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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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Las baterías de Quinto abren un fuego diabólico contra el viejo cañón y sus jóvenes servidores, de un arrojo sin límites. Cada varios segundos desaparece de nuestra vista envuelta en una columna de humo y el corazón se contrae de dolor. Pero al instante entre el humo de nuevo brilla la llama ¡«Tahlmann» responde!

Cuarenta minutos dura este duelo estremecedor. El cañón dispara toda su dotación de municiones: 120 obuses. Sus últimos disparos se hunden en el estrépito de las baterías republicanas. El tercer potente ataque de fuego —y último– sume a Quinto en el humo y el polvo.

La infantería no tarda. Los combatientes se levantan del suelo y con las bayonetas caladas, con granadas de mano, se lanzan sobre la primera línea de trincheras. Durante algunos minutos los fascistas siegan con fuego de ametralladora. Pero por detrás, sobre la cresta de las colinas, también aparecen hombres: es otra brigada republicana, la que vadeó el río y corta la retirada a los fascistas.

Los cañones de los facciosos enmudecen. Hay un desordenado tiroteo, estallan las granadas de mano. Los reductos han quedado vacíos.

Los republicanos entran en ellos y lo encuentran todo abandonado en medio del pánico: ametralladoras, bolsas de cartuchos, hasta gorras, periódicos zaragozanos de ayer, abanicos de papel con el retrato de Franco, cadáveres y algunos heridos. A uno, un obús le ha arrancado un brazo. El soldado se cubre la herida con un trapo para ponerla a salvo de las moscas y pide agua. En las zanjas de comunicación, hay montones de documentos rotos y boinas escarlata de los requetés.

Junto a las baterías, están atareados dos jóvenes con los cabellos blancos de polvo. Son franceses: el capitán Carré-Gaston y el teniente Samuel quienes, junto con un grupo de seis jóvenes comunistas, franceses y belgas, tan heroicamente han atacado a Quinto con el viejo cañón. Están entusiasmados con los trofeos. Los cañones abandonados por los fascistas se encuentran en perfecto estado y con reserva de municiones.

El pueblo se ha tomado, pero aún no ha quedado limpio de enemigos. Varios centenares de fascistas se han encerrado con ametralladoras en la iglesia. Los demás, se esconden por las casas. En las callejuelas hay tiroteo. El jefe de la unidad sanitaria ha venido en la primera ambulancia. Hace entrar el vehículo en la plaza de la iglesia, sale para recoger a los heridos y una bala en la sien, disparada desde el campanario, le deja muerto en el acto. Colocan el cadáver en la ambulancia.

En el ataque han muerto ocho jefes y comisarios republicanos, unos sesenta soldados. Con algunos de ellos he hablado por la noche al comenzar a escribir estas líneas; ahora no están entre los vivos. Los fascistas han perdido quinientos hombres.

Pero la vida triunfa sobre la muerte. Por las calles avanza una multitud de refugiados. Los fascistas han evacuado sólo a la población en condiciones de luchar. A los viejos, a las mujeres y a los niños los han dejado bajo el fuego. Ahora se los manda a la retaguardia republicana, por si los fascistas contraatacan o bombardean. Los soldados, cansados, polvorientos, galantean a las mozas.

Por la calle principal conducen un enorme rebaño de ganado. También él ha sido hecho prisionero.

Luego, entre el tiroteo, entre los lamentos de los heridos, se oye, de súbito un increíble y alegre ruido, griterío y risas. ¿Qué ha ocurrido? Han encontrado un pozo, un verdadero pozo, con agua, y al instante se ha formado allí una larga y vocinglera cola de soldados. Alguien ya ha tomado providencias: se llenan las cantimploras, el agua no se lleva en cubos, pues no bastaría para todos, y primero hay que dar a probar el agua a una oveja, por si está envenenada.

La oveja bebe y no le pasa nada, el agua es buena, no está envenenada. No han tenido tiempo de envenenarla.

Desciende la noche. Aquí, es posible dormir.



31 de agosto


Hoy el día es caluroso y sofocante como pocos. Pero durante el día, no hay dónde tumbarse: la sombra más próxima es la de un solo olivo y luego, a muchos kilómetros de distancia, un sotito polvoriento en el que se ha escondido la reserva de tanques. No se debe estar tumbado: sería la manera más segura de sufrir un ataque de insolación. No hay tiempo de estar tumbado, pues desde la mañana otra vez se lucha y, en torno, todo está en el combate, todo participa en él, todo influye en él y de él depende.

Durante estos días, el ejército, aunque con lentitud, ha atacado sin cesar. Después de Quinto, han sido tomadas las poblaciones de Mediana, Codo, Puebla de Albertón, Ermita y Castillo de Banastro. Todo esto no son sólo pueblecitos, sino auténticas fortificaciones pequeñas, con defensas en círculo, con excelentes reductos de cemento y cemento armado, sistema alemán, con fortines y refugios, con artillería, morteros y ametralladoras. Todo ello, en su conjunto, constituye un fuerte cinturón fortificado que cubre a los fascistas en el frente de Aragón. La pasividad de las unidades republicanas de Cataluña durante casi un año entero ha permitido a los fascistas fortificarse aquí tan sólidamente.

Mediana y Codo están por completo desiertos. Aquí, los republicanos no han hecho ni un solo prisionero. Las unidades fascistas que han sobrevivido, se han unido a la guarnición de Belchite. Allí han llevado también a todos los jóvenes campesinos, movilizados a la fuerza. Los viejos, las mujeres y los niños se han dispersado.

Codo está desierto, como encantado. En calles y patios, ni una alma. Por las terrazas de la colina se apelotonan casas de uno y dos pisos, edificadas con piedra gris. En las plantas bajas, hay amontonados sacos de trigo, enormes tinas de aceite de oliva; en las casas de los ricachones, cuelgan de los techos jamones ahumados. La vajilla en las alacenas, la ropa en los armarios, flores aún no marchitas en un jarro, periódicos zaragozanos del 28 de agosto; la huida de este lugar ha sido repentina y trágica. Corretean fatigadas gallinas; el comisario ha dado la orden de no tocarlas, pero ahora no hay quien pueda ocuparse de darles de beber. Las puertas de la iglesia están abiertas de par en par, en el altar arden las lámparas, yacen las vestiduras sacerdotales, está abierto el sagrario. En un cesto de cañas, velas clasificadas. En un plátito, han quedado monedas de cobre. Y al lado mismo, sobres con dibujos religiosos: Cristo bendice un rebaño de ovejas. Si se cierra el sobre, la cabeza de Franco impresa en la lengua del sobre cubre la cabeza de Cristo y se le aloja cómodamente en el cuello...

En la comandancia militar, cajas de cartuchos, retratos de generales sobre la mesa, listas de campesinos con anotaciones: «ex anarquista», «ex socialista», «la mujer, en Murcia». En la plaza, un cartel de la Falange fascista, precipitadamente rasgado por alguno de los soldados que han pasado por aquí corriendo.

No es posible permanecer en este lugar, dan náuseas: el viento difunde el terrible hedor de los cadáveres, que cubren toda la pendiente de la montaña y el extremo del poblado. He ahí un moro enorme, brazos y piernas extendidos. A su alrededor, dispersadas por el suelo vainas de cartuchos disparados; lleva la guerrera abierta y en el negro e hinchado pecho, una gran mancha de sangre. Y otros cuatro cuerpos entecos yacen de espaldas, con las nucas deshechas. Les ha pegado un tiro su propio oficial...

Desde la inmediata hilera de colinas, a través de una hondonada, la Brigada N ataca los fortines avanzados de Belchite. Uno de ellos ha caído hoy al amanecer —se ha entregado él mismo—. El sargento ha dado muerte a su oficial y junto con cuarenta soldados se ha pasado al lado de la República. Ahora está sentado en una trincherita, entre el jefe de la brigada y el jefe de artillería, fuma y señala los objetivos.

Todo el peso del ataque ha recaído en este flanco, el izquierdo. Por el otro lado, desde detrás de la estación, dos brigadas locales, formadas por aragoneses, actúan con muy poco empuje, y se pasan la mayor parte del tiempo discutiendo con los tanques sobre cómo atacar y quién ha de atacar primero. Cuando los tanques abrieron enérgico fuego contra la estación, los soldados de estas brigadas se agruparon junto a las máquinas y se pusieron a aplaudir llenos de entusiasmo. Pero no han ido al ataque y han esperado a que la artillería de Belchite disparara contra los grupos y matara a varios hombres.

Por la izquierda atacan los madrileños, con mucha valentía, si bien aún con no mucha pericia. Corren hacia adelante de cuerpo entero, inclinando sólo ligeramente la cabeza, y se burlan de los que bajo el fuego se arrastran como si fueran unos cobardes. En cambio, si el fuego siega a varios hombres, todo el grupo se detiene y se ha acabado el ataque, es necesario volver a comenzar desde el principio después de una pausa. A fin de cuentas, llegan precisamente quienes avanzan con cautela, arrastrándose.

Lo mismo ocurre ahora: cuatro tanques han terminado de disparar; instantáneamente, el batallón que ha avanzado a rastras durante los disparos, hacia las trincheras, se levanta y se lanza al ataque; en sentido contrario corren sin armas, con las manos en alto y gritando «isalud!» los intimidados fascistas. Los llevan escoltados a la retaguardia, mientras los tanques siguen avanzando, hacia abajo, en dirección al cementerio.

Las baterías de Belchite han enmudecido. Parte de los cañones está destrozada; los demás han terminado las municiones. Pero no es tan fácil tomar la ciudad. Aquí están fortificados determinados barrios, calles y casas. Todos están armados: quien se negaba a combatir, ha sido fusilado sin dilación. Los evadidos explican que el mando de los facciosos, después de dirigir a las guarniciones de Codo y Mediana aquí, ha dado al grupo la orden de mantenerse a toda costa, ha prometido mandar pronto refuerzos y víveres. Anima a los fascistas por radio cada dos horas. Perder Belchite significa, para él, perder más de dos mil bayonetas y un importante nudo de defensa, casi en la conexión de los frentes de Aragón y de Teruel. Si el cerco se prolonga, o irrumpirán aquí las unidades fascistas desde el suroeste o la propia columna se abrirá camino a través de la estación y saldrá de la ciudad.

Como confirmación de estas aprensiones, en el flanco derecho, por Ja parte alta, aparecen unos remolinos de polvo: cuatro, cinco, luego hasta diez. Corren veloces hacia la ciudad. Se diría que se trata de infantería motorizada. Cesan las conversaciones. Desde el puesto de mando ordenan: que den la vuelta los tanques y que se dispongan a cortar el camino a la columna de la derecha. Pero en el último momento, todo se aclara. Se trata de carros blindados, mandados en ayuda del flanco derecho de las unidades catalanas que atacan. Todos respiramos aliviados.

Comienza la preparación del nuevo asalto. Mas, de pronto, las cabezas se levantan hacia el cielo: la aviación. Hoy se presenta ya por tercera vez. Por la mañana ha estado la fascista —ha bombardeado a la infantería que atacaba—; después, la republicana —ha bombardeado los fortines y las baterías de Belchite—; ¿Y ahora?

Intento distinguir en el cielo vespertino las siluetas de los aparatos, un minuto más tarde todo se aclara: doce Junkers, custodiados por cazas, se dirigen hacia aquí. ¡Y con qué rapidez! La infantería comienza a ocultarse en las rugosidades y grietas del terreno. Los tanques no se mueven, no oyen, pero oirán en seguida. El destacamento de aviones lanza las bombas sobre Codo, sobre el Codo desierto. Al medio minuto, todo el poblado desaparece bajo una inmensa columna de humo y llamas. ¡Se han equivocado! Pero no, a los Junkers les quedan bombas también para nosotros.

El batallón se dispersa gritando por el campo. El comisario grita: «¡Seguidme!», y arrastra a los hombres hacia la pendiente de la colina. En general, estar tumbado en la pendiente es preferible: hay menos peligro de que caigan encima las bombas y los cascotes. Pero es mucho mejor pararse y —sobre todo cuando el avión está cerca– contemplar tranquilo la línea de su vuelo. De esta línea, que coincide con la dirección de la serie de bombas que caen, hay que huir en sentido perpendicular, y a los cincuenta metros, la bomba ya no mata. El comisario vacila y corre hacia nosotros. Esto le ha salvado.

Nos echamos de golpe en un hoyo. Alguien grita: «¡Los caballos!» En efecto, cinco batallones de caballos corren enloquecidos por el campo, se levantan sobre las patas traseras. Pero ya es tarde. Hacia aquí se acercan atronadoras explosiones, cada vez más fuertes. El cerebro percibe su aproximación. Echado cara al cielo, uno se siente blanco inmóvil. La penúltima explosión nos ha cubierto de tierra. ¿Y la última? No ha habido última explosión. Todos estamos con vida, sólo ha muerto un caballo. Los Junkers, zumbando sonoramente, se dirigen hacia Belchite. ¡¿Acaso van a bombardear también allí?!

No, es otra cosa. Tres aviones, los que, durante el bombardeo, se han mantenido aparte, descienden ahora muy bajo y arrojan a la ciudad, en paracaídas, grandes sacos. Por lo visto son obuses, quizá cañones antitanque, es posible que, además, haya víveres.

¿Volverá hoy la aviación? No es probable. Ya son las ocho menos veinte, en seguida oscurecerá. Pausa. Luego, un retumbante disparo la batería de Belchite, que había enmudecido por completo, tira contra los tanques. Por lo visto, los sacos han servido para algo.

De noche, por los blancos caminos accidentados y llenos de baches, con los faros apagados, los jefes se dirigen al Estado Mayor del ejército. Dejan sus tintineantes Buiks y Chryslers ante una escuela rural. Un centinela soñoliento: en la mano izquierda, el fusil; en la derecha, un abanico. Sobre los pupitres de la sucia aula, baja de techo, hay mapas extendidos. Sobre la mesa hay un termo. Pero nadie lo utiliza. Generales y coroneles, toman, uno tras otro, el botijo y, a lo español, lo levantan por encima de la cabeza para que el chorro de agua caiga directamente a la garganta.

Todos están cansados; por otra parte, no hay cuestión a examinar. El objetivo principal de mañana es tomar Belchite y tomarlo de modo que no escape, no salga, ni un soldado fascista.



4 de septiembre


El 2 de septiembre, por la mañana, la resistencia de Belchite se acentuó sensiblemente. En seguida se cortó la corriente de evadidos fascistas. Sólo se pasó un sargento. Declaró que después de recibir los víveres, obuses y cartuchos que los aviones les arrojaron, la guarnición decidió mantenerse hasta el fin. Los facciosos han minado las calles, los edificios; tienen la intención de defender casa por casa. Creen que si logran mantenerse aunque sólo sean tres días, podrán salvar la ciudad. En la historia de España, Belchite ha sido sitiada tres veces y las tres ha resistido el asedio.

Uno de los sacos arrojados por los Junkers cayó en las posiciones republicanas. Había piezas de recambio para un cañón de setenta y cinco milímetros.

El mando fascista ha lanzado, en efecto, grandes fuerzas en ayuda de Belchite. En el sector de Mediana ha aparecido una fuerte columna con artillería y tanques. Bajo sus golpes, han empezado a retroceder algunas unidades republicanas, algo débiles, que se encontraban allí. Se ha creado una seria amenaza sobre la carretera Mediana-Belchite.

El 2 de septiembre, avanzando literalmente paso a paso, las compañías de vanguardia ocuparon los extremos de la ciudad, el molino arrocero, salieron del cementerio hacia el seminario. Los facciosos responden con fuego de ametralladora muy certero y con granadas de mano; una de las baterías dispara contra los arrabales. El jefe de la división, general Walter, ordena desplazar los cañones del lado opuesto de las pendientes, y empezar a disparar desde posiciones abiertas a una distancia de medio kilómetro. El combate se prolonga con furia enorme durante veinticuatro horas. Las pérdidas son muy grandes, por ambas partes.

Mas ayer, a eso de las cinco de la tarde, la resistencia de los fascistas quedó definitivamente rota. Entre las ruinas de las casas suena algún que otro disparo. Irrumpen en la ciudad tropas de infantería, autos blindados, ambulancias. Avanzada la noche, empieza a trabajar la comandancia republicana, comienza la entrega y clasificación de las armas.

Conducen a un cura castrense con el revólver al cinto, conducen a un grupo de moros que procuran demostrar, sobre la marcha, que no son prisioneros, sino evadidos.

Entre tanto, el golpe sobre Medina se amplía. Desde aquí, desde Belchite, ya se oye el retumbar de los cañones. Atacan dos divisiones fascistas. Ayer llegó a Zaragoza otra división: la de «Flechas negras», italiana. Todo esto ha sido dirigido hacia aquí para el contragolpe y la salvación de la ciudad. ¡Pero ya es tarde! Belchite ha sido tomado. Esta victoria, difícil, aunque no muy grande, infunde ánimos alas tropas republicanas.

La noche empieza a refulgir con brillantes relámpagos. Nunca había visto relámpagos tan largos, blancos, cegadores, como llamaradas de magnesio —da la impresión de que se trata de nuevas bengalas luminosas, de una nueva maniobra bélica del enemigo—. El sordo rodar de los truenos también resulta insólito. Parecen más bien explosiones de bombas muy grandes, de quinientos kilogramos, o de obuses de 203 milímetros. Al fin llueve, es la primera lluvia del año;

comienza a caer primero débilmente, luego rocía cada vez con más fuerza esta tierra aragonesa reseca, tosca, hasta ahora regada únicamente con sangre.



7 de septiembre


Ayer y hoy, calma relativa en el frente de Aragón. Los fascistas están ocupados en preparar un fuerte golpe en respuesta a la ofensiva republicana. Se acercan sus reservas, se concentra la aviación, la artillería.

Los republicanos se fortifican en las posiciones conquistadas, abren trincheras, repasan las armas. El encuentro será serio. Franco, por lo visto, quiere recuperar Belchite, Quinto, Mediana y toda la franja de terreno que se le ha arrebatado a lo largo del Ebro. Si no lo hace, el nuevo paso de los republicanos será, sin duda alguna, atacar a Zaragoza.

Es posible también que los facciosos no se lancen ahora a efectuar grandes operaciones y prefieran limitarse aquí, en Aragón, a una tenaz resistencia. Muchos datos indican que el mando fascista deja libres sus fuerzas básicas ocupadas hasta ahora en el norte y emprenderá una operación de gran envergadura en el frente de Teruel (para amenazar a Valencia) y en el frente central. En su discurso en Palermo, Mussolini ha declarado de manera muy significativa que Madrid hasta ahora no había sido tomado porque no había sido atacado de verdad.

El dictador italiano ha calumniado a su intendente español. Franco ha perdido ya en los accesos de Madrid cerca de cien mil hombres, y en la carretera de Guadalajara cayeron unos doce mil. Las operaciones ofensivas han sido muy decididas, con el concurso de potente armamento bélico. Pero lo que, por lo visto, hay de verdad en las palabras de Mussolini es el propósito de los invasores germanoitalianos de repetir el ataque contra Madrid simultáneamente desde distintas partes, con una gran masa de tropas italogermanas y locales, después de poner en peligro las vías de comunicación entre Madrid y Valencia. El ejército republicano del frente central se prepara ya para plantar cara a semejante nuevo asalto.

La operación del Ebro constituye un serio éxito del ejército republicano. Ha levantado el ánimo de las tropas. Pero sobre el fondo de este éxito, resultan aún más dolorosos los defectos del ejército que, de haberse eliminado, ya habría tomado Zaragoza. La oficialidad, que tiene a sus órdenes soldados magníficos, valientes, sufridos y fieles, aún no está a la altura debida. La falta de organización, la lentitud, la impericia en la dirección del combate, se dejan sentir a cada paso. Sobre todo, la lentitud.

La operación se inició de improviso, tal como era necesario. Pilló a los fascistas casi por sorpresa y con pocas fuerzas. La lentitud y la indecisión de los republicanos en el desarrollo del éxito, ha permitido a los facciosos desplazar reservas y, con esto, disminuir los resultados de la ofensiva.

Por otra parte, la operación aragonesa ha sido de gran utilidad para las unidades de este frente, totalmente en calma. Las divisiones catalanas se han convencido ahora, al actuar conjuntamente con las tropas venidas de otros frentes, que es posible avanzar, han tomado el gusto al pelear y atacar, desean hacerlo.



9 de septiembre


Los prisioneros fascistas capturados en Quinto han contado que estaban mandados por dos oficiales rusos zaristas, un general y un capitán, en calidad de ayudantes del jefe del sector fortificado. El general era pequeño, calvo y malo. Era artillero y, en otro tiempo, con el Franco ruso, mandaba todos los trenes blindados.

El capitán, al parecer, cayó gravemente herido y murió en Quinto. En cuanto al general, desapareció antes del último asalto. Los prisioneros no han podido comunicar nada más sobre esos dos hombres.

El relato era perfectamente verosímil. Es bien sabido que Franco tiene a su servicio, entre otra chusma, a muchos mercenarios de los guardias blancos rusos. Ahora, al examinar un montón de papeles y objetos arrojados por los fascistas en Quinto, el Estado Mayor de la división republicana N, ha encontrado una cartera de bolsillo con documentos. Los tengo ante mí.


Primer documento.Carnet de identidad número 94 978, extendido el 2 de febrero de 1937 por el prefecto de policía de París a nombre del señor Fok Anatoli, nacido el 3 de julio de 1879 en la ciudad de Orenburg, de profesión empleado, nacionalidad «emigrado ruso». En el carné, una foto de un hombre entrado en años, calvo, bigotudo.


Segundo documento,ya en lengua rusa: «Unión Nacional Rusa de participantes en la guerra. Carnet de miembro efectivo, de hijo de la patria. Nombre y patronímico: Apellido Fok, Anatoli Vladímirovich. Grado: general mayor. Dirección: 133, Rué Abbé Gruí. Año de ingreso en la Unión: 15 de octubre de 1936. Presidente de la Unión (firma), general Turkul. Secretario General (firma), capitán Blagov. Extendido en París el 3 de noviembre de 1936, número 101.»

Sello y foto del mismo señor, calvo y bigotudo.


Otros dos documentos son recibos de socio de la «Sociedad de los de Gallípoli en Francia» y de la «Unión de la halconería rusa en Francia».

Lo curioso en estos documentos son sólo las fechas y los números de orden. Los dos fueron extendidos el 3 de noviembre de 1936, es decir, el mismo día que el carné de «Unión de participantes en la guerra»; en cuanto a los números, el primero lleva el 8; el segundo, el 4. Por las fechas y números de los documentos, resulta claro que fueron extendidos con prisas, con fecha atrasada, antes de la partida hacia España.

En la cartera de bolsillo, encuentro además tres fotografías. En dos de ellas, un grupo de bravos y alegres requetés se ríen y levantan unas banderas ante el aparato. En la tercera fotografía, el mismo grupo fusila a un hombre en mangas de camisa, con las manos atadas y un pañuelo en los ojos.

Finalmente, en la cartera encuentro una carta. Por lo visto, el general Fok la recibió antes de llegar a Quinto. Dice:


«16 de julio de 1937.

¡Querido hermano jefe, Anatoli Vladímirovich! Por fin me dispongo a escribirte y comunicarte cómo me he colocado y también quiero preguntarte cómo estáis, tú y toda nuestra hermandad.

»Por lo que a mí se refiere, estoy muy contento. Me han recibido cordialmente, y el primer día el jefe de la compañía me ha comunicado que ahora yo recibiría tres pesetas diarias, y las recibo. La comida, aquí, es muy buena. Me apresuro a concretar que recibo las tres pesetas sin descuentos, limpias. Hace ya una semana que estoy de servicio en el parapeto, en el de mayor responsabilidad. Tenemos aquí una ametralladora Maxim, que he arreglado, de otro modo no habría podido disparar más de doscientas balas y habría podido dejar de funcionar por completo. Los oficiales, aquí, no están divididos por sectores, de modo que no sé cuál es mi situación, pero el jefe ha dicho que me nombraría comandante en uno de los parapetos.

»¿Ha venido Rashevski y ha logrado reparar mis gemelos? Me hacen mucha falta, pues el enemigo está a cuatro kilómetros de nosotros y gemelos, aquí, no hay más que unos, de teatro, con los que no se ve nada.

»¿Hay cartas de París, de Shinkarenko, y, en general, qué novedades hay? Aquí me aburro bastante. Estos últimos días dicen que a nuestra compañía la mandarán a descansar a Zaragoza. Saludos para todos los nuestros, así como para el jefe del batallón y para todos los oficiales. Ya. Polujin.»


En la cartera de bolsillo, no hay nada más. Ni hace falta. Todo está claro.

Está claro que en la retaguardia de Franco existe un centro especial de reclutamiento de guardias blancos rusos, en el que hace y deshace (o lo hacía) el general Fok. Ahí va llegando, desde el extranjero, «toda nuestra hermandad».

Está claro que en París se ocupa de este reclutamiento la «Unión Nacional Rusa de participantes en la guerra», organización fascista de guardias blancos dirigida por el general Turkul. Está claro que lo hace con toda tranquilidad y metódicamente, a despecho de la piadosa «no intervención» francesa... No se ve que al general blanco Fok le fuera muy dulce la vida al lado del negro general Franco. iY la que le espera ahora, por haber perdido, los documentos, al huir lleno de pánico!

Tres pesetas recibía el capitán Polujin. «¡Limpias!»

¡Desgraciada escoria de la humanidad! En el año 1917, era ya un superviviente de sí mismo. Después de esto, ha necesitado aún pasar veinte años vagando errante, fusilando, matando, apuntando con una ametralladora contra el pueblo para morir, al fin, por tres pesetas, en una lejana tierra extraña, al servicio de unos desconocidos verdugos...



18 de septiembre


Barcelona, bañada por el sol, refrescada por el viento otoñal del mar, es grande, hermosa, viva.

Hoy, las amplias avenidas están llenas de gente y empavesadas de banderas. Los gallardetes azules con estrellas blancas, son de la «izquierda catalana»; las banderas rojinegras ondean sobre las columnas de los anarquistas; los sindicatos socialistas y comunistas van bajo la bandera roja con la hoz y el martillo. Sobre todas dominan las telas color naranja con franjas rojas: la bandera oficial de Cataluña; a su lado, en los edificios gubernamentales, se ha izado la bandera de la República española.

Con orquestas y cánticos, centenares de miles de manifestantes desfilan lentamente a travesando por la plaza, por delante del monumento a Rafael Casanova, patriota catalán fusilado el 11 de septiembre de 1714. Este día, fecha memorable del heroico levantamiento del pueblo catalán contra la dominación madrileña, se conmemora cada año, cada vez con mayor solemnidad e importancia.

El presidente Companys sube a la tribuna. Es acogido con aplausos. Habla de los enemigos y de los amigos de la independencia catalana.

Las personas que siempre habían perseguido y oprimido a los patriotas catalanes son las mismas que han empezado la sublevación en España y que han inundado el país de tropas extranjeras. Los que han prohibido la lengua catalana obligan ahora al pueblo español a obedecer la voz de mando en lenguas extranjeras. Son lógicos a su modo: quien odia la libertad del hombre, desprecia los derechos y la libertad de pueblos enteros... La República ha reconocido la autonomía de Cataluña, y hoy, agrupados en torno a la República, todos los pueblos de la península en las filas de un solo ejército, luchan por la independencia espiritual y territorial de la España republicana.

Companys habla —y las ovaciones le interrumpen– de los grandes esfuerzos que ha de realizar el pueblo catalán en la presente guerra, de los esfuerzos decisivos, de los que depende la victoria. Habla de los derrotistas, de los cuales hay que limpiar la retaguardia, habla de los fascistas y reaccionarios que, habiéndose aún mantenido en la

Cataluña republicana, han cambiado de color, se han emboscado y disimuladamente siembran el pánico, el descontento y las provocaciones.

—¡Cuidado, señores! No creáis que hemos olvidado vuestras fisonomías fascistas. Os reconoceremos y os cortaremos las alas. Vuestro tiempo ha pasado. Acabó para siempre en los históricos combates del 18 de julio del año 36. Nos mantenemos vigilantes y con todas las fuerzas del pueblo catalán cerraremos el camino a las maquinaciones de la reacción.

Le responde una tempestad de aplausos de la plaza y de cuantos escuchan en las calles el discurso, radiado. Las mujeres agitan los pañuelos, los hombres arrojan al aire sombreros y boinas. Los catalanes apoyan a su presidente. Barcelona ofrece un aspecto seguro, alegre orgulloso, aunque en exceso despreocupado.

El pueblo español mira con esperanza a Cataluña. A medida que se ha ido reduciendo el territorio de la España antifascista que se defiende, el peso específico que corresponde a Cataluña, ya sin esto muy grande, aumenta cada vez más.

Ahora Cataluña constituye más de la tercera parte del territorio republicano libre. Su industria representa las dos terceras partes de toda la industria que ha quedado en manos de la República. Aquí viven los dos tercios de todo el proletariado español no aplastado por los fascistas, entre ellos ochenta y cinco mil metalúrgicos, más de un cuarto de millón de tejedores, decenas de miles de obreros del transporte, ebanistas, curtidores, químicos.

Cataluña posee una potente agricultura con tendencia a la exportación: almendras, avellanas, aceite de oliva de la mejor clase, frutas, vino, corcho. Hay, aquí, riquezas minerales: potasa, zinc, estaño, un poco de carbón de piedra.

Aquí hay un gran tráfico portuario, con el puerto de Barcelona, de importancia mundial. Por aquí pasan tres grandes líneas de ferrocarril.

Sólo a través de Cataluña, la España republicana se halla ahora enlazada por tierra con el mundo exterior. En pocas palabras: Cataluña puede sostener la guerra en el aspecto técnico, financiero y político-geográfico.

Dicho aún de manera más breve y franca: Cataluña puede salvar del fascismo a la República y salvarse a sí misma. Puede hundir a la República y hundirse a sí misma.


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