Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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Con todo, la defensa de Madrid ya se ha convertido en una gran victoria en la lucha contra el fascismo. Es muy difícil juzgar acerca de todas las resonancias de la lucha. Algunas de ellas, después de extenderse por el mundo, vuelven hasta nosotros como eco repetido. Los amigos que ya lloraban a Madrid, se alegran de su resistencia. Los enemigos que ya veían la entrada triunfal del dictador fascista en la capital sometida, están desilusionados y desconcertados.
¿Se ha debilitado la amenaza sobre la capital? No, no se ha debilitado. No se ha debilitado en lo más mínimo. Mas, por otra parte, se puede afirmar con razón que ahora tomar Madrid, para los fascistas, no es más fácil, sino mucho más difícil. E incluso si en algún lugar el enemigo lograra moverse hacia adelante, se rompería los dientes, se los trituraría, de manera mucho más espantosa contra cada manzana de casas, contra cada calle, contra cada edificio.
Veinte días sangrientos, torturadores, tensos y gozosos. ¡Nunca se podrán olvidar!
29 de noviembre
Hay calma en la ciudad. Se oyen tan sólo disparos de artillería —junto a las barricadas y trincheras, el tiroteo casi ha cesado—. Los aparatos de bombardeo también comienzan a aparecer con bastante menos frecuencia: los «chatos» —cazas republicanos– desplazan cada vez más a los fascistas del cielo de Madrid.
Esto, al principio, ha parecido un descanso, un respiro. Pero a última hora de la tarde, el secreto de la calma se ha descubierto. Grandes fuerzas de los rebeldes, acompañadas de artillería y tanques, se han lanzado en dirección noroeste de un suburbio de Madrid, han roto los puestos débiles, poco compactos, de la columna Barceló y atacan la zona del parque real de El Pardo.
El golpe es claro: ante el fracaso de sus asaltos frontales, el enemigo ha decidido envolver a Madrid por los flancos y, ante todo, cortarlo del Guadarrama, estrangular a los destacamentos de la montaña, obligarlos a rendirse, arrebatar los depósitos de agua potable y las principales fuentes de energía eléctrica de la capital.
Por otra parte, quieren hacer salir a los madrileños de los muros de la ciudad y obligarlos a luchar en campo abierto, donde hasta ahora ellos, los fascistas, han sido más experimentados y más fuertes.
La lucha adquiere una nueva forma, son necesarias nuevas fuerzas, un nuevo aguante, nueva sangre, nuevas reservas.
2 de diciembre
¡Esto sí es combatir! ¡Esto es un verdadero combate, no se puede negar! Incluso defendiéndose cabe luchar de tal modo que el enemigo pierda la respiración.
La III Brigada, al principio se ha desconcertado y ha corrido. Ocupaba la parte más extrema por la derecha, estaba muy orgullosa de haber avanzado tres kilómetros ahí, dos semanas atrás, pero no se había preocupado de fortificarse bien durante estas dos semanas. Los fascistas se han lanzado contra ella de golpe, como quien da un mazazo en la cabeza. Treinta Junkers, acompañados de aviones de asalto, han puesto de punta todo el sector, han reducido a escombros las casitas de veraneo, han destrozado la carretera, los puentecitos y, desde luego, las trincheritas endebles, construidas con desgana. Luego han avanzado los tanques, apoyados por la artillería. La III Brigada ha echado a correr. Su jefe, Francisco Galán, se arrancaba los pelos de su fina barbita, que acaba en forma oval su largo rostro, su cara rojo cobriza de caballero castellano medieval. Francisco y José Galán son hermanos del capitán Fermín Galán, fusilado en 1930 por haberse sublevado contra la monarquía de los Borbones. Los dos son comunistas, los dos han mandado secciones del Quinto Regimiento desde la formación del mismo.
En veinticuatro horas, la III Brigada ha perdido todos los frutos de su ataque del 13 de noviembre. En los extremos de los poblados de veraneo de Humera y Pozuelo de Alarcón, tras las paredes del cementerio, Galán, rabioso, ha detenido a sus hombres. Y allí, sus hombres han comenzado a luchar como granaderos de Napoleón.
Los fascistas no pensaban detenerse ahí. Han interpretado la resistencia como una detención temporal. Entusiasmados con la maniobra, han lanzado contra esta parte más tanques, más infantería, más aviación. Y han sufrido, con esto, grandes pérdidas. A la aviación le han salido al encuentro los «chatos», que persiguen, derriban e incendian a los Junkers, los asustan, los obligan a huir sin haber arrojado las bombas o arrojándolas al azar, sin dirigirlas a ningún objetivo.
Frente a los tanques alemanes con ametralladoras, se han presentado los republicanos con cañones. Además, actúan los coches blindados y actúan bien. Miguel Martínez corre, entusiasmado, en un auto blindado, nunca había creído que esta máquina pudiera dar tan buenos resultados. Creía que el coche blindado había envejecido de manera definitiva y quedaba desplazado por el tanque. IDe ningún modo! Escondido tras una elevación del terreno o entre unos árboles o tras una casa, acecha al tanque, se lanza a su encuentro a gran velocidad y en una dirección angular respecto al movimiento del tanque, dispara con tiro directo y escapa a toda marcha. Claro está, los carros blindados no pueden actuar, aquí, en unidades, en formación; necesitan caminos o, por lo menos, campos a propósito, secos, con leves ondulaciones. Pero esta clase de lucha antitanque, medio guerrillera, ha resultado en estos lugares muy oportuna.
Miguel ha perdido ya la sensibilidad en la nariz y en los pómulos, apretados contra la rendija del visor. Pero no es posible apartarse, es una lástima no experimentar una y otra vez la punzante y absorbente sensación que provoca acercarse al enemigo. Dos disparos casi simultáneos, el propio y el del tanque fascista. Luego, cerca de un segundo de espera. Es la espera del resultado: ¿quién ha hecho blanco? Espera artificiosa, prolongada por el ruido y por el zumbar de los oídos. Espera equívoca —el resultado ya existe, ya está dado—. Si no fuera a favor nuestro, lo percibiríamos tumbándonos hacia un lado o cayendo de espaldas con los intestinos desgarrados. La máquina, la técnica, se adelanta a los sentidos humanos. Esto es sorprendente sobre todo en la técnica militar. Los instrumentos creados por el hombre, incluso los más sencillos, a veces sobreviven a sus dueños. Hace unos días, en la muñeca rota y deformada de un aviador que había sido derribado y muerto, vi intacto su reloj de pulsera. El piloto había caído de una altura de mil quinientos metros. El reloj sonaba. Vivía.
Después de cada doble disparo y de la espera, Miguel mira en silencio a los otros dos hombres que están con él en la apretada caja;
éstos también le miran y en sus miradas se refleja una recíproca aprobación, una osada sonrisa: «¡Vivimos, seguiremos disparando!» Y otra vez el coche de hierro, dando golpes con su duro techo al occipucio, se hunde en la hondonada, se abre paso entre los terrones.
La infantería —los combatientes de la III Brigada– saludan alegremente con la mano al carro blindado, cada vez que aparece éste corriendo por detrás de una curva. No sólo le hacen signos con la mano, sino que ellos mismos combaten, corren a trechos, eligen refugios para los nidos de ametralladora, cubren con denso fuego los lugares de paso del enemigo, hasta cuyos tanques se arrastran y hacen saltar las transmisiones de las orugas con manojos de cinco o seis bombas de mano. En los reglamentos esto se llama defensa rígida, pero en esta rigidez hay también su elasticidad, su flexibilidad, la tendencia a atacar por parte de quien se defiende, las sacudidas, como provocadas por un resorte, de los contraataques.
En toda la zona de las dos aldeas, se oye sin cesar el chasquido de las ametralladoras, el ruido de las roncas explosiones de obuses y granadas, el suave zumbido de las balas; los fascistas siguen echando más carne al asador, su fuego es cada vez más fuerte, pero la situación es clara: la III Brigada ahora no retrocederá; se ha obstinado, se han hecho tercos el jefe y cada combatiente de por sí; se han obstinado y eso es todo; haciéndose obstinado, el combatiente adquiere un doble oído, una doble vista, empieza a disparar con mayor precisión, a cuidar más de su vecino; las secciones han comenzado a ayudarse mutuamente, las compañías y los batallones han empezado a actuar con acierto de manera conjunta; los heridos han dejado de gritar como locos y de arrancar del tiroteo a los ilesos; los ilesos han dejado de formar grupos de cinco para llevar a un herido a la retaguardia, como suele ocurrir cuando se está nervioso; vendan al camarada y le dejan ahí echado, hasta que acuden los sanitarios; los sanitarios no se esconden, sino que se acercan con calma hasta la primera línea; los enlaces no desaparecen en el transcurso de medio día, cuando se los manda con algún despacho por veinte minutos; los suboficiales se aproximan a los jefes de compañía o de batallón con pequeñas proposiciones hechas con mucha iniciativa: avanzar hasta esa casita, unir esas cuatro ametralladoras en una batería; todo junto, expresado en diferentes tipos de obstinación, de resistencia, de calma y de seriedad, se funde en un todo complejo que puede ser calificado de «tenaz combate de defensa».
Hoy, al final del tercer día, Galán, animado, da un gran tirón. Después de pedir unos pequeños refuerzos, quiere reconquistar el cementerio de Pozuelo, que él mismo ha abandonado. El cementerio está rodeado de una pared de piedra, está ahí enfrente, al otro lado de un solar desnudo, a unos quinientos pasos. «Se me irán a hacer sus faenas más allá —dice Galán—. ¡Hala, muchachos!» Seis tanques irrumpirán por la izquierda, desde la línea de ferrocarril; la infantería, tras ellos; los coches blindados dispararán a través del solar. El ataque comienza según todas las reglas, pero no sale bien. Resulta que el cementerio está atiborrado de ametralladoras y de cañones antitanque, responde con fuego huracanado, pavoroso. Ahora ya es el cementerio el que se obstina. Así lo perciben en un instante los combatientes de la III Brigada y su ánimo desciende verticalmente, como el mercurio de un termómetro que se introduce en agua helada. En seguida se han sentido fatigados, se quejan de que llevan cuatro días sin comer (no es cierto, durante esos días de combate siempre han comido bien), de que las pérdidas son demasiado grandes (no es cierto, las pérdidas son pequeñas), de que los pueden envolver y cortar por el flanco (esto es una tontería, es materialmente imposible), de que sin apoyo de la propia aviación no tiene sentido atacar (nuestra aviación ya ha volado dos veces), de que hasta el anochecer queda sólo hora y media, de que no tiene sentido empezar para pelearse luego en la oscuridad.
Galán interrumpe el ataque. ¡Hasta qué punto, a pesar de todo, son aún frágiles las tropas, cuán variables en su estado de ánimo! Si los facciosos hubieran tenido en ese momento la idea de avanzar, otra vez habrían arrojado lejos a la III Brigada, como lo hicieron el 29 de noviembre... Al anochecer, orden de Rojo: abrir trincheras en el sector y mantener firmemente Pozuelo y Humera, sin pasar al contraataque. A la III Brigada la sacan a la reserva. Miguel tiene la cabeza llena de chichones y la frente con cardenales, pero se despide con pena del auto blindado. El conductor le dice: «Cuando vuelvas a tu país, cómprate uno como éste. En él, puedes sacar a pasear a las muchachas, puedes disparar con el cañón si alguien no te gusta.»
3 de diciembre
El mando, desde luego, habría podido ayudar a Galán con reservas más importantes. Pero al ver que la III Brigada se mantenía por sí misma, prefirió no anular su contraataque de más amplios vuelos a través de la Casa de Campo, hacia el monte de Garabitas, con el propósito de cercar a los facciosos en la Ciudad Universitaria. Para esta operación han reunido todas las fuerzas libres, todos los tanques, todos los aviones.
Este ataque tampoco ha tenido éxito. Acaso lo único que se ha logrado ha sido alarmar a los fascistas, que han reunido sus reservas y, por esto, han dejado en paz a Galán.
Todo se efectuó, en líneas generales, como es debido: primero la aviación bombardeó el monte Garabitas, luego preparación artillera, después avanzaron los tanques y tras ellos avanzó la infantería, las unidades catalanas que han quedado aquí después de la muerte de Durruti. Pero la altura, según lo que se ve, ha sido convertida por los fascistas en un auténtico fortín, con cemento armado, al estilo alemán, con una poderosa artillería y una rica defensa contra los tanques. Sólo ahora empezamos a ver cuán sensible resulta el pequeño cañón antitanque. De todos modos, las máquinas llegaron muy lejos. Pero la infantería catalana no siguió, sólo hizo un simulacro de ataque abriendo un tiroteo increíble desde las posiciones de partida. Sabemos ya defendernos, pero todavía no sabemos atacar.
Zalka-Lukács está fatigado y atormentado. Las brigadas XI y XII han soportado muchos días de duro combate en la Ciudad Universitaria, han sufrido graves pérdidas. Anteayer pereció el miembro del Comité Central del Partido Comunista de Alemania Hans Beimler. «¡Qué hombres, qué hombres!», exclama Lukács. No puede habituarse a la muerte de su gente, pese a que él mismo los conduce al combate. En las memorias de Amundsen hay una simple frase que vale tanto como todo el libro. Amundsen dice: «El hombre no puede habituarse al frío.» Lo dice Amundsen, él lo sabe. Él pasó gran parte de su vida en el Ártico, entre los hielos, en los polos Norte y Sur. Allí acabó su vida, esforzándose por salvar a un hombre que le era extraño y antipático. En el norte, en Spitzberg, en Groenlandia, por debajo de los hielos eternos, los hombres extraen carbón de piedra. Los hombres se hielan para obtener calor. Pasan hambre para que la gente pueda comer. Permanecen años enteros en la cárcel en aras de la libertad. Luchan, aniquilan, mueren en pro de la vida, de la felicidad. El género humano es revolucionario. Lukács siente un ávido y entrañable cariño por las personas. Para él no hay mayor satisfacción que tratar a la gente, hallarse entre ella, bromear con ella, decirle cosas agradables y rebosantes de simpatía, sentir el calor de su espíritu y hacer sentir el suyo. No es amigo de reñir ni de quedarse solo en la habitación. En Moscú, le disgustaban y le pesaban las discusiones literarias, era un entusiasta de las fiestas, de las conmemoraciones y de los homenajes, de los banquetes y de las veladas amistosas. En Hungría ha sido condenado en rébeldía a la pena de muerte como implacable enemigo del régimen. Fue a dar en la desconocida Rusia, luchó como voluntario contra Kolchak en Siberia, contra Wrangel en Crimea. En España lucha contra sus enemigos con un pueblo que le es desconocido. Se hiela para obtener calor.
En torno de él se ha constituido ya, como bien unido grupo, el Estado Mayor y la Sección política. El italiano Nicoletti, el alemán Gustav Regler, los búlgaros Bielovy Petrov, el francés Dumont son tipos diferentes, caracteres distintos, temperamentos diversos. Han coincidido procedentes de diferentes países, se han encontrado y han encontrado un lenguaje común.
Sueñan con sacar su brigada aunque sólo sea por diez días a la reserva, para descansar, dormir, lavar, vestir de nuevo a los combatientes. «Dadnos dos semanas —dice el general Lukács—, recibiréis no una brigada, sino una muñeca. ¡Un caramelo!»
4 de diciembre
Las embajadas extranjeras siguen campando por sus respetos en Madrid. La población, los defensores de la ciudad, las autoridades, están indignados y muchas veces han querido cortar las alas a los desenfrenados espías. Lo dificulta el gobierno de Valencia. La situación internacional de España es muy penosa, cada nuevo conflicto puede empeorarla.
Hoy, la paciencia de los madrileños ha tocado a su fin. A pesar de todo, han entrado éstos en una de las casas defendidas por banderas extranjeras. Han atentado contra la bandera finlandesa.
¿Cuántos finlandeses viven en Madrid? Esta pregunta se la han formulado muchas personas. Finlandia nunca ha tenido relaciones de ninguna clase con España. No comerciaba con ella, no tenía establecida con España relaciones culturales, no había personas con las que se intercambiara correspondencia.
Y, de súbito, la misión finlandesa se ha puesto de moda en Madrid. De ella se habla, se discute, sobre ella se hacen conjeturas.
El interés se concentra, sobre todo, en un tema. Resulta que han aparecido en Madrid, como de la misión finlandesa y bajo su bandera y protección, nada menos que seis casas de numerosos pisos, llenas de inquilinos a más no poder. Y esos inquilinos son muy extraños. Se distinguen por la morbosa pasión al estilo de vida sedentario, casero, hasta el punto de que ninguno de ellos, en tres meses, ha salido a la calle ni una sola vez.
Durante los últimos tres días, por lo visto obedeciendo a indicaciones recibidas por radio o simplemente animados por el cañoneo en los suburbios de la ciudad, los inquilinos de las casas finlandesas han comenzado a pasar al ataque. Desde la casa sita en la calle de Fernando el Santo, por la noche tirotearon a una patrulla de la milicia. Al día siguiente, de la misma casa arrojaron una pequeña bomba e hirieron gravemente a un niño. Esto ha sido lo que ha acabado con la prolongada paciencia de los madrileños y de sus autoridades.
Ayer por la tarde, la dirección de orden público envió a todas las embajadas y misiones una nota dando cuenta de la concentración de facciosos y terroristas al amparo de la bandera finlandesa y advirtiendo que, para evitar un estallido de la indignación pública, se vería obligada a tomar medidas para liquidar los nidos fascistas.
La casa situada en Fernando el Santo se encuentra, precisamente, delante mismo de la embajada británica. Los agentes de la policía advirtieron a los ingleses que tenían la intención de penetrar en la casa finlandesa y que no estaba excluido que encontraran resistencia. Los ingleses respondieron flemáticamente que nada tenían en contra.
El director general de Seguridad llamó a la pesada puerta y exigió que le dejaran entrar. Desde el interior respondieron que sin orden escrita del director general de Seguridad no abrirían a nadie. El director se hizo un guiño a sí mismo, enseguida sacó del bolsillo su propia orden, preparada y firmada de antemano, y la hizo pasar por debajo de la puerta.
En el interior de la casa, por lo visto, quedaron asombrados ante la extraordinaria rapidez de la operación a los pisos superiores, volvieron y declararon que no abrirían y que no se sometían a orden alguna.
El director se pellizcó con dos dedos su minúsculo bigote y ordenó a la policía derribar la puerta.
Desde la casa abrieron fuego de ametralladora y de fusil.
Uno de los policías cayó bañado en sangre.
Esto enfureció a la policía a más no poder. Un mozo de la guardia republicana, después de pedir a los demás que se apartaran un poco, lanzó una granada de mano contra la pesada puerta. La explosión no causó en ella grandes destrozos, pero los disparos del interior pararon en seguida. La policía acabó de romper la puerta. Entró en el patio de la casa, junto con los agentes, Miguel Martínez. El edificio había sido transformado en un auténtico cuartel fortificado.
En la planta baja había muchas mujeres. Los intrépidos maridos las habían dejado como objeto de clemencia y como primera protección en caso de contratiempos.
Los milicianos dejaron a las mujeres en las mismas viviendas de la primera planta y subieron. Ahí los recibieron con nuevos disparos. Cae gravemente herido otro de los combatientes. Sus compañeros, apretando los puños, no disparan. Observan la orden: no recurrir a ninguna violencia para no causar ningún daño, involuntariamente, al valioso organismo de algún ciudadano finlandés. Jugándose la vida, rompen las puertas de las tres plantas superiores. ¿Con qué se encuentran?
iCon mil cien hombres, mil cien fascistas! ¡Mil cien fascistas españoles!
En vano dicen en alta voz cinco o seis veces: «El que aquí sea finlandés o extranjero que dé unos pasos adelante.» La muchedumbre calla, bajas las cabezas. Aquí no hay finlandeses, no hay extranjeros. Hay, simplemente fascistas españoles.
La casa era un verdadero cuartel militar. Las viviendas particulares habían sido transformadas en dormitorios de soldados, en cada uno de los elegantes tocadores de las damas se habían colocado de treinta a cuarenta colchonetas. El comedor era colectivo; había un gran depósito de provisiones y unas normas de racionamiento colgadas de la pared, así como una lista para la entrega de tabaco, y una biblioteca de libros fascistas.
Y lo más importante: un montón de armas además de una producción especial de bombas de mano con potes nuevecitos de leche condensada, aún no soldados.
Conducen a los fascistas en interminable fila por la escalera, los hacen subir en autobuses, los trasladan a la cárcel. ¡Mil cien hombres, mil cien terroristas armados, sólo en una de las seis casas encubiertas bajo la bandera finlandesa! (no se incluyen en este número los edificios de la misión misma y de la embajada). Si uno recuerda que en Madrid a cada paso se encuentran casas adornadas con banderas extranjeras y con documentos de garantía pegados en la pared, si uno empieza a hacer cálculos y a sumar, se vienen abajo todas las cifras sobre el alcance numérico de la «quinta columna» fascista clandestina. Ha de ser varias veces mayor de lo que hasta ahora se había creído.
Todos esperaban desde luego, que la misión finlandesa presentara una protesta categórica contra la incursión en una casa que se encontraba bajo su protectorado. No se ha presentado ninguna protesta. El ministro finlandés, al enterarse de lo ocurrido en la calle de Fernando el Santo número 17, ha llamado por teléfono a la Dirección General de Seguridad, se ha interesado por los resultados del registro, ha manifestado su más extrema sorpresa por la composición de los moradores de la casa y por la conducta de los mismos, ha insistido en que estaba totalmente de acuerdo con las medidas tomadas por la policía e incluso ha ofrecido su colaboración para instruir la correspondiente causa. ¡Hasta qué punto se han conservado todavía amables los diplomáticos!
6 de diciembre
Hay una calma casi absoluta. En días como hoy, nos sentimos como si nos encontráramos en algún lugar de invernada: por la tarde no hay adonde ir, si no es al Estado Mayor o al comisariado; sólo es posible trabajar, leer o escuchar la radio. Soria se ha agenciado incluso un violín de mala muerte y ha empezado a hacerlo rechinar. Hemos declarado que esto sobrepasa todos los horrores del asedio de Madrid y que le echamos del piso si no deja de tocar. Soria se ha ofendido, ha dicho que ha estudiado en el Conservatorio y que de todo tiene la culpa la calidad del violin.
El larguirucho Frank Pitkern, corresponsal del Daily Workeringlés, viene a vernos. Es un hombre original y muy ingenioso. Vive en el edificio del monopolio de sangre canadiense. Sí, existe también semejante monopolio. La sociedad canadiense para transfusión de sangre ha enviado a España una expedición especial, con médicos, con instrumental, con vasijas. Los canadienses han declarado que se comprometían a organizar la transfusión de sangre para todos los heridos en todos los frentes si se les concedía para ello derecho monopolista. El gobierno ha aceptado la proposición.
La expedición ocupa un gran palacete ya viejo. Las habitaciones no brillan por su pulcritud. En cómodas de viejo estilo, en chimeneas sin encender, se amontonan grandes tarros metálicos con sangre, parecidos a latas de conserva. Aquí la recogen de los donantes y la distribuyen por hospitales y enfermerías de campaña.
Frank nos habla de los cómicos usos que se observan en la embajada británica. Allí se han reunido numerosos refugiados con pasaporte inglés, para quienes se ha organizado una residencia y un comedor. No todos esos moradores, ni mucho menos, poseen el aspecto externo y las maneras correspondientes al prototipo de los súbditos del Imperio Británico. En su mayor parte, son españoles de Gibraltar, ruidosos y no muy aseados. Ni todos los ingleses natos están a la altura del aristocratismo de gran mundo que ha hecho célebre desde hace mucho tiempo a la embajada británica de Madrid. El embajador ha ordenado que se rezara antes de la comida; esto provoca bromas e irreverentes observaciones. Fue a parar a la residencia un tal Jack Robinson, ex mecánico de automóviles, actualmente juerguista y amigo de bromas no muy refinadas. El régimen propio de un asilo de ancianos establecido en la residencia le resultaba pesado. A la mesa, divirtiéndose a sí mismo, este hombre de poco peso echó al aire un trozo de pan con el propósito de hacerlo caer en su plato de sopa. El pan cayó exactamente en la sopa, pero salpicó a sus vecinos de mesa. Robinson fue solemnemente despedido de la residencia «por haber arrojado pan a la sopa desde una altura inadmisible», según se declaró en la correspondiente orden. Frank se alegró en gran manera, escribió un atronador artículo acusatorio contra la embajada británica de Madrid y el artículo se publicó bajo unos enormes titulares: «Jack Robinson, hombre sin patria. Ha arrojado pan a la sopa desde una altura inadmisible...» El propio embajador, mister Ogilyv Eorbs envejece y se consume a causa de todos estos sobresaltos. Sólo encuentra consuelo en su ocupación predilecta: tocar la cornamusa escocesa. Desde detrás de la puerta del embajador, llegan melancólicos sones; los moradores del consulado suspiran y se alejan de puntillas.
En Madrid han quedado no más de una decena de corresponsales extranjeros, incluidos los comunistas. Hasta los periódicos de mayor difusión del mundo, sacrificando los intereses de la información sensacionalista desde el Madrid asediado, poco a poco y con distintos pretextos, retiran de aquí a sus representantes. No están muy satisfechos del carácter de la información: los periodistas, incluso los más moderados y de derechas al hablar del Madrid de hoy, se ven obligados a exaltar el heroísmo y la decisión de los obreros, el papel de vanguardia y organizador de los comunistas, se ven obligados a condenar las bestialidades de los invasores, la perfidia y el cinismo de las embajadas extranjeras que esconden en sus edificios a los elementos fascistas.
No hace mucho ha estado en Madrid Pierre Herbart, secretario y pariente de André Gide. Le recibimos amistosamente. Herbart había acompañado al viejo en su visita a la Unión Soviética y había compartido con él sus entusiasmos y su simpatía por el comunismo. No obstante, Herbart mantenía una actitud bastante extraña. Dos días después, de sus conversaciones circunspectas y evasivas se pusieron en claro cosas más que inesperadas. Resulta que André Gide ha escrito un libro acerca de la Unión Soviética el cual, en esencia, como dice Herbart, se aparta de las declaraciones hechas por el autor durante su viaje. Herbart no explica las causas de este cambio repentino, mejor dicho, las califica de puramente psicológicas: el viejo, según expresión de Herbart, ante todas las cosas reacciona dos veces y su segunda reacción a menudo contradice la primera; cuál de las dos reacciones es la auténtica, es cosa que se deja al juicio de los demás. Pero este cambio repentino ha alarmado en gran manera a Herbart, quien administra el «izquierdismo» de André Gide, y ha pensado «volver a cubrir» el libro con un viaje de su patrón a España; había venido precisamente para preparar el terreno. Pero el terreno ha resultado poco a propósito. Los españoles, sobre todo en Madrid, han declarado abiertamente que si André Gide ha escrito en verdad un libro hostil a la Unión Soviética, lo mejor que puede hacer es no presentarse por aquí: será objeto del desprecio y del boicot tanto por parte de la intelectualidad como por parte del pueblo. Se ha alarmado, sobre todo, otro amigo de Gide, cuya casa frecuentaba con asiduidad, el holandés Jef Last, quien trabaja aquí en las Brigadas Internacionales. Ha venido a verme desesperado, exclamando que André Gide se ha cubierto de oprobio para siempre al manifestarse contra la Unión Soviética, sobre todo ahora, en plena lucha contra el fascismo. Me ha dejado el texto del telegrama que ha mandado al viejo:
«Estimo el momento absolutamente inoportuno para la publicación de tu libro. Te pido ardientemente frenar la edición hasta conversar en Madrid. Sigue carta. Jef Last.»
Herbart regresó con urgencia a París a fin de «hacer todo lo posible para salvar a André Gide de su locura». Hoy me he enterado de que, pese a todo, el libro ha visto la luz. En esto no veo yo ninguna «locura», lo que se ven son causas completamente distintas.
Ha venido a despedirse de Soria Delaprée, un francés joven y elegante enviado especial de Paris-Soir.Ha dicho que se iba porque el periódico había dejado de publicarle los artículos por considerarlos demasiado comunistas. Delaprée nunca se ha tenido por comunista ni por afín al comunismo. Simplemente, se ha comportado como periodista honesto, todos los días transmitía datos acerca de cómo los aviadores fascistas asesinan a mujeres y a niños indefensos. Al fin y al cabo, le habían enviado para que informara, ¡no para otra cosa! Sus crónicas no se publican y él ha decidido dirigirse a París, cambiar impresiones con la redacción, explicar que, ahora, toda otra información de Madrid sería una falsedad.
7 de diciembre
La ciudad ha cambiado firmemente de aspecto. Ante todo, ha dejado de ser capital. Para esto ha bastado que de Madrid partieran unos tres mil individuos. El millón restante ha empezado a vivir de otro modo. Madrid nunca ha sido una ciudad industrial. Su vida fastuosa y alegre siempre ha girado en torno al centro del Estado; durante la República, en torno al gobierno. El burocratismo, el parlamento y los grupos políticos, la intelectualidad, los círculos académicos, periodísticos y literarios, los bancos, los comerciantes, los pensionistas, los que acudían de provincias, todo ello ha vivido administrando el país, mangoneando, aleccionando y adoctrinando las provincias. Los obreros de Madrid son, en su mayor parte, de la construcción, de los servicios comunales e impresores.