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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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Hoy, Mundo Obreroescribe: «Somos realistas y no podemos subestimar las fuerzas del enemigo, los desesperados intentos de alejar hasta el máximo el momento de su inevitable derrota. Todos los grupos que forman parte del Frente Popular estarán de acuerdo con los comunistas en que es necesario crear en un plazo brevísimo un ejército que posea la eficiente fuerza que proporciona la técnica contemporánea. Nadie es tan decididamente partidario, como nosotros, de que las armas estén en manos del pueblo. Pero el Ejército Popular ha de ser disciplinado, ha de estar correspondientemente armado y ha de estar dirigido por un mando único.»



28 de agosto


De París ha venido una comisión, destacada por las Internacionales II y III, para ayudar a la España antifascista —Jacques Duelos, Giromskiy el senador Branting—. Estábamos cenando y conversando juntos en un pequeño restaurante vasco cerca de la Gran Vía, cuando a eso de la medianoche se han oído dos pesadas explosiones bastante próximas. En la calle se ha producido una ligera confusión, pero casi nadie ha apagado las luces, siguieron brillando los enormes anuncios polícromos de neón, en cines y teatros. Sólo unos diez minutos más tarde ha ululado la sirena; ha pasado varias veces a toda velocidad en motocicleta.

Las bombas han estallado en el propio centro, en el jardín del Ministerio de la Guerra. Localizar este edificio es muy fácil, más aún de noche que de día, pues se encuentra exactamente en el cruce de brillantes líneas de farolas —la calle de Alcalá y la línea de los Paseos—. Junto al ministerio, ha resultado muerto un cabo y ha quedado herido un soldado. Un cañón ha disparado contra el avión, después de lo cual éste ha huido arrojando por el camino otras tres bombas; hay obreros heridos.

Desde los tiempos de la guerra mundial, ésta es la primera incursión aérea sobre una ciudad civil. Es la primera, mas, por lo visto, no será la última. Hasta ahora los facciosos han bombardeado, sobre todo, objetivos militares. Ahora empiezan con la población civil.

La ciudad tarda mucho en poder conciliar el sueño; además, la noche es sofocante, no hay palabras para expresarlo. Permanecemos sentados hasta el amanecer en el vestíbulo del Florida junto a las ventanas abiertas. Se ha trazado cierta línea. ¡De nuevo aviones de bombardeo alemanes sobre una capital europea! El fascismo declara que está ya preparado para combatir. ¿No miente, al decir que está preparado? ¿No será esto un engaño, una prueba de fuerzas, un audaz desafío a los países antifascistas y parlamentarios para comprobar si se hallan éstos preparados? ¿Se trata, quizá, de un «ataque psicológico»? ¿No es necesario rechazarlo inmediatamente, de manera decidida y aplastante, recoger este guante arrojado a la cara? Mañana, mejor dicho, hoy mismo, en el día histórico del 29 de agosto de 1936, en respuesta al inhumano bombardeo de una pacífica capital europea, los gobiernos de Francia y de Inglaterra enviarán un ultimátum a las potencias fascistas que apoyan a los facciosos contra el gobierno legal de España. El pleno extraordinario del Consejo de la Sociedad de Naciones propondrá al gobierno francés que, con la potencia de sus fuerzas aéreas, asegure la defensa de las pacíficas ciudades españolas. El gobierno de Giral recibirá inmediatamente todos los pertrechos de guerra que Francia debía servir a España. Toda Europa, todo el mundo, con un mismo impulso, en fulminante y amenazadora cohesión, harán retroceder al bloque militarista de los fascistas. A la fiera le aprietan la cola, la fiera retrocede, se retira, el bombardeo del Madrid pacífico en la noche del 28 al 29 de agosto cuesta caro a los fascistas incendiarios de la guerra... Duelos está febril: irá cuanto antes a París —hablará en el parlamento, hará una declaración al gobierno—. Blum deberá comprenderlo, reaccionará, no desaprovechará este momento. ¡No es una broma! ¡Bombardeo del Madrid pacífico; esto es fantástico! Hace ya muchos años que no se ha presentado un momento más oportuno para contraatacar a los incendiarios de la guerra. Quien deje pasar, sin hacer nada, el día del 29 de agosto de 1936, deberá responder como criminal ante el pueblo, ante la historia... Ziromski está completamente de acuerdo con esto. El sosegado y silencioso Branting tiembla. Está convencido: los países escandinavos se mostrarán unidos y contundentes; Copenhage y Estocolmo no quieren ver Junkers sobre sus pacíficos tejados. ¡Y Praga! ¡Y Viena! ¡Y Bucarest!... Sólo hace falta que Francia dé la señal.

Pero ahora, lo real es que sólo una docena de muchachos de la escuadrilla internacional representan la ayuda militar de los demás pueblos. A las cuatro de la madrugada Quides y otros dos pilotos se han trasladado a Barajas para montar la guardia en los aviones de caza. Los demás, acompañados de damas, han permanecido sentados aquí, en el vestíbulo, haciendo comentarios sobre el carácter de la guerra futura; de madrugada se han retirado a dormir a sus habitaciones, dejando sobre la mesa muchas botellas. Una hora después, han empezado a despertarlos —Cuides exigía por teléfono refuerzos para el aeródromo—. Las damas también han bajado de las habitaciones, no muy vestidas —a una le faltaba una media– y querían acompañarlos a toda costa. Los pilotos han porfiado largo rato con ellas ante el bufete de la portería y al fin han convenido en que, camino de Barajas, las irían dejando en sus casas.



29 de agosto


Han salido los periódicos. De no conocer el estilo de la prensa española, habría para quedar petrificado ante los comentarios sobre el bombardeo de anoche. Los periódicos dicen que las bombas de aviación de cien kilogramos (¿quién las ha pesado?) no son peligrosas para nadie, que son, simplemente, ridiculas. La valiente población madrileña, escriben, se ríe de tales bombas. Doscientos cincuenta kilos también son, en resumidas cuentas, una bomba sin importancia. Si se tomara una bomba de quinientos kilos, si, además, se dirigiera exactamente sobre algún gran edificio, por ejemplo, sobre el Palacio Nacional, entonces, si se quiere, cabría hablar de verdadero efecto. Estos comentarios, parecidos a una provocación, se encuentran en varios periódicos... Claridadpublica —¿no será una repercusión de la entrevista de anteayer con el «viejo»?– un largo artículo sobre la organización de las fuerzas armadas. La posición es decididamente contraria al ejército regular de voluntarios, al que el autor (el artículo va sin firma, se dice que lo ha escrito Araquistain) denomina ejército de mercenarios y lo contrapone a la milicia obrera.

Se ha vallado el lugar en que han caído las bombas, la sangre se ha cubierto con arena; la muchedumbre se afana para recoger, en memoria, fragmentos de los cristales rotos. Todos hacen comentarios, embebecidos, acerca del peso de las bombas; ya ha cristalizado la idea de que las bombas de cincuenta kilos no son para Madrid. Sandías de tal calibre pueden arrojarlas en Calamocha o en Majadahonda —la Chújloma [1]española—. En el café, el camarero, al servir las esferitas del helado dice con gracia: «Una de diez kilos, explosiva, chocolate con ananás...» Los limpiabotas saludan: «Salud y bombas», «Salud y trimotores».

En el jardín del Ministerio de la Guerra, en el lugar en que ha sido muerto el cabo, sobre la hierba arrancada se ha puesto un ramo de rosas rojas. A lo largo de las verjas del jardín, por la calle de Alcalá y por los paseos, fluye el río de la firme vida madrileña. Por la ancha acera resuenan los altos tacones de las compuestas señoritas. Los vestidos, los cinturones, las faldas, los bolsos, están planchados, como siempre, hasta la última doblez; los peinados llevan pomadas y brillantina; cada bucle, cada rizo se sujeta con fijapelo para que no se deshaga, para que no se desprenda en este calor de locura. Cara, labios, pestañas, orejas, uñas están cuidadosamente pintadas; ¿hay algo más pulido que una mujer española en la calle, de paseo? Las llevan del brazo soldados, comandantes y simplemente militares sin título ni grado, vestidos con bastos monos, con gorros de tela o sin gorro, con zapatos sin calcetines, con fusiles, con pistolas, con granadas de mano al cinto. Las señoritas lanzan fulminantes miradas con sus ojos pintados y charlan ruidosamente con voces bajas, algo toscas, agitanadas pero no piensen mal: son doncellas de respetables costumbres y honorables madres de familia. Los paseantes solitarios, los ociosos de café, los chóferes en espera de los pasajeros, lanzan entusiastas exclamaciones a la vista del sexo femenino: «¡Hola, guapa!», «¡Hola, morena!», «¡Hola, rubia!» Lo hacen en serie, automáticamente, de modo que el cumplido juguetón alcanza a veces a una viejecita de ochenta años.

Hay largas colas de amas de casa para recibir azúcar. Dan medio kilo. Faltan patatas, producto que se trae del norte, y carne —los centros ganaderos están en manos de los sublevados—. El aceite de oliva no se ve en Madrid. Hay largas colas para la leche.

La milicia militar no dispone por ahora de su propio servicio de intendencia. Las unidades están adscritas, para su alimentación, a hoteles, restaurantes y cafés, según una distribución determinada. De ahí que en los hoteles más lujosos, a la hora de la comida, esté todo lleno de soldados, haya jolgorio y animación. La comida para ellos se prepara algo peor que para los huéspedes, desde luego, mas por ahora es muy buena, a base de arroz, pescado, carne y grandes cantidades de aceite de oliva. Se da el nombre de pan de munición, para las unidades militares, a un pan blanquísimo, muy pesado, compacto, como el queso.

Las tiendas están todas abiertas al comercio, los precios no han subido, sólo que no hay modo de encontrar en ninguna parte plumas estilográficas ni material fotográfico. En los días de la sedición y en los siguientes, se desvalijaron en un santiamén las armerías, las tiendas de fotografía y de objetos de escritorio. En esta guerra se sacarán muchas fotografías y se escribirá mucho.

No hay automóviles particulares, no hay taxis; tampoco es posible comprarlos. Han puesto a mi disposición un coche requisado Auto-plan, una excelente limusina. El chófer, Dámaso, está siempre escuchando la radio del coche. Hoy, mientras se transmitía una aria de tenor, ha lanzado un silbido, ha vuelto la cabeza y me ha guiñado un ojo.

—¡Canta el amo!

—¿Qué amo?

Resulta que el coche pertenece (¿pertenecía?) al famoso cantante AngeliUo, que se dedica al repertorio ligero.

—¿Y dónde está?

—Aquí, en Madrid. Ya ve, canta por radio. Es un gran partidario de la República. A menudo va también al frente, canta ante la milicia del pueblo.

—¿Y por qué le han quitado el coche?

—Esto no lo sé. Le he prometido que le cuidaría la limusina, pero, desde luego, no estoy obligado a hacerlo, porque el coche ya no es suyo.

Intento explicar a Dámaso que, de todos modos, es necesario cuidar el automóvil, intento hablarle también de la propiedad colectiva. Pero aquí, por ahora, es difícil poner en claro estas cuestiones.



31 de agosto


Los fascistas han ocupado Oropesa y avanzan tesoneramente, combatiendo, por la carretera de Talavera. ¿Qué unidades los contienen, qué jefes? En el Ministerio de la Guerra nadie lo sabe a ciencia cierta. Citan al general Riquelme, al coronel Asensio, dicen que varias columnas han bajado de la Sierra, para ayudar, que el coronel Mangada se ofrece para ir a Talavera, pero que temen dejar la Sierra sin unidades firmes; en este caso, el enemigo podría irrumpir en Madrid... Es necesario ir a verlo personalmente.

Han comenzado las deliberaciones sobre el cambio de gobierno, sobre la incorporación de los socialistas y, quizá, incluso de los comunistas. Giral, en conversaciones particulares se manifiesta de acuerdo en reorganizar su gabinete.

Y la pequeña crucecita negra otra vez se ve por la ventana en el horizonte. No ha sucedido nada, nadie ha presentado ningún ultimátum a nadie, el 29 de agosto ha pasado como un día corriente —en los periódicos de París y Londres se han añadido unos nuevos titulares sensacionales—. Nadie ha puesto obstáculos a nadie —sólo Cuides y sus camaradas corren por el espacio, esforzándose por encontrar al enemigo—. ¿Dónde estarán, ahora? El Junker elige imperturbable entre los barrios de la capital un objetivo adecuado. Medio año atrás, los aviadores fascistas sólo disponían de un polígono selecto, bastante desolado —Abisinia—. Ahora se ejercitan sobre una ciudad de un millón de habitantes, sobre la capital de España. ¿Y quedará esto así? No es posible creerlo.

Cada día llegan a Madrid incontables delegaciones de diferentes países. Presidentes de toda clase de sociedades, de ligas filantrópicas, de organizaciones interparlamentarias, científicas y femeninas. Todos se dirigen en seguida a ver al jefe del gobierno y a diferentes ministros, algunos son recibidos incluso por el presidente de la República, todos se informan detenidamente sobre la situación militar y política, luego expresan su más profunda indignación por el alzamiento fascista, honda gratitud y simpatía por el gobierno legal. Después de haber expresado sus sentimientos verbalmente, por radio y en la prensa, las delegaciones parten. Antes de partir, se informan a través del portero del hotel de si es posible todavía comprar auténticas mantillas españolas, abanicos, castañuelas, bordados y cerámica. Es posible.

El gobierno recibe de buen grado, si bien cada vez con menos entusiasmo, a los huéspedes. Les proporcionan cifras, documentos, pruebas. Mas, por ahora, sin ningún resultado.

Hablan de la ayuda moral. Ahora, la ayuda real, palpable, con armas o por lo menos con víveres sería, a la vez, la más elevada ayuda moral.

No sé si han sido muchas las delegaciones que han visitado el Cuartel General de los facciosos. Pero los regimientos fascistas, esos que atacan a Talavera, están ya perfectamente equipados con toda clase de armas de los últimos modelos alemanes e italianos, incluso tanques.

Éste es un país cuyo pueblo no tiene ni siquiera la experiencia de la guerra mundial. Los campesinos empuñan escopetas de pistón, la navaja se considera una terrible arma. A este pueblo le arrojan encima nubes de proyectiles, de bombas, de balas incendiarias, perforadoras y explosivas. El único centro importante de la industria de guerra en el territorio de los facciosos, en Oviedo, está completamente cercado, y no puede mandar armas a ninguna parte. De algún lugar le llegan a Franco generosamente las máquinas de guerra y sus recursos de fuego. ¡¿De dónde?! La escuálida aviación española se ha enriquecido, de súbito, con nuevecitos aviones de bombardeo Fokker, Junkers y Caproni, como nunca había soñado tener entre su armamento. A la vista de todo el mundo, acuden al lado de Franco pilotos alemanes e italianos, instructores de infantería, artilleros. El aviador de un avión derribado junto a Talavera ha saltado en paracaídas a la zona republicana y ha intentado comprarse la libertad ofreciendo dinero a los campesinos, pero éstos le han fusilado. Al cadáver se le han encontrado documentos a nombre del piloto italiano Ernesto Monico y órdenes del jefe italiano de la escuadrilla. Están en camino barcos con cañones, con ametralladoras, con materias explosivas. Para los denominados voluntarios alemanes, radio Sevilla ejecuta todos los días —lo oímos– el himno fascista alemán.

El aplastamiento de la sedición se convirtió en guerra civil, la guerra civil se está convirtiendo en una lucha contra la intervención extranjera, contra la invasión de las tropas fascistas extranjeras. ¿Es posible que sea esto así? No me creo a mí mismo. Pero los Junkers que se ven por la ventana en el horizonte lo confirman, y las sirenas lloran.



3 de septiembre


Estos días se ha preparado en Madrid el cambio de gobierno.

Al principio la reorganización se proyectaba en términos bastante modestos. Se trataba de la incorporación de dos o tres socialistas del grupo de Largo Caballero y del grupo de Prieto en el gabinete de Giral. De repente, el «viejo» recabó para sí el Ministerio de la Guerra y casi a continuación, como complemento, el puesto de primer ministro. Esto chocó con la oposición general, no tanto por espíritu de fracción, cuanto por las condiciones personales y prácticas de Largo Caballero: todos consideraban que su brusquedad, su insociabilidad y su impaciencia harían imposible la colaboración normal con él. Los propios amigos del «viejo» se asustaron. Vayo intentó convencerle de que tomase el Ministerio de la Guerra dejando la presidencia a Giral. Los prietistas, excepto el mismo Prieto, también se opusieron. Todos se dirigieron al Comité Central del Partido Comunista para que mediara. En el Comité Central también estaban en contra del «viejo» como jefe del gobierno. Pero él mordió el anzuelo; ¡o todo o nada! Le han ayudado la situación general y las prisas: la crisis de hecho había comenzado y los rumores sobre la misma comenzaban a filtrarse; en tiempo de guerra, semejante situación no puede prolongarse ni un solo día.

Prieto declaró que él, personalmente, aunque todos saben cuál es su relación con Caballero, no se le opondría y estaba dispuesto a aceptar cualquier puesto en el Gabinete presidido por Largo Caballero. Querían crear, para él, un ministerio de Armamentos, pero no sé por qué desistieron de la idea y le confiaron la flota y la aviación. Para todos resultaba muy penoso acceder a que el gobierno estuviera presidido por el «viejo»; los partidos han dado su consentimiento como muestra de valentía civil. Pese a todo, Largo Caballero es ahora, en realidad, la figura más venerable y representativa del movimiento sindical; desde los sucesos de Asturias en cierto modo se le han perdonado, mejor dicho, se han olvidado su reformismo, su colaboración con la burguesía y sus vejaciones a los obreros mientras fue ministro del Trabajo. En cuanto a sus demagógicos extremismos izquierdistas, Vayo tranquiliza a todo el mundo: esto pasará el día mismo que tenga la responsabilidad del país...

Sintiendo que pisaba terreno firme, Caballero ha presentado una nueva exigencia con carácter de ultimátum: que los comunistas entren a formar parte del gabinete. El Partido estaba en contra, prefería apoyar con todas sus fuerzas el gobierno del Frente Popular fuera del mismo; por otra parte no se quería crear innecesarias dificultades de carácter internacional —ya sin ello el futuro gobierno ha sido declarado bolchevique, soviético—. El «viejo» ha dicho que todo esto son tonterías, que el extranjero le importa un bledo, que si los comunistas se niegan, también se negará él, que se lo lleve todo el diablo y que el Partido Comunista responderá de lo que ocurra... Al final el Partido ha decidido tomar el Ministerio de Instrucción Pública y el de Agricultura, dos ramas en que los ministros comunistas pueden ser lo más útiles posible a los campesinos y a la masa del pueblo, llevando a la práctica, en grado máximo, lo que puede lograrse en una república democraticoburguesa de nuevo tipo como es España bajo el Frente Popular. En el último momento, Caballero tuvo unos ataques de cólico y las conversaciones se interrumpieron.

Por fin hoy se ha llegado a un acuerdo. Me he presentado en la Unión General de Trabajadores para preguntar a Vayo cuáles eran las últimas variantes y ha resultado que... ahí, en el pequeño despacho de Largo Caballero, se encontraban todos los futuros ministros. En un estrecho diván estaban sentados el pesado Prieto, parecido a una bola, con los párpados entornados; el agitado Vayo, con mono, el pulcro Galarza, de aspecto irónico, el pequeño Uribe, sin cuello, con un gemelo saliente.

Saludan con la cabeza, se sonríen en silencio y siguen callados, fumando. El dueño del despacho no está ahí, ha ido a palacio, a ver al presidente.

Callan, fuman; la espera parece larga. Por fin, suena el teléfono. Habla Caballero desde Palacio: el presidente está de acuerdo, ha firmado el decreto, invita al nuevo gobierno a que se le presente.

Han bajado en tropel, los coches los estaban esperando. Junto a la entrada, la guardia ha comenzado a abrazarlos, a estrecharles las manos, a desearles éxito. Y toda la muchedumbre, los nuevos ministros y los obreros con fusiles, todos, con orgullo e ingenuidad, a lo español, después de levantar la cabeza cavilosamente, han sonreído.

He felicitado al ministro de Asuntos Exteriores, Julio Álvarez del Vayo. Él me ha respondido: «Sí, pero Irún ha caído.»



4 de septiembre


Miguel Martínez estaba echado, con otros, en las posiciones que se extendían a ambos lados de la carretera Madrid-Lisboa, incomparablemente más cerca de Madrid que de Lisboa. Parte de los combatientes empuñaban viejos fusiles españoles; el jefe de la columna tenía un buen winchester eorto, y Miguel, sólo una pistola. Detrás de ellos humeaban dos grandes incendios en la hermosa Talavera de la Reina. Miguel miraba con unos gemelos, procurando divisar a algún marroquí de carne y hueso.

—¿Para qué quiere usted los gemelos? —preguntó el mayor—. Usted ya lleva gafas. Cuatro cristales en los gemelos, dos en las gafas y dos ojos, en total, ocho ojos. ¿Cuántos moros ve usted?

—Ninguno. Dejaré de creer que existen. Me iré de España sin haber visto moros.

—Usted es muy exigente en todo... —El mayor empezó a frotarse con la palma de la mano el negro y erizado pelo de la cara—. Pero yo creo que dentro de dos horas, en este mismo lugar en que ahora nosotros estamos echados, estará de pie o echado un hombre de piel oscura con turbante o fez.

—Esto será muy significativo. ¿Sabe usted que en este mismo lugar en que nos encontramos, poco menos que en el mismo mes de septiembre, en 1809 fueron derrotados los invasores franceses?

—¡Ya ve! Y usted duda de la fuerza de las armas españolas.

—No lo dudo, pero a los franceses los derrotó aquí el mariscal de campo inglés, duque de Wellington.

—No combatió solo, más de la mitad de sus tropas eran españolas. Nosotros, españoles, hemos perdido la costumbre de pelear solos. Siempre necesitamos que nos ayude alguien. Los moros nos vencieron en Marruecos mientras no nos unimos con los franceses. Ahora la Falange Española ataca con marroquíes, alemanes e italianos. Si la República quiere mantenerse firme, necesita franceses o México o Rusia.

—¿Y esto lo dice usted, oficial del ejército español? ¡Qué se va a exigir de los soldados!

Las balas silbaban sobre nuestras cabezas con mucha frecuencia.

La fila daba muestras de intranquilidad, el número de combatientes iba disminuyendo. Se iban éstos a beber agua, a hacer sus necesidades o, simplemente, se iban sin explicar la causa y no volvían. El mayor lo tomaba con filosofía y procuraba sólo registrar en voz alta cada salida:

—¡Eh, tú, culón! Te olvidas del fusil, ¡por lo menos tómate la molestia de llevarlo a la retaguardia! ¡No te han dado permiso para entregar a los facciosos los bienes del Estado!

O bien:

—¡Más ligeritas las piernas o te alcanzarán hasta en Talavera! ¡No pares hasta Madrid, y en Vallecas bébete un buen vermut a mi memoria!

—¿Por qué me dejáis solo para entretener a este camarada extranjero? ¡Nos vamos a aburrir aquí los dos solos!

—Esperad una hora más, nos traerán la comida y entonces tomaremos soleta juntos.

Miguel estaba furioso, de pena y rabia.

—Usted los provoca y los trata con desprecio. Así no se comporta un comandante leal. Ésta es gente inexperimentada y no cobarde. ¿Cree que a usted y a mí, por permanecer echados tranquilamente y no huir, se nos van a perdonar todos los pecados? Si usted es el jefe, está obligado a mantener su unidad en el sitio, cueste lo que cueste, aun a costa de fusilar a una decena de cobardes. O, si no es posible, ha de retirarse organizadamente, en perfecto orden, sin que haya desertores.

El fuego de los fascistas se intensificó. Los combatientes respondían con tiroteo rápido y aturdido. El mayor también se apoyó el Winchester al hombro y disparó sin hacer puntería. Dijo:

—Ustedes vienen con medidas inadecuadas. Esto no es Europa ni América ni Rusia ni siquiera Asia. Esto es África. Y yo mismo, ¿quién soy? He estado dos años enfermo de disentería en Marruecos —ésta es mi hoja de combates—. Tengo ideas comunes a las de los soldados; está bien. Quizá tenemos también intereses comunes. Los veo por primera vez, y admito que sean hasta los muchachos más excelentes. Pero no nos tenemos confianza. Yo, comandante, temo que huyan. Ellos, soldados, temen que yo los meta en una trampa.

Miguel no pudo tranquilizarse:

—Reunamos a estos setecientos hombres, demos la vuelta hacia el sur y ataquemos hacia arriba, perpendicularmente a la carretera. El enemigo retrocederá, ¡está perfectamente claro que avanza con pocas fuerzas!

El mayor meneó negativamente la cabeza y se frotó el pelo de las mejillas, sin afeitar.

—¡Gracias! Ya intenté hacerlo anteayer. Quisieron fusilarme, decían que quería conducir la milicia popular a donde el enemigo pudiera cercarla. Un joven, uno de los suyos, comunista, un tal Lista o Líster, me salvó a duras penas. A menudo son insoportables, estos comunistas españoles, estos parientes suyos. Quieren enseñarlo todo a todo el mundo y de todos quieren aprenderlo todo. Como si no se tratara de guerra ni de revolución, sino de un orfelinato —¡no comprendo qué satisfacción encuentran en ello!—. Pero, palabra de honor, de tener que afiliar a algún partido, lo haría a Falange Española o al suyo. No sé si de nosotros, oficiales, saldrán comunistas, pero de los comunistas saldrán oficiales. Son unos caraduras. En España sólo se puede lograr algo si se tiene cara dura. Si yo fuera el gobierno, para esta guerra, en vez de hacer pasar por la Escuela de oficiales haría pasar durante tres meses por el Partido Comunista.

La explosión se produjo detrás de nosotros y una nube de humo negro fue subiendo lentamente sobre el borde mismo de la carretera.

—Setenta y cinco milímetros —dijo solemnemente el mayor—. Esto, aquí, es un cañón colosal. Ahora nuestros conejos echarán a correr. Y aquí tenemos la aviación. Todo está en orden, como ayer.

Aparecieron tres aviones por el occidente, iban en línea recta, sobrevolando la carretera, sin bombardear. La fila se puso en pie y echó a correr de cuerpo entero, gritando.

—¡A tierra! ¡Abajo! —vociferó Miguel, agitando la pistola—. ¿Quién ha ideado esta fila idiota? ¡Ni siquiera en el Paraguay se combate así, ahora!

El mayor sin afeitar le miró hostilmente.

—Ustedes lo enseñan todo, enseñan a todo el mundo. Ustedes lo saben todo. A usted le parece que está en unas maniobras otoñales de 1936. Pero ¿sabe usted que los españoles no tienen la experiencia ni siquiera de una guerra rusojaponesa ni de una guerra angloboer? Nosotros miramos todo esto con los ojos de 1897. Reconozca, señor comisario, que tampoco a usted le resulta agradable estarse tumbado bajo los Junkers, ¿no? En su tierra no pasó, esto, ¿eh?

—No es cierto —replicó Miguel, picado—. He soportado bombardeos aéreos, aunque, desde luego, no como éste. Una vez estuve incluso bajo un dirigible, en la guerra alemana, entonces yo era un adolescente.

Los Junkers, dispuestos en columna, arrojaron una bomba cada uno en la carretera.

—Vigilan los autobuses de pasajeros —dijo el mayor—. Tienen miedo de que les rompan la carretera y de que no puedan volver al lado de sus mujeres. En nosotros no han pensado. ¡Que se vayan al diablo!

Los combatientes se agolparon en los autobuses y en los autocares. Los vehículos retrocedieron, hacia Talavera. Huían de los aviones y, por suerte suya, los Junkers volaron demasiado veloces adelante. Sólo otra bomba estalló en la carretera; era evidente que los facciosos no querían estropearla y ahorraban las municiones.

Talavera estaba abarrotada de coches, de carros, de refugiados, de ganado, de mulos de carga y de asnos. Junto a los puentes que cruzan el Tajo y el Alberche, se habían formado largas colas de unidades y de población civil que evacuaban. El general Riquelme mandó dinamiteros para que preparasen la voladura de los puentes: los cogieron como fascistas y fusilaron a tres; sus cadáveres estaban echados sobre unas lonas a la orilla del Tajo. En algunas casas ya (o todavía) ondeaban banderas y trapos blancos. Voluptuosamente y como un juguete se sonreía la iglesia de la Virgen del Prado, con sus polícromos azulejos talabricenses. En la muchedumbre, Miguel perdió al mayor; luego volvió a verle, de lejos, en el gentío del puente, discutiendo con el chófer de un autobús.

Al anochecer, en los barrios extremos, empezó el tiroteo. Eran los fascistas de la localidad que pisaban los talones a la milicia popular en retirada.

Miguel salió de Talavera a las ocho de la noche. No había comido nada desde hacía más de veinticuatro horas y no pudo encontrar nada —a los soldados no les dieron de comer, la intendencia fue la primera en huir—. Después de haber cruzado el puente, se dejó caer sobre la hierba seca en un altozano, al lado de la carretera, junto a un grupo de fatigados combatientes. Un soldado le dio un gran racimo de uva negra y un trozo de pan. Miguel sufría de un terrible dolor de cabeza. Comió y se quedó dormido.



5 de septiembre


Al despertarse, se vio solo. El reloj señalaba las cinco, ya había salido el sol; en torno no había ni una alma, si bien se oían disparos en la lejanía. Talavera se veía al otro lado del puente, refulgía el campanario de la iglesia de la Virgen del Prado. ¿Quizá estaba ya en el cautiverio? Para no encontrar a nadie, se apartó de la carretera y se puso a caminar en dirección suroeste por una llanura quebrada. Arrancó y rompió varias fotos y hojas de su cuadernito de notas y apretó en el puño su salvoconducto para podérselo llevar a la boca y tragárselo en caso de necesidad.

Iba por la orilla del Tajo, sediento, pero sin atreverse a acercarse al río mismo. Por la otra orilla y en dirección a Talavera pasaban dos jinetes con chilabas. ¡Fue entonces cuando vio moros! Con mucho cuidado hizo una prueba de cómo aplicarse la pistola a la sien. Lo peor sería suicidarse sin haber tenido tiempo de utilizar las demás balas del cargador.

En todo caso, Miguel decidió caminar despacio, derecho, tranquilo, como si nada tuviera que temer. Pero los jinetes pasaron sin fijarse en él. Volvían de descubierta y, por lo visto, consideraban que su misión estaba cumplida.


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