Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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El mando ha dado a conocer la orden de Navidad. Felicita a los soldados, pero recomienda no debilitar la vigilancia durante la Nochebuena. Los fascistas han trasladado —¡cuántas veces!– la fecha de su entrada en la capital para el día del nacimiento de Cristo. El general Franco visitó ayer el sector de Boadilla del Monte. Puede esperarse cualquier sorpresa.
En las posiciones avanzadas se han duplicado los puestos de observación y de guardia. Ora en un sitio, ora en otro, resuena circunspecto un disparo, una ametralladora suelta una corta ráfaga. De todos modos, es agradable estar un poco de fiesta, es agradable permanecer sentado, como ahora, en la cavidad de la trinchera, sin hacer nada, sobre una manta extendida, fumando y golosineando. Alguien ha traído aún una barrita de queso excelente, de la que se cortan sabrosas y finas rodajitas, como de ámbar. Cada cinco o diez minutos se puede tomar un racimo de uvas o un trozo de queso, o de chocolate o echar un pitillo. El libro, sobre todo, resulta muy oportuno: «El bravo francés de buena estampa, moreno, jefe de una goleta, no tardó en hacer honor al nombre de la gran nación a que pertenece. Al reconocer en mí a un marino ruso, me miró, guardó unos momentos de silencio y me preguntó: "¿No es usted Kontsov?" "¿Por qué se lo figura?", le pregunté alarmado. "¡Oh, yo desearía que lo fuera!", respondió. "Todos hemos sentido pena por el valiente Kontsovy hemos preguntado por él... Me sentiría feliz de poder servirle..."»
Las sombras de la noche descienden rápidamente sobre las posiciones, como ocurre en invierno, y en seguida cambian la situación. Se hunden en las tinieblas el esqueleto de un carro blindado que se incendió y cuatro cadáveres a su alrededor. Allí están hace ya quince días, entre las líneas, en la «tierra de nadie»; no es posible retirarlos de ese lugar, porque ambas partes lo mantienen bajo su fuego. Cuando se calman las ametralladoras, se acentúa la acción de la artillería. Las explosiones retumban ya atrás, en las calles de Madrid, ya sumamente próximas. Desde ambas líneas vuelan con frecuencia las bengalas luminosas, en prevención de un repentino golpe de mano. De pronto observamos en las filas enemigas una lucecita indicadora, intermitente, que sustituye a los señalizadores diurnos, con que se corrige el tiro tal como se hacía en tiempos pasados. La artillería republicana ya utiliza para esto el teléfono. Los soldados disparan contra la lucecita y ésta desaparece.
De súbito se produce un desesperado tiroteo de ametralladora y fusilería. No se sabe quién lo ha iniciado. Han traído a un herido que grita: «Dadme una nota del capitán para la enfermería; que no me corten la pierna, si no, ¡no voy!»
Poco a poco se restablece la calma.
Hacia las nueve, nos traen la cena. Ésta es la hora sacrosanta del reposo y de la tregua. En España, durante la hora de la comida y de la cena, no se combate. ¡Sobre todo en Nochebuena!
Las unidades republicanas comen mucho mejor que las de los facciosos, separadas de su retaguardia. Los milicianos tienen carne, arroz, sopa caliente. Los facciosos, día tras otro, judías en frío, tomates picados. Esto sirve de tema constante de conversación en ambos campos. Los milicianos, de buen humor por la buena cena, sacan un altavoz de hojalata fabricado por ellos mismos y empiezan a invitar a sus enemigos a tomar un bocado. Elogian el cordero asado, la sabrosa salsa y la mermelada de naranja. Del otro lado responden bastante pacíficamente: «¡Mentira!» La aviación gubernamental ha arrojado octavillas por toda la línea del frente invitando al enemigo a que acuda a celebrar la Nochebuena en las trincheras republicanas. A quienes se pasen a nuestras filas, se les promete una cena suculenta y cien pesetas por el fusil. Cada vez es mayor el número de los que se pasan. Pero el alto mando ha advertido por medio de la orden que se mantenga una vigilancia especial por Nochebuena: los fascistas pueden presentarse a cenar sin invitación.
En un reducto cerrado, a la luz de un cabo de vela, tocan la guitarra. Benito Vargas, joven bracero de Andalucía, baila un fandango. Con enormes zapatos, baila un zapateado sobre las tablas de una caja de cartuchos, y con los dedos castañetea tan bien como si tuviera castañuelas. El zapateado de Benito hace oscilar la llama de la vela, pone en movimiento negras sombras; me acuerdo de otro fandango, en la plazoleta del parque de la Exposición de Sevilla: los blancos trajes de los turistas norteamericanos, el cobre sonoro de una banda de música, el gobernador militar, general Cabanellas, y su pegajosa mirada que no se desprendía de las largas piernas, con medias de seda de las bailarinas... Hace unos días, el viejo hipócrita declaró en Burgos que España durante doce años ha de consagrarse al ayuno y a la oración para lavar los pecados del Frente Popular. El único pecado del Frente Popular es no haber vigilado a tiempo a los generales Cabanellas y haberles dado ocasión de encender el fuego en la pacífica morada española. Pero no importa, aún veremos a España entre flores, cantos y danzas, con el júbilo impetuoso, apasionado, del pueblo triunfante. Conocemos un país que, en la lucha por su libertad, a veces parecía un desierto hambriento, y helado. La palabra «marasmo» se oía todos los días, se había hecho familiar. ¿Quién la recuerda ahora, en el país soviético?
La artillería no se tranquiliza, pero en las trincheras se echan a dormir. La unidad de guardia ocupó los puestos de vigilancia; los demás, se envuelven en sus mantas. Aquí puede uno ver con sus propios ojos hasta qué punto es capaz de dormir como un tronco un hombre cansado. «Aunque dispares con un cañón no lo despiertas.» Uno mismo se convence de ello echándose por un momento en la manta del capitán Ariza, que no duerme. Basta cerrar los ojos, y ya todo da lo mismo. Que disparen con cañones, con ametralladoras, con lo que se quiera y dónde se quiera, lo que importa es dormir y dormir.
25 de diciembre
Me despierta el frío, que pellizca con insistencia los pies, furtivamente y cada vez con más fuerza. El sol todavía no ha salido, pero ya viste de blanco el horizonte. Los restos del carro blindado y los cadáveres a su alrededor, otra vez aparecen en el primer plano. Ha estallado una granada y ha roto dos cajas de cebollas. Alguien mastica los grandes y dulces bulbos. Los otros aún duermen, extendidas las piernas, lanzando algún pequeño grito o sonriendo en sueños. Un miliciano va a buscar periódicos para la compañía, todos le hacen encargos para Madrid.
Pero ¿no estamos, por ventura, en Madrid? Detrás de nosotros, al otro lado de un solar, ya se levantan las casas del arrabal urbano, y más allá se ven los altos edificios de la Gran Vía. Desde allí, por nuestro lado, los raíles de tranvía cruzan la línea del frente y se pierden en el parque, en dirección a los facciosos, a Franco, a los marroquíes, a Hitler...
No, todo esto se percibe de otro modo.
Cuando pasas de la primera línea de trincheras a la segunda línea, ya te sientes en la retaguardia. La cuarta línea es un pacífico refugio. El puesto de mando, a unos ochocientos pasos, ya es un balneario. Y cuando, desde aquí, te plantas en una calle central donde por casualidad no haya casas derruidas, empiezas a dudar de que exista la guerra. Al contrario, los de Valencia, con sólo acercarse al este de Madrid, se sienten ya unos héroes y combatientes. Y también tienen razón, a su modo: en Madrid puede morirse de una bomba de aviación e incluso de un obús mientras se compran unos pitillos en un estanco.
El domingo pasado decidí darme el gustazo de vivir a lo grande y fui a pasear a la Puerta del Sol. La plaza estaba llena de gente, miles de parejas iban y venían tiernamente agarradas del brazo, los vendedores ambulantes ponderaban los objetos de más imperiosa necesidad para los defensores de la patria: plantillas, medias suelas, espejitos, encendedores, mechas y piedrecitas para los mismos, insignias de todos los partidos, fundas para pistolas, papel de cartas, insecticidas, pipas, peines, jabón, gorras de todas las formas y clases. Puse la bota sobre la caja de un limpiabotas, el muchacho comenzó a suavizar la reseca piel con untos grasientos, frotó con un viejo paño de terciopelo; me dio un leve golpecito en la puntera con el cepillo, invitándome a cambiar de pie, y una atronadora explosión nos ensordeció; la muchedumbre echó a correr; yo, hacia un lado; el limpiabotas, hacia otro; unos segundos más tarde se vio el lugar de la explosión: un obús de artillería había dado en un estanco y lo había hecho papilla; había arrojado al exterior su contenido: destrozados anaqueles vacíos, cristales rotos, el cadáver del vendedor; cinco minutos más tarde, la plaza se había sosegado, retiraron el cadáver; me puse a buscar al limpiabotas, lo encontré; nos miramos uno al otro con alegre reprobación; faltaba limpiar la segunda bota: el limpiabotas la humedeció con un líquido espiritoso, con un trozo de vieja guata quitó las capas de polvo; pasó un cepillo duro y con una astillita sacó de un pote trocitos de crema que fue poniendo en la bota; luego debía seguir el frotamiento con otro cepillo más suave y peludo; en ese momento estalló el segundo obús; otra vez carreras y empujones; exclamaciones de «¡no hay muertos!»; el obús cayó en la entrada del metro, la que estaba cerrada, por reparaciones, con una tabla; el público empezó a marcharse sin miedo, pero irritado: ¡no dejan pasear en un día de domingo!
Existe, de todos modos, cierta firme lógica interna en el hecho de que los combatientes se sienten fuera de Madrid. Ahí donde la bestia fascista roe los obstáculos que encuentra en su camino, ahí donde de noche y de día hablan los fusiles, ahí donde durante semanas enteras están dispersos bajo el fuego cadáveres sin recoger, ese lugar no es Madrid. Donde los niños van a la escuela, donde ondean banderas republicanas y obreras, donde los muchachos venden, gritando, periódicos por las calles y los parientes visitan a los heridos, ese lugar es Madrid.
Gastón Doré escucha cómo los combatientes escriben cartitas a Madrid. Y pregunta caviloso:
—¿Es hermosa esta ciudad que estamos defendiendo?
Gastón no tiene nadie en Madrid, no ha estado nunca allí. Es un panadero de París; tiene diecinueve años. Empezó a luchar contra los fascistas en los grandes bulevares. Cuando supo que los fascistas querían conquistar España, pidió la cuenta a su patrono y vino aquí. De la Brigada Internacional ha pasado a una unidad española. Con ella, sin entrar en Madrid, se ha metido en estas trincheras. Los fascistas de otra nación, pero del mismo pelaje que los fascistas parisinos, pretenden entrar en la capital, exterminar a los trabajadores, a sus mujeres e hijos, ahogar todo lo vivo y libre. Gastón Doré no quiere permitirlo. Ha venido a defender Madrid, a cubrirlo con su joven cuerpo. Esta ciudad, a la que él nunca ha visto, se le ha hecho cara y entrañable. Como a todos aquellos para quienes resultan odiosas las fúnebres tinieblas fascistas. Como para todos nosotros.
28 de diciembre
Los combates en el flanco derecho de la defensa han demostrado que no puede diferirse ni un solo día más la reorganización de las tropas. El sistema de «columnas» —si esto puede ser denominado sistema– hace infructuosa toda operación, hasta la más simple. El ejemplo en que mejor puede verse la certeza de esta afirmación nos lo ofrece la columna Barceló, muchedumbre heterogénea, floja y pesada de unidades con una confusa dirección. Forman parte de la columna veintiún destacamentos, con un total de 4403 hombres. Dichos destacamentos son: batallón Educación, 120 hombres; guardia de asalto, 110 hombres; guardia republicana, 201 hombres; caballería a pie, 84; batallón Dimítrov, 419; compañía Madrid, 213; batallón Pestaña 617; batallón Castus, 300; columna de vascos, 320; compañía de aviación, 90; compañía del primer regimiento, 130; segunda compañía del primer regimiento, 94; batallón España, 350; batallón de acero, 280; sección de la juventud campesina, 40; destacamento Plumas 60; destacamento campesino, 180; segundo destacamento de la juventud campesina, 300; batallón de guerrilleros, 200; Águilas de la libertad, 120; compañía de acero, 100; Estado Mayor y servicios, 75.
La columna de Escobar cuenta con 25 destacamentos cuyos efectivos oscilan entre 11 y 548 hombres. La columna de Mena, 51 destacamentos, con efectivos que van desde los 34 hombres (batallón Colonia Popular) hasta los 1 185 (batallón Córdoba). También aquí hay águilas y halcones y leones rojos y caballería a pie e infantería motorizada. A mi pregunta de en qué viaja la infantería motorizada, me han contestado seriamente que en caballos. Y los hombres de caballería van andando.
Ahora las columnas se han reorganizado definitivamente en brigadas de efectivos iguales, aproximadamente según la plantilla que fue adoptada ya a finales de octubre por el Ministerio de la Guerra a base del proyecto del Quinto Regimiento.
El propio Quinto Regimiento se ha disuelto, tal ha sido la resolución del Comité Central del Partido Comunista. En su parte fundamental, pasa a la I Brigada mixta del ejército regular de la República. Con su resolución, el Partido Comunista desea ofrecer un ejemplo a otras organizaciones políticas que han creado y conservan sus formaciones de milicias.
En un bosquecillo, muy maltrecho por los obuses, cerca de Villaverde, a trescientos metros de la línea de fuego, se ha celebrado una pequeña ceremonia. El comisario del Quinto Regimiento, Carlos Contreras, ha pasado la bandera regimental a su nuevo dueño, a la Primera Brigada mixta del ejército. Ha contado la historia de la bandera. Hubo un tiempo en que ésta ondeó sobre las barricadas antifascistas de Roma y de Milán. El Partido Comunista italiano la conservó durante muchos años en la clandestinidad y no hace mucho la entregó a los combatientes españoles. Sesenta mil hombres se han unido de nuevo bajo esta bandera, que sirve otra vez de estímulo para la lucha contra la reacción y la opresión.
El ex jefe del Quinto Regimiento, ahora jefe de la I Brigada mixta, Enrique Líster, toma la bandera y la entrega a sus unidades.
—Muy pronto —dice—, desde las trincheras de la defensa de Madrid, esta bandera avanzará hacia adelante y tras ella irá nuestra brigada mixta. El Partido Comunista de España que ha creado el Quinto Regimiento, tendrá ahora como uno de sus méritos el haber participado como elemento rector en la creación del Ejército Popular de la República española.
Ha bastado sacar la cuestión de su punto muerto, ha bastado vencer la rutina, la resistencia a la innovación, y ahora todos con avidez y entusiasmo se preocupan de la reforma. Cada brigada se esfuerza por hacerse con su oficialidad permanente, lleva la cuenta de su armamento, se procura su intendencia y su transporte. Los jefes más experimentados y hábiles ponen de manifiesto en este caso su ingenio y su iniciativa. El primer puesto lo ocupa, desde luego, el astuto general Lukács. Ya se orienta a las mil maravillas en este ambiente que le era desconocido, se ha procurado activos agentes para los suministros, ha desplegado una actividad extraordinaria. La Brigada casi no sale de los combates, pero Lukács ha encontrado tiempo para organizar un taller de reparación de armamento, una magnífica enfermería, una sastrería, una lavandería, una biblioteca y un parque automóvil de cuyas dimensiones se cuentan ya leyendas. De tiempo en tiempo, Rojo le llama; después de largas explicaciones, Lukács sale del despacho del jefe de Estado Mayor ligeramente agitado y protesta en voz alta, si bien con no mucha decisión:
—¡Nos desnudan, querido Mijaíl Efimovich! ¡Nos dejan sin un hilo! ¡Otra vez nos han retirado quince camiones y tres automóviles! Nos los toman para otras brigadas, para las que no se preocupan de sí mismas. Y a nosotros por preocuparnos de nosotros mismos, nos castigan. Qué le vamos a hacer, Lukács es un soldado español honrado, se subordina al mando único.
—Bueno, pero a vosotros alguna cosa os habrá quedado aún.
—Algo sí, pero no más, querido Mijail Efimovich. ¡Si supiera, querido amigo, lo que cuesta todo esto, cada camión, cada hornillo de petróleo, cuánto sudor, sangre, trabajo,... enchufe!
Los ojos le brillan, maliciosos, a lo picaro.
—Querido Mijaíl Efimovich, en el comisariado hay una barbaridad de coches, y mis delegados políticos no tienen en qué ir de una parte a otra. Hay un viejo Packard y un pequeño Ford, que allí no sirven para nada...
30 de diciembre
Ayer y hoy, los madrileños han intentado efectuar una operación ofensiva, tomar Brúñete y Villanueva de la Cañada. Han actuado unidades de la ex columna Barceló y dos batallones de la Undécima Internacional. Se había decidido sorprender a los fascistas por la noche. Pero las unidades estuvieron errando por el bosque durante la noche entera, perdieron la orientación y sólo entraron en combate hacia las nueve de la mañana, bastante fatigadas. A pesar de todo, irrumpieron en Villanueva de la Cañada y se apoderaron casi de toda la aldea. Continuando el combate, habrían podido adueñarse también de Brúñete. Pero no se sabe por qué motivo hoy se ha dado la orden de interrumpir la operación. Todas las unidades libres se trasladan en una dirección por completo distinta: a Guadalajara. Estoy absolutamente convencido de que si la operación se hubiera prolongado un día o dos más, se habría podido tomar Brúñete, sin muchas dificultades. Esta confusión se debe a una dualidad de poderes. El mando del frente central y el mando del frente de Madrid no pueden coordinar con precisión sus planes. De hecho el mando del frente central se ha convertido en una superestructura superflua sobre el del frente de Madrid. En los momentos difíciles y críticos, se queda al margen y deja que los madrileños salgan del apuro como puedan; en los períodos más tranquilos, el Estado Mayor del general Pozas hace sentir su autoridad. Lo más acertado sería, desde luego, refundir los dos Estados Mayores y de los dos generales dejar aquí uno solo. No faltaría trabajo para el otro, el mundo no se acaba en Madrid. Pero aquí aún toman en mucha consideración el humor y los resentimientos de los generales.
En realidad, ahora es posible atacar por Guadalajara. En esa parte los fascistas tienen completamente abierto el flanco izquierdo. Con una presión enérgica cabe llegar hasta la misma Sigüenza. Pero todo esto es muy poco económico, es necesario combatir en lugares apartados, en la montaña, hay el peligro de atascarse, y las unidades se necesitan junto a Madrid: según datos del servicio de exploración, Franco prepara una nueva operación ofensiva.
1 de enero de 1937
Festejamos la llegada del nuevo año con los «chatos». En torno a largas mesas se habían sentado los pilotos de los cazas; sus cabezas rubias al rape, sus caras redondas, sus ojos y dientes alegres, hacían irreconocible el sombrío comedor del monasterio franciscano. Llegué junto con Miaja y Rojo —los aviadores los han recibido con un atronador «viva», como nunca había resonado entre esas viejas paredes—. El general y el teniente coronel estaban visiblemente emocionados, sobre todo Vicente Rojo. ¡Él, siempre tan reservado, tan oficial, tan hombre de gabinete! Rojo conocía la aviación como elemento componente de sus cálculos, de sus órdenes y de sus planes operativos. Ante la mesa de trabajo, frente al mapa, con el parte en la mano, se alegraba de los éxitos de los cazas o se irritaba cuando éstos llegaban con retraso. En ese comedor, por primera vez se encontró frente a frente con los «chatos» vivos, con estos modestísimos héroes, que todo los días, tranquila y sencillamente exponen sus jóvenes vidas para salvar a los habitantes de Madrid de la negra muerte que llega por los aires. Rojo mira ávidamente los rostros juveniles, algo cohibidos, escucha las conversaciones y cantos en torno a la mesa, capta otras miradas que le observan interesadas y tranquilas... Al partir, dice con una animación poco habitual en él: «Estoy muy agradecido por esta velada.»
En nuevo año anterior, en Barvija, [18]bebimos champán del Don, nos paseamos en trineo sobre la nieve por el río Moskova, corrimos por el bosque. Del koljós, salieron a la carretera unas komsomoles. «Escuchad... la nieve cruje... un caminante; una doncella se le acerca volando, de puntillas, y su vocecita resuena más dulce que una tonada de caramillo: "¿Cómo se llama?" Él mira y responde: "Agafón"... En Pravdapubliqué horóscopos burlescos de año nuevo. Prometí que el año 36 transcurriría bajo el signo del planeta Marte. Que los italianos, avergonzados por los reproches de la Liga de las Naciones, se retirarían, disculpándose, de Abisinia. Que en Alemania, bajo el signo de Escorpión, se retirarían definitivamente del consumo todos los productos alimenticios no arios: mantequilla, carne, granos y patatas. Que a Manchzhou-Go, Jebéi-Go y Beipin-Go, seguirían Chajar-Go, Shangai-Go. Que el Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, abandonaría por fin la constelación del Cáncer [19]y se ocuparía de organizar con acierto la enseñanza en las escuelas. Que serían un éxito las carreras: Sujumi-Odesa a caballo, Leningrado-Moscú sin chanclos y Orenburg-Poltava de puntillas. Que los camaradas Shmidt y Ushakov recorrerían en canoa la ruta marítima del norte y aprovecharían el viaje para acabar con el analfabetismo entre los osos. Señalaba con insistencia un nuevo planeta que no figura en los libros de los viejos astrólogos, la denominada Estrella Roja; indicaba que es una estrella feliz.
Me faltó imaginación y humor para predecir que la llegada del año nuevo siguiente la celebraría con conejo en conserva y cerveza en un monasterio franciscano en las montañas de Castilla, con los «chatos» a mano derecha y a mano izquierda y que los italianos iban a bombardear la Biblioteca Nacional de Madrid. ¡A ver quién es el guapo que elabora hoy un horóscopo para el año 37!...
Por orden verbal del jefe de la escuadrilla, se han adelantado disimuladamente las agujas del reloj del comedor en ocho o diez minutos. Se ha hecho para que los «chatos» se acuesten un poco antes. Mañana, como siempre, habrá combate aéreo.
2 de enero
El cielo del año 1937 se abre con toda su fastuosa y brillante hermosura. El cielo de Madrid es famoso; sorprendente por su transparencia, por su enorme luminosidad, ofrece una percepción casi corpórea, plástica, de su hondura. Se puede mirar este cielo como si fuera un tranquilo estanque de cristal, como si fuera una escena de teatro iluminada, distinguiendo los primeros y los segundos planos, los bastidores de nubes, la fina limpieza de los tonos y su lenta y majestuosa transformación. Loaron este cielo con himnos de colores Velázquez y Ribera, lo pintó de negro el enojado Goya, la Inquisición elevó hacia él rezos y maldiciones, la fetidez y el humo de la carne humana puesta en las hogueras. Luego quedó congelado por trescientos años, indiferente, inmóvil, inconmovible. Ahora lo odian. Si, en una calle de Madrid, alguien empieza a mirar al cielo, en seguida todo el mundo, en torno, se aprieta en los soportales, y los chóferes dan gas al motor.
Ahora lo mejor es que el espléndido cielo madrileño esté cubierto por la sucia lona de las nubes invernales. La turbia capa de microscópicas gotas de lluvia defiende las vidas humanas mejor que todos los refugios de hormigón armado y los sótanos, pues cuando llueve los fascistas no bombardean. Pero las nubes raras veces cubren este cielo, rutilante y mortífero. El hombre que haya pasado el invierno de 1936-1937 en Madrid, siempre verá dibujada mentalmente, hasta en las viejas telas de Velázquez y Ribera, la aviación de bombardeo y de caza.
Todas estas sensaciones artísticas se desvanecen al instante cuando en un raudo avión uno se separa de la tierra y vuela encima y en torno de la capital. El viento silba en los oídos, los compactos macizos de tejados y las agudas cúspides de los rascacielos huyen de sesgo bajo los planos del avión. Aquí, arriba, esto ya no es el cielo, sino el espacio aéreo. Es además un espacio poco tranquilo. El piloto y el observador se miran sin cesar, buscan el peligro en las tres dimensiones. El enemigo nos puede perseguir en línea recta, puede acercarse en cualquier dirección, puede presentarse de golpe por arriba, por abajo, por cualquier ángulo de ataque.
«La falta de espacio en el aire» se acentúa por el hecho de que la línea del frente es muy quebrada, las partes contendientes se hallan aquí muy próximas una a la otra. A menudo coinciden las zonas batidas por la artillería antiaérea de los dos enemigos, y el avión difícil de identificar puede ser objeto de un fuego cruzado. Conclusión: Madrid no es el lugar más cómodo para los paseos de los observadores aéreos. Tampoco hay quien suelte, aquí, un globo cautivo.
Es endiabladamente difícil orientarse en la monótona confusión cenicienta de montañas, hoyas, desfiladeros y meseta de la Castilla central. Los raros puntos de referencia y de orientación, casas y viejos castillos, todo ello está tallado en piedra salvaje y se funde con las rocas. El más pequeño cendal, y todos los puntos de referencia se pierden.
Con dificultad se reconocen en la depresión montañosa las señales del aeródromo. Al bajar más, se ven aviones dispersos por el campo, como medida de precaución contra los bombardeos. Junto a los aviones hay camiones cisterna para repostar, automóviles; van y vienen hombres que visten mono. Pero, si no tenéis una dirección exacta, la última dirección, recibida hoy mismo por la mañana, no se os recomienda aterrizar en este aeródromo. La sorpresa podría ser muy desagradable. Los aviones nuevecitos, con brillantes franjas republicanas, son maquetas, es decir espantajos de aviones hechos de madera. Los camiones y los coches son sólo esqueletos traídos especialmente aquí desde el cementerio de los automóviles. La gente sí, la gente es de carne y hueso. Pero también ella va y viene por el campo no para trabajar, sino como vivo y abnegado cebo para los aviones de bombardeo fascistas. Todo en este aeródromo está falsificado, lo único que posee de auténtico es la batería antiaérea, bien escondida para los huéspedes no invitados pero, aquí, muy esperados. Los falsos aeródromos poseen su dirección, están hoy en un sitio y mañana en otro, son objeto de cuidados especiales.
Sólo se puede de verdad aterrizar donde están los aviadores españoles si va uno provisto de invitación y de un guía. Entonces uno aterriza en el lugar más inesperado y encuentra toda una unidad de aviación con su impedimenta donde no habría esperado encontrar ni un conejo.
Bien escondidos, los aviadores se pasan el día entero con un periódico o un libro en la mano, cada uno de ellos a dos pasos de su avión o sentado en él.
Su jornada de combate empieza casi al amanecer; antes se levanta sólo el personal técnico y los maestros armeros, quienes comprueban los aviones, los motores, se aseguran del buen funcionamiento de las ametralladoras, examinan la suspensión de las bombas. Lo hacen muy cuidadosamente, con toda el alma. De todos modos, el piloto vuelve a examinar por sí mismo el aparato y las armas después de ellos.
La espera de la llamada, según declaran todos los combatientes del aire, es probablemente la parte más atormentadora de su vida. Cuando el cielo está encapotado, el piloto se dispone a pasar el día más tranquilo. Si el cielo está claro, un día sin volar es una auténtica tortura. A menudo el jefe de la escuadrilla permite a dos o tres de los más inquietos elevarse aunque no haya señal de «enemigo a la vista». Los arrojados cazadores vagan por el cielo en busca de su presa: aérea, algún que otro «gorrito» de exploración, o terrestre, camiones con obuses, alguna sección de caballería mora o el coche de algún general.
Los «chatos» han resultado ser maestros en todo. Hacen servicio de exploración, arrojan pequeñas bombas sobre las unidades del enemigo, compiten con los aparatos de asalto en el rapado y afeitado de los objetivos en tierra, desparraman octavillas sobre las ciudades ocupadas por los fascistas. Pero todo esto, de paso. La misión fundamental de las unidades de caza del frente de Madrid es luchar contra los contingentes básicos de la aviación germanoitaliana, obstaculizar sus vuelos alevosos sobre la capital, defender a la población pacífica e indefensa de Madrid, a sus trabajadores, a sus mujeres e hijos. Ahora esta misión se cumple muy bien.
El que así sea no se ha logrado de una vez. El general Duglas, de pelo negro, de largo rostro, juvenil y reflexivo, pasa revista en su memoria a dos meses de lucha desesperada y mortal por el aire, lucha con un enemigo experimentado e insolente:
—Juzgue usted mismo. Nos ha correspondido ser los primeros en recibir el golpe del fascismo armado. Armado con toda la técnica alemana más avanzada y nueva. El ejército alemán ya se distinguió por su aviación durante la guerra mundial. El «general del aire», Goering, no se cansa de exaltar a derecha e izquierda las esforzadas tradiciones de la escuadrilla de caza de Richthofen, a la que él mismo perteneció. Es precisamente ante los aviadores de Goering, pilotando aparatos alemanes modelo 1936, ante lo que tiemblan los gobiernos de París y de Londres. La aviación italiana también es considerada como una de las mejores de Europa. En pocas palabras, lo que distintos profetas han escrito en sus novelas acerca de la guerra futura, es aquello con que nos hemos encontrado sobre Madrid. Y no está mal, como ve usted estamos cruzando la cara al propio Goering...
En los primeros grandes combates aéreos, los republicanos no tuvieron pérdidas muy grandes, pero sí sensibles. Se debía ello a que no utilizaban todas las posibilidades de los magníficos aviones que habían recibido y, sobre todo, a que contraponían su arrojo a la acción del enemigo, sin tener en cuenta su perfidia.
Ni uno de los pilotos gubernamentales que han perecido ha caído en combate de igual a igual y noble. iQué nobleza puede esperarse de los fascistas! Contra el capitán Antonio se lanzaron a la vez seis cazas y le cortaron una ala con ráfagas de ametralladora. A José Galarza le atrajeron lejos de la línea del frente y le atacaron luego con cinco aviones para arrojar después a Madrid su cuerpo cortado en pedazos. A Enrique Lores le estuvieron esperando una docena entera de aparatos —ocho Heinkels y cuatro Fiats– y le acosaron, como una jauría, hasta que le abatieron con un diluvio de fuego.