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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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En las proximidades de Burgos, el piloto tomó aún más altura, hasta los cuatro mil quinientos metros. Se suponía que por ahí había aeródromos alemanes, los que defienden la capital fascista. El mecánico se fue a la cola, y también nosotros, sentados sobre cajas, nos pusimos a observar si aparecían cazas. Precisamente entonces empezó a fallar el motor de la izquierda. Karmen, con mucha deferencia para mis conocimientos de aviación, me preguntó a qué podía ser debido el fallo. Me limité a responderle: «Aquí, esto no es para tomarlo a broma.» Hizo un gesto de indiferencia con la mano e intentó filmar Burgos —una franja bastante precisa de blancos edificios por la parte de la derecha—. Pero el piloto y el mecánico, con sus cigarros, habían llenado de humo la cabina de manera insoportable. El marino dormía como un tronco. El mecánico —pura pasión española por las sensaciones– sacudió al marino y señalando por la ventanilla gritó: «¡Burgos!» El marino, sin despertarse, asintió con la cabeza y sacó la pistola.

Así, con el motor izquierdo sin funcionar, descendiendo poco a poco, veinte minutos más tarde salimos a la vista de Reinosa. Eso ya era territorio del norte republicano, aunque ahí un aterrizaje forzoso entre montañas, llevando bombas, tampoco era un plato de gusto.

Diez minutos más, y a lo lejos, acercándose vertiginosamente, se descubrió el mar. Costas recortadas por múltiples bahías, arbolado, parques, praderas y la larga y curiosa lengua de tierra de Santander, con el palacio real en un cabo. Después de haber parado los motores, tomando un viraje infinitamente largo, bajamos al campo de aviación y rodamos suavemente por la hierba mojada, levantando surtidores de gotas. Abrimos las ventanillas, las puertas —en torno caía una diminuta lluvia otoñal, la primera lluvia desde que emprendí el vuelo en Veliki Luki—. Ovejas mojadas, tejados mojados, casas rojas, de ladrillo, a lo lejos, húmedo aire de mar; todo, no se por qué, me recordaba a Inglaterra.

Santander se encuentra a medio camino entre Bilbao y Gijón. ¿A quién visitar antes, a los asturianos o a los vascos? Dan ganas de ir antes a Asturias —allí, el asedio de Oviedo se acerca a su fin, los mineros han ocupado algunos barrios de la ciudad—. Pero los vascos se convirtieron en región autónoma hace seis días y ahora en todas partes despliegan una impetuosa actividad gubernamental. Por otra parte, Bilbao tiene cable telegráfico directo con Londres, desde allí es posible comunicarse magníficamente con Moscú. Bueno, no, ¡primero, a Asturias!

El comandante del aeródromo nos facilita un coche; nos dirigimos a la ciudad, al Comité del Frente Popular.

La acogida, aquí, es hostil, seca. El presidente del Frente Popular, al mismo tiempo Comisario de Guerra de Santander, no quiere dejarnos pasar ni a Asturias ni al País Vasco. Se muestra frío a todos mis mandatos, a mis certificados del Ministerio de la Guerra e incluso al hecho de haber volado hasta aquí directamente desde Madrid, por encima del territorio fascista, con armas, bombas e información. Declara que preguntará por radio a Madrid y sólo después verá hasta qué punto puede prestarnos su concurso.

Madrid puede responder dentro de dos semanas, si responde. Todo esto es fastidioso. Pedimos la dirección del Partido Comunista. Nos la dan, pero el chófer del aeródromo ya se ha marchado; hay que ir al comité del Partido andando, bajo la lluvia, con los trebejos cinematográficos de Karmen y una maleta de carretes de repuesto.

La ciudad presenta el típico aspecto de los lugares de veraneo en conserva invernal; en verano, aquí se trasladaba antes la corte real y toda la nobleza madrileña. Ahora, no hay rey ni nobleza. Mas, por las aceras, nos cruzamos con una enorme cantidad de público burgués, de fosco aspecto; muchos llevan perros de la cadenita. ¡Y cuántos paraguas! Todo el mundo va con paraguas. Nunca habría creído que en toda España hubiera tantos paraguas como en este solo paseo del mar, en Santander.

Sin paraguas, íbamos nosotros como unos infelices; pero el mal no estaba en eso, sino en Lina. No habíamos hecho diez pasos cuando me di clara cuenta de que ahí, con Lina, éramos gente rara. En Madrid antes de emprender el vuelo, Karmen y yo, por si acaso, nos quitamos el mono y nos vestimos de paisano. Pero la pobre muchacha subió al avión con sus malos pantalones de soldado, de tela de algodón, con los enormes y despellejados zapatos con que había andado por Guadarrama y por Toledo preparando sopa a los soldados. La magnífica cabellera rizosa, los grandes labios en el rostro criollo todo ello, en el mejor de los casos, podía servir para una película infantil de La cabana del tío Tom, pero de ningún modo para presentarse ante esos burgueses sin foguear.

La mandamos que se comprara una falda, pero las tiendas estaban todas cerradas por ser la hora de la comida. Fuimos a un restaurante del paseo del mar en la planta inferior, en el café y en el bar, había mucha gente con tipo de especuladores; nuestra aparición, con Lina en pantalones, fue acogida con hostil rumor de voces. Subimos a la planta superior, el camarero, en frac, también muy irritado, nos sirve guardando absoluto silencio una comida excelente —pescado, pato, alcachofas, queso—, cosas de las que en Madrid ya casi se han olvidado. Sólo el pan es escaso, dan una pequeña rodaja: en el norte no hay trigo.

En el comité del Partido nos cuentan que Santander aún está lleno de fascistas, el poder republicano es débil, con muchos elementos sospechosos, y no domina bien la situación. Casi no hay ningún enlace con el gobierno central, el gobernador civil y el comité del Frente Popular gobiernan a su manera. No hace mucho se les ocurrió (o se les sugirió) un truco: las autoridades hicieron una lista de los individuos más sospechosos de simpatía por los sublevados, incluyendo a los jóvenes en edad militar, los llamaron y les presentaron el dilema de o salir al extranjero o quedarse con la perspectiva de ir a parar a la cárcel. La mayoría, naturalmente, prefirió los pasaportes para salir al extranjero; se fueron en barco a Francia y algunos, hasta sin pararse, se dirigieron directamente a Burgos y a Salamanca, al Estado Mayor de los facciosos. A menudo barcos extranjeros visitan Santander; nadie comprende bien ni su procedencia ni su designación. Recientemente, un barco inglés, después de permanecer diez días en el puerto de la ciudad, después de haber tomado carga y a unas personas, levantó anclas y partió, en apariencia, rumbo a Londres; en realidad, se dirigió a Vigo, puerto fascista.

El propio comité del Partido es, aquí, bastante débil; por lo visto no goza de mucha influencia y va a la zaga de los otros partidos.

Hablamos por teléfono con Gijón. Los asturianos están muy contentos de nuestra venida, de la llegada de los primeros rusos, y nos piden que nos traslademos allí sin pérdida de tiempo y sin salvoconductos especiales de ninguna clase. En Llanes saldrá a nuestro encuentro el secretario del comité del Partido de Asturias.

Por la noche, Santander se ve mojado, oscuro, huraño. Cuatro bares vacíos, mal alumbrados. Dormimos en el hotel Méjico. A la cena, varias familias burguesas de irritado aspecto; en nuestra presencia, todos callan, pese a que Lina viste ya una falda de franela de treinta y dos pesetas. El portero nos recuerda varías veces que, si queremos, podemos pagar en dólares.



8 de octubre


Majestuosa y bella región, montaña y mar. Profundos desfiladeros, agudos apelotonamientos roqueños y repliegues han quebrado y encabritado esta tierra. Los caminos corren, se elevan y caen formando audaces espirales. Ríos de rápido curso precipitan desde las alturas las aguas heladas y, abriéndose salidas por las cadenas montañosas, desembocan directamente al océano Atlántico. Las cimas nevadas del Morcín y del Aramo dominan, severas, el horizonte. En las montañas y en los desfiladeros se esconden pequeñas ciudades y poblados. Es como Suiza más el Donbass y un poco de la zona costera del lejano Oriente. Para el Cáucaso, es demasiado húmedo y neblinoso. No hace mucho, esta hermosura servía aún de cebo para los más refinados y mimados viajeros. Ahora, la estación no es, de ningún modo, para turistas. Por todas partes corre el agua, todo rezuma; además, no hay pan, y la situación general no es acogedora. En los desfiladeros, retumban los disparos, corre la sangre.

Nos hemos retrasado en gran manera por el camino: casi a cada revuelta Karmen salía a filmar vistas maravillosas; yo me enojaba, le escandalizaba; y al instante, yo mismo le pedía que filmara aún otro paisaje, otro valle, otro yugo de poderosos bueyes con almohadillas en las cabezas. Muchas de estas fotografías no saldrán bien; la niebla no se ha dispersado ni un solo momento.

En una posada de Llanes nos ha recibido Angelín, el secretario del Comité Regional del Partido Comunista de Asturias, y nos ha conducido hasta Gijón en su espacioso Hispano-Suiza. Llegamos a la ciudad entrada la noche. Aquí no hay hoteles, todo está ocupado por los milicianos y por los refugiados de Oviedo. El comité no tiene edificio propio, ocupa un vasto piso en una casa de viviendas. Comen y duermen en el mismo piso. Nos han acogido muy jubilosamente, de manera sencilla y fraternal. La mujer de Angelín prepara la comida para todos; las mujeres de los demás miembros del comité lavan la ropa y cuidan de la limpieza de las habitaciones.

Permanecimos sentados a la mesa hasta muy tarde, hablando; ellos nos contaban como está aquí la situación; nosotros les hablábamos de Moscú, al que aquí quieren como a su segunda patria. Muchos asturianos vivieron y trabajaron en la URSS después de la sublevación de) año 34.



9 de octubre


Esta región se encuentra ahora separada del mundo no sólo por la naturaleza. Por el oeste y por el sur, la presionan las tropas fascistas de Galicia, León y Burgos. Por el mar, disparan sobre ella los cruceros facciosos. Una estrecha franja a lo largo de la costa la une con Santander y el país de los vascos; más allá, en San Sebastián, en Irún, otra vez fascistas. La principal ciudad de Asturias, Oviedo, está casi totalmente ocupada por una numerosa guarnición de facciosos, perfectamente armados.

De todos modos, los proletarios asturianos son por ahora los combatientes más avanzados del pueblo español. Aquí existe ya organización y experiencia de combate, un estilo duro, tenaz, de lucha en las condiciones más difíciles. Angelín es un obrero joven, pero serio, meditativo, que ve con mucha sensatez toda la complejidad de la situación. Los comunistas, en la situación de guerra, se han colocado en el primer plano, mas el comité procura no destacarlo, no quiere desplazar de la dirección de esta zona a los socialistas, que tienen aquí viejos lazos y puntos de apoyo en el movimiento obrero, en los sindicatos. Anarquistas, aquí, hay pocos; los republicanos de izquierda forman un partido pequeño burgués que, si bien participa en el gobierno, casi es imperceptible en la vida política; liquidados los dueños de las fábricas y de la industria minera, la autoridad local se ha preocupadoy, a la vez, ha socializado, la industria pequeña, artesana, y el pequeño comercio —todo, poco menos que hasta los limpiabotas—. Angelín se rasca el pescuezo y reconoce que en Asturias el Frente Popular no está del todo completo...

Nos mete prisa para que visitemos al gobernador civil. El pequeño gobierno regional de Asturias se ha instalado temporalmente aquí, en Gijón, a treinta kilómetros de Oviedo. Su presidente, al mismo tiempo gobernador, es Belarmino Tomás, socialista, minero. La instalación del gobierno es modesta, como la de un comité ejecutivo de un soviet de distrito.

Con cálidas palabras, Tomás pide que transmitamos al pueblo soviético el agradecimiento infinito de los asturianos por el asilo y la ayuda prestados a los luchadores revolucionarios de Asturias en el año 1934.

—Esa fraternal ayuda no se olvidará nunca entre nosotros. Su recuerdo nos es doblemente caro ahora, cuando vuestros pueblos ya prestan ayuda con víveres y ropas a todo el pueblo español, a nuestras mujeres y a nuestros niños.

Habla del trabajo de su gobierno. Es difícil, sobre todo porque, de hecho, Asturias está bloqueada, sin abastecimiento del exterior ni en pertrechos militares ni en víveres ni en mercancías. El enlace con el gobierno central, con Madrid, se mantiene en parte por radio; en parte, raras veces y con gran riesgo, por avión.

Municiones, los asturianos tienen bastantes, hasta podrían repartirlas con otros frentes; carne también hay en la región, pero el problema del pan es muy duro. Las regiones cerealistas de España —Castilla, Aragón, Valencia– ahora no pueden abastecer a Asturias ni por mar ni por tierra. Para comprar trigo en Francia faltan divisas. No hace mucho, para dar de comer a los combatientes, en Gijón se interrumpió por completo la venta de pan durante dieciocho días.

Otra de las preocupaciones de los dirigentes asturianos es la del calzado y ropa para los combatientes. La población de la retaguardia estaría dispuesta a dar al frente toda su ropa y todo su calzado, pero entonces ella misma quedaría desnuday descalza: la guardarropía de la gente pobre de Asturias no está muy bien surtida. Sin abrigo o impermeable, sin botas o, por lo menos, sin chanclos, aquí hasta los soldados excelentes pueden perder en mucho, su capacidad combativa... Tampoco hay en Asturias tabaco, cerillas.

Del gobierno regional forman parte dos socialistas, dos comunistas y cuatro republicanos. Juan Ambou, joven obrero, comunista, dirige la sección militar del gobierno asturiano. Las operaciones directas del asedio de Oviedo corren a cargo de los comisarios González Peña, socialista, y Juan José Manso, comunista, ambos diputados al Parlamento por Asturias.

Los accesos de combate contra Oviedo forman un círculo cerrado de seis kilómetros de diámetro en total. Mas, para poder recorrer todas las posiciones, hacen falta días y más días: no hay carreteras de circunvalación; a cada lado hay que llegar pasando por montes quebrados, por barrancos y collados, por túneles y viaductos.

Para acercarse a Oviedo, lo más fácil es ir por el norte. En cuarenta minutos hemos llegado de Gijón a las líneas avanzadas. Desde un suburbio de Oviedo, Lugones, se abre una vista sobre toda la ciudad, sobre la catedral y los edificios del gobierno. Por esta parte no se prosigue la ofensiva. Una doble línea de trincheras y fortines espera al enemigo, al que los republicanos obligan a salir en esta dirección.

Las trincheras y fortificaciones son hondas, cómodas, trabajadas con habilidad, a lo minero. Pero en ellas ha entrado el agua, y la gente, con vestidos de verano, se moja, se debilita, tose. Las toallas han sido utilizadas como bufandas; de las sábanas se han hecho peales; las mantas, con un agujero para la cabeza, las llevan los soldados como impermeables.

Aquí casi no hay el exotismo ni la solemne y banal hermosura que allí, en Castilla, inundan cada vivaque, cada bandera de batallón, cada patrulla nocturna de la carretera. Aquí, la gente mira la guerra no como un espectáculo o como un cataclismo, sino como un trabajo. Hacen la guerra a lo minero, seria, tenazmente.

Por el oeste (aquí se puede llegar sólo volviendo a Gijón) se encuentra el sector más difícil para los republicanos. Ahí los inquieta un grupo de tropas fascistas que cuenta con varios miles de hombres. Esta columna de facciosos logró abrirse paso a través de la línea de milicias populares por Luarca. Luego los mineros la cercaron, han parado la columna y no la dejan moverse del sitio. Para liquidar por completo esta cuña hacen falta más refuerzos. Pero los mineros prefieren antes acabar con Oviedo. He aquí la pequeña ciudad de Trubia. Su célebre fábrica de armas. Los facciosos procurarán entrar aquí. Trubia se defenderá, pero los mineros, por si acaso, evacúan todo el utillaje importante de la fábrica, los tornos principales, y de lo que ha quedado han recogido lo necesario para poner la fábrica en marcha.

Durante los últimos días, debido a la tupida lluvia y a las nieblas, los combates han remitido. En Oviedo se puede penetrar sólo desde el sur o desde el suroeste. Al atardecer, otra vez estamos en Gijón. Nuestros anfitriones se sienten confusos, no pueden mostrarnos nada —diluvia, hay humedad, el mal tiempo no permite ni sacar la nariz a la calle—. ¡Yes tan hermoso, esto, en verano! Les sabe mal que no veamos el Gijón hermoso, que no veamos nada. No comprenden que ellos mismos son un espectáculo conmovedor, este puñado de jóvenes comunistas que aquí, en este abandonado extremo de Europa, junto a la costa atlántica, encabezan la lucha de la clase obrera contra el fascismo, contra la reacción y la esclavización del hombre por el hombre. Pin, pequeño, modesto y de ingenuo aspecto, ha leído de cabo a rabo a Carlos Marx, a Federico Engels, a Vladímir Lenin, a José Stalin, a Máximo Gorki, a Jorge Dimitrov, todo lo que de ellos ha sido traducido a la lengua española. Ahora está ávido de publicaciones marxistas sobre agricultura —iestá al frente de la sección de agricultura en el gobierno asturiano!—. Desea ir a Moscú, al Instituto Agrario —desde luego, no ahora, sino después, cuando se haya logrado la victoria—. La frágil y delgada Agripina, con los cabellos atados por una cinta, con pantalones de lienzo —esto no es Santander, aquí el mono está otra vez a la orden del día—, es la organizadora del movimiento femenino, ino es nada, organizar el movimiento femenino en toda Asturias! Tiene veintiún años, de ellos uno y medio lo ha pasado en la cárcel por la sublevación («Agripina, ¿qué quieres ser?» iPara qué hacerle preguntas superfluas! No qué, sino quién. Bien claro está, quién: iuna segunda Dolores!). Juan Ambou y su mujer trabajaron un año en la Unión Soviética —están saturados de recuerdos, de impresiones, de canciones, de melodías de los films soviéticos, y todo cuanto allí asimilaron, hasta los más pequeños detalles, quieren utilizarlo, aplicarlo aquí—. Lafuente, un hombre ya de edad madura, que ha pasado por las cárceles y las torturas, está ahora dedicado en cuerpo y alma al abastecimiento de guerra, a la producción de obuses, de cartuchos; ¿no sería posible obtener algunos materiales, folletos, sobre esta cuestión? ¿No hay, sobre ese tema, algunas instrucciones u órdenes del camarada Voroshílov? ¿Dónde han sido publicados, cómo hacerse con ellos? Angelín me llena de preguntas acerca de los métodos de trabajo en las células, acerca de los comités de minas, acerca de las interrelaciones entre los miembros del triángulo, [8]sobre la organización de los periódicos del Partido, sobre los corresponsales obreros; me muestra los dos periódicos asturianos del Partido y me consulta acerca de su compaginación... ¿Y cómo está de salud, Pepe Díaz? ¿Qué tal Pedro Checa? Nuestra llegada los ha animado, ha acercado Asturias a Madrid y a Moscú, ha creado la impresión de que todo eso no se halla tan lejos ni tan separado, de que el enlace se establecerá y será muy estrecho, de que pronto fluirán, hacia aquí, hombres, cartas, libros, materiales. ¡Todo será magnífico!

Casi al término de la conversación, de súbito, otra vez sienten remordimientos de que nosotros no nos divirtamos; bajo la lluvia torrencial nos llevan al cine a ver un film ruso —esto deberá de interesarnos...—. Un viejo local de espectáculos está repleto de adolescentes; el film ruso resulta ser una escenificación norteamericana de Resurreccióncon texto español. El príncipe Nejliúdov va en un cincelado trineo de ópera por montones de guata; en la estación, la guata en jirones grandes como el puño cae sobre la aterida Anna Sten frente a la ventanilla del vagón en que el príncipe juega al bridge con otros caballeros; el starosta [9]con largos pantalones claros presenta a Nejliúdov el pan y la sal de la hospitalidad, y Nejliúdov responde: «¡Muchas gracias!»

Al salir, Pin me dice, como sintiéndose culpable: «Parece que a ti no te ha gustado.» Yo le acaricio la mano.



10 de octubre


Aquí están los distritos mineros de Langreo, Mieres Castandielo, la planta siderometalúrgica de La Felguera y muchas otras fábricas, separadas entre sí por cadenas de montañas, unidas por collados, por carreteras en espiral, por túneles. La mayor parte de las minas están paradas, los mineros se han ido a pelear, el trabajo prosigue tan sólo en algunos tajos.

En Sama subimos a una mina; subimos porque, como ocurre aquí con frecuencia, la entrada a la mina se encuentra al pie de la montaña y la veta sube hacia la parte alta, por el interior de la tierra.

En las galerías despiden su mortecina luz las lámparas de aceite de los mineros. Pálidos rostros juveniles y otros macilentos, marchitos, de personas entradas en años; sólo trabajan jóvenes menores de dieciocho años y viejos. Trabajan con espíritu de sacrificio y desinteresadamente; los dueños huyeron con la cajay el comité de la mina se encuentra sin dinero para pagar los jornales desde hace dos meses. Se dan ciento diez gramos de pan al día por persona.

En los poblados, la miseria habitual de los mineros se ha hecho dos veces más aguda debido a las privaciones de la guerra. Sin embargo, ¡cuánto ánimo, cuánta sosegada firmeza proletaria en todos, hombres y mujeres! ¡Qué decisión de seguir luchando, qué seguridad en la victoria y en sus frutos! ¡Cuánto orgullo por las primeras conquistas de los obreros! Nos muestran casas de cultura, hogares infantiles, escuelas de adultos, todo cuanto en dos meses han tenido tiempo de crear, pese a la guerra.

En este montañoso rincón de España, a menudo se oyen frases rusas pronunciadas con aplicado esfuerzo. Dicen tovarich, sasedanie, saius gorniaki, Vorochilovgrad... [10]. Los mineros asturianos, los que trabajaron en el Donbass, conservan con enternecedor afecto los recuerdos de nuestro país. Muestran con orgullo botas altas rusas, vasos y platitos de té, pitillos cuidadosamente conservados. Y nos encargan, sin cesar, saludos y regalos para distintas jóvenes ciudadanas soviéticas cuyos nombres, llamándonos aparte, nos ruegan anotar en nuestro cuaderno. Poco a poco he reunido dos relojes niquelados de señora, un abanico, collares, una chaqueta de punto, cinco fotografías, un encendedor, un perrito tallado en carbón de piedra y una carta.

Los nombres de los asturianos recuerdan de manera muy divertida nuestros viejos nombres campesinos, que elegía del santoral el cura del pueblo. En dos días hemos conocido gente que se llama Agapito, Serafín, Carpo, Agripina, Paulino, Timoteo, Aquilina y Aquilino (el secretario del comité del Partido en Langreo). Nuestro chófer se llama Nicanor.

He aquí, por fin, el Narancoy San Claudio, los arrabales del sur de Oviedo. Desdp aquí la milicia del pueblo entró al asalto en la ciudad.

Nos acomodamos para pasar la noche en la casa de cierto marqués junto al parque de Oviedo, ya reconquistado. Acudieron todos los dirigentes militares. Al principio escucharon las noticias que nosotros traíamos de Madrid; luego empezaron a discutir sobre la disposición de las unidades y de si debían dejar a los facciosos un agujero por el que pudieran escabullirse de la ciudad cuanto antes. Aquí se sostiene la cándida idea táctica de que al enemigo, si se le deja un agujero de esa naturaleza, se mete en él, abandona sus posiciones y ahorra a los atacantes un innecesario derramamiento de sangre. Son los restos de la sabiduría militar medieval sobre el asedio de ciudades.



11 de octubre


Los mandos decidieron aprovechar para el ataque la niebla de la mañana, única defensa contra la aviación alemana. Defensa muy relativa, pues los alemanes, aunque al azar, aun a través de la «leche», ya están bombardeando.

Es una sensación muy desagradable y aciaga la que se experimenta estando, como aquí, sin ver naday sin saber nada, con el bajo techo blanco de la niebla encima. Los poderosos motores zumban sobre las mismísimas cabezas. A cada instante, estallidos como truenos en torno —sin ver el objetivo, los bombarderos van a hacer carne. No necesitan ir muy lejos para reponer su dotación de bombas– cada media hora vuelven a su base y muy pronto regresan con una nueva partida... Fue muy triste, en el camino de regreso, encontrarse con un repugnante montón de ladrillos requemados y en disforme montón en vez de la pacífica casita en que nos habíamos detenido. La mujer y los dos niños con quienes habíamos estado hablando, habían quedado triturados. Los vecinos nos contaron que la bomba cayó al cuarto de hora de haber partido nosotros.

Los arrabales se han terminado; he aquí la estación, el depósito de locomotoras; luego, el bulevar y las calles de la ciudad. Un vagón de tranvía está derribado sobre los raíles.

En dirección contraria a la nuestra, literalmente bajo las balas, corre gente pobremente vestida, con atadijos y criaturas en los brazos. Son habitantes de los barrios ocupados ya por los republicanos. Huyen de la ciudad hacia los poblados mineros, hacia Gijón, temerosos de caer de nuevo en el cautiverio fascista.

Reconocen a Juan Ambou, sobre la marcha se le arrojan al cuello, lloran, exclaman, con incoherente frase:

—¡Juan! ¡Ah, eres tú, nuestro valiente! ¡Has venido a liberarnos!

Intento interrogarlos, pero casi no pueden coordinar sus ideas. Dos meses de régimen fascista, registros, detenciones, y, de pronto, la libertad; de pronto, los suyos, y, al mismo tiempo, tiroteo en las calles y bombardeo aéreo...

Más allá, el combate se sostiene con ametralladoras, con fusiles, con granadas de mano y, donde hace falta, con ataques a la bayoneta: los asturianos han recibido bayonetas y han aprendido a utilizarlas; esto también es nuevo en España.

El enemigo responde con las mismas armas y con artillería ligera. La milicia popular abre boquetes en las paredes laterales de las casas contiguas, y de este modo se abre un paso totalmente interior, a cubierto de las balas, a lo largo de una calle entera. A través de pasos semejantes, ha evacuado la población de las doce calles ya ocupadas, se saca a los heridos y a los muertos, se llevan municiones y granadas.

Sobre esta parte sur de la ciudad, ocupada ya por los republicanos, aún domina el campanario de la iglesia de San Pedro. Este templo de Dios riega sin cesar las calles con nueve chorros de ametralladora, dispuestos en abanico. Con todo, Juan no puede resistir la tentación de llegar a su vivienda de Oviedo.

Corriendo a trechos, alcanzamos una alta casa de la calle de la Argañosa. En la escalera no hay nadie. En el sexto piso, la puerta del apartamento, un sello de lacre y un letrero de la policía secreta fascista: «Vivienda a disposición de la policía. Prohibida la entrada.»

Juan rompe alegremente el sello y la inscripción. Dentro, todo está revuelto. Se han llevado la biblioteca, hasta la última hoja. Quedan en el armario ropa de abrigo, un abrigo de cuero, y ropa interior de lana. Juan no toma nada —no quiere preferencias respecto a los combatientes de la milicia popular—. Las balas del campanario de San Pedro tabletean molestas sobre la cornisa del edificio. Se cae el estuco.

Juan sonríe picaramente, toma de la mesa una muñeca afelpada: una muñeca típica de una tienda de artesanía de Moscú.

—¡Demostraré a mi mujer que he estado en casa!

El sector republicano va arañando de hora en hora nuevas posiciones hacia el interior de la ciudad. El coronel Aranda, jefe de los facciosos, se retira a los cuarteles de Pelayo. Si los mineros mantienen el carácter del ataque y no debilitan su presión, Aranda se verá obligado o a rendírseles o a huir hacia el norte, hacia Lugones, donde se le ha dejado el agujero de salida a que nos hemos referido.

Pero entretanto el combate está en su apogeo. Ambas partes disponen de numerosos recursos de fuego y no los regatean. El combate es muy encarnizado, los milicianos se lanzan valientemente hacia adelante, los autobuses apenas tienen tiempo de evacuar a todos los heridos.

Pese a la intensidad y dureza de los combates en las calles, pese a todo su dramatismo, es necesario, hablando cuerdamente y partiendo de la experiencia de España, valorar con cierta reserva su eficiencia, sobre todo para los atacantes. Si los combates en las calles duran dos o tres días, tienen un carácter decisivo. Si se prolongan, las tropas se acomodan en las casas, se acostumbran a las paredes de piedra, muchas cosas recaban su atención, el espíritu y el ritmo de la ofensiva se debilitan. Unidades que combatieron magníficamente en el campo, pierden en gran parte sus cualidades después de permanecer dos o tres semanas en las barricadas de una ciudad.

Salimos de Oviedo y de nuevo volvemos a acercarnos a ella por el arrabal de San Claudio. De pronto la niebla se disipa, brilla el sol, y la aviación puede mostrarse con todo su brillo. Tres trimotores Junker sosegadamente, a una altura que no pasa de los trescientos metros, se pasean por encima de la hondonada de Oviedo. Karmen puede grabarlos sin el menor obstáculo con su aparato.

Durante esos tres meses, ya he presenciado no pocas incursiones de la aviación, pero ésta lo supera todo. Nadie estorba a los Junkers, ni cazas ni antiaéreos. En toda Asturias, los republicanos no tienen más que una avioneta deportiva de un solo asiento.

Ahora los alemanes se ocupan de la verde ladera del Naranco. Suponen que ahí se encuentran las baterías republicanas, las cuales, en efecto, todavía ayer disparaban desde ese lugar contra los cuarteles.

Metódica, cuidadosamente, como en unas maniobras, cubren de explosiones toda la ladera, una superficie de tres kilómetros de largo y tres de ancho.

Arden dos grandes sanatorios. Toda la montaña está cubierta de negro humo.

Los Junkers se van; a la media hora están de regreso y vuelven a empezar. Han decidido no dejar sin bombardear ni un solo palmo del Naranco. De este modo entra en la nueva guerra mundial la aviación de Hitler.

De los aviones se desprenden dos paracaídas. El viento los arrastra hacia nuestro lado. Ya han tocado tierra, lentamente. Alguien corre hacia ellos. Nos traen dos grandes cajas de zinc con varios miles de mechas de dos minutos para las granadas de mano. Iban destinadas al teniente coronel Aranda, pero no han llegado al destinatario.


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