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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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Nos trasladamos a la ciudad. Después de Barcelona, el ambiente parece aquí más sosegado, más habitual. Hay menos aparatosidad, menos banderas y carteles. Los automóviles no están pintarrajeados con enormes consignas, en las calles el movimiento es relativamente normal. Relativamente, teniendo en cuenta de qué modo corren los chóferes españoles.

Casi no se ven edificios destruidos. Muchas tiendas, muchos bares y hoteles llevan la inscripción «incautado»; se trata de las empresas puestas bajo la administración del Estado o de los sindicatos.

Como en Barcelona, domina aquí, en todas partes, el «mono», traje azul de faena, hecho de lienzo o algodón, que se cierra con «cremallera». Son muy cómodas las alpargatas —calzado ligero, de tela blanca, con suela de esparto—. Antes, en estos barrios de Madrid, hasta cuando el calor era más terrible, resultaba incorrecto presentarse sin chaqueta, sin chaleco, sin corbata y sin sombrero. Ahora, toda la capital se pasea llevando mono y alpargatas, con la cabeza descubierta: milicianos, aguadores, damas y ancianos venerables.



19 de agosto


El Ministerio de la Guerra se levanta en el centro mismo de la ciudad, sobre una colina, rodeado de jardines. Frente a la entrada principal, una estatua del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba, famoso caudillo medieval. Las escaleras, las salas de recibir y los salones son los de un auténtico palacio, con mármoles, tapices y gobelinos. Adosados a este edificio, se han construido nuevos pabellones propios para oficinas: es la sede del Estado Mayor.

Las salas están repletas de gente —hay gente en torno a las mesas, junto a los teléfonos, y formando animados grupos de conversación. Se ve mucha gente civil, sobre todo diputados al Parlamento. Unos permanecen aquí horas y días enteros, pidiendo, procurando sacar del ministerio, con ruegos, protecciones o amenazas, quinientos soldados, trescientos o ciento cincuenta, fusiles o ametralladoras, o camiones para su distrito electoral. Esto se considera manifestación de patriotismo, de lealtad hacia los electores y hasta prueba de talento militar. Y el ministerio, cediendo a la presión, regateando, reparte a cada delegado cuatrocientos noventa o doscientos setenta y cinco o ciento cuarenta fusiles, soldados, camiones...

El ministro de la Guerra, Saravia, ha sido llamado a alguna parte. En vez de entrevistarme con él, hablo con el presidente del Consejo de Ministros, José Giral. Es un hombre de edad madura, pulcro, de modesta presencia, con gafas de doctor, con cuello duro almidonado. Es químico de profesión, investigador, pero, al mismo tiempo, es un activo republicano de izquierda, uno de los amigos más próximos del presidente Azaña. Procura no ceder ante la espontaneidad de la situación, no perder la serenidad y encauzar los acontecimientos, aunque con pocos resultados. Siguiendo la costumbre española, para hablar conmigo a solas, me saca al balcón. Hace cinco años, dos semanas después del derrocamiento de los Borbones, estuve hablando en este mismo balconcito con el ministro de la guerra, Azaña.

La caída de Badajoz no alarma mucho a Giral. Lo único monstruoso es la matanza organizada allí por los fascistas, la pesadilla de ese fusilamiento de mil quinientos obreros, mujeres y niños en la plaza de toros. Es dudoso que los facciosos, incluso después de haber tomado Badajoz, logren unir sus frentes norte y sur. En el Guadarrama, las unidades se mantienen firmes. Lo único catastrófico es la falta de armamento. Hacen falta aviones, artillería, tanques y, ante todo, fusiles. ¡Por Dios, fusiles! El gobierno se ha dirigido a todos los países no fascistas, pide armas en Europa, en América del Norte y del Sur. Ofrece el precio y las condiciones que sean. Gente, tenemos la que queremos, hombres valientes y leales, voluntarios. En todas partes se forman nuevas columnas. No hay con qué armarlas. La preocupación fundamental y única del gobierno es, ahora, el armamento. ¿Cuánto durará la guerra? Giral piensa que es cuestión de meses. Quizá hasta de medio año. Si ahora, en este momento, se tuvieran a mano armas, la sublevación podría liquidarse en dos o tres semanas. Los alemanes y los italianos están mandando abiertamente a los facciosos pertrechos de todas clases.

—Hace un momento —me ha dicho aún Giral– he estado hablando con evadidos de Sevilla; nos comunican que anteayer llegó a dicha ciudad un nuevo tren con pertrechos y municiones para toda clase de armas, con la particularidad de que hasta la guardia del tren está formada por fascistas alemanes que se llaman «voluntarios»... A nosotros nos es difícil oponernos a la actividad del gobierno francés que intenta, por lo demás sin resultado, establecer un acuerdo internacional de neutralidad respecto a España, aunque no comprendemos qué neutralidad se puede observar cuando un gobierno legalmente formado lucha en el interior del país con los facciosos. Pero el mal está en que ni siquiera esa neutralidad existe respecto a nosotros. Todos los días los facciosos reciben del extranjero aviones, fusiles y bombas. A la vista de todo el mundo se hace una burla descarada del derecho internacional. En esta situación, cuanto más tiempo pase, tanto más difícil será aplastar al enemigo... Pero, a pesar de todo, lo aplastaremos. Y luego, si ustedes no tienen nada en contra, me daré una vuelta por su país a ver la química soviética y a descansar. Aún no hace mucho tiempo mi sueño dorado era hacer un viaje a la Unión Soviética y conocer a sus hombres de ciencia, de los que tanto he oído hablar y entre los cuales esperaba encontrar amigos. Las circunstancias han hecho que yo, como republicano y demócrata, me encuentre presidiendo el gobierno que defiende la República, la cultura y el honor del pueblo español frente a la monarquía, la reacción y el fascismo... Estamos profundamente agradecidos al pueblo soviético, a su gobierno, a sus sindicatos por su noble actitud y la ayuda que nos prestan en este difícil momento...

Me pregunta si tengo todo lo que necesito, si me hacen falta documentos, algún pase, un automóvil. Da instrucciones al correspondiente negociado para que no se me demore el envío de los telegramas. Regresa el coronel Saravia, hombre amable, de pequeña estatura y pelo canoso. Ha estado con el presidente, quien se halla absorbido por el curso de las operaciones militares, examina cada desplazamiento de unidades, toda disposición operativa. Saravia coge el teléfono, empieza a dar cumplimiento a lo convenido en svi conversación con el presidente. Por lo visto, no hay, aquí, ningún Estado Mayor, tampoco hay medios de enlace y de dirección. El propio ministro llama a los batallones y columnas y él mismo da las órdenes por teléfono. Así no se puede ir muy lejos.

Los republicanos izquierdistas del grupo de Azaña se parecen todos a Giral y todos se parecen entre sí. Se trata de intelectuales radicales, muy cultos, por su estilo, hombres de gabinete, pero no de un gabinete de ministros, sino de un gabinete de profesores, doctos; son hombres inclinados a las amplias generalizaciones (en general, rasgo característico de los españoles), vagos y lentos en las resoluciones concretas. Todo esto se completa, por ahora, con cierta decisión interior, con la decisión de quedarse con el pueblo, de llevar hasta el fin la misión que han aceptado. El destino se ha burlado cruelmente de los sosegados doctores en química, arqueólogos y críticos literarios arrojándolos al hervidero de la guerra civil, de la revolución y de la intervención. Por ahora no oponen resistencia a semejante destino; quieren, mientras tengan fuerzas, luchar contra el fascismo; en esto radica su papel histórico acertadamente comprendido, su papel histórico de intelectuales burgueses de izquierda radicales, y su indudable mérito.

Pero la lucha se hace cada día más virulenta. Hoy se cumple un mes desde el día en que resonaron los primeros disparos fascistas en el cuartel de La Montaña, y el nudo se estrecha cada vez con más fuerza.

Esto ya no es sólo un levantamiento. Ya es una guerra, y las retaguardias de ambos enemigos llegan muy lejos. Franco ha declarado a un corresponsal de la agencia Reuter: «Si vencemos, España se gobernará por principios corporativos, como Alemania, Italia y Portugal. Implantaremos una dictadura que durará todo el tiempo que haga falta.»

Franco tiene en su retaguardia al multimillonario Juan March, a los monjes con aritmómetros bancarios, a la Gestapo, a Trotski con su banda, a los samuráis japoneses, los bárbaros arios, el aceite de ricino italiano para los obreros, las fábricas de Krupp, el frenético delirio de Miguel de Unamuno.

Tras el suave doctor en química José Giral, le guste o no, en la retaguardia están los proletarios y los campesinos de España, los profesores y estudiantes chinos radicales, los checoslovacos alarmados, los laboristas británicos, las banderas rojinegras de Durruti, la ira antifascista y el furor de los barrios obreros de todo el mundo.

En Italia y Alemania, el guante no fue recogido. Los obreros no tuvieron tiempo de ponerse de acuerdo con los campesinos y la pequeña burguesía, ni los partidos entre sí. La peste negra y parda se acercó, furtiva, repentinamente, fulminante. El fascismo no puede llegar al poder sin sublevarse, sin acción violenta. Incluso habiendo obtenido mayoría en las elecciones, Hitler, ya en el poder, tuvo que organizar un motín, una insurrección, tuvo que incendiar, para ello, el Reichstag, detener a diputados, no sólo de los partidos obreros.

Aquí, precisamente aquí, en este país despreocupado, lento y atrasado, la clase obrera ha encontrado la energía vertiginosa, la capacidad espontánea de organización para coger al fascismo por la garganta, herirle y ensangrentarle con las primeras armas que ha encontrado al alcance de la mano, para rechazarle, aunque de momento sea tan sólo de las capitales e iniciar la lucha contra él. Aquí el guante ha sido recogido por primera vez, ¡y qué lucha va a ser ésta!

Francia, loco país, ¿qué esperas? Llevas ciento veinte años sin que te inquiete la frontera de los Pirineos, y ahora te rodean por el sur, los cascos de acero alemanes han hecho ya su aparición en Irún y en San Sebastián. Se cumple la amenaza de Bismarck —era él quien quería «aplicar el sinapismo español a la nuca de Francia»!—... Aquí no tienes la línea Maginot. Dos docenas de chiflados y buscadores de aventuras de la escuadrilla de André, sin pasaportes, en aparatos de ocasión, se han lanzado al aire para defenderte a ti, Francia, para defender tu paz y tu seguridad, tus riquezas y tu hermosura, tus fábricas y sembrados, tu enorme ejército, tu poderosa flota aérea. Uno a uno se reúnen los patriotas obreros franceses para ayudar a España, para rechazar la invasión fascista. ¡Ya México promete enviar fusiles a España, y tú aún dudas! ¿Peligro de guerra mundial? ¿Cuándo se ha apagado un incendio dejando que las llamas se extingan por sí mismas? Es necesario pisotear el fuego incipiente en la habitación para que no se extienda por la casa entera.

Aquí, estos días, están esperando a Francia anhelantes. Nadie —ni el jefe del gobierno, ni el obrero con el fusil al hombro, ni el limpiabotas—, en su fuero interno, duda en lo más mínimo de que Francia, la de izquierdas, la de derechas, cualquiera que sea, por la seguridad de España, por la de Francia, por la de ambos países, acudirá en ayuda de España. Muchos creen que la ayuda ya ha llegado.

Un oficial estudia un mapa en una estancia inmediata a la de Giral. Me hace un guiño.

—¿Francés?

—No. Ruso.

Asombro. Lo duda: ¿no será una broma?

Una muchacha, en un quiosco de periódicos:

—¿Francés?

—No. Ruso.

Se ríe. No lo cree.

Unos milicianos, en el café, se vuelven hacia mí con unas copitas de coñac:

—¡Viva nuestra fiel amiga, Francia!

Yo respondo:

—Merci.

Por la noche, en la calle de Serrano, en el Comité Central del Partido Comunista de España, he podido ver y abrazar a un tiempo a José Díaz, a Dolores Ibárruri, a Vicente Uribe y a otros amigos, unos conocidos y otros a los que he encontrado por primera vez.



20 de agosto


A primera hora de la mañana he pasado a recoger a Dolores y por Fuencarral nos hemos dirigido a la sierra de Guadarrama. Una magnífica autopista cruza el espeso bosque de un parque y luego pasa entre lujosas fincas, con chalets del extrarradio de la ciudad. Casi sin interrupción, se van sucediendo uno a otro pequeños poblados de veraneo. Aquí descansaban del sofocante calor de Madrid, la nobleza y la burguesía rica. Ahora está todo destrozado por la artillería, por los incendios o, sencillamente, las fincas están condenadas, descuidadas, abandonadas.

Cercedilla y Guadarrama son los últimos pueblos ante las líneas del frente. Aquí están destrozados tres cuartas partes de los edificios. Casi todo son cenizas y ruinas. De una casa destruida por las llamas, no ha quedado en pie literalmente más que una puertecita montada sobre piedra, y en ella pende de un clavo una tablita ahumada que dice: «Asegurada contra incendios.» Tirados por el suelo, se ven postes telegráficos, cables, cápsulas vacías y cascos de obuses.

En este apelotonamiento complicado de rocas, barrancos y bosque, se viene librando hace ya casi un mes una lucha tensa y concentrada. Ni una sola vez ha habido aquí calma. Los fascistas se sienten hipnotizados por la proximidad de la capital. En total, cincuenta kilómetros, y aún menos. Basta romper hacia abajo, hacia la hondonada y ya es posible agarrar por el cuello a Madrid, al gobierno, a la República. Los republicanos lo comprenden. Comprenden lo que puede costar el más pequeño fallo, la más insignificante distracción.

Los cañones son pocos, por ambas partes. Pero la acústica montañosa extiende los cañonazos con eco centuplicado por los desfiladeros y forma un estruendo fantástico, verdaderamente diabólico.

Cada día, desde primera hora de la mañana hasta muy entrada la noche, pequeños grupos de hombres avanzan cautelosamente por la ladera, trepan por los riscos intentando envolver a grupos enemigos, cortarlos de sus posiciones; se espían mutuamente, procuran hacerse con una roca más, una nueva elevación, batir otra pequeña depresión del terreno.

Aquí, todos conocen a Dolores, la saludan de lejos, los soldados la obsequian con pan, con vino de las cantimploras, procuran convencerla de que se quede un poco más, de que se siente, de que no avance más allá. En la sierra cada soldado cuenta con efusión que conoce personalmente a Dolores.

Hoy aquí reina una animación especial. Las columnas republicanas intentan aprovechar el éxito registrado el día de ayer por el grupo del coronel Mangada y hacer retroceder al enemigo de su línea inmediata. El enemigo responde con encarnizado fuego de cañón y de ametralladora, las balas y los shrapnel silban a cada minuto. Los soldados aconsejan a Dolores que se agache, ella no hace caso y corre, como todos, derecha inclinando levemente la cabeza.

—¿En qué soy peor que vosotros? Está bien, otra vez vendré con paraguas, entonces nada me va a caer encima.

Entra en cada casita destrozada, conversa con soldados y oficiales, interroga largo rato a los prisioneros, saca de ellos pequeños y al mismo tiempo valiosos detalles sobre la situación de los facciosos. Arma escándalos a los cocineros por la calidad de las comidas. Al enterarse de que en la columna llevan ya dos días sin verduras, comunica por el teléfono de campaña con unas organizaciones, obtiene un camión de sandías y tomates.

En una pequeña villa, se ha instalado el Estado Mayor del sector del Guadarrama. Ahora los fascistas están batiendo con fuego de ametralladora esta casita y su jardín. El jefe del sector, coronel Asensio, hombre hermoso, al estilo de un cantor de ópera, nos prohibe salir mientras no se calme el tiroteo. Preparan café. Dolores conversa con Casares Quiroga, hombre enjuto, de rostro afilado, con mono y sandalias. Era el jefe del gobierno en el momento de producirse la sedición; se desconcertó, no supo qué hacer, presentó la dimisión, pese al descontento de todo el mundo, y ahora intenta lavar sus culpas en el frente.

Estamos hartos de esperar. Dolores quiere seguir avanzando, llegar hasta donde se han clavado en el suelo los puestos de vanguardia. Todos sienten aprensión y procuran disuadirla. Dolores recuerda que nadie ha estado con aquellos muchachos, aparte de los borricos con la comida, desde hace cuatro días. El mayor Ristori, jovial, regordete, cojo y, no sé por qué, en completo uniforme de gala, se ofrece a acompañarnos.

Caminamos, echamos unas carreritas; el rechoncho Ristori renquea con su bastón y suda la gota gorda. Después de un kilómetro de camino, hay que salvar doscientos metros arrastrándose, sencillamente, por la piedra recalentada por el sol, entre unas espinosas matas de escaramujo. Es enternecedor ver cómo Dolores, femenina, se aparta bruscamente cuando zumba una bala al chocar contra una piedra; Ristori la mira apenado.

Colocaron una sección al resguardo de una peña. Desde aquí, se abrió una trinchera descubierta de comunicación con un fortín. El parapeto está construido con piedras pequeñas y sacos terreros. Al principio y al final de la zanja, los soldados han puesto inscripciones burlescas: «Metro Madrid-Zaragoza.»

Soldados y mando están entusiasmados por la presencia de Dolores.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡Pero si aquí hasta los hombres suben sólo de noche! ¡Vaya mujer! ¡No en vano te llaman Pasionaria!

Nos hemos arrastrado hasta el fortín. Desde aquí se ven con toda claridad los parapetos de los facciosos, a unos doscientos pasos.

Toda la sección se ha agolpado en este minúsculo nido. Los combatientes rodean a Dolores por todas partes, tostados por el sol, peludos, algunos vendados. La atosigan, la llaman a la vez de todas partes:

—¡Dolores, bebe con mi pote!

—¡No, con el mío!

—¡Dolores, toma una carta para mi madre!

—Dolores, mira mis heridas, casi se han cicatrizado en cuatro días...

—Dolores, te regalo mi bufanda en memoria. ¡Cuidado, no la tires!

—Dolores, prueba mi ametralladora, ¡es una máquina divina!

Dolores bebe con el pote, toma la carta, tienta la herida, se pone la bufanda del soldado y se mira en un espejito, aprieta contra la ametralladora su cabeza de pelo negro, con alguna cana, y suelta una ráfaga.

Los fascistas responden con un fuego nutrido y rabioso. Hace rato que les está mosqueando el movimiento y la animación del fortín.

—Ya ves, Dolores, te hemos metido en un mal paso.

—Al contrario, he sido yo la que ha atraído sobre vosotros estas balas.

Estrechamente apelotonados, los soldados escuchan las entrecortadas palabras de Dolores:

—Yo, como vosotros, soy una española sencilla, no de la nobleza. He sido fregatriz en los edificios de una mina. Y mi marido es minero... Pero todos nosotros, gente sencilla, obreros, lucharemos hasta el fin por una España popular, libre y feliz, contra la camarilla fascista de generales y jesuítas... Sois unos muchachos valientes, ya lo sé, pero la valentía no basta. Es necesario tener clara conciencia de contra quién luchas, contra quién disparas... Nosotros disparamos contra nuestro maldito pasado, contra la España de los Borbones y Primo de Rivera, que intenta volver y estrangularnos. Que el enemigo no nos pida gracia... Constituimos la vanguardia mundial contra el fascismo, de nuestra victoria dependen muchas cosas. Nos apoya la democracia de todo el mundo... Nos apoyan los obreros rusos. Ya nos han mandado dinero, y nos mandarán lo que nos haga falta... Aquí me acompaña un camarada ruso, ha venido en avión a nuestro país... Pero hemos de confiar sobre todo en nosotros mismos, en nuestras armas, en nuestra valentía... Nadie ha podido vencer nunca, hasta el fin, a un pueblo que luche por su libertad. Es posible convertir a España en un montón de ruinas, pero no es posible convertir a los españoles en esclavos... Vosotros decís que tenéis pocos proyectiles; pero ¿con qué lucharon los obreros y campesinos rusos contra sus fascistas e invasores extranjeros? Cogían los cartuchos y proyectiles al enemigo... Llegará el día en que nuestra causa triunfará. La bandera de la República democrática ondeará sobre todo el Guadarrama, sobre los minaretes de Córdoba, sobre las torres de Sevilla.

Hace una pausa, se arregla con gracia y propone:

—Si queréis hacerme un gran honor, dad mi nombre a vuestra compañía.

Los combatientes están de acuerdo.

—Desde luego... Si no temes que te dejemos mal.

Los facciosos siguen disparando contra la trinchera, y Dolores cuenta cómo progresa la mujer española al participar en la guerra, al ayudar a los hombres en la retaguardia. Se enardece al pasar a su tema favorito: la mujer, la familia y el niño en la Unión Soviética.

—¿Tienes hijos, Dolores?

—Naturalmente. Podéis envidiarme. Tengo a mi hija en Ivánovo, que es una ciudad textil soviética, por el estilo de nuestra Sabadell. Y a mi hijo en Moscú, en la fábrica Stalin. Sólo tiene dieciséis años, pero mide un metro ochenta. Imaginaos, pronto se me presentará y me dirá: «¡A ver, voy a tomarte en brazos, madrecita!»

Todos se ríen largo rato. Y Dolores, llena de inquietud y ternura, mira a la sección.

Los combatientes entregan un ramo a Dolores. No son flores de tienda. Han sido recogidas al pie de las rocas, bajo el fuego de los fascistas.

Ya oscurecido, regresamos al Estado Mayor, y no los tres solos, sino con una solícita compañía. Pasada Cercedilla, junto a un grupo de casas, de pronto se oye un disparo, unos gritos desgarradores, inhumanos, y mucho trajín. Paro el coche y voy a ver qué pasa. Resulta que un muchacho, con la mano sobre la boca del fusil, se ha quedado adormilado y se ha atravesado la palma. Bien que mal, se la han vendado y lo hemos subido al coche para trasladarlo al punto de socorro de El Escorial. El fornido muchacho llora a voz en grito. Dolores le tranquiliza pacientemente:

—Basta, tonto, ¿por qué chillas así? Si estás vivo. Si no es tanto lo que duele, lo que pasa es que te has asustado mucho porque estabas dormido. Yo misma me asusto siempre si me pasa algo estando dormida. A mí, si me pinchan aunque sea con una aguja cuando duermo, ya me parece que me están degollando. Eso se comprende. ¿Quieres fumar? Ahora mismo te darán tabaco.

Sí, pide tabaco, pero fumar y vocear a un tiempo es incómodo. No, no quiere fumar. ¿Por qué tardamos tanto en llegar al hospital? Dolores le consuela:

—Ahora llegaremos. Vamos despacio, sin luces, para que no tiroteen el coche. ¡A qué darse prisa! Te curarán la mano, te la vendarán, y te dormirás como un ángel.

Y, después de haber hecho entrega del herido, manda al chófer con voz cortante:

—¡Rápido, a Madrid, al Comité Central! Llegamos tarde a la sesión. Da las luces, ¡no podemos seguir siempre a paso de tortuga!



22 de agosto


En un gran edificio de la calle de Serrano se hallaba instalado el Consejo Nacional del partido católico de Gil Robles. La casa sigue intacta, las sillas de la sala tienen las fundas puestas, en el rellano de la escalera de mármol, monta la guardia un hombre con fusil. En el gabinete, a la mesa de Gil Robles, inclinado sobre papeles y periódicos, con un ventilador al lado, está José Díaz. Su rostro largo, moreno, pensativo, debido a la fatiga y a la enfermedad, parece de una persona mucho más entrada en años. De día trabaja solo, con su secretario, recibe delegados de las provincias, de los frentes, de las empresas. De vez en cuando, al son de la música y de los tambores, se aproximan a la casa manifestaciones —columnas que se dirigen al frente, y exigen que se les deje ver a Pepe—.José Díaz se asoma al balcón, enternecedoramente modesto, y de pronto se sonríe con una sonrisa juvenil, vehemente, triunfante, que a todos infunde seguridad y a todos llena el alma de gozo.

Al atardecer, a eso de las siete, van acudiendo de distintos puntos los miembros del buró político. Todos se sientan en el despacho de Pepe, se cuentan las noticias del día, leen juntos los periódicos de la noche, examinan y resuelven los problemas. En la estancia inmediata, cenan juntos, invitando siempre a la mesa a gente llegada de fuera o a alguno de los comandantes. Luego continúan trabajando, hasta altas horas de la noche, y se mandan a la fuerza uno al otro al salón de Gil Robles. Allí, entre blancos muebles, hay montadas cuatro camas de campaña para descabezar un sueño.

La dirección del Partido español es joven, como el Partido mismo, que en poco tiempo ha pasado a ser un partido proletario de masas. Se ha formado sobre la marcha, en lucha contra el fascismo, en lucha contra la camarilla trotskista, que en otro tiempo daba aquí el tono, en lucha contra los propagadores de la indisciplina anarquista y contra las ilusiones sectarias. El nuevo buró político está formado totalmente por proletarios, por revolucionarios fogueados, populares entre la masa obrera, excelentes propagandistas y oradores. En este puñado de hombres están representados distintos caracteres y temperamentos, distintas individualidades, distintos tipos regionales, populares, de España.

Vicente Uribe es un obrero vasco, albañil, de baja estatura; ha leído mucho, se ha ocupado mucho de cuestiones sobre la teoría de la revolución proletaria, sobre economía española, en especial sobre el problema agrario; en el trato es lacónico, callado, algo adusto. Además, es un organizador reflexivo, un hombre decidido y firme, un buen camarada. A mí me ha prestado en seguida gran atención de tipo práctico, ha gastado tiempo para relacionarme con personas, con organizaciones, con empresas; recoge informes, datos, cifras... Ahora ha sido designado para mantener el enlace con el Ministerio de la Guerra.

Pedro Checa, enjuto, muy delgado, muy pálido, es el segundo secretario del Comité Central, el eje de organización en movimiento continuo. En la casa de Gil Robles dispone de una habitacioncita al lado de las mecanógrafas y de los contables. Todo pasa por esta habitación durante las veinticuatro horas del día: enlace con las organizaciones madrileñas y regionales, cuestiones militares, reparación de automóviles, mandatos y certificados, castigo de provocadores, impresión de octavillas, ingreso y expulsión de miembros del Partido, convocatoria de reuniones y mítines. Eternamente rendido de fatiga y siempre infatigable, con voz suave y una sonrisa apenas perceptible, Checa ordena y manda durante toda la noche.

Antonio Mije, andaluz jovial, carirredondo, viene siempre con una pequeña cartera de mano, siempre con retraso, de modo que toda sesión en que él participe comienza con general descontento por su ausencia. Pero, una vez llegado y después de haber ablandado a los presentes con noticias de interés e importantes, se apodera de la atención general e informa acerca de todas las cuestiones con detalle y acierto. El Partido le aprovecha para cuestiones sindicales y económicas; es el invariable representante del Partido en todas las negociaciones, en todos los comités de enlace, en todas las conferencias sobre las industrias de guerra.

La presencia de Dolores introduce una nota especial en el ambiente de la dirección del Partido. A la atmósfera masculina del buró político, severa, a veces de un practicismo acentuado, la presencia de Dolores le da calor, alegría, sentido del humor o ira apasionada, dureza, especial intransigencia con los compromisos. Dolores llega con el ánimo gozoso, con una sonrisa alegre y picara, arreglada, elegante, pese a la sencillez de su vestido, siempre negro; se sienta, pone las manos sobre la mesa e inclinando levemente su cabeza grande y hermosa, escucha en silencio la conversación. O bien, mortalmente fatigada, apenada por algo, abatida, con la cara gris, pétrea, envejecida, se deja caer pesadamente en una silla junto a la puerta, en un rincón, y también calla. Y luego, de súbito, irrumpe en lo que otro dice y entonces es inútil interrumpirla mientras no ha acabado de derramar la larga tirada, sin tomar aliento, que puede ser alegre, burlona, ingeniosa, y triunfante o tenebrosa, airada, casi quejumbrosa, llena de reproches doloridos, de acusaciones, de protestas y de amenazas contra el enemigo del día, manifiesto o encubierto, contra el burócrata, el saboteador, que ha obstaculizado el envío de armas o de víveres a los milicianos, que ha ofendido a los obreros, que intriga desde fuera o desde dentro contra el Partido.

Entre los miembros del buró político, lo mismo que en todo el Partido, José Díaz posee una autoridad orgánica, insólitamente natural, que queda subrayada por su modestia, no menos extraordinaria. Durante las sesiones, incluso las muy animadas, habla muy poco, como si hasta evitara intervenir, excepto en los casos en que, sin su intervención, no puede tomarse una resolución acertada.

Sería ingenuo considerar su modestia y bondad como inocuidad —en medio de la conversación más pacífica, suelta, de pronto, una parca característica de alguien, breve y mortal, como una estocada—. Por un reproche suyo, incluso dicho cortésmente, la gente palidece y se desconcierta, se retira más abatida que si se hubiera tratado de una escena ruidosa y llena de improperios, cosa no rara en España, incluso en un ambiente de trabajo.

Todo el mundo quiere hacer algo agradable para José Díaz, no para merecer su agradecimiento, sino, simplemente, para darle una alegría, para verle la sonrisa o por lo menos para ver que mueve contento la cabeza...

Aveces, durante una conversación o mientras está reunido con sus compañeros, se apodera de él un terrible cansancio, quizá por efecto de un acceso de su enfermedad. Entonces hace cosas raras: sale del despacho, se pasea solo por los pasillos, entra en las oficinas por unos momentos, pasa al desierto archivo, contempla los paquetes de periódicos atados, las colillas tiradas al suelo, baja por la escalera al patio, mira cómo pelan patatas, sale al portalón, se acerca a la entrada y se pasa un cuarto de hora entre los chóferes y los coches. Los camaradas hacen ver que no se dan cuenta, siguen ocupados en sus tareas. Vencido el dolor, vuelve a su despacho y se une a la conversación.

Ahora en Madrid se ve la causa contra un grupo de terroristas de Falange Española; entre ellos, ocupando puestos de dirección, figuran algunos traidores, expulsados de los Partidos Socialista y Comunista. Han asesinado a oficiales antifascistas —al teniente Castillo, al capitán Farado y preparaban el asesinato de Azaña, Largo Caballero, Álvarez del Vayo, Dolores y Hernández—. Esforzándose por salvar la piel, los acusados aducen como méritos suyos del pasado el haber pertenecido al Partido. El Comité Central se ha dirigido al fiscal y al tribunal declarando que para los trotskistas, antiguos miembros del Partido, considera deseable no una atenuación de la sentencia, sino su agravación.


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