Текст книги "Diario de la Guerra de España"
Автор книги: Михаил Кольцов
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Историческая проза
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—Divertidos sonidos...
—¡Oh, sí! Debe de ser el león.
—¿Por qué el león?
—Seguramente es el león, aunque ahí también hay tigres.
—¿Dónde, ahí?
—En el parque zoológico.
—¿Acaso está aquí el parque zoológico? ¿Cerca del palacio?
—Sí, muy cerca. Casi somos vecinos. Aquí, en el occidente, en los llamados parques zoológicos hay fieras de varias clases. Por ejemplo, leones, leopardos, cocodrilos, serpientes y elefantes.
Al oír la palabra «elefantes» ya no he podido contener la risa por más tiempo. En ese momento se ha abierto la puerta del despacho, el señor Casanovas despide a la delegación francesa. Tanto él como los demás, empiezan también a reírse sin saber por qué. Todos se sienten de buen humor. Entre los delegados reconozco a León Jouhaux.
El señor Casanovas es en extremo amable. Me ha explicado detalladamente los principios de la autonomía de Cataluña y la coordinación de su gobierno con el gobierno central de Madrid. No hay que conceder excesiva importancia a los roces entre los partidos de Barcelona. El presidente de Cataluña, señor Companys, y él, Casanovas, trabajarán con todo su empeño y asegurarán la unidad en torno al gobierno. Por lo que respecta a la rápida liquidación del levantamiento, no tiene la menor duda de que se logrará, pero no de golpe. ¿Cuestión de semanas? Sí, si quiere, cuestión de semanas. En todo caso, no es cuestión de días. Por decreto del gobierno de Cataluña se ha creado una Comisión de Industria y Defensa, y se han puesto bajo su dependencia total todas las grandes fábricas metalúrgicas y de construcción de maquinaria, entre ellas la fábrica de automóviles Hispano-Suiza, las fábricas de vulcanización, de maquinaria eléctrica, de productos químicos y varias empresas textiles. A los comités de fábrica se les concede el derecho de tomar por completo en sus manos, a partir del 15 de agosto, la dirección de las empresas que pertenecen a individuos que apoyan la sublevación fascista.
—Ahora concentramos todas nuestras fuerzas en la toma de Zaragoza, uno de los tres focos de la sublevación. La toma de Zaragoza, donde se hallan agrupadas importantes unidades militares, tanques, cañones y aviación, requiere serios esfuerzos. Pero nos dejará las manos libres para otras acciones militares. Seguimos creando nuevos destacamentos de milicia obrera que, más tarde, se convertirán en unidades regulares del Ejército Popular. Al mismo tiempo, el gobierno de Cataluña tomará todas las medidas necesarias para normalizar la vida en la capital y en todo nuestro país.
Casanovas se despide y se va con Sandino a una reunión de gobierno. Yo he regresado al hotel andando, he buscado mi Chevrolet y en vez de cenar en el propio hotel, me he ido en busca de algún figón. Lejos de las Ramblas, en cada esquina examinan los coches. A las mujeres, si no tienen documentos de servicio, las hacen bajar. La medida se debe a que en los coches requisados sacan mucho a pasear a chicas jóvenes. A mí, que iba solo, me han hecho prestar varios servicios —llevar a un enfermo al hospital, transportar unos sacos con vajilla y conducir a unos policías. Yo no estoy obligado a hacerlo, pero ha sido interesante. Se sorprendían de que no conozca las calles y me indicaban el camino. En muchos puntos de la ciudad hay tiroteo. Pero el público no se dispersa al oír los tiros, por el contrario, sale al centro de la calle haciendo cábalas sobre el lugar donde se dispara. Casi siempre se dispara desde los pisos altos de los edificios que hacen esquina.
He cenado en una taberna detrás del Paralelo. Me han servido aceitunas verdes, saladas, sepia en su tinta, carne de cordero con cebolla, queso y un buen vino sencillo sacado de un tonel. Los dueños, marido y mujer, estaban sentados en taburetes a la entrada; su hija era la que servía la mesa; alrededor, todo estaba tranquilo, como si no sucediera absolutamente nada.
11 de agosto
Tarde, después de desayunar, hemos salido de Barcelona en dirección oeste por una excelente carretera asfaltada. Hemos pasado por delante de numerosas barricadas en los suburbios y alrededores, hemos encontrado numerosas patrullas, en su mayor parte anarquistas, vestidas con andrajos románticos; es gente alborotadora, a menudo está un poco achispada. Tienen maneras distintas de controlar a los viajeros: unos lo hacen escrupulosa y desconfiadamente; otros, con pintoresca amabilidad, con sonrisas y exclamaciones de saludo. Pero ni a unos ni a otros les preocupa mucho la parte efectiva del control; sencillamente, sienten curiosidad por saber quién viaja en los coches, de qué gente se trata, quieren charlar un poco con esa gente o disputarse un poco con ella. La mayor parte de las patrullas no tienen poderes de nadie; entre sus miembros hay, sin duda, enemigos y espías.
Más lejos de Barcelona, las patrullas son más escasas y cambian de carácter. Ahorase trata de puestos de guardia a la entrada y a la salida de los pueblos —son campesinos, jóvenes y de edad madura, campesinos catalanes y aragoneses, con blusas y boinas negras con alpargatas puestas en el pie desnudo—; es gente fornida, ancha de hombros, con rostro atezado por el eterno sol, con viejas escopetas de caza en las manos. Sosegados y dignos, mandan detenerse al coche y piden los papeles a los viajeros:
—¡Documentos!
Les presentan abultados paquetes de mandatos y certificados, pero aquellos hombres no entienden mucho de documentos y los devuelven con una sonrisa modesta, aveces confusa. Indican de buena gana el camino y, en general, tienen muy buena voluntad y son muy correctos. Siguen llamando a todo el mundo, como antes, «señor», pero al despedirse levantan el puño a lo Rot-Front.
Junto a las patrullas, a menudo hay mujeres con cántaros en el hombro. Suelen ofrecer, hospitalariamente y de manera que conmueve, para que se elija:
—¿Agua? ¿Vino?
Julio Jiménez Orgue —también Vladimir Konstantínovich Glinoiedski– me ha pedido permiso para acompañarme a Aragón. Es atento y sentimental. Cuando estalló la guerra civil en Rusia, era teniente coronel de artillería. Cuidó de algunos parques de artillería con los blancos, luego evacuó de Novorosisk, fue sochantre en París, trabajó luego diez años en la fábrica Renault, entró en la Unión para el regreso a la patria y, después, en el Partido Comunista de Francia.
Ha venido a España a ayudar, como dice él, a los «nuevos rojos».
Ayer le mandé a buscar planos de las carreteras. Recorrió cuidadosamente todas las tiendas de Barcelona y me trajo toda una colección. En el coche permanece sentado con mucha compostura, erguido el cuerpo, y se seca el sudor con un pañuelo. Le inquieta el desconocimiento que de sus armas tienen las patrullas y el poco cuidado con que las tratan. A menudo salta a la carretera, toma los fusiles de las manos de los combatientes y les enseña cómo han de sostenerlos. Ellos aceptan estas demostraciones con mucho respeto, y durante largo rato las agradecen, con gestos entusiasmados. Come y bebe poco porque padece del estómago, pero después de haber bebido, habla con mucho sentimiento de Rusia y de Francia.
En la carretera hay mucho movimiento. Corren a velocidades de locura camiones, autobuses, autos con carrocería cerrada, llevando combatientes, víveres y gente civil. Cada quince o veinte kilómetros, en los taludes, se ven automóviles deshechos, víctimas de choques o, simplemente, de la excesiva velocidad y poca maestría en la conducción. Durante los primeros días que siguieron al levantamiento, los garajes de Barcelona se vieron invadidos por una muchedumbre de aficionados al automovilismo; todos declaraban que eran chóferes, y en España sólo se considera chófer quien corre a una velocidad no inferior a los cien kilómetros por hora.
Al ponerse el sol, hemos llegado a Lérida, hermosa y coquetona ciudad sobre el río Segre, con puentes, pintorescos arcos y animada muchedumbre. Es un importante centro textil, con fábricas de seda. Pese a la proximidad del frente, reina la tranquilidad, y se ven menos militares que en Barcelona. Hemos tomado café y naranjada. Lleno de gasolina el depósito del automóvil, tomados la naranjada y el café, hemos proseguido la marcha por la carretera de Huesca. Los campos polícromos de Cataluña se trocan en una abrasada y monótona llanura arenosa, seca, polvorienta, desierta. Anochecido, llegamos a Barbastro, vieja ciudad de calles estrechas y una plaza pequeña, apretujada. En la casa del obispo se ha instalado el Estado Mayor del coronel Villalba. Bajo los arcos de piedra del portal del siglo xvi, unos soldados con uniforme del viejo ejército regular juegan a las cartas. A través de una galería iluminada por la luna, me he dirigido a la estancia del obispo, ahora cuartel general del frente Zaragoza-Huesca. Sobre una mesa con mapas militares, cuelga un enorme crucifijo de marfil. El coronel se ha levantado y se ha dirigido a mi encuentro. Es un hombre magro, severo, tímido. Él y su ayudante, el capitán Medrano, artillero, forman parte del pequeño número de oficiales que en Aragón y Cataluña han permanecido fieles al gobierno. Villalba ha conservado con él a todo su regimiento.
Las posiciones de los fascistas tienen en el flanco izquierdo las montañas de la cadena pirenaica; en el flanco derecho, la ciudad de Teruel. El frente queda dividido casi en el centro por el río Ebro. Las unidades gubernamentales se proponen cortar de los Pirineos a los fascistas, romper el frente entre Zaragoza y Huesca y, finalmente, tomar estas dos ciudades, que cubren la provincia de Navarra, el centro más reaccionario de la sublevación. Al mismo tiempo, abajo, en el sur, una columna formada en Valencia se acerca a Teruel para tomar la ciudad y asestar un golpe a los fascistas por su flanco derecho.
La lucha se hace difícil por las irregularidades del terreno, que a menudo se convierte en montañoso. Por las dos partes, la artillería dispone de cañones de tiro rápido Vickers de ciento cinco milímetros, cañones de montaña tipo Schneider, de producción española, y cañones franceses del setenta y cinco. Los facciosos disponen de algunos cañones de plaza y tanques. Las fuerzas gubernamentales cuentan con un tren blindado. La infantería de ambas partes está armada con fusiles máuser y, en parte, con granadas de mano. Hay algunos grupos de zapadores minadores. Hay algunos aviones ligeros de reconocimiento. Los medios de enlace y de dirección son insuficientes. Los combates se libran con vistas al dominio de líneas naturales, de cotas y poblados. No se efectúan trabajos de zapador en el campo, no hay trincheras.
—Eso es todo. Lo demás lo verá usted mismo.
El coronel ha puesto sobre el mapa el lápiz rojo, cuidadosamente afilado.
Después de estrecharme la mano, ha permanecido en medio de la enorme estancia; español sombrío, de afilado rostro.
Hemos dormido en las frescas habitaciones embaldosadas de la casa episcopal; la argentífera luna entraba por las ventanas; los soldados discutían y cantaban bajo los arcos.
12 de agosto
En Angüés se encuentran destacamentos campesinos, un batallón del regimiento de Villalba y el Estado Mayor de la artillería. El capitán Medrano, carirrojo, orondo y chocarrero, está herido en una pierna, que lleva vendada; camina apoyándose en un bastón, contoneándose. No sé por qué los cañones están aquí con las fundas puestas, a quince kilómetros del enemigo, en los patios de los campesinos. Los muestran con orgullo y explican cándidamente que los cañones todavía no han disparado por falta de municiones.
Continuamos nuestro camino. En el kilómetro quince, delante de Angüés, el centinela dice que no se puede seguir; aquí ya disparan, más allá se encuentra el enemigo.
En este mismo lugar, en una casita de peones camineros, hay una compañía del batallón de Villalba. Al capitán, hombre de edad madura y gordo, le hace muy poca gracia nuestro deseo de recorrer la primera línea. En vez de esto, nos ha propuesto comer. La comida será estupenda, el cordero ya se está asando a las brasas, el vino es de primera; la fruta, como no se encuentra en ninguna otra parte.
—¿Qué enemigo tiene enfrente?
—Los facciosos.
—Pero ¿quiénes, en concreto? ¿Qué fuerzas? ¿Cuántos cañones y ametralladoras? ¿Disponen de caballería?
El capitán se ha encogido de hombros. Si el enemigo se llama enemigo es porque no da cuenta de sus dispositivos ni de sus fuerzas. ¡De otro modo no sería enemigo, sino amigo! En torno, todo son risas ante la sabiduría y la agudeza del capitán.
—¿Han salido de reconocimiento?
No, el capitán no ha hecho reconocimientos. Pero un soldado fue a la caza del conejo y dijo que por la izquierda los facciosos tenían ametralladoras, dispararon contra él. Si el señor lo desea, se pueden pedir detalles al mozo, el propio capitán pensaba hacerlo hace tiempo. Han empezado a buscar al mozo, pero ha resultado que éste se ha ido a Lérida, se le ha puesto enferma la hermana. Entretanto, se sirve la mesa. La comida es excelente, en efecto. Se sientan a lo democrático, todos juntos; todos escuchan, ceremoniosos, la amable conversación, que traduce Marina; el capitán encomia el Ejército Rojo, yo elogio el ejército español. El capitán explica que él lleva ya treinta años de servicio militar, que siempre ha sido y será fiel al gobierno. No puede comprender cómo ha habido gente que se ha levantado en contra. No basta que el gobierno no les guste, esto no es una razón para sublevarse contra él. El gobierno es el gobierno... Las montañas de aromático cordero poco a poco se van derritiendo. Me enseñan a beber del porrón —vasija de vidrio con un pitón corto y otro largo– dirigiendo el chorro de vino directamente a la boca abierta; a todos les hace gracia mi poca habilidad. Se quedan estupefactos al enterarse de que en Rusia no hay porrones y de que allí sólo saben beber con vasos.
Después de la comida, el capitán ha desaparecido —los soldados han dado a entender, con gestos, que se había ido a la tumbona—. Por lo visto están todos muy contentos de tener por comandante a un padrazo; me han explicado —traduciendo Marina– que es una buena persona.
Jiménez y yo hemos rebasado el puesto de guardia avanzado y hemos seguido adelante a rastras. Los soldados no nos lo han impedido. A los cien metros, cansados de arrastrarnos, hemos continuado en cuclillas; luego, totalmente erguidos. En torno, silencio, ni un alma, viento. Así hemos caminado unos tres kilómetros; hemos encontrado una carreta sin caballos, nada más; todo está en calma. Jiménez ha examinado con mis gemelos las colinas de los alrededores —aún había otros dos o tres kilómetros sin posiciones de fuego—. Es posible que el enemigo se encuentre tras esos altozanos, es posible que esté más lejos. Hemos regresado, hemos comenzado a explicar a los del puesto avanzado que el enemigo está por lo menos a cuatro kilómetros de distancia. Ellos lo han confirmado. A Marina los soldados también le habían dicho que el enemigo está lejos, pero no pueden atacarle porque falta para ello la orden del centro.
Nos hemos dirigido hacia el norte, hacia el pueblo de Siétamo, tomado el día anterior a los fascistas por sexta vez. Las viejas casas del pueblo forman como una mancha negra en una leve hondonada entre montañas.
Al anochecer, hemos subido al pueblo. En Siétamo se encuentra un destacamento obrero bien armado. Los hombres han venido de Barcelona. Es gente fogueada, tranquila, que participó en los combates de julio. El jefe de la columna, Santos, albañil, trabajaba aún no hace mucho en el sur de Francia. Tiene a su lado a un consejero, un joven teniente. A los especialistas militares los llaman, aquí, «técnicos». Me han mostrado los cadáveres de dos hombres muertos en el tiroteo de la mañana. A uno la bala le entró en el cráneo por encima de la oreja; al otro, le penetró por el sacro. Se parecen uno al otro. Son de poca estatura, delgados, casi unos niños. Uno tiene apretado en la mano un pañuelo blanco. Son los primeros muertos que veo en la guerra civil española.
Mañana por la mañana la columna quiere ocupar dos alturas que dominan a Siétamo por la parte de los facciosos. Jiménez y yo nos acostamos a dormir en una vieja casa campesina, sobre bancos de piedra, encima de colchonetas de cuero. De una cuba vacía nos llega el tufo acre y turbador del vino.
Nos han despertado las explosiones y el tiroteo. Nos hemos levantado de un salto, hemos empuñado el fusil. Me he precipitado al cuarto inmediato, he encendido una cerilla; Marina dormía como un tronco, vestida, estiradas sus largas piernas, sonriendo como una niña. A la primera llamada se ha levantado, no ha preguntado nada y ha tomado su pesado fusil. He abierto el portalón de par en par, he puesto el coche a la salida y he hecho subir a la muchacha al asiento posterior.
Se disparaba a lo largo de la callejuela. Jiménez y yo hemos avanzado a saltos. Desde el campanario, alguien, por lo visto de los nuestros, arrojaba granadas por encima de los tejados. El estrépito es infernal. Alaridos. Son los fascistas, que gritan. Su grito, que congela el alma, impresiona mucho a nuestros combatientes. De súbito, nos encontramos de manos a boca con Santos, por poco nos damos un topetón. En dos palabras nos ha explicado lo que ocurría: un centinela se ha dormido, los fascistas le han degollado y han ocupado un extremo del pueblo, por lo visto con un pequeño destacamento. Ahora hay que cortar a este grupo de vanguardia antes de que le lleguen refuerzos.
El combate ha durado cerca de una hora. Se ha incendiado un almiar. A su vera, ha estado crepitando ruidosamente y echando chispas un olivo. Por fin, el tiroteo desde la otra parte ha cesado por completo. En pequeños grupos, aprovechando la luz de la luna, se ha empezado a reconocer el extremo de la aldea. Han encontrado tan sólo a dos fascistas muertos, con el uniforme del «tercio» —la legión extranjera. A uno de ellos, una granada de mano le había desfigurado el rostro; es posible que al dar impulso al brazo para arrojar la granada haya rozado con ella la pared de la casa de enfrente; las calles, aquí, son muy estrechas.
Han puesto nuevos centinelas y han ido a preparar café. Nosotros hemos pretendido convencer a Santos de que organizara inmediatamente un contraataque, pero Santos dice que la gente no está acostumbrada a pelear de noche.
Soñolientos, malhumorados, a las cinco de la mañana hemos subido al coche.
13 de agosto
Por caminos vecinales, entre espesas nubes de cáustico y pesado polvo, corremos a lo largo del frente hacia abajo, en dirección a Tardienta. No todos los caminos tienen postes indicadores; los campesinos de las aldeas nos aconsejan prudencia: es muy fácil penetrar sin darse cuenta en territorio enemigo, por nuestra parte no hay una línea ininterrumpida de defensa. Por este motivo varias veces damos la vuelta, retrocedemos y nos paramos largo rato en los cruces.
Por fin hemos llegado a Tardienta, animada población con muchos soldados, transportes, municiones, gran cantidad de automóviles y autobuses, estación ferroviaria, un tren blindado sobre vías.
Encontramos el Estado Mayor de las unidades de milicias. Ahí, de pronto, una escena enternecedora: Marina ha visto a su hermano Alber. De pequeña estatura, delgado, ágil, se parece mucho a su hermana. Era sastre, ahora quiere ser jefe militar, y ya lo es —es miembro del Comité Militar de la Columna de Tardienta, manda algunas secciones y va con ellas al combate. Es jovial y hasta bromista, cosa muy rara en un catalán.
La columna es importante, cuenta con varios miles de hombres, entre ellos algunos centenares de voluntarios extranjeros. Hay batallones con los nombres de Carlos Marx, Thálmann y Chapáiev. La columna está dirigida por un comité, cuyo órgano ejecutivo es una troica compuesta por un oficial de carrera (el «técnico»), el socialista del Barrio y el comunista Trueba. Reina entre ellos armonía y buen humor, propio de gente joven.
En Angüés, las unidades con mandos profesionales no se aproximan al enemigo y, de hecho, no combaten con él. Aquí, por el contrario, todo está situado demasiado cerca de la primera línea. Un alto acueducto de hormigón sirve de principal línea fortificada. El acueducto se encuentra en la zona de tiro del enemigo. En el acueducto y debajo de él, los de Tardienta han emplazado ametralladoras y morteros. Pero con esto se acaba la profundidad de la defensa. A cincuenta pasos empiezaya el pueblo mismo, con los cuarteles, el Estado Mayor, y los depósitos de municiones. No cuentan con defensa antiaérea de ninguna clase ni tienen puntos de observación.
De todos modos, hay aquí mucha audacia, intrepidez, iniciativa y abnegación. Por la mañana, en la plaza, enseñan la instrucción militar a los novatos, la táctica elemental, el manejo del fusil. En círculos especiales se efectúan ejercicios de tiro con ametralladora, se enseña a montarla y desmontarla. Todos los días salen de reconocimiento y regresan con algo —un prisionero, un fusil, provisiones—. Entre los combatientes se efectúa un gran trabajo político, cada día se celebran mítines, cada día hay periódicos, radio y cine. Todos quieren aprender el arte de la guerra, tienen una enorme avidez de conocimientos militares y una gran pena por no poseerlos. Jiménez ha recorrido los nidos de ametralladoras y las posiciones de artillería, luego se ha sentado junto a una ventana, ha pedido papel, ha sacado lápices de color, se ha calado las gafas y ha hecho unos croquis sencillos, pero muy cuidados. Señalaban una disposición más conveniente de los cañones y de los nidos de ametralladoras. Esto ha llenado de entusiasmo a toda la dirección. Han abrazado ajiménez, y hasta el oficial de carrera, el único «técnico» de Tardienta, bastante celoso, después de mirar los croquis, ha dicho que los aprueba por completo.
En el cementerio, unos albañiles están nivelando y cubriendo una tumba reciente. Resulta que ayer ocurrió una desgracia. Tres camaradas llevaban a Barcelona dinero y valores recogidos por los campesinos para la lucha antifascista. En Monzón, unos pazguatos de la localidad los detuvieron, no descifraron los documentos, los registraron. Les encontraron mucho dinero, allí mismo los fusilaron a los tres como fascistas que habían requisado valores y aquí se presentaron, en Tardienta, con su botín, entusiasmados por su triunfo. Los han juzgado, pero los han perdonado: los campesinos semianalfabetos habían creído obrar de la mejor manera... De momento a los tres camaradas los entierran anónimamente, enmascaran la tumba; quién sabe a qué manos puede pasar aún Tardienta.
La columna está formada, en su mayor parte, por obreros, pero cuenta con un buen grupo de intelectuales: ingenieros, juristas, estudiantes. Hay, incluso, dos toreros, que han aprendido rápidamente a arrojar granadas de mano. El sindicato de toreros de Madrid se ha movilizado y se ha puesto a disposición del gobierno, los toreros luchan valientemente contra los fascistas. De todos modos, los toreros de la ciudad de Sevilla se han puesto a disposición del general faccioso Queipo de Llano...
Al atardecer, empieza lentamente el duelo de artillería. En el figón del pueblo comienza la reunión general de campesinos. Es la segunda, pues ayer se celebró otra sobre el mismo problema. Unos anarquistas reunieron a los campesinos y declararon que Tardienta se transformaba en comuna. No se les hizo ninguna objeción, pero por la mañana han surgido discusiones y quejas; un grupo se ha presentado a Trueba y le ha pedido que él, como comisario de guerra, ponga en claro la cuestión.
Resulta ahora muy espinoso y complicado todo lo que se refiere a la distribución de la tierra y de la cosecha, a las formas de llevar la economía. Casi en todas partes, la tierra confiscada a los propietarios fascistas se distribuye entre los campesinos pobres y los braceros. Unos y otros recogen en común la cosecha de los campos de los terratenientes y la reparten según el trabajo de cada uno de los que ha participado en la recolección. A veces se reparte por familias, según el número de bocas. Pero en la zona inmediata al frente, han aparecido varios grupos de anarquistas y trotskistas quienes pretenden, en primer lugar, que se colectivicen inmediatamente todas las haciendas campesinas; en segundo lugar, que se requise la cosecha de los campos de los terratenientes y se ponga a disposición délos comités rurales^, en tercer lugar, que se confisque la tierra a los campesinos medios que poseen de cinco a seis hectáreas. Con órdenes y amenazas se han creado varias colectividades de ese tipo.
La sala, baja de techo, con suelo de baldosas y columnas de madera, está llena a rebosar. Arde una lámpara de petróleo —la corriente eléctrica se reserva para el cine—. Se nota un fuerte olor a piel y a tabaco canario. De no ser las trescientas boinas negras y los abanicos de papel en manos de los hombres, podría creerse que estamos en una aldea del Kubán.
Trueba pronuncia unas palabras de introducción. Explica que se lucha contra los propietarios fascistas, por la república, por la libertad de los campesinos, por su derecho a organizar su vida y su trabajo como crean conveniente. Nadie puede imponer su voluntad a los campesinos aragoneses. Por lo que respecta a la comuna, ésta es una cuestión que sólo pueden resolver los campesinos, nadie si no ellos, nadie por ellos. La columna, en la persona de su comisario de guerra, puede prometer tan sólo que defenderá a los campesinos contra medidas violentas, quienquiera que sea el que las emprenda.
Satisfacción general. Gritos de «¡muy bien!».
Desde la sala preguntan a Trueba si no es comunista. Responde que sí, que es comunista, o mejor dicho, miembro del Partido Socialista Unificado de Cataluña, pero que esto, ahora, no importa para nada, pues aquí él representa a la columna militar y al Frente Popular.
Trueba es un hombre de pequeña estatura, robusto, fuerte; fue minero, luego cocinero, estuvo encarcelado; es joven, lleva uniforme semimilitar con correaje y pistola.
Se hace una propuesta: que se permita asistir a la reunión tan sólo a los campesinos y braceros de Tardienta. Sigue otra: que asistan todos los que quieran, pero que hablen sólo los campesinos. Se aprueba la segunda.
Habla el presidente del sindicato del pueblo (unión de braceros y campesinos con poca tierra, algo así como un comité de campesinos pobres). Considera que el acuerdo de ayer sobre la colectivización se tomó sin que estuviera presente la mayoría de los campesinos. En todo caso, ha de someterse otra vez a discusión.
Muestras de asentimiento en la asamblea.
Una voz de las últimas filas declara que ayer, en la cola del tabaco, censuraron duramente al comité. Invita a los críticos de ayer a que hablen aquí. Tempestad en la sala, protestas y voces de aprobación, silbidos, gritos de «¡muy bien!». Nadie se presenta.
Habla, muy turbado, un campesino de mediana edad. Propone que ahora el trabajo sea individual y que después, terminada la guerra, se plantee otra vez la cuestión. Muestras de asentimiento. Otros dos oradores intervienen en el mismo sentido.
Debate sobre el reparto de la cosecha recogida este año en las tierras confiscadas. Unos piden que se distribuya por partes iguales, por familias; otros, que el sindicato la reparta según las necesidades, por bocas.
Queda aún la cosecha no segada debido a las operaciones militares. Un joven propone que cada uno siegue el trigo que pueda, bajo el fuego enemigo, exponiéndose lo que le parezca. Quien más arriesgue la piel, más recogerá. Sus palabras son acogidas con muestras de aprobación. Pero mete baza Trueba. Considera que la proposición no es justa: «Todos somos hermanos y no vamos a ponernos mutuamente en peligro por un saco de grano.» Propone recoger en común la cosecha de la zona batida por el enemigo, y la columna militar defenderá a los campesinos. El grano, que se divida según la cantidad de trabajo y según las necesidades. La asamblea se inclina por la proposición de Trueba.
Son ya las ocho, la asamblea toca a su fin. Pero un nuevo orador altera el equilibrio. Con palabra emocionada, llena de pasión, quiere convencer a los habitantes de Tardienta que dejen de ser egoístas y empiecen a repartirlo todo en partes iguales: —¿no es por esto por lo que se está librando esta guerra sangrienta?—. Es necesario ratificar el acuerdo de la víspera y establecer inmediatamente el comunismo libertario. Es necesario confiscar la tierra no sólo a los terratenientes, sino, además, a los campesinos ricos y medios.
Gritos, silbidos, palabras gruesas, aplausos, exclamaciones de «muy bien».
A continuación del primero, otros cinco oradores anarquistas se lanzan al ataque. La asamblea está desconcertada; unos aplauden, otra parte calla. Todos están cansados. El presidente del sindicato propone votar. El primer anarquista se opone. ¿Acaso cuestiones así se resuelven votando? Lo que hace falta aquí es entusiasmo, un afán común, ímpetu, enardecimiento. Al votar, cada uno piensa en sí mismo. La votación significa egoísmo. ¡No hay que votar!
Los campesinos están confusos, las altisonantes frases los abrasan y pese a que la aplastante mayoría no está de acuerdo con el orador anarquista, no es posible restablecer el orden y votar. La asamblea rueda por la pendiente.
Ya no es posible hacer nada. Mas, de pronto, Trueba encuentra una salida. Propone: como ahora es difícil llegar a un acuerdo, quienes deseen continuar trabajando individualmente, que lo hagan. En cambio, los que deseen formar una colectividad, que vengan aquí mañana a las nueve de la mañana para celebrar una nueva reunión.
La propuesta gusta a todos. Sólo los anarquistas se van malhumorados.
Por la noche, en un pequeño local se proyecta una película. La atención del público llega al rojo vivo. Los espectadores llevan las negras boinas hundidas sobre las cejas, abren los ojos de par en par. Vasili Ivánovich Chapáiev, con su amplio capote caucasiano, corre a caballo por unas colinas, y las colinas son parecidas a las de aquí, aragonesas. Las negras boinas observan, ávidas, cómo Vasili Ivánovich agrupa a los campesinos de las proximidades del Ural contra los terratenientes y generales, cómo derrota a los fascistas suyos, rusos, también parecidos a los de aquí, españoles... Vasili Ivánovich se prepara con el mapa a la vista para el combate del día siguiente y Piétia no logra conciliar el sueño, contempla a su comandante desde el camastro.