaga, no encontraron tanques; en todo el sector malagueño, por el sabotaje del Estado Mayor, no tenían los republicanos más que cuatro pequeños carros blindados. Lo único que inquietó a los italianos fue una decena de aviones de caza; los aparatos de bombardeo estaban ocupados con la flota fascista.

Todo esto hizo que los invasores se sintieran como quien participa en una fiesta. La guerra de Abisinia comenzó a ser recordada como una atormentadora pesadilla. En efecto, ¿qué vale ese desierto africano con sus lamentables chozas de barro etíopes si al lado, a poca distancia, hay otra Abisinia con un clima maravilloso, con ciudades admirables, con hospitalarios fascistas españoles, con amables señoritas? Tres semanas después, la soldadesca italiana empezó a comportarse en el país, que pertenece a un pueblo de vieja cultura, como en la más salvaje colonia sometida.

Tampoco en Guadalajara el cuerpo expedicionario esperaba encontrarse con una resistencia más o menos seria. Los servicios de espionaje informaban —y los datos eran verdaderos– de que en las montañas había muy pocas tropas republicanas, de que todas las fuerzas habían sido llevadas al Jarama. Un golpe repentino debía coger por sorpresa a Guadalajara y llevar a las tropas italianas a los alrededores de Madrid. A los soldados se les explicó que los republicanos carecen de toda aviación y que, si tienen tanques, tales máquinas no van a la montaña.

Las divisiones motorizadas comenzaron su nueva marcha con todo el esplendor de su armamento y de sus equipos. Varios miles de camiones adaptados para el fuego de ametralladora y de fusil, un enorme parque de artillería compuesto de varios centenares de cañones de diferentes calibres, un gran parque de tanques, nutridísimas reservas de obuses y municiones, recursos químicos para la guerra, ¡es difícil imaginarse un ejército europeo mejor dotado! Únicamente el servicio sanitario del cuerpo de ejército ha resultado muy pobre. El mando no pensó en él. O, quizá, no creía que se necesitara...

Los primeros días de la irrupción no hicieron más que confirmar las esperanzas de los invasores. Arrojando de sus posiciones a los escasos destacamentos de montaña, el cuerpo motorizado se acercó sin dificultad casi hasta la propia Torija. Adelantándose a los acontecimientos, los partes de guerra fascistas dieron la noticia de que habían conquistado Taracena y hasta los arrabales de Guadalajara, ¡se adelantaban casi en treinta kilómetros! Tanto más inesperada y dolorosa resultó la contundente réplica de los republicanos.

Los prisioneros cuentan:

—Todo se nos ha venido encima como una pesadilla. ¡Ataques de la infantería con tanques, lucha a la bayoneta, combate nocturno con lluvia a raudales, caballería en el flanco, vuelos incesantes de la aviación!

—Después del tercer bombardeo, nuestro capitán se escondió en el sótano de una casa de campo. Lloraba como un niño. Me dijo: «¡Haced lo que queráis, muchachos, yo ya tengo bastante!» Cambiamos impresiones: ¿qué hacer si los oficiales nos abandonaban? La mayoría consideraba que lo más cuerdo era, sencillamente, tumbarse en el campo y esperar que alguien nos recogiera, los nuestros o los vuestros.

A los soldados italianos les causó una impresión singularmente penosa el hecho de que el mando fascista no organizara la retirada de sus propios heridos del campo de batalla. Ahora, los hospitales de Guadalajara están repletos de heridos italianos, los hay a centenares. Cuando el médico se acerca a las camas, los prisioneros no pueden contener las lágrimas. Intentan besar las manos de los cirujanos y enfermeras, les agradecen enternecedoramente su misericordia.

Se sigue haciendo prisioneros, y no sólo en el combate. No pocos soldados, sencillamente, han echado a correr y se han dispersado por los bosques, por los huertos y cementerios. Hambrientos, lamentables, buscan a quién entregarse.

A las filas republicanas se han presentado hoy quince evadidos. Casi todos han preguntado dónde está el batallón Garibaldi. Éste es un público deseoso de mayor actividad.

«Queremos luchar junto con los italianos contra el fascismo», han declarado.

Pero la mayor parte de los prisioneros están muertos de miedo, desconcertados, como durante un terremoto, desmoralizados, como gente que acaba de despertar de un sueño, como si acabaran de venir al mundo.

Este último fenómeno, es decir, la desmoralización de unidades enteras al primer choque serio con un enemigo menos numeroso y peor armado, es más interesante que el resultado final de los combates en el frente de Guadalajara y sus consecuencias inmediatas. Esto es lo más aleccionador para valorar el estado interno del ejército fascista. Vemos cómo ante la faz de un verdadero peligro se desprende toda la cáscara en que está cuidadosamente envuelta la «unidad combativa» del imperialismo fascista, vemos cómo por debajo de ella queda desnudo el hombre vivo, a quien el fascismo ni siquiera en quince años ha podido ganar, en masa, para sus fines.

Es sencillamente asombroso ver esta humana desnudez, esta mezquindad ingenua y simple de quienes eran ayer soldados del orgulloso imperio fascista, hoy prisioneros del Ejército Popular español.

Desde luego, en todas las guerras se han cogido prisioneros. Con mucha frecuencia, la masa de los soldados de filas, al encontrarse sin mandos, se convertía en rebaño, en una muchedumbre de indefensos hombres, perdida su moral militar y civil, indiferentes a su honor militar y nacional, dispuestos a servir a sus nuevos amos, a abrir trincheras para ellos e incluso a disparar contra sus amos antiguos. iPero se trataba de ejércitos capitalistas anteriores al período fascista, reunidos a toda prisa, sin selección política, por el método de la movilización general! Tenían una idea muy confusa de por qué combatían y, si lo sabían, se sentían indiferentes u hostiles a los fines de la guerra... En cambio ahora tenemos delante a la selecta juventud de camisas negras, constituida, sin excepción, por miembros del partido fascista; cabe decir que son la vanguardia de combate, la esperanza y el orgullo de Mussolini, sus mejores hombres, a los que manda encendidos saludos personales.

Los jefes fascistas han estado educando a dichos hombres durante tres lustros en las escuelas, en los desfiles solemnes, con ayuda de su altisonante fraseología, de sus teorías individualistas y de su culto al superhombre. Entre los prisioneros hay jóvenes a quienes el régimen fascista ha educado desde la cuna; cuando Mussolini ascendió al poder, ellos habían cumplido tres años. Ahora, después de haber pasado una noche bajo el techo de sus enemigos, maldicen al Duce y todo su imperio. ¡No han echado raíces muy hondas sus quince años de educación fascista!

Desde luego, la parte alta del ejército está más estrechamente ligada al régimen fascista. Pero también ella, en general, ha resistido muy mal la prueba de la guerra. La retirada de los hombres llenos de pánico, la pérdida de los cañones, la desmoralización de los soldados ha causado una impresión estremecedora al mando fascista. Los republicanos han hallado los cadáveres de cuatro oficiales italianos, un teniente coronel y tres capitanes, que se han suicidado. Los suicidas no hicieron más que anticiparse a los acontecimientos: nuevos prisioneros han contado que el 19 de marzo el alto mando fusiló a los jefes de dos batallones por la huida de sus unidades.

He aquí unas líneas del diario de un capitán italiano prisionero:


«A medida que los acontecimientos se desarrollan, decae mi entusiasmo. Lo que más abruma es el burocratismo, las intrigas y la incapacidad de nuestro ejército. En torno, sólo mentira y engaño. Nos engañamos unos a otros y los españoles nos engañan a nosotros. La Falange Española sólo traga, bebe y espera a que le conquistemos Madrid para ella. De haber sabido que todo esto iba a ser tan repugnante, habría esquivado esta guerra que parece tan seductora vista desde lejos.»


Las divisiones italianas de Guadalajara, al recibir un golpe contundente, han puesto al descubierto toda la podredumbre interna y la vacuidad del militarismo fascista, la verdadera debilidad de su base humana fundamental. El poderoso armamento moderno, después de que quienes lo dominan dejan de dominarlo y de dominarse a sí mismos, se ha convertido simplemente en trofeo de guerra de unidades incomparablemente peor armadas.

Pero ha sido necesaria una condición indispensable: una réplica audaz, un golpe asestado con toda decisión, con toda la furia. Sin este golpe, el ejército motomecanizado de los italianos habría avanzado hasta Madrid y la fama de las armas italianas aún habría cegado más a quienes tienen tendencia a dejarse cegar. Sin el golpe, no se habría producido el pánico; sin el pánico, no habría trofeos ni enternecedoras lágrimas en los ojos de los prisioneros.

El fascismo es de una osadía sin límites cuando no ve al enemigo. Es cobarde, como el chacal, cuando le responden. Esto es, precisamente, lo que no comprenden los medrosos políticos de los gobiernos occidentales. Procuran enternecer a la bestia fascista y con esto sólo avivan su sanguinaria osadía.



25 de marzo


Después de los tensos días de Guadalajara, calma absoluta. Las tropas descansan. En el frente han aparecido excursionistas —delegados, escritores, periodistas de Valencia, de Barcelona, de París, de Londres y hasta de Nueva York—. Recorren los recientes campos de batalla, examinan sus huellas, fotografían los enormes depósitos de pertrechos de guerra capturados a los italianos, conversan con los prisioneros, se llevan recuerdos italianos.

Ernest Hemingway, con su humanidad corpulenta, algo tosca y fuerte, ha venido aquí. Se ha metido por todos los sitios en que hubo combate, ha visitado varias veces a Líster y a Lukács, ha trabado amistad con ellos; me ha dicho hablando despacio y dando sabrosas vueltas a las palabras españolas:

—Esto es una auténtica derrota. La primera derrota seria del fascismo durante estos últimos años. Esto es el comienzo de la victoria sobre el fascismo.

—Sí —he respondido modestamente—, por ahora no es más que el comienzo.

Me ha divertido esta propia modestia. Tras ella se escondía una increíble jactancia. ¡Les hemos dado una paliza, a pesar de todo! Los hemos zurrado como a unos Jaimitos, como dice Lukács. Yo lo he visto. He llegado a verlo. Empecé con los autobuses ante Talavera, he vivido los negros días de Toledo, la vergüenza de Aranjuez, la tragedia del Madrid abandonado, la desesperada lucha junto a los puentes, la dura y sangrienta escuela de Aravaca y Majadahonda, los dolores del parto del nuevo ejército junto a Las Rozas, la gran batalla del Jarama, para ver la victoria frente a los soldados de Mussolini. Y Miguel Martínez, venido con la vieja experiencia de la guerra civil en su juventud, la ha sometido otra vez a prueba aquí, la ha multiplicado, la ha fecundado en estas primeras trincheras del choque mundial con el fascismo.

—Por ahora esto no es más que el comienzo —he repetido—. Aún queda mucho por delante, malo y bueno.

—Pienso lo mismo —ha respondido Hemingway, enfurruñándose.



27 de marzo


En Valencia ya hace calor, los funcionarios del Ministerio de la Guerra se escapan a la playa, la milicia organiza redadas de bañistas y los devuelve a sus puestos de combate en las oficinas. Por todas partes, vastos planes y esperanzas.

Los comunistas, por fin, han adoptado una actitud más severa frente a Largo Caballero. Se va a la ruptura, a la crisis de gobierno. ¡Ojalá fuera pronto!

José Díaz se ha puesto muy enfermo; yace en la cama pequeñito, quieto, pensativo.

Dolores me ha preguntado:

—¿Es verdad que te vas?

—Sí.

—¿Volverás?

—Sí.

—Cuidado, no nos engañes. A nosotros nos duele que los amigos no cumplan lo que prometen.

Hemos comido juntos, Dolores y yo. Al principio, ella fruncía el ceño, callaba, desmigajaba el pan; luego ha hablado con vehemencia, se ha puesto a canturrear y bromeando me ha dado un amuleto de hueso.

—Para que vuelvas sin falta.

He atado el regalo de Dolores a la negra cinta con la llave del ataúd del capitán Antonio.

En la plaza tocaba un organillo, daba vueltas un tío vivo, los niños se reían. Los tranvías llevaban unos enormes carteles: «¡Todos al grandioso festival de música y danza por la victoria de Guadalajara!»



29 de marzo


En Barcelona, cae una lluvia tibia. La ciudad ha cambiado por completo. Han desaparecido las consignas, las banderas, las procesiones por las calles. Han aparecido taxis, pintados con los colores rojinegros de los anarquistas. Barcelona ha adquirido un aspecto serio, burgués. Pero algo bulle en su seno. En una enorme sala, ante millares de ávidos oyentes, el viejo y medio ciego poeta León Felipe, filósofo místico, lanza un apasionado llamamiento:

—¡Necesitamos una dictadura! ¡Sí! ¡Dictadura de todos! ¡Dictadura para todos! ¡La dictadura de las estrellas! ¡La dictadura del ensueño!

A muchos les brillan los ojos. Nadie sabe qué es eso de la dictadura de las estrellas. Probablemente algo bueno. A pocos interesan las noticias del frente. Barcelona vive entre el cielo y la tierra, entre el infierno y el paraíso. Dictadura del ensueño...



2 de abril


En la carretera, ante la garita fronteriza, un gordo inspector francés no quería dejar pasar el coche.

—Sólo iré en el coche hasta la estación de Cerbera, el automóvil volverá en seguida a España.

Se puso terco, luego accedió a dejar pasar el coche acompañado de un agente de policía.

En la estación, di un abrazo a Dorado.

En el quiosco vendían periódicos, cigarrillos, fruta, chocolate en cualquier cantidad. El último número de Jourcomunicaba: «La ofensiva emprendida por los rojos en Guadalajara, puede considerarse como definitivamente fracasada.» ¡Vaya qué tal, así resulta que se ha tratado de una «ofensiva de los rojos»! Y nosotros sin enterarnos...

En el compartimento estaba solo. Me desnudé, me acosté, apagué la luz. No sé cuánto tiempo pasó —comenzó un largo, un monstruoso bombardeo—. Los aviones volaban a poca altura, sobre nuestras mismísimas cabezas, con furioso rugido y chirrido, todos me apuntaban a mí. Las explosiones se sucedían unas a otras, cada vez más fuertes, cada vez más implacables. Por fin abrí los ojos. No había bombardeo. El tren retumbaba en la oscuridad. Y por primera vez experimenté con tanta fuerza, tan hondo, sin nada que los contuviera, la tristeza, la alarma y el dolor por este pueblo ensangrentado, sentí la quemadura del miedo por su destino, se levantó en mi ser una ira irrefrenable, furiosa, por los sufrimientos de este pueblo, por sus víctimas, por la injusticia, por la desigualdad de fuerzas, por la insolencia y la impudicia de los verdugos.



10 de abril


Echado aquí, sobre la espalda, se ve un buen trozo de cielo fresco y luminoso y en él se mueven las cimas de los árboles. ¡Qué árbol más hermoso, el pino! El tronco de esta poderosa planta se eleva cual columna recta, airosa. Junto a la tierra, es rudo, está cubierto por una gruesa corteza oscura, rugosa. Cuanto más arriba, tanto más claro es; luego, la corteza se vuelve roja cobriza, lisa, suave. Arbol modesto y noble, no es caprichoso, no exige ni calor ni humedad. Es amigo del terreno seco; podéis tumbaros tranquilamente bajo un pino, no hay ni humedad ni cosa podrida; en un bosque de pinos respiran libremente los pulmones débiles. El pino es amigo de la luz y por esto se libera rápidamente de las ramas inferiores; con su cima verde se lanza hacia la altura, hacia el sol. Cuando los troncos cobrizos de un pinar son iluminados por los rayos del sol, se vuelven dorados; éste es uno de los espectáculos más hermosos que la naturaleza ha dado.

El pino es la palmera de nuestro hemisferio septentrional. Se eleva desde Asturias hasta el Amur, desde Yakutia hasta la zona subtropical. No lo conocen tan sólo las regiones bajas, húmedas, pantanosas y herbáceas: Dinamarca, Inglaterra, Irlanda. Tampoco él las conoce. Pero el pino es, sobre todo, naturalmente, Rusia. Osos y pinos... Hay también osos del Himalaya, negros, pequeños. Hay pino negro en los Balcanes, en Sicilia, con púas muy velludas. Son buenos osos, es un buen pino, pero no es lo mismo.


En el norte, salvaje y solitario

se yergue el pino sobre una desnuda elevación.

Dormita acunándose, de esponjosa nieve

Cual hermosa casulla, vestido.


Esto lo escribió Heine y al ruso lo tradujo Lérmontov. Las casullas de nieve, a menudo son peligrosas para el pino, lo ahogan. De las avalanchas de nieve perecen en el norte, cada invierno, centenares de miles de pinos.


Y siempre sueña el pino que en el lejano desierto.

En aquel lugar donde sale el sol.

Sola y triste, en el peñasco abrasador.

La espléndida palmera crece.


El tema de la poesía de Heine-Lérmontov es trágico. Es el tema de la separación eterna, es el tema de los dos amigos que nunca, nunca, se encontrarán, es el tema del ensueño no realizado. Ambos poetas eran unos enamorados de la vida, del ensueño, y ambos murieron absurda, injustamente, hasta el punto que dan ganas de llorar. A Lérmontov, deportado por el zar, le pegó un tiro un ocioso capitán. Arrojado de su patria, Heine se fue consumiendo poco a poco en su «tumba de colchón», como llamó a su lecho de tortura. En el octogésimo aniversario de la muerte del poeta nacional de Alemania, sus obras se editan en lengua alemana únicamente en una ciudad, en Moscú.

Pero el pino y la palmera, pese a todo, se encuentran. A la palmera le es difícil elevarse hacia el norte, el pino desciende fácilmente hacia el sur, a su encuentro. Esto puede verse en Sujumi, en Novi Aton, en Cataluña, en Almería. A lo largo de la cálida orilla marina, sacudiendo al aire sus ostentosos peinados, se extienden en ligera formación las palmeras. Encima de ellas, en la terraza arenosa y pétrea, extenuados de calor, entre efluvios secos y resinosos, se apiñan fuertes y gigantescos pinos. No hay mezcla más mágica que esta mezcla de vientos y olores.

Nosotros tenemos pinos y palmeras. Somos ricos, nuestra casa es fecunda y espaciosa, se extiende por las estepas sin fin, está cubierta por el Pamir, el techo del mundo. ¡Qué tranquilidad, aquí! ¡Qué seguridad, aquí!

Los niños juegan debajo de los pinos. Son los niños de aquí, del pueblo de Odintsovo. Son cinco, todos ellos de diferente tamaño. Juegan al escondite, corren entre los pinos, corren ora silenciosamente ora prorrumpiendo, de súbito, en carcajadas, y entonces el alboroto llega hasta los cielos. Los niños en todas partes son niños, pero en todas partes son distintos. A un pequeño ruso no lo confundes con ningún otro: por la manera de llevar el cinto (es muy amigo de llevar cinto), por la manera de encasquetarse el gorro, por el corte de pelo al rape, al cero, por la rápida manera, un poco a lo oso, de andar, de correr, de trepar a los árboles, por la mirada franca, severa y alegre, debajo de las rubias cejas.

Han dejado de correr, empiezan a charlar. Ya no son, éstas, las antiguas conversaciones acerca de la comida, de los racionamientos, de los suministros. Los niños están bien nutridos, van bien vestidos, aunque con sencillez, hablan de diversiones, de viajes, de aventuras, de hazañas —y, en general, no sólo de paracaídas y rompehielos, como suele ser corriente en la bien cuidada literatura infantil—. Se discute si se puede educar a una ardilla, pero educarla lo que se dice bien. Que no muerda a nadie, que duerma al lado, en la almohada. Los más pequeños creen que es posible, pero Vasia —tiene diez años– supone que volver a forjar por completo a la ardilla es imposible:

—No hay que creer en las ardillas. A las ardillas les gusta llevar la contraria. Pasha tenía toda la confianza en una y la ardilla le mordió un dedo.

—No se lo mordió, sino que se lo mordisqueó. Lo que has de hacer tú, Vasia, es mentir menos, saldrás ganando.

Los niños exigen a Pasha que muestre la huella de la perfidia ardilla. La huella es muy pequeña, sin interés. Luego comienzan a hablar de los cazadores; después, de las bicicletas, luego de los sellos de correo. Esto es nuevo. Antes, en las aldeas, los niños nunca hacían colección de sellos de correo. Después, la conversación versa, naturalmente, sobre España.

—¿Y qué hacen allí los niños? ¿Matan a los fascistas?

—¡Por qué van a hacerlo ellos! Quienes luchan contra los fascistas son las personas mayores, los niños las ayudan.

—¿Llevan cartuchos?

—A veces también llevan cartuchos. Y también ayudan a construir barricadas. Y lo que es más importante, trabajan en sus casas, ayudan a sus madres mientras los padres combaten en el frente.

—Y cuándo una bomba destruye sus casas, ¿adonde van?

—Entonces, los pobres, no tienen adonde ir. Entonces son niños sin hogar. Todo lo más, se refugian en el metro.

—¿Es hermoso el metro?

—No lo es.

—Que vengan con nosotros. Les daremos casa. Que vivan en nuestro metro, que se cojan aunque sean cinco estaciones.

—¿Y cómo nos arreglaremos entonces nosotros?

—Entonces, viajaremos por las demás estaciones. Nos bastan. O construiremos otras nuevas. ¿Y hablan en ruso?

—Algunos hablan.

Los niños empiezan a reflexionar de qué modo podrían sacar niños de España y traerlos acá.

Hay que traerlos, desde luego, en aviones. El problema está en saber cuántos caben en cada avión.

Vasia explica que los aviones a veces tienen las alas vacías —allí también se puede meter a los niños—. Y habrá que taladrar agujeros para que los niños puedan respirar. Porque hay que volar muy lejos.

Les hablo de mi pequeño amigo Severo, el vendedor de periódicos que se ha quedado en Madrid.

Los niños de Odintsovo escuchan en silencio loque les digo de Severo, callan y suspiran. Para ellos resulta claro que las cosas, al muchacho, no le van demasiado bien.

—Tío Misha, tráelo aquí, a Odintsovo.

—¿Y qué hacer con los demás, sus hermanos y hermanas? También da pena dejarlos a ellos. Hay que recogerlos a todos y traerlos a nuestras casas.

—En invierno los llevaremos al Cáucaso. Allí no hace frío, allí hay palmeras y tigres, todo lo que ellos estiman.

Los niños españoles de ojos negros han aparecido en nuestra capital. Vagan por las calles, por las plazas, ante el mausoleo de Lenín, en la Casa del Ejército Rojo, en bandadas. Los miro con emoción. Un gran chalet de la calle de Piragovskaia está lleno de sus gritos y bullicio. Los pequeños asturianos, vascos, andaluces y madrileños hacen gimnasia y movimientos rítmicos. Un guía de Riazán, rubio, con el pelo casi al rape, manda con su acento regional, en ruso:

—¡Más largo el paso! ¡Fernando, no te retrases! A ver, muchachos, vamos a repetir este movimiento para que lo aprendáis bien. Cuando volváis a España dejaréis a todos sorprendidos. ¡Venga!

La «profesora» madrileña, finita, con altas cejas cómicamente sorprendidas, repite con ellos canciones rusas:

—¡Tres-cuatro!... «Iesli sa-vtra voina, iesli sa-vtra v pojod...»

Termina la lección, sale corriendo a la calle, golpea, presurosa, con los tacones, empuja a lo moscovita para subir al tranvía. En el comedor, repite insistente al camarero:

—¡Pura! ¡Pura!

Esto significa agua pura, no gaseosa. Agua corriente, pura, agua fría del grifo, como la que los madrileños beben siempre con satisfacción a la hora de la comida. El camarero escucha con atención largo rato, por fin trae un vasito de agua hervida...

Los niños de Odintsovo, como todos los niños soviéticos, como todos nosotros, tenemos casa. Es difícil abarcar con la imaginación toda la grandeza de este estado de conciencia ahora, cuando la humanidad por todo el planeta se queda sin casa. Se desploman los tejados, las paredes y las cercas, se vulneran las fronteras, irrumpen los bandidos; el fascismo hace de los pueblos unos vagabundos en sus propios países.

En nuestra sensación de casa entran no sólo la geografía, la tierra, los pinos y las palmeras, las bayas y los limones, los esperinques y las ballenas, en esta sensación entra, asimismo, la seguridad en el tiempo. En nuestra casa, cada individuo tiene futuro. Los niños de Odintsovo, ya desde el momento de nacer tienen un camino; avanzan por los raíles y ellos mismos serán quienes cambiarán las agujas hacia donde quieran, y ya ahora se dan cuenta de ello. Cada niño puede llegar a serlo todo; en nuestra casa lo que no es posible es quedarse siendo «nada». Y éste es el destino de cada pobre allí, en el extranjero.

Pero en todas partes donde la clase obrera, los trabajadores, llegan a empuñar las armas para su lucha liberadora o aparece por lo menos la posibilidad de presentar con el Frente Popular grandes obstáculos al fascismo, aunque preparados de prisa y corriendo, se aviva el sentimiento nacional, se fortalece la conciencia y la sensación de patria, de casa propia, aunque no lo sea por entero. Y en estos mismos lugares, como por ejemplo en España, los provocadores de Trotski se apresuran a reírse de este sentimiento, se burlan de él, aseguran a los trabajadores que no tienen por qué ni para qué batirse, que ellos no tienen casa ni la tendrán nunca. ¡Los obreros los rechazan, hacia los fascistas!

El «sentimiento de casa» soviético no es egoísta. iCuán poco se parece al chovinismo fiero de los países reaccionarios! En ellos, la primera palabra del símbolo nacional de la fe, es el odio animal a los hombres de otra sangre, de otra lengua, es la exigencia de echar a todos los extraños. El patriotismo soviético es magnánimo. Los muchachos de Odintsovo, si pudieran, acogerían bajo el techo soviético a todos los que sufren, a todos los desheredados, a todos los hambrientos, a todos los humillados. Y esto no son sólo palabras, esto puede comprobarse.

Esto puede comprobarse en Moscú, en Odesa, en Alicante. En Moscú, en la calle de Bolshaia Piragovskaia. En Odesa, cuando los morenos muchachitos, mandados por los padres sin albergue al seguro refugio del cielo soviético, abren ampliamente ojos y bocas para comerse los primeros bocadillos con mantequilla, en los espaciosos palacios de pioneros, en las alegres pistas de juegoy en el resinoso pinar. En Alicante, cuando aparecen en el paseo de palmeras los marinos soviéticos, altos como árboles para mástiles, con sus rostros de Arjánguelsk, de Sarátov, del Ural...

Han llamado a los niños, están ocupados: recogen piñas para el samovar. Son piñas del año pasado, duras, elásticas, sonoras.

Entretanto, el pino empieza de nuevo a echar flor. Claro, no es el guindo, no es la acacia: el pino florece de manera muy humilde, casta, insensiblemente. Las yemas son tiernas, resinosas, olorosas. Finos brotes pardos, luego se entretejen formando suaves y flexibles pinochos.

Un poco más, y en el hálito de mayo se entremezclará este purísimo y estimulante aroma de nuestra palmera septentrional. ¡Qué bien se está en casa!

Pero nuevas divisiones fascistas acompañados de doscientos aviones de bombardeo de construcción perfeccionada han emprendido una gran ofensiva contra el país de los vascos. Han destrozado la vieja ciudad de Guernica. Se acercan a Bilbao.


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