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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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Los facciosos prestan ahora una enorme atención a la defensa antitanque y antiaérea. Ahora todo el frente de Madrid está dotado de novísima artillería antitanque alemana. Los cañones están situados a intervalos de doscientos a trescientos metros.

El abastecimiento de pertrechos de guerra al ejército —cartuchos, obuses– es perfectamente normal. Sin embargo, se toman enérgicas medidas para enseñar a los soldados a economizar la munición, les prohiben disparar sin haber entrado en contacto combativo con el enemigo.

Para la nueva ofensiva, Franco reúne, aunque a veces con muchas dificultades, importantes fuerzas. Además de las unidades alemanas y marroquíes totalmente reorganizadas, se efectúan reclutamientos complementarios en el territorio conquistado por los fascistas. La calidad de los nuevos reclutas, desde el punto de vista de la moral fascista, ha empeorado mucho. La aguda crisis de hombres obliga a los facciosos a reclutar para el ejército personas a todas luces poco seguras —republicanos, socialistas—. A veces, los sacan directamente de la cárcel. A los detenidos se les presenta a elección: o fusilamiento en la cárcel o servicio en el ejército fascista. No pocos de los evadidos a nuestras filas pertenecen a esta categoría de ex encarcelados.

Los fascistas compensan la brecha en el estado político-moral del ejército intensificando el rigor y el régimen de obligatoriedad, a la vez que mediante una disciplina de hierro en el frente. Bajo la amenaza de severos castigos, a los soldados se les prohibe sostener conversaciones políticas de toda clase. Cada sector y cada trinchera se hallan por completo aislados de los demás. Cuando, hace unos días, en la Casa del Campo, un soldado fue a ver a un amigo suyo que estaba en la trinchera vecina para charlar, el oficial le golpeó hasta hacerle salir sangre, y le quería fusilar; otros oficiales tuvieron que disuadirle de que lo hiciera.

Los soldados comen de manera irregular y pésimamente. En algunos sectores del frente de Madrid empezaron la agitación y las protestas; después de ello, la comida mejoró, pero sólo por algunos días. Llevan muy estropeados el calzado y la ropa, pero no Ies dan prendas nuevas. Esto resulta patente por los mismos prisioneros y evadidos: son auténticos andrajosos, vestidos con ropa de verano rota, sin manta, calzados con alpargatas. A menudo los combatientes republicanos recogen entre todos, para sus prisioneros, tabaco, periódicos, naranjas, calcetines, bufandas. El mando fascista ha permitido a sus soldados requisar la ropa y el calzado de los campesinos de las aldeas. Se prohibe hacerlo en las ciudades.

El cansancio, el frío, el hambre, la mala alimentación, los fracasos ante Madrid y la prolongación general de la guerra han provocado un estado de ánimo bastante malo entre las unidades de los facciosos. La pelea entre la Falange española burguesa y los fanáticos kulaks clericales del campo navarro hace vacilar el frente fascista.

Pero de todo esto no puede inferirse de ningún modo que ha menguado la capacidad combativa del ejército de Franco.

He preguntado a un soldado, obrero socialista, llevado por los fascistas al frente desde la cárcel y evadido a nuestro campo a las tres semanas.

—¿Y has disparado contra los republicanos?

—He disparado.

—¿Mucho?

—Mucho...

—Así, pues, ¿habrás matado a los tuyos?

—Es posible. Tenía que disparar a la fuerza. El sargento vigilaba todos nuestros pasos. Por todas partes te encontrabas siempre con algún sargento que empuñaba la pistola. No son muchos estos sargentos, pero parece que no se acaban nunca. Y, a decir verdad, les tenemos más miedo a ellos que al mismo Franco.

Ésta es la pura verdad. Las clases, procedentes del antiguo ejército, desempeñan un papel enorme en el de los facciosos. Por ahora son ellos quienes le dan cohesión, quienes aseguran la capacidad combativa de las pequeñas unidades, de compañía abajo. El suboficial fascista es de origen español o extranjero... El rufián del ejército colonial, el de palo y tente tieso, el cuero de tambor, mantiene duramente en su mano, como un carcelero, a su sección. Le odian, pero le temen y le obedecen. Conduce a los hombres al combate a tortazos, a palos y pegando un tiro a los que se rezagan. En cambio, cuando la unidad fascista recibe un golpe verdaderamente demoledor, de modo que no quepa la menor duda de su carácter ofensivo, cuando tal sargento pierde aunque sólo sea por un minuto su influjo sobre sus soldados, que no pueden chistar, éstos corren a todo correr, arrojando fusiles, cañones, todo lo del mundo, y nada puede entonces detenerlos. Así ocurrió durante los contraataques republicanos en Majadahonda y Las Rozas, así sucedió en Guadalajara, así se vio en los asaltos al cerro de los Ángeles.



2 de febrero


Todo se ha calmado. Los republicanos preparan ahora una nueva y gran ofensiva. Su objetivo es alejar decididamente a los fascistas de Madrid. Para ello se concentran y se preparan nuevas e importantes reservas, un gran número de brigadas. El propio Largo Caballero ha aprobado el plan preparado por el Estado Mayor Central. En Madrid aún nadie sabe nada acerca de dicho plan, pese a que las unidades madrileñas han de asestar un golpe complementario.

La preparación de la batalla ha de exigir aún otra semana. He decidido, al fin, salir de Madrid por algunos días. No me he apartado de aquí desde el 17 de octubre. Ahora, según me parece, puedo salir. Si ocurre algo inesperado, tendré tiempo de regresar.

Hemos salido con Dorado por la carretera de Valencia, y cerca de Tarancón hemos doblado hacia el sur, a La Mancha.

Madrid ha quedado atrás y sólo en este momento he comprendido de verdad el gran peligro que lo amenaza, de qué modo está, Madrid, separado del mundo, qué destino más extraño, triste, amargo y glorioso se han elegido estos centenares de miles de hombres que viven entre esas paredes, en esas calles, entre esas trincheras y barricadas.



3 de febrero


Ya oscurecía cuando por una carretera llena de baches, abandonada, nos acercábamos al pueblo. Durante todo el camino, el secretario del comité del distrito nos ha invitado a probar manzanas de su bolso; nos ha hablado con pausada palabra de las semillas selectas, de la fuerza de tracción, de la reparación de los aperos, de que las instancias provinciales les habían prometido un tractor y al final no lo han mandado, de que los periódicos llegan con un retraso imposible, de que va muy coja la preparación premili tarde los que han de ser llamados a quintas y de que ésta es una cuestión que depende de la falta de personal preparado.

El campoestá formado por bancales ondulados, en suaves colinas; a lo lejos se divisaron unas casas blancas. Así, pues, será posible acostarse, dar un poco de descanso al hombro dolorido, dormir un poco. Iban por el camino dos campesinas con blusas bordadas, con pañuelos en la cabeza; en dirección contraria a la nuestra iba otra, también con un pañuelo en la cabeza, montada en una caballería. Pero iba montada no en un caballo, sino en un borrico. Y esto me recordó que la muchacha montada en la caballería podía ser Dulcinea, la auténtica Dulcinea del Toboso, la adorada dama del ingenioso y desdichado hidalgo don Quijote de la Mancha; me recordó que no estábamos junto al Terek ni en el Kubán, sino en La Mancha, que el pueblo próximo era El Toboso, del distrito de Quintanar, de la provincia de Toledo. El secretario se llama Gregorio Gallego, nunca ha salido de La Mancha, con gran dificultad se puede imaginar el Kubán y se quedaría más que asombrado al encontrarse allí con mozas tocadas con pañuelos, exactamente como en Quintanar.

El Toboso nos ha recibido con hosco ceño. Las casas aparecían inabordables, sin luces, como pequeñas fortalezas de uno y dos pisos. En la pesada puerta de la iglesia, colgaba un candado medieval y un letrero de cartón: «Depósito popular de grano antifascista.» Una larga cola de amas de casa, con pañuelos negros, se torcía como una serpiente tras la esquína y entraba en una tienda de comestibles. Vendían chocolate para desleír, media libra por persona. La aldea se veía limpia, como por Pascua; todo estaba barrido, todo ordenado y en su sitio. Madrid acudía a la memoria como un inmenso vivac lleno de basura.

El alcalde nos recibió amable y circunspecto. Se estaba calentando ante un enorme brasero de cobre; el leve humo de los carboncillos se elevaba hacia las ennegrecidas vigas del techo; al extremo de la estancia vacía y baja de techo, sentados en un banco de piedra, bajo una tabla con viejos decretos amarillentos, había unos campesinos fumando en pipa y escuchando en silencio nuestra conversación.

Al principio hablamos de cuestiones generales y políticas. El alcalde contó que los tiempos son difíciles, desde luego, pero El Toboso los soporta sin el menor descontento y toda la villa, como un solo hombre, es fiel al actual gobierno legítimo. En particular él mismo, el alcalde, hacía cuanto podía para que El Toboso fuera un ejemplo de lealtad y obediencia a las autoridades. De sí mismo dijo el alcalde que, formalmente, era republicano, pero que por sus convicciones era comunista, si bien tampoco le desagradaban las ideas anarquistas. A la pregunta de qué opinión le merecía el Partido Socialista, el alcalde subrayó que también este partido le había entusiasmado siempre. ¡Acaso se puede ser comunista sin ser socialista y republicano! De los dos mil quinientos habitantes de El Toboso, sólo mil cien participaron en las elecciones de febrero del año pasado. De ellos, doscientos votaron por los partidos del Frente Popular, y novecientos —el alcalde suspiró penosamente– votaron por los partidos de derecha y fascistas. Después de la sublevación y comienzo de la guerra civil, quince hombres fueron detenidos, unos once se escondieron. Los demás, ajuicio del alcalde, han comprendido sus errores y ahora, según él se ha expresado, respiran con el mismo pecho que el Estado.

Por lo visto, esta parte de la conversación ha sido la más delicada e incómoda para el alcalde, quien tan pronto se frotaba las manos, ateridas, sobre el brasero, como se secaba el sudor de la frente, como fruncía de manera muy significativa las cejas, como soltaba una picara risita de conejo, y se alegró mucho cuando recabó su atención la llegada de una muchacha muy joven, muy alta y muy triste.

—¡Aquí tiene usted —dijo muy animado el alcalde—, aquí tiene usted a uno de los muchos ejemplares de las famosas Dulcineas del Toboso! Antes venían los turistas, pero ahora no hay quien contemple a las bellas de aquí.

Por mi parte, he procurado mostrarme como un caballero galante y culto, y he asegurado a la muchacha que desde hacía mucho tiempo soñaba con verla a ella, hecha famosa en la inmortal creación de Cervantes. Pero la bella no me comprendió a mí ni comprendió al alcalde. Era analfabeta, como el noventa por ciento de los habitantes de El Toboso, como el cuarenta por ciento de la población toda de España. La muchacha había acudido a pedir un vale de un kilo de carne para su padre enfermo, carpintero de la aldea.

El alcalde sonrió dulcemente.

—Ya sabes que no soy médico. Sólo el médico puede indicar cuál es la enfermedad de tu padre y saber si esta enfermedad exige una cura con los elementos contenidos en la carne de los animales domésticos o si, por el contrario, esta carne puede complicar la enfermedad y hasta llevarla a un extremo y triste final. Tráeme, pequeña, un certificado médico y daré la orden de que te entreguen la carne que pides.

La muchacha salió, inclinándose tristemente. El alcalde comentó que la población aún no es del todo comprensible y que él se ve obligado a explicar cosas muy simples. Después de esto, pasamos a las cuestiones económicas.

La tierra alrededor de El Toboso pertenece en su mayor parte a campesinos ricos y a pequeños propietarios. Aquí hay pocas haciendas que no tengan cinco, cuatro, tres o por lo menos dos braceros. Había también algunos grandes terratenientes, pero éstos se han escapado, todos, al campo fascista, y la comunidad ha confiscado sus tierras, unas dos mil hectáreas. En esas tierras, según ha comunicado solemnemente el alcalde, se ha organizado un koljós.

—¿Cuántas familias lo componen?

El alcalde no puede decirlo.

—¿Quién lo sabe? ¿Quién dirige el koljós?

Había que entender la respuesta en el sentido de que la tierra confiscada está bajo la dirección del comité del Frente Popular, compuesto por representantes de todos los partidos políticos de la localidad. Por lo que respecta a diferentes detalles como faenas del campo, su distribución, utilización de los caballos y todo lo demás, el comité dispone, para todo ello, de un director técnico, cuyo nombre el alcalde no recordó.

Perdimos casi una hora para encontrar al director técnico. Resultó ser un hombre de poca estatura, muy listo, con autoritarios giros de lenguaje. A las primeras palabras se puso en claro que no es el comité del Frente Popular, sino él, personalmente, quien dirige todas las cuestiones relativas a lo que en El Toboso se denomina koljós. Con ayuda de braceros y de campesinos pobres, utilizando los mulos confiscados, los aperos y las semillas, ya en enero y febrero labró la tierra y sembró trigo, avena y cebada, y ahora está preparando la escardadura de los campos. Da de comer, si bien muy parcamente, a los trabajadores y a sus familias. Al principio entregaba a todos un mismo racionamiento, pero ahora ha introducido una especie de pago por jornada de trabajo o mejor dicho, un pago en especies por cada labor, efectuada a destajo. Ahora procura ponerse de acuerdo con los trabajadores para la poda de las vides y la acolladura de los olivos.

—¿Con qué frecuencia se reúnen los miembros del koljós? ¿Tienen ustedes alguna administración o dirección?

El director técnico explicó que sólo se celebran reuniones para tratar de cuestiones políticas; en cuanto a las técnicas (con este concepto lo abarcaba literalmente todo), el Comité del Frente Popular le ha dado a él, al director técnico, plenos poderes para que lo resuelva todo personalmente... Se ha sorprendido mucho cuando le he dicho que en nuestro país, en la Unión Soviética, se entiende por koljós algo completamente distinto.

—¿Y no sería mejor, por ahora, entregar parte de la tierra confiscada a los campesinos que tienen poca y a los braceros, individualmente o unidos en grupos?

No, ni el alcalde ni el director técnico lo consideran justo.

A su juicio, los braceros y los campesinos individuales no son capaces de cultivar la tierra por sí mismos. No disponen para ello de fuerzas ni de recursos. Y lo más importante es que, al distribuir la tierra, se podría armar algún lío, cosa que al alcalde le preocupa. Dar la tierra es fácil, pero recuperarla otra vez es difícil. Por este motivo, las figuras dirigentes de la villa de El Toboso han decidido por ahora no tocar las haciendas confiscadas, mantenerlas en la mano y, después de la guerra, cuando todo se aclare, ya se verá lo que con la tierra se hace.

Por ruego mío nos mostraron la caballeriza de la hacienda colectiva. Buena cuadra de albañilería. Treinta mulos en el establo. Nunca me había figurado que los mulos pudieran ser tan altos. Ahí mismo se guardaban los arados —viejos arados, con rejas cortas y romas, que en Rusia ya no se encuentran en ninguna parte—. Los mozos de la cuadra abrevaban a los mulos con agua fresca y se llevaron la mano a la boina, saludando, al ver al «director técnico». Todo, en conjunto, daba la impresión de una buena finca administrada por un celoso intendente mientras el dueño se encuentra en el extranjero.

Salimos a la calle —negra noche, no se ve nada a un paso—. En una oscuridad semejante no es necesario ser hombre de imaginación viva ni un don Quijote para percibir en los silbidos del viento los alaridos de las hordas enemigas ni en el golpe de un portillo que se cierra el disparo de un pérfido enemigo. Pequeños grupos y bandas de fascistas sin albergue merodean por los caminos de la retaguardia republicana; de día, se esconden en cuevas y barrancos; de noche, se acercan sigilosamente a los poblados para entregarse al pillaje y a la represión.

—¿Y a qué se dedica la gente de su villa después del trabajo? ¿Cómo pasa el tiempo, cómo se divierte?

El alcalde no sabía qué responder:

—Verá usted, antes mucha gente iba a la iglesia. También la juventud. No tanto por sus sentimientos religiosos como para distraerse. En la iglesia y a su alrededor podíamos vernos, los muchachos podían echar el ojo a las muchachas y las muchachas a ellos, podían conocerse poco a poco; ahora esto ya queda descartado y no hay dónde reunirse, la gente se queda por las casas o acude a la casa de alguna muchacha que tenga petróleo. Reunirse sin luz, lo prohibimos: puede haber tentaciones. Los viejos, naturalmente, duermen.

El alcalde nos ha conducido a la hostería. Bajo un tejadillo, junto a un abrevadero tallado en piedra, en el que, sin duda alguna, bebió Rocinante, ya se había cobijado el automóvil. Dentro del hostal, ante el frío hogar y a la luz de un lamentable candil, estaba semiacostado, con cara de pocos amigos, el hambriento Dorado. Pero el alcalde, llamando al posadero aparte, le susurró un par de palabras y en seguida desencantó la triste y fría choza. Ardió en el hogar un alegre fuego, en las brasas comenzó a dorarse una apetitosa pierna de cordero; resulta que en El Toboso es posible obtener carne también sin la receta del médico, incluso en cantidades extraordinarias para el estómago.

Además del cordero, el dueño puso a la mesa no sólo olla —guiso español con toda clase de raíces y especias—, no sólo la maravillosa sopa quintanareña, sino, incluso, morteruelo, famosa pasta manchega a base de hígado de ganso, digna de competir con la de Estrasburgo. Sobra hablar del gran jarro de vino del país, un poco áspero y que se sube fácilmente a la cabeza. Por todo esto, como por la cama y por el fuego del hogar, el posadero de El Toboso nos despellejó más que en el hotel más caro de la capital. Pero, a decir verdad, no había tenido oportunidad de cenar de ese modo en el medio año que llevo en España. En sueños se me apareció el ricachón de la aldea y glotón Camacho; el indignado don Quijote le exigía un vale de un kilo de carne para Dulcinea, enferma; Camacho se reía de la armadura de cartón del Caballero de la Triste Figura y exigía un certificado del sastre.



5 de febrero


Desde El Toboso hasta la Villa de Don Fadrique hay una hora en coche. Para hacer este mismo camino en sentido inverso, don Quijote necesitó un día. Calculando que el rocín de don Quijote podía recorrer en una jornada veinticinco kilómetros, los doctos cervantistas que, con su celo, han eclipsado en mucho a nuestros pushkinistas, incluyen a Villa de Don Fadrique en el número de cinco villas en que pudo haber vivido el héroe de la gran novela nacional. Pero los turistas extranjeros nunca visitan Don Fadrique. Nada tienen aquí para ver: la villa no es más que esto, una villa, con casas, campesinos, un molino, unos abrevaderos y ganado. En cambio, Don Fadrique tiene nombre dentro del país. Sus campesinos lucharon contra los terratenientes fascistas durante los años de la reacción monárquica y en los días de la dictadura de Gil Robles. Cuando intentaron prohibirles las reuniones políticas y cerrar la Casa del Pueblo, los de Don Fadrique echaron a los guardias civiles a las afueras de la villa y luego, durante dos semanas, ante la emocionada atención de todo el país, con las armas en la mano, se defendieron contra dos batallones de castigo. Las autoridades fascistas no tuvieron más remedio que entrar en conversaciones y llegar a un compromiso, permitir de nuevo la apertura de la Casa del Pueblo. La villa no sólo ha salvaguardado sus derechos, sino que, además, ha ayudado a los vecinos. En todo el distrito de Quintanar y en esta misma villa, si la guardia civil, los terratenientes o su guardia privada empezaban alguna acción contra los campesinos, en seguida mandaban éstos recado a los mozos de Don Fadrique. Y los mozos acudían, enseñaban de qué modo había que luchar contra los fascistas, y eran los primeros en dar el ejemplo.

En el ayuntamiento nos ha rodeado un nutrido y animado grupo de viejos, jóvenes y mujeres. Han empezado a preguntar sobre la Unión Soviética, cómo se vive allí, qué se dice de la guerra de España, cómo ven el final. Y al mismo tiempo, pasando de unas cosas a otras, han hablado de sus propios asuntos, de sus preocupaciones y de sus éxitos.

En Don Fadrique hay exactamente el mismo número de habitantes que en El Toboso. Pero la villa ha mandado al ejército republicano cuatrocientos hombres. Veinte hombres han perecido combatiendo por la República. Sus nombres, enumerados, están escritos en una lápida conmemorativa rodeada de verdor, y tras ellos se han puesto demostrativamente aún otros treinta números, en espera de las nuevas víctimas.

Los campesinos de Don Fadrique luchan contra el fascismo no sólo con las armas en la mano. El poblado se encuentra a sesenta kilómetros de Toledo y a ciento cincuenta de Madrid. El alcalde y el comité del Frente Popular han organizado suministros regulares a la capital asediada. No pasa día sin que salgan para Madrid dos o tres camiones con pan, queso, heno, vino, verduras y carne.

—Cómo, ¿tenéis carne? En El Toboso no basta ni para los enfermos.

La gente de Don Fadrique frunce el ceño.

—iBasta! Lo que falta allí es vergüenza, ésa es la cuestión. En El Toboso tienen tanta carne como nosotros, pero el comité permite que se oculte y si se vende, es a escondidas, no para Madrid, sino para Levante —allí la pagan más—. Nosotros, en cambio, nos atenemos a una ley rigurosa: si vienen del este, respondemos que aquí hay víveres, pero no podemos venderlos, porque abastecernos a Madrid. No los damos a ningún precio, no nos asustan papeles de ninguna clase y menos aún si nos vienen con la fuerza. Cuando vienen los madrileños, ya los conocemos, cargamos el camión a más no poder, y no discutimos por el precio. En el propio Don Fadrique puede comprarse carne en la tienda.

En efecto, en la calle principal funciona una limpia carnicería con un rótulo que dice: «sindicato campesino.» Venden dos kilos de cordero a quien lo desea. En la tienda no se forman colas. «Sindicato campesino» es el nombre que se da a la cooperativa de consumo de la localidad. Vende productos agrícolas o los cambia (el dinero en efectivo va muy escaso) por azúcar, café, cerillas, petróleo. Tiene abiertas varias tiendas en la villa. Últimamente, el sindicato adherido a la Federación General Española de Campesinos ha obtenido del Banco Nacional Campesino un subsidio y créditos para sus miembros.

Otra gran asociación de la villa es la de los jornaleros del campo. De él forman parte los jornaleros y los pequeños artesanos de la localidad. El sindicato de campesinos y el de jornaleros han tomado cada uno de ellos, para su disfrute, trescientas hectáreas de la tierra confiscada a los sediciosos. Las setecientas hectáreas restantes han sido entregadas para disfrute individual, por acuerdo del ayuntamiento y partidos del Frente Popular, a los campesinos pobres y a los jornaleros, atendiendo a sus solicitudes.

—Para este año, hemos establecido una regla: quien se compromete a trabajar un trozo de tierra, que trabaje tanto cuanto pueda y que venda el fruto de su labor. Ello será en beneficio del pueblo y del ejército. Luego ya pondremos en claro de quién es esa tierra. En todo caso, por ahora estamos nosotros aquí.

Veinticinco kilómetros de distancia entre los dos poblados, ¡y qué diferencia más enorme!

En El Toboso apenas se disimula la hostilidad y el sabotaje a la República y a su guerra de liberación; miseria demostrativa, ostentosa, en una aldea que siempre ha sido rica, ocultación de productos y especulación con los mismos, explotación de los jornaleros y campesinos pobres al socaire de una engañosa forma izquierdista de colectivismo, la cual, en ciertas condiciones, puede resultar simplemente una protección temporal de la tierra de los propietarios en espera de su llegada.

En Don Fadrique, lucha activa, abnegada, de los campesinos contra el fascismo. Ayuda activa a los obreros y a la pequeña burguesía de la ciudad antifascista, comercio libre de los campesinos con los productos de su trabajo, lo que constituye una ayuda al Estado democrático de nuevo tipo.

¿A qué se debe tanta diferencia? ¿Puede atribuirse tan sólo al hecho de que El Toboso es una población de kulaks y Don Fadrique lo es de campesinos pobres?

A mi modo de ver, la cuestión no radica sólo en esto. En Don Fadrique hay una notable capa de campesinos ricos y acomodados con haciendas de quince, treinta y hasta cuarenta hectáreas de terreno, con cinco o seis mulos y cinco vacas en cada una de dichas haciendas, con trabajo asalariado y gran reserva de mercancías. Con dos de tales hacendados he calculado cuál es su capital básico y he llegado a más de cincuenta mil pesetas en cada caso. Pero tanto estos hacendados como todos los campesinos medios, están por entero al lado del gobierno del Frente Popular, le envían trigo, patatas e hijos para las trincheras. En El Toboso, en cambio, hay numerosos jornaleros que, en el fondo, hasta ahora no están organizados y no han hecho más que cambiar de amo: en lugar del terrateniente, tienen sobre sí el comité, y ni siquiera el comité, sino el «dirigente técnico».

En todo ello se refleja la diferencia en el trabajo de los partidos políticos.

En Don Fadrique, socialistas, comunistas y republicanos, desde hace mucho, y sobre todo en los últimos tiempos, han desarrollado una gran actividad. Han explicado a los campesinos cuáles son sus intereses, les han enseñado a defender sus derechos frente a las depredaciones de los terratenientes fascistas y a la vez los han puesto en guardia contra los irresponsables experimentos de los aventureros izquierdistas de todo pelaje. La consecuencia ha sido que los campesinos saben qué es lo que puede darles la República democrática, qué pueden exigir ellos de la República, saben qué es lo que puede arrebatarles Franco y por qué es preciso luchar contra él.

En El Toboso, el comité del Frente Popular es sólo una pantalla para los forasteros. Toda la vida de la aldea está constreñida en el estrecho marco sindical, y el trabajo político en torno a la iglesia cerrada, por las casas silenciosas y oscuras, lo llevan a cabo los propios fascistas que han quedado indemnes. El Toboso y Don Fadrique son dos polos, dos puntos extremos del estado en que se encuentra hoy el campo español. Entre estos dos polos se sitúan todas las variedades y todos los matices de su vida compleja, turbada y hondamente conmovida.

En Madrid, el ministro de Agricultura Vicente Uribe me había mostrado un grueso tomo de hojas escritas a máquina: tablas sinópticas de las innumerables formas y combinaciones en que se están utilizando las enormes posesiones de los facciosos, confiscadas por el pueblo. Haciendas del Estado, comunales, sindicales, haciendas colectivas e individuales, todas las formas de la cooperación: comercial, crediticia, de producción, etc. Comunas anarquistas integrales, con una absoluta colectivización de todos los bienes, hasta de la ropa blanca en uso, retirada del dinero y sustitución del mismo por bonos cortados de las etiquetas de los paquetes de cigarrillos.

Por ahora, en plena guerra civil, resulta muy difícil regularlo todo e incluso orientarse en todo ello. El gobierno obra bien al conceder créditos y apoyar ahora todas las formas —individuales y colectivas– de explotación agrícola partiendo de un solo carácter: el de su productividad. Labrar todos los campos, sembrarlos, recoger la cosecha, ésta es la exigencia primera y fundamental que el gobierno presenta al campo.

Es imposible hacerlo de otro modo. La reserva de víveres puede decidir la suerte de la guerra y de todo el régimen democrático. Y hay motivos para experimentar una honda alegría: en toda la España republicana no se ve ni un trozo de tierra laborable sin labrar y sin sembrar. Hasta en la misma línea del frente, bajo el fuego de la artillería, bajo las bombas de los aviones, el campesino ha cumplido tranquilamente su deber cívico.

Lo demás depende ante todo de los partidos políticos. Los frutos de su trabajo, bueno o malo, débil, fuerte o nulo, útil o nocivo, pueden verse de manera palmaria en cada pueblo, en cada cortijo, en cada casa campesina.

Allí donde los partidos se han ocupado del campo, donde han salvaguardado el orden, la legalidad y los intereses de sus habitantes, allí donde se ha fortalecido la alianza antifascista con la ciudad, el campesinado ha dado asombrosos ejemplos de heroísmo y de autosacrificio, ha creado destacamentos de partido, ha dado cobijo en sus casas a los refugiados de las ciudades y con una auténtica nobleza española comparte con ellos todo lo que posee. Allí donde la labor política se ha reducido a tomar medidas administrativas, a hacer requisas y a pegar carteles, allí la gente, hosca, se pasa el tiempo en sus casas esperando ver hacia dónde soplarán los vientos. Y gente que no es mala, gente a menudo muy buena, capaz de ayudar a la República luchando y trabajando.



6 de febrero


Los hospitalarios anfitriones no quieren dejarnos salir de Don Fadrique. Nos conducen por el pueblo —nos acompaña ya un grupo de unas cuarenta personas—, nos lo muestran todo y todo nos lo cuentan. Aquí hubo una barricada contra los guardias civiles de Gil Robles, aquí cayó combatiendo Ángel Cabrera, un excelente muchacho, herrero. En esta casa hay que entrar sin falta: a este campesino ayer le nació un hijo y le han dado el nombre de José, en honor de José Díaz. En esta otra casa, durante el día no hay nadie, pero de noche se dan cursos para liquidar el analfabetismo, bajo la dirección de una señora, republicana. Es una pena que esta señora se haya ido por la mañana a Quintanar, nos hemos cruzado en el camino.

—¿Y hay calma aquí, cuando llega la noche? ¿Es aburrido, esto?

—Quédese, pase una noche en Don Fadrique, verá cómo vivimos. Tenemos dos Casas del Pueblo, cine, sala de baile, nuestro propio grupo dramático, numerosos círculos, sala de lectura, talleres voluntarios donde, de noche, las mujeres confeccionan ropa blanca para los combatientes y ios heridos.


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