Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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Pero ¿dónde está el segundo grupo? Miramos hacia abajo —algo pasa—. Los anarquistas no suben. Los sediciosos han dejado de ahorrar municiones y han establecido una cortina de fuego de ametralladora hacia la mitad de la colina. La unidad anarquista no se atreve a subir.
¡Pero nosotros hemos pasado! Un obrero con barbita se levanta, agita un pañuelo, llama a los que están abajo. Nos levantamos todos. Gritamos, agitamos los brazos.
—¡Subid! ¡Aquí estamos los comunistas! ¡No tengáis miedo! ¡Hacéis falta aquí!
Vemos que un pequeño grupo, cinco hombres, se precipita hacia arriba. Uno cae, los otros cuatro llegan hasta nosotros.
Permanecemos tumbados diez minutos más. La rabia nos consume. Bueno, saltaremos la pared nosotros mismos. Cordón nos divide en tres grupos. Dos reciben las escaleras; el tercer grupo trepa subiendo a hombros de sus compañeros.
Los que primero suben, entre ellos el obrero con barbita, lanzan unas cuantas granadas; tras ellos, después de las explosiones, subiremos nosotros.
¿Y luego? Luego nada. Tras de nosotros no hay una segunda oleada. Pero da lo mismo.
Nos hemos levantado todos del suelo y, de súbito, Cordón cae pesadamente, el amarillento abrigo en seguida se vuelve acarminado. Y el obrero de la barbita queda herido con la mano en alto empuñando una granada. La bomba no ha estallado de milagro; la mano inerte la ha dejado caer suavemente sobre la tierra.
Los cogen en brazos, se los llevan. Cordón grita con voz ronca:
—¡Ánimo, compañeros!
La sangre cae de él con frecuentes gotas.
El pequeño lanzador de granadas, el de la barbita, agita el brazo ensangrentado. Repite con voz sonora:
—¡Ánimo, compañeros!
Los combatientes dicen a los que se van:
—Haced todo lo posible para llevar a Cordón hasta abajo. No os apresuréis. Corred a trechos. Nosotros nos quedamos aquí. Estad tranquilos, nosotros nos quedaremos aquí hasta que nos lleguen refuerzos de abajo. Somos comunistas. Somos del Quinto Regimiento.
Permanecemos echados, pero los refuerzos no llegan. Así nos quedamos largo tiempo y el tiroteo poco a poco va apaciguándose. Llega la hora de la comida. Debajo de nosotros, en el monasterio de Santa Cruz, los anarquistas están comiendo. Detrás, en el Alcázar, encima de nosotros, los fascistas están comiendo. Nosotros estamos solos, muy hambrientos y con una sed espantosa.
Es sencillamente ridículo: subir por la pendiente del Alcázar al asalto, bajo el fuego enemigo, delante de todos; estar echados al pie de sus muros, coger con la mano la escalera de asalto, ¡y pensar sólo en una chuleta frita, en una botella de limonada!
Hora y media más. Se ha hecho un silencio total. El sol derrite los sesos. Y entonces, llenos de arrogante desesperación, trepando por las escaleras, subiéndose unos en los hombros de otros, los combatientes arrojan las granadas, todas cuantas tienen, al patio de la academia. iToma, Alcázar!
Estrépito espantoso, humo; caen las ramas de los viejos árboles del patio, rotas; tintinean los cristales; infernales estampidos de ametralladora en respuesta. Y nosotros corremos hacia abajo como muchachos que han tocado el timbre de una puerta principal y huyen por la escalera.
27 de septiembre
Voy en tren por primera vez desde que estoy aquí. De Madrid a Alicante, por la noche. Vagones cama, ropa limpia. En las plataformas y en los pasillos, guardia armada. El tren va poco menos que vacío, hacia esa parte ahora casi nadie viaja.
En la estación de Alicante nos reciben solemnemente unas autoridades. Se acercan automóviles, nos precipitamos al puerto, al que llegó, ayer, la motonave soviética Nevácon víveres que las mujeres soviéticas mandan a as mujeres y a los niños españoles.
La ciudad, de dulces colores azules y rosa, es de un sosiego idílico, un poco como en las ciudades de veraneo, un poco indolente. Tiene doblado como en arco el amplio paseo marítimo: palmeras, cafés, granadina en altos vasos con hielo, especuladores y traficantes de moneda extranjera tocados con negros sombreros hongos.
El puerto está colmado por el gentío, en el agua se balancean suavemente barcos de guerra extranjeros; en algunos de ellos, viven ahora representantes diplomáticos... Esto, en verdad, hasta sirve de lección, desde el punto de vista no sólo de la política y de la geografía, sino, incluso, de la arquitectura moderna; es un modelo del arte de la construcción al estilo hitleriano: un combinado diplomático-militar con techumbres planas y vistas pintorescas a tierra, al mar y viceversa. Una obra maestra semejante se crea con una sencillez sin par. Se toma una embajada alemana corriente y moliente, digamos, la de Madrid; se traslada a una ciudad portuaria del país, ante cuyo gobierno dicha embajada está acreditada, y se instala en un barco de línea del último modelo con artillería moderna. El embajador plenipotenciario se hace cargo de las funciones de ayudante en asuntos diplomáticos adjunto al mando del buque de línea, mientras que el consulado se instala cómodamente en cualquier torreta de combate. Todo el gabinete está guarnecido con cañones que apuntan hacia la costa para que los habitantes del lugar no confundan la embajada de una potencia mundial con alguna otra unidad de la marina de guerra.
Pero hoy, aquí, nadie piensa en la misión alemana de gran calibre. Los alicantinos se sienten intrigados y entusiasmados por otro barco, mucho menor, mucho más modesto, pese a que lo han situado en el puesto de honor cerca del paseo. El Neváha venido aquí diligente y con toda sencillez, deslizándose a través de la formación de los cruceros extranjeros, y en seguida ha pedido a las autoridades del puerto vagones y mano de obra para la descarga. Ahora mismo la grúa va descargando sin parar, de la bodega del barco, cajas nuevas, ordenadas, con inscripciones rusas.
A bordo, todo se ve limpio y sin gente; sube desde abajo un tibio olorcillo que me es familiar. Guiándome por el olor, bajo a la sala de oficiales. La mesa está servida, sobre el blanco mantel hay unos platos que parecen de borsch; [4]a la mesa no hay nadie; me siento, tomo una cuchara —realmente es borsch—. Entra una muchacha regordeta, pone otro plato; sin sonreír y sin sorprenderse me dice:
—Buenos días, camarada Koltsov; le estuvimos esperando ayer; deje que le cambie el plato, se habrá enfriado el borsch,nuestra gente se está afeitando.
Van apareciendo poco a poco el capitán Korenevski, su primer ayudante, el instructor del Partido, el instructor del Komsomol. Aún no han salido de su asombro: ¿qué país es éste? ¿Por qué son así las cosas? Régimen burgués, y se pasean con banderas rojas; en todas partes, la hoz y el martillo; los comunistas vienen a la motonave sin el menor disimulo —¿no los van a molestar, luego?—. Aún después de mis explicaciones, se mantienen un poco en guardia. Por otra parte, la descarga se efectúa con mucha lentitud. Con las autoridades del puerto, pese a su mucha amabilidad, es muy difícil entenderse; en la motonave nadie habla idiomas extranjeros, sólo el primer ayudante masculla algunas palabras en inglés, sobre todo referentes a la vida corriente. La representación plenipotenciaria no ha mandado a nadie desde Madrid, y por teléfono no ha habido manera de concretar nada.
Paseamos por el barco; ¡qué extraño y gozoso ver todo esto soviético, ruso, aquí, junto a las palmeras del mar Mediterráneo, estas toallas abarquilladas, cigarrillos Pushka(«Cañón»), el periódico Partstroitelstvo(«El Partido en construcción») en el rincón rojo, [5]zapatillas de deporte que calzan los fogoneros y una balalaica colgada de un clavo en el comedor! De momento las inscripciones de las cajas cargadas resultan incomprensibles para los españoles —yo leo los apetitosos títulos de las obras más populares de Anastás Mikóian y sus colaboradores—. Pero dentro de dos días comenzará la traducción a la lengua española, en masa y al alcance de todo el mundo, de esas obras; pasarán a las manos y a las bocas de los niños de aquí.
Las delegaciones con mensajes y regalos acuden constantemente a la motonave. El capitán no sabe qué hacer con ellas, cómo explicarse. Yo propongo: primero ir a la ciudad, resolver las cuestiones de la descarga, y en la segunda mitad del día, recibir las delegaciones. Primero vamos a ver al gobernador; luego, a la Dirección del puerto; después, a teléfonos, a hablar con Madrid. Por todas partes nos sigue una cola de automóviles de personas muy importantes, muy entusiastas y no muy ocupadas.
En el gobierno civil, nos alcanza una delegación de la fábrica de tabacos de Alicante, con el obsesionante ruego de que la visitemos inmediatamente. El capitán vacila, está confuso. De todos modos, vamos.
La fábrica es grande: viejo edificio de piedra, arcadas frescas, umbrías, varios miles de obreras. Las Carmen de la localidad suelen trabajar en la fábrica un cuarto de siglo, pasan aquí todo el día; aquí, junto a la máquina de hacer cigarros, sobre un periódico extendido, comen con sus crios, por lo que el subido olor a tabaco se mezcla con el penetrante del vino y con el amargoso del aceite de oliva. Tienen magníficas cabezas maternales y unos ojos grandes redondos, que en seguida se llenan de lágrimas a la vista del capitán soviético, de cabello gris, erguido, vestido de uniforme, con la gorra en la mano. No resulta posible hacer un auténtico recorrido de la fábrica. Primero nos conducen a un despacho, y un individuo de la dirección nos presenta a otro individuo de la dirección. Pero luego, en las secciones, todo resulta espontáneo. Una muchedumbre de españolas nos arrastra de una máquina a otra, de un taller a otro. Las cigarrilleras obligan al capitán a tomar cigarrillos, las cigarreras exigen que nos paremos, cada una junto a su mesa, y cada una quiere liar un cigarro especial para el marino soviético. Las mujeres bromean, se ríen, lloran, nos bendicen, bendicen a nuestro pueblo, a las obreras soviéticas. La muchedumbre crece, cada vez se hace más densa, más emocionada; por fin, apretujados por todas partes, nos llevan de pronto, otra vez, al patio, al sol, bajo el cíelo azul. Toda la galería y el balcón circundantes se llenan de mujeres vestidas de negro, con flores en las manos y en los cabellos. Se desprenden las rosas de sus peinados y las tienden hacia nosotros, que tenemos ya las manos llenas de flores. Gritos entusiastas: «¡Viva Rusia!» Al capitán Korenevski lo levantan en brazos. Él llora a lágrima viva y se suena, ha perdido todo su empaque.
—¡Dígales que en todo eso yo no tengo nada que ver! Nosotros no hemos hecho otra cosa que traer los víveres aquí en buen estado, pero los han mandado las mujeres soviéticas —que les den las gracias a ellas.
Cubiertos de flores, acompañados de gritos de alegría y de aplausos desde las aceras, los automóviles regresan al puerto. Ahí, ahora, ya no hay modo de abrirse camino ni a pie ni en coche. Ya de lejos se ve el blanco Nevácubierto por la mancha de tinta de la enorme muchedumbre. Bien que mal, la miliciayla guardia del puerto han logrado establecer cierto orden en el desfile de visitantes. Por la escalera del barco sube a la motonave una cadena sin fin de hombres jóvenes y de edad madura, de mujeres, de madres con los niños de pecho en brazos. Reverentemente, como peregrinos, recorren todo el barco, se enternecen ante las particularidades y los detalles soviéticos, se detienen largo rato en el rincón rojo. Muchos han acudido con pequeños y conmovedores regalos; la sala está llena de flores, de frutas, de cintas con inscripciones, de cartas, de cajitas, de dibujos. Respetables madres de familia alicantinas casi asfixian entre abrazos y besos a dos camareras komsomoles; robustos españoles, con lágrimas en los ojos, abrazan a los marineros. Poco a poco procuro cambiar el orden, dirijo a los caballeros hacia las komsomoles, y a las damas hacia nuestros marinos. Con esto, el entusiasmo aumenta en mucho.
Los alicantinos invitan a la tripulación del Neváa presenciar una corrida de toros. El capitán de nuevo está confuso y se aparta a deliberar con el instructor del Partido y el presidente del comité del barco. Cuando vuelve, me ruega que decline la invitación, desde luego de la manera más amable posible. Por más que intento disuadirles, se mantienen firmes. En lo tocante a las corridas de toros, no habían recibido instrucción alguna.
El sol desciende de mal grado hacia el horizonte. Los colores azules y rosa de Alicante se van transmutando en amarillos y morados. En el paseo, entre las farolas eléctricas, dejan pasar la luz, como transparentes, las palmeras de afiladas hojas. Están repletos los restaurantes, las tabernas; están abiertas de par en par las puertas de las barberías, y los maestros barberos, bañados en sudor, aplican la blanca espuma a los mentones. Todos hablan de Rusia, del barco, de los sollos en tomate, de la pasta de berenjena, de las dos komsomoles rusas.
En los cafés del paseo del mar, allí donde permanecen el día sentados individuos sospechosos con sombreros hongos, se están redactando, ahora, telegramas. No los llevan a correos ni a la censura. Existen otras posibilidades. En el barco de línea alemán y a su alrededor, en el crucero argentino, en el italiano, en el portugués, emergen largas antenas de emisoras de radio. De vuelta al Nevá,subo a nuestra cabina. El radiotelegrafista me pasa los auriculares.
—iEscuche, cuánta crepitación! Están friendo desde todos los barcos.
La crepitación es, en efecto, extraordinaria. Transmiten con clave y sin clave, la qué santo, andarse con escrúpulos! Mañana, en la prensa alemana aparecerá un comunicado: a Alicante ha llegado el súper dreadnought Nevállevando sobre cubierta un cuerpo de caballería, en la bodega, una brigada motorizada y en los frigoríficos una escuadrilla de aparatos de bombardeo y un polígono plegable de artillería.
En la sala de oficiales, después de haber dejado que pase una leve corriente de aire por los portaluces, se come okroshka [6]y se bebe cerveza de Leningrado.
—¿Por qué no dais una vuelta por el paseo, atontados? ¡Con esta noche! ¡Con este cielo! ¡Con esas palmeras!
No, están muy cansados. Están cansados y son felices. El capitán Korenevski aún no ha vuelto en sí.
Tan sólo un hombre, en el barco, está de malhumor, enojado y echando chispas —es el jefe del equipo de refrigeración—. Con sus ayudantes, ha trabajado a lo estajanovista, día y noche, al pie de los mecanismos refrigeradores y ha logrado traer la mantequilla a una temperatura de siete grados bajo cero en la bodega. Ahora está desesperado por el calor de Alicante y quiere mandar a los tribunales a todo el mundo.
—¿Dónde están los vagones frigoríficos? ¡Y luego habrá quien diga que no hemos traído mantequilla fresca! ¡No lo toleraré! ¡Que venga el jefe de administración más importante de aquí y que me firme un documento conforme ha recibido la mantequilla a siete grados bajo cero!...
No dan ganas de abandonar la pacífica ciudad, el leve bullicio marino de sus calles, las palmeras y el mar azul, el famoso vino, dulce y fuerte, las rosas levantinas en los magníficos peinados negros, la fría cerveza de Leningrado. Al despertarme he sentido molestias en el hombro fracturado y por primera vez en mes y medio he experimentado una sensación de fatiga interior. Pero es necesario regresar hoy mismo al Madrid polvoriento, seco, alarmado y loco. Los fascistas ya están a las puertas de Toledo.
28 de septiembre
En la estación me esperaba Dámaso. Sin pasar por casa, volamos hacia la carretera de Toledo. Por primera vez metí prisa al bandido del chófer; él llevaba el coche como los tunantes borrachos en los films cómicos, la muchedumbre saltaba como galgos a uno y otro lado. ¿Es posible que ya no vuelva a ver esa ciudad, el petrificado frenesí de las calles como hendiduras, la severa elegancia de los sombríos portales y de las apretujadas plazas, los sueños escultóricos del asperón oscuro, el monasterio-cuartel con las losas hebreas, la sinagoga con la cruz en una esfera de cobre, con un altar moro, cubierto de hierba? ¿Ni a la hechicera Isabel Delgado, ni a los prisioneros moros, ni a los obreros de la fábrica de armas, con los que trepamos por la empinada vertiente del castillo? Y la casa del Greco, ¿será posible que no llegue a permanecer aunque sólo sea unos instantes junto a sus columnas de madera, que no suba por los fríos peldaños de azulejos, que no pase la mano por la reja de hierro junto a la estufa?
Hasta mediado el camino de Illescas, todo tiene un aspecto tranquilo. Más allá recorremos aún veinte kilómetros de carretera casi desierta; sólo encontramos algún que otro grupo aislado de soldados y campesinos, grupos muy pequeños. Sería tonto preguntarles si Toledo ha caído; está claro que no lo han tomado —¿dónde se habrían metido la tropa, los Estados Mayores, los fugitivos, los heridos?—. El viento silba en los oídos, Dámaso ha quedado inmóvil, cual sombría estatua morena, con las manos en el volante; está dispuesto a llevarme aunque sea al infierno, lo sé, con tal de volar sin volver la cabeza, afanoso de movimiento, en un deseo infinito de avanzar en sentido lineal. Hoy no ha conectado la radio, ni siquiera silba, como siempre, cuando está en camino.
Toledo se muestra en una elevación. Bueno, está bien. Verteré el oro alicantino en la taza de hospital de Bartolomé Cordón, herido de gravedad, y le reconfortaré el pecho, atravesado por las balas. ¡Beberé con él por la vida, por la victoria, por la felicidad de la tierra castellana! ¡Hoy, sin falta, estaré en la casa del Greco! Dos curvas más, otros seis kilómetros; llegaremos al puente que cruza el Tajo, presentaremos los documentos...
Delante, en plena carretera, un altercado. Dámaso frena en seco, paramos el coche a veinte pasos, nos acercamos. En medio del grupo, un comandante con casco de automovilista riñe con unos soldados, está a punto de pegarse con ellos. Les pide que vayan hacia adelante, que establezcan un puesto de vigilancia. Echa mano a la pistola, los otros le apuntan con el fusil. Es Fernando, pintor; antes trabajaba en la escuadrilla de André. Excitado, cuenta: el jefe de la columna ha huido, y a él, ayudante del jefe, los soldados no le obedecen y le quieren apiolar. Hace un cuarto de hora, de Toledo ha venido un auto blindado, ha soltado unos disparos y se ha vuelto. Luego los aviones —no se sabe si nuestros o de ellos– han hecho saltar la carretera desde el aire.
Los fascistas han entrado en Toledo hoy, a primeras horas de la mañana. Ayer, al mediodía, el coronel Moscardó, desde el Alcázar asediado, presentó un ultimátum al mando de la guarnición republicana de Toledo: abandonar la ciudad antes de las seis de la tarde. Los sediciosos, entretanto, avanzaban por el oeste, desde Maqueda y Torríjos. El teniente coronel Burillo, nombrado en lugar de Barceló, no respondió al ultimátum, pero de hecho el Alcázar ya estaba libre: los milicianos anarquistas, desmoralizados, habían abandonado sus puestos y las barricadas. Se ponía el sol cuando los cañones fascistas hicieron los primeros disparos sobre la ciudad. Un grupo de anarquistas entró en el Estado Mayor, en el despacho de Burillo. El cabecilla le preguntó qué significaba aquello.
—¿A qué se refiere?
—¿Acaso no oye? La artillería fascista dispara contra nosotros.
—Naturalmente. ¿Y qué? Nos defenderemos.
—¡Oh, no se lo crea usted! No estamos dispuestos a ser carne de cañón. Por lo visto, el gobierno no nos quiere ayudar. Si no puede usted terminar con los disparos de los fascistas en quince minutos, abandonamos la ciudad. Búsquese usted a otros tontos.
Lo dijo así: «Si no termina usted con los disparos de los fascistas.»
Al anochecer, parte de los sitiados se infiltraron en la ciudad y, uniéndose a la organización clandestina, empezaron a disparar con ametralladora desde los tejados. Los anarquistas se retiraron cerca de las ocho. Burillo decidió mantenerse aún por la noche; de madrugada, perdida toda posibilidad de dirección, se retiró por la puerta del este con las últimas columnas disciplinadas. Toda la evacuación se orienta hacia Aranjuez. Al amanecer los moros y la legión extranjera han aparecido en las calles. Un destacamento de sediciosos ha entrado en el hospital militar y ha rematado a todos los heridos, se han salvado veintiséis hombres que fueron evacuados hace tres días. En las pequeñas salas, a los heridos los han matado a bayonetazos; en las grandes, han arrojado granadas de mano a las camas. El gobernador civil se ha quedado en la ciudad y se ha adherido oficialmente a los facciosos. ¡El teléfono con el Alcázar, desde su gabinete, ha trabajado más y mejor!
Alguien grita: «¡Mirad, por la carretera!»
El grupo se arroja a las cunetas dispersándose y permanece quieto. Luego, de súbito, la situación resulta embarazosa para todos. Por detrás de una curva van surgiendo las siluetas de una caravana de refugiados: —adultos, niños, viejas encorvadas, borricos cargados de cachivaches.
¿De dónde? De Vargas. (Es una aldea de la derecha, a cinco kilómetros al este de Toledo.) Les han arrojado bombas desde unos aviones. Los aviones eran negros, con grandes cruces en las colas, volaban muy bajo. Muchas casas han quedado reducidas a escombros. Hay muchos muertos. Se escondieron en los sótanos. Cuando los aviones con las cruces se han ido, ellos, los campesinos, han recogido sus bártulos y se han marchado. Estaban ya en camino cuando han empezado a caer en la aldea obuses de artillería.
Esto significa que los facciosos van a orientar ahora su ataque a Vargas. Hacia allí nos dirigimos por un camino lateral, acompañados por el consejo de no caer prisioneros.
Vamos despacio, nos detenemos a menudo y amortiguamos el motor para escuchar. En el tercer kilómetro, en medio del silencio, un grito. Son dos milicianos, han quedado rezagados. Los fascistas ya están en Vargas. Los milicianos nos piden que tomemos en el coche a un tercer camarada, herido. Está ahí al lado, en una casita campesina.
Una lámpara de petróleo alumbra con pálida luz. Unos niños cenan con la madre en torno a una mesa redonda. Comen garbanzos: legumbres grandes, con aceite de oliva y pan; beben agua teñida de vino. El herido está echado en una cama. El dueño de la casa arregla un cubo de rueda.
—¿Es para el carro? ¿Para marcharse?
¡Oh, no! El dueño por ahora no piensa ir a ninguna parte. Ha de trillar la mies. Este cubo es de la rueda de la trilladora. El herido no le asusta. En la vida pasan muchas cosas. Hay que trillar. El herido también está muy tranquilo. Le ha quedado sobre la cama, a su lado, un trozo de pan.
El frente y la retaguardia se han mezclado. Allí, hombres armados huyen, llenos de pánico. Aquí, en la misma línea de fuego, reparan una trilladora, el ganado pace, los niños juegan.
Vamos a Aranjuez dando la vuelta, pasando por Torrejón de la Calzada, por Conejos, siguiendo caminos vecinales. Hacia allí, a través de campos, de sembrados y estrechos caminos de andadura, se han dirigido en tropel las unidades que han abandonado Toledo.
29 de septiembre
La famosa residencia de los soberanos españoles está repleta de soldados. Los renombrados palacios y parques son bastante modestos —son, más bien, Gatchin y Pávlosk que Peterhof y Dietskoe Sielo. [7]Es maravillosa, tan sólo, una enorme avenida de plátanos. Ahora, a lo largo de la avenida se sientan grupos de soldados, algunos calientan latas de conserva en pequeñas hogueras. Su aspecto es bastante animoso, no parece, de ningún modo, el de un ejército derrotado. En la plaza de la ciudad se está efectuando una penosa tarea. Por orden del teniente coronel Burillo, los jefes de columna y batallón, los que no han desaparecido, reúnen a sus hombres. Cada uno de ellos se ha subido a un recantón o al portal de una casa, y grita, hoscamente: «¡Batallón Canarias!»
—¡Columna Águilas!
—¡Batallón Pi y Margall!
—¡Escuela de tiradores!
—¡Milicia segoviana!
—¡Batallón los Fígaros! (de barberos).
—¡Grupo de deportistas!
—¡Batallón Kropotkin!
Los Águilas se reúnen de mala gana a la entrada de una panadería. Kropotkin cuenta tan sólo diecisiete hombres, el grupo de deportistas ha desaparecido por completo; un batallón se ha reunido con todos sus efectivos, pero quiere partir hacia Madrid; el batallón de barberos ha ido en busca de comida; las demás unidades, treinta o cuarenta columnas y grupos, han perdido por completo sus rasgos distintivos, se han convertido en un montón de vagabundos armados o que han arrojado sus armas.
En la sala de una desierta taberna baja de techo, frente a una mesita y junto a un teléfono, está sentado el bigotudo teniente coronel Burillo quien pacientemente, con estoica calma, intenta poner orden en las unidades, encontrar a los mandos, hacer un recuento de armas. Un joven y rubio oficial le ayuda.
Entran en la taberna un grupo de hombres muy alborotadores y muy armados. Exigen del teniente coronel Burillo un tren para Madrid. Sus autobuses los han inutilizado a balazos junto a Toledo.
—No os doy ningún tren. ¿A qué queréis ir a Madrid?
—Esta noche se celebra una fiesta en honor de nuestro batallón y habrá concierto. A las seis hemos de estar todos allí.
—No iréis a ninguna parte. ¿Por qué os van a festejar? ¿Por haber entregado Toledo? Reunid a todos los soldados, volveremos a las posiciones para que el enemigo no venga por nosotros aquí, a Aranjuez.
Los delegados se quedan confusos ante el tono firme de Burillo y se dirigen hacia la puerta. Pero, después de cuchichear unos momentos, vuelven sobre sus pasos, de nuevo con insolente aspecto:
—¿A quién está usted subordinado, teniente coronel?
—Aquí no estoy subordinado a nadie, y, en general, al ministro de la Guerra.
—¡Magnífico! Déjenos, vamos a llamar a Madrid...
—No os doy el teléfono. Una palabra más, y seréis fusilados por organizar una deserción colectiva.
Se retiran al instante, muy asustados, aunque Burillo ahora no puede detenerlos. La única unidad disciplinada se ha quedado en la carretera de Toledo, espera el avance de los facciosos para contenerlos.
Nos dirigimos hacia allí; por la carretera que viene de la estación, se oye tiroteo. Damos la vuelta hacia ese lugar —un combate encarnizado, con carreritas por las vías, lanzamiento de granadas, con heridos y muertos, en infernal revoltijo—. Era que un batallón de anarquistas había decidido tomar al asalto un tren para Madrid. Pero otros amigos de la evacuación se mostraron vigilantes y rechazaron el ataque. ¡Si hubieran combatido así en Toledo!
Por la carretera en dirección oeste —doce kilómetros– ni una alma, calor tórrido, trigo, huertos, campesinos. ¿Es posible que hayan recorrido todo este trecho, las enloquecidas unidades? Por fin se ven una alta columna de humo, hasta el cielo, y llamas. Arde Toledo. De momento, los fascistas no se mueven de la ciudad; nos hallamos a tres kilómetros de ellos. Una pequeña columna de la milicia popular procura hacerse fuerte aquí, en las colinas de Algodor. Han movilizado a los campesinos de los caseríos y los campesinos ayudan de buen grado a abrir troneras en las gruesas paredes de las caballerizas vacías, a abrir unas zanjas, a formar terraplenes y refugios.
Se me acerca un mozo de pequeña estatura, moreno, con una estrella roja en la gorra negra. Ha sabido por el chófer que soy ruso. Me mira a la caray su emoción se me contagia.
—Dígame, ¿también tuvieron que retroceder ustedes, en Rusia, durante la guerra civil?
—También tuvimos que retroceder, naturalmente. ¿O se figura usted que la guerra civil fue un gran desfile, una marcha victoriosa del Ejército Rojo? Tuvimos retiradas, tuvimos derrotas, tuvimos meses difíciles, hubo medios años difíciles y un año entero muy difícil. Los guardias blancos a veces nos tomaban ciudades, a veces les ponían sitio y el asedio fallaba.
—Lo sé. En Toledo hemos estudiado la historia del asedio de Stalingrado.
—De Stalingrado, no; de Tsaritsin. A Stalingrado nunca le han puesto sitio los blancos...
—Stalingrado... —¿es su Toledo?
—Es difícil comparar. En todo caso, defender a Tsaritsin era infinitamente más difícil...
Cree percibir en estas palabras un reproche. Calla durante largo rato, fruncido el ceño.
—Las relaciones entre nosotros mismos son muy complicadas. Mire lo que escribe Claridad.
Saca del bolsillo un periódico. Un párrafo está señalado con un fuerte trazo a lápiz: «Con toda seriedad hemos de llamar la atención de los camaradas anarquistas sobre algunos hechos que se produjeron ayer mismo cuando en un frente próximo a la capital, una unidad al principio combatió muy bien y luego, de súbito, retrocedió en el momento que creyó oportuno declarando que se subordina sólo a su comité (anarquista). Semejante situación ha de ser rectificada inmediatamente.»
—Ya sé que ustedes, en su guerra civil, deshacían al instante unidades así y castigaban duramente a los responsables de la deserción. ¡Entre nosotros, de esto se habla con toda tranquilidad en los periódicos!
Está muy apenado. Las cosas no van como deberían ir. Las cosas no van como en Rusia. Es un metalúrgico de Toledo, ¡tiene tantos deseos de que todo vaya como en Rusia! No sé cómo consolarle.
—En Moscú y en Leningrado nosotros estudiamos muy detenidamente la revolución francesa y nuestra propia revolución de 1905, pero no las copiamos en noviembre del año 17. Son sólo los pequeño-burgueses los que se han imaginado que «nada hay nuevo bajo el sol». Ahora los obreros españoles luchan junto con todo el pueblo por la
República democrática, contra el fascismo; en esta lucha crearéis muchas nuevas formas de organización.
—¿Y los comisarios?
Lo pregunta porque es comisario.
Para provocar un cambio rápido en las tropas, para elevar la disciplina, el Partido Comunista ha mandado, hace unos días, a varias decenas de hombres, políticamente avanzados, con experiencia de combate. Ya están trabajando en las unidades, que están formadas, en su mayor parte, por campesinos sin partido, miembros de los sindicatos socialistas y comunistas. Aprenden ávidamente, donde pueden, elementos rudimentarios de táctica militar, consultan viejos diccionarios enciclopédicos y manuales escolares, ven repetidas veces Chapáieven el cine, estudian y enseñan al mismo tiempo.