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Diario de la Guerra de España
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Автор книги: Михаил Кольцов



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17 de noviembre


Noche de pesadilla. Los Junkers han volado furiosos desde las once de la noche hasta las cinco de la madrugada. Han atacado con bombas de media tonelada toda la parte central de la ciudad. Los edificios más afectados por el bombardeo han sido los hospitales.

En el Palace vibraban sin cesar las paredes, tintineaban los cristales rotos, gritaban histéricamente los heridos. La enfermería se ha convertido en un manicomio ensangrentado. No he podido ir a ninguna parte, hasta el amanecer he permanecido sentado junto a la cama de Antonio, sosteniendo en mis manos las suyas, grandes, pero ya débiles y húmedas, procurando no estremecerme con él cuando retemblaban las bóvedas, cuando la oscuridad absoluta quedaba rasgada por el relámpago de las explosiones y el precipitado rumor de pasos en el corredor despertaba el gregario deseo de lanzarse hacia abajo y refugiarse en el sótano. ¡Antonio no puede correr, no debe ser llevado a ninguna otra parte!

—¡¿No me abandonarán, aquí?! ¿No me dejarán? Me parece que ya han salido todos. ¿Por qué nos quedamos, nosotros?

—No se ha ido nadie, quédate tranquilo en la cama. Sobre nosotros tenemos nada menos que cuatro pisos. Además, yo estoy contigo, a tu lado, esto significa que no pasa nada grave, ¿no es así?

—¡No te vayas por nada del mundo! De otro modo, también yo me levantaré e iré detrás de ti.

Se durmió, mejor dicho, quedó adormilado, inconsciente, después de las cuatro de la madrugada. Yo salí a la calle —en torno, ruinas, cascotes, huellas de incendios—. El Palace ha sufrido poco; en cambio, a su lado ha sido reducido a cenizas un gran hotel de lujo, el Savoy, uno de los mejores de Madrid. Del bar instalado en la planta baja, por una verdadera casualidad, ha quedado el mostrador con licores. Estremecido por el frío matinal, he contemplado cómo dos mozos, riendo, probaban el contenido de las botellas.

En el hospital de San Carlos han quedado completamente destruidos los dos pisos superiores. Han sufrido mucho el hospital provincial de Madrid de la Federación Sanitaria y el hospital de la Facultad de Medicina de la Universidad. En San Carlos hay veintitrés muertos y noventa y tres heridos por efectos del bombardeo. Además, a consecuencia de la evacuación precipitada del hospital, por la noche, han muerto noventa heridos.

Se supone que las bombas no han caído en los hospitales por casualidad. Los bombarderos arrojaban primero hacia abajo bengalas luminosas, veían cuáles eran los edificios y luego echaban las bombas.

En la Ciudad Universitaria, se está librando una batalla terrible. Los fascistas por ahora han avanzado en poca profundidad, pero tienen una facilidad diabólica para afianzarse en el terreno. La Brigada Internacional y los milicianos españoles están dando muestras de un heroísmo maravilloso. Los combatientes de los batallones Táhlmann y Edgar André se han lanzado seis veces al ataque. Hay muchos muertos. Los moros se agarran como lapas.

¡Qué hombres, estos antifascistas voluntarios! El comisario del batallón Tahlmann me dice:

—Toma cualquiera, al azar; es carne de la propia carne y sangre de la propia sangre de la clase obrera revolucionaria. Karl, acércate, cuéntanos quién eres.

—Tengo treinta y cuatro años —dice Karl Krein—. Antes trabajaba de contramaestre en las grandes empresas metalúrgicas alemanas, en la de Siemens, en la de Borsig, me ganaba muy bien la vida. Mi salario, como contramaestre, era tres veces mayor que el de los simples obreros de mi brigada. Cuando Hitler llegó, yo, por figurar en las listas de los hombres de poca confianza, fui detenido; luego me pusieron en libertad, por error, y en seguida huí con mi familia a Francia. Allí obtuve un trabajo mucho menos calificado, pero de todos modos ganaba cincuenta francos al día. Cuando me enteré de que habían venido aquí, a España, nazis alemanes, lo dejé todo y me apresuré a venir, para llegar hasta su pellejo.

—¿Cuántos hijos tiene usted?

—Dos.

—¿Y qué le dijo su mujer, cuando usted pensó dejarla y venir a pelear?

—Tengo una buena mujer. Es una camarada. Piensa como yo. Me dijo: «Vete, lucha contra el fascismo. Ayuda a los españoles, yo ya me las arreglaré para subsistir con los hijos.»

—¿Cómo se le han dado estos primeros días?

—Un poco duros, si he de ser sincero. Estoy contento de mi batallón, de mis camaradas, de la ametralladora. Pero la cosa va muy mal con la artillería. A nosotros nos machacan con la artillería. Todo lo que nos echan encima es de fabricación alemana e italiana. Yo, como metalúrgico alemán, lo veo mucho más claro que otros. He recogido algunas granadas enemigas; en ellas están grabadas las letras «K» y «E», o sea Krupp y Essen. Disparan con balas «dum-dum», de fabricación italiana. He estado presente en el interrogatorio de prisioneros, yo mismo los he interrogado. Ésos tienen buen material, ¡el diablo se los lleve!

—¿Y cómo son las relaciones con los españoles?

—Buenas. En nuestro batallón internacional, tenemos no pocos españoles. Somos amigos, como hermanos. No crea, ¡aprovecho todos los momentos para estudiar la lengua española!

Me mostró un pequeño cuaderno de notas con tapas de hule.



19 de noviembre


Estas cuarenta y ocho horas han sido lo más terrible de cuanto hasta ahora ha experimentado la desgraciada ciudad.

Madrid arde. Las calles están llenas de luz, en las calles hace calor, pero no es de día ni es verano, sino una noche de noviembre. Camino por la ciudad; un enorme resplandor ilumina las calles por todas partes, a dondequiera que me dirija.

Madrid arde. Lo ha incendiado la aviación alemana.

Arden los edificios públicos, los hoteles, las enfermerías, los institutos. Arden sin fin las viviendas.

Es imposible apagar todos estos incendios, los equipos de bomberos ya no pueden más. No darían abasto aunque hubiera un número de bomberos cinco veces mayor. Procuran, con ayuda de voluntarios, evitar tan sólo las complicaciones, las explosiones y la muerte de las personas. Se apresuran a cortar las conducciones de gas, sacan la gasolina, aislan las casas vecinas.

La resistencia de Madrid ha provocado en los fascistas una furia ciega. Han decidido borrar de la faz de la tierra la capital de España, aniquilar a sus habitantes o por lo menos obligar a los defensores de Madrid a ceder la capital para conservar un millón de vidas humanas. Lo que ahora ocurre puede hacer perder el equilibrio hasta al hombre más firme. Ni siquiera sé si cabe garantizar que los madrileños adultos conservan la psique en orden. En la ciudad han aparecido muchos alienados.

El hecho es que la prueba aún no ha terminado. El mando fascista bombardea a Madrid con fuerza creciente. Aquí ha sido concentrada en lo fundamental toda la aviación de los facciosos. Hoy, durante el día, han bombardeado la ciudad veinte Junkers acompañados de treinta cazas —había de una vez cincuenta aparatos en el aire—. La aviación republicana, numéricamente, es en mucho más débil. Su audacia no siempre puede compensar la superioridad de fuerzas del enemigo. De todos modos, los «chatos» han abatido hoy dos Junkers y dos cazas.

El bombardeo se reanuda cada tres o cuatro horas. Y después de cada incursión aérea, es mayor y mayor el número de ruinas humeantes, cada vez hay más y más carne humana ensangrentada. Resuenan por las calles los lamentos, los llantos, los gemidos de la enloquecida gente. Asesinos perspicaces, tranquilos, en naves grises, oscuras, de acero, una y otra vez vuelan sobre la ciudad, una y otra vez arrojan el estruendo de la muerte sobre las indefensas personas. Transcurren tres o cuatro horas. De la calle han tenido tiempo de retirar a las víctimas; soplan en las habitaciones frías corrientes de aire —son muy pocos los cristales de las ventanas enteros, no rotos—. Y todo vuelve a comenzar desde el principio. Lo que parecía una maligna utopía, prototipo libresco de la futura guerra, se ha convertido ahora en un hecho. En el umbral del año 1937, el militarismo fascista, a los ojos del mundo entero, destruye una enorme capital europea.

Una bomba de doscientos kilogramos, si da en el blanco, derriba una casa de cinco pisos. A veces penetra incluso en el sótano. En la ciudad se cuentan por decenas las bombas de este tipo que han hecho blanco. Pero los fascistas arrojan también bombas de trescientos kilogramos y de media tonelada —destruyen edificios de ocho pisos—. Para aniquilar un barrio obrero, con sus frágiles casitas, de delgadas paredes, los fascistas ni siquiera necesitan hacer semejante gasto de sustancias explosivas. Unas cuantas bombas incendiarias provocan un incendio en diez minutos en cualquier grupo de casas de los suburbios.

Bien avanzada la noche, recorremos las calles de Madrid. Ayer, la aviación fascista necesitaba aún bengalas luminosas. Hoy, la ciudad en llamas se ilumina a sí misma. Embriagados por el espectáculo de los incendios, los asesinos vuelven una y otra vez, arrojando siempre nuevas bombas sobre nuevos blancos, sobre nuevos seres vivos.

El mercado de la plaza del Carmen es pasto de las voraces llamas. Humo sofocante, rancia hediondez de aceite de oliva, de pescado requemado. Con lo que había costado traer hasta aquí los víveres... Mañana, gran parte de la ciudad quedará hambrienta. Caen con estrépito las vigas y viguetas de la techumbre. Una inmensa columna de llamas pone candentes las casas en torno. Apretadas las manos, llorando silenciosamente, María Teresa León contempla el incendio. Rafael Alberti tiene inmóviles los ojos,como espejos,como objetivos fotográficos. Madrid arde, ¿será posible que quede reducido a cenizas, que sea totalmente aniquilado? Sí, ahora esto parece posible.

En una elevación, en un hermoso parque, está ardiendo el palacio del duque de Alba, tesoro de las artes, con su biblioteca, con su galería de pinturas. Estuve allí a finales de octubre, la milicia obrera mostraba con orgullo de qué modo conservaba ese monumento de arte y del pasado, desde las grandes estatuas, los cuadros y gobelinos hasta las más pequeñas fruslerías, hasta los viejos guantes del duque. El dueño de la casa había huido a Londres; desde allí clamaba al cielo sobre el vandalismo de los rojos, mientras los milicianos quitaban cuidadosamente el polvo del lomo de los libros. Un bombardero alemán ha soltado una bomba incendiaria sobre el palacio, y por lo visto no ha sido una sola. Ahora todo se retuerce y deforma bajo las llamas. Y otra vez los obreros milicianos, arriesgando sus vidas, sacan del fuego y colocan sobre el césped los cuadros, las armaduras de los caballeros medievales, las viejas armas, los valiosos infolios de la biblioteca. Buen ejemplo para quienes, de buena fe, desean ver claro cuál es la clase social que defiende la cultura y cuál la que la destruye...

Al mismo tiempo, los facciosos se lanzan furiosamente al asalto contra la Ciudad Universitaria. Traen cada vez más refuerzos, artillería, morteros. Los ataques les cuestan muy caros, sus pérdidas, sobre todo de tropas moras, son enormes. Los espacios comprendidos entre los edificios de la Ciudad Universitaria están sembrados de cadáveres.

Durruti está muy abatido por el hecho de que ha sido precisamente su columna la que ha dejado penetrar al enemigo en la ciudad. Pero quiere resarcirse del fracaso con un nuevo ataque, en el mismo lugar en que los anarquistas han retrocedido. Los bombardeos incesantes, el asesinato de los indefensos habitantes de la ciudad, le llenan de ciega furia. Se le aprietan sus grandes puños, su alta figura se encorva ligeramente, diríase un gladiador-esclavo de la antigua Roma que pone en tensión sus fuerzas en un desesperado impulso de liberación.

El cuerpo diplomático ha comenzado a dar muestras de alguna vida. No puede decirse que se deba ello a un sentimiento de amor hacia el gobierno republicano o hacia el pueblo madrileño. Sencillamente, a los señores diplomáticos les han fallado los nervios. El caso es que las bombas de los Junkers no entienden muy bien de discriminaciones. En la Ciudad Universitaria, han destrozado el edificio del Liceo francés, adornado con bandera nacional nuevecita, de gran tamaño. Algunas bombas han caído en las proximidades de la embajada británica. Los representantes de Francia e Inglaterra han contemplado las destrucciones de la ciudad, sobre todo en los hospitales. Han publicado una nota de protesta contra los bombardeos. En esta nota se citan todas las palabras adecuadas al caso: «humanismo», «población indefensa», «horrores de la destrucción» y «principios de humanidad». Falta sólo un pequeño detalle: no llevan dirección. La nota va dirigida, quién sabe por qué, a las redacciones de los periódicos madrileños, a nadie más.



20 de noviembre


Llueve a torrentes desde la mañana. Esto representa, a pesar de todo, cierto alivio. La aviación no ha aparecido. Los milicianos, junto con los combatientes de la Brigada Internacional, atacan los edificios del hospital Clínico y del asilo de Santa Cristina. Por ahora, tres ataques han resultado infructuosos.



21 de noviembre


Otra vez ha llovido durante toda la jornada.

Poco antes del mediodía, junto con las secciones de asalto de los republicanos, he conseguido penetrar en el hospital Clínico y en el asilo de Santa Cristina. Ambos edificios han sido conquistados mediante un ataque frontal, con granadas de mano y a la bayoneta.

Los moros y regulares se han retirado unos doscientos metros, no más. Mantienen bajo su fuego los edificios que les han sido arrebatados, a los que es necesario llegar a rastras o corriendo a trechos; aún no han sido abiertas las galerías de comunicación.

Junto a un pabellón de ladrillo sin terminar de construir, se encuentra la facultad de medicina totalmente en ruinas. Techos y suelos están hendidos por los obuses, el instrumental está destrozado, deformado. Las camas, están tumbadas; los suelos, cubiertos con los cascotes de las vasijas rotas.

Abajo, en el depósito de cadáveres, me he encontrado con un viejo guarda que se las ha arreglado para permanecer indemne aquí, después de un triple asalto y de haber pasado el edificio de unas manos a otras. Pide a las partes contendientes que le entreguen sus muertos en el depósito, para su custodia, y se siente muy triste ante la negativa. Por lo visto ha perdido el juicio. No es para menos; ¿acaso soñaba el modesto depósito del edificio universitario con disponer de tal abundancia de cadáveres? ¡Quién iba a pensar que el rincón académico más silencioso y retirado iba a convertirse en campo de batalla de los combates más encarnizados y furiosos!

¡Pobre Madrid! Era considerado como una ciudad despreocupada, fuera de todo peligro, feliz. La guerra mundial pasó lejos de ella, sin tocarla. Ahora, en quince días, Madrid ha sufrido más que todas las capitales europeas durante todos los años de la guerra. ¡La propia ciudad se ha convertido en campo de batalla!

Cuando, fatigados, mojados, sucios, atontados y contentos, nos arrastramos desde el Clínico hasta la segunda línea, llegó alguien corriendo y nos dijo que en el sector contiguo, en el parque del Oeste, había sido muerto Durruti.

A primera hora de la mañana, aún le había visto en el rellano de la escalera del Ministerio de la Guerra. Le invité a que me acompañara al asalto del Santa Cristina. Meneó negativamente la cabeza, me dijo que iba a preparar su propio sector y, ante todo, a poner a cubierto de la lluvia a parte de sus combatientes.

Le dije, en son de broma:

—¿Acaso son de azúcar?

Él me respondió sombrío:

—Sí, son de azúcar. Se deshacen en el agua. Dos se convierten en uno. Aquí, en Madrid, se estropean.

Han sido las últimas palabras que le he oído. Durruti estaba de mal humor.

Una bala perdida o, quizá alevosamente dirigida, le ha herido mortalmente cuando sal/a Durruti del automóvil, ante el edificio de su puesto de mando.

¡Qué pena, Durruti! Pese a sus errores y extravíos anarquistas, era, sin duda alguna, uno de los hombres más brillantes de Cataluña y de todo el movimiento obrero español. Había venido a defender Madrid con unos pensamientos muy distintos de los que tenía ante Zaragoza.

¡Qué pena, Durruti!

En nombre del Partido Comunista, José Díaz ha dirigido una carta de condolencia a García Oliver.

La niebla y el barro han puesto sordina a la lucha. Ambas partes se tirotean indolentemente. En Carabanchel, algunos tramos de la primera línea se encuentran a unos treinta pasos como máximo de la línea enemiga. A la hora gris del anochecer, los enemigos se llaman unos a otros:

—¡Eh, bandidos! ¡Germanófilos!

Silencio. Luego, la respuesta:

—¡Abajo al bolchevismo!...

Estoy todo el día en pie, yendo de un lugar a otro, y no puedo acudir a todas partes. Además, la vida se ha constreñido. Se amontonan formando un gran primer plano, desplazando a segundo término todo lo del mundo, las posiciones fascistas, dispuestas en elipse. En el interior de nuestro baluarte, hay sectores; en ellos, barricadas, en cada una de las barricadas, tantos cañones, tantas ametralladoras, tantos hombres. Entre estos sectores, corriendo de uno a otro, los días pasan como un instante. En cierto modo, muchas cosas quedan totalmente apartadas en la lejanía, se han hecho abstractas, desconectas. Hacia alguna lejana parte se han ido, y parecen irreales, las combinaciones gubernamentales, las complejidades y sutilezas de los estados. No hay historia ni literatura ni geografía, excepción hecha del plano de Madrid; de todo el globo terráqueo, se mantiene presente tan sólo Moscú, sobre todo la carretera de Leningrado, la calle de Pravda, el cuarto piso... En el propio Madrid, la gente viva se divide, en primer lugar, en ilesos y heridos. Los ilesos se dividen en militares y civiles. Son civiles todos aquellos que no llevan armas encima (esto es así, porque tanto en las barricadas como en las columnas como en los Estados Mayores son muchos los milicianos y jefes que van vestidos como sea, sin prenda alguna de uniforme militar). Tres semanas atrás, Madrid era todavía una ciudad capitalicia compleja, normal, grande; se daban en ella gran número de facetas de categorías y formaciones, de tipos humanos, de clases. Desde luego, todo esto sigue existiendo, pero o bien se ha trasladado a Valencia o permanece, por ahora, oculto, escondido, al acecho. Todo respira y late al mismo ritmo que la vibración de este anillo oval de fuego, todo espera de hora en hora, de minuto en minuto, a ver cómo se dobla el anillo, a ver si se rompe, si se endereza o si, por el contrario, se convierte en nudo corredizo y estrangula, con fuego, al Madrid antifascista.

Miguel Martínez pasa breves momentos en el comisariado y en el Estado Mayor, momentos que alterna con su trabajo político en los sectores. Son pocos los nuevos comisarios que han llegado; a los nuevos los destinan, sobre todo, a las unidades de reserva. Los «viejos», los que llevan haciendo de comisario quince o veinte días, eligen a los hombres apropiados y los dirigen al comisariado. En este duro período, los comisarios sólo han podido distinguirse por su optimismo y su valentía —quienes los poseían—. Los demás se han eclipsado, han pasado a desempeñar papeles secundarios, sobre cuestiones relativas a los servicios, en dependencia de los jefes de las columnas y sectores, se han convertido en intendentes, en gestores para obtener pertrechos de combate y ropa.

Un mal comisario es un espectáculo deprimente, lamentable. Mejor es que no haya comisario, es necesario retirarlo enseguida. El buen comisario combativo ha justificado aquí, una vez más, su designación.



22 de noviembre


Otra vez lluvia y barro. Sin embargo, la lucha ha continuado durante todo el día. Los fascistas han intentado quitarnos el edificio del hospital Clínico. No lo han conseguido. Ahora, sólo una lengua larga y estrecha une a las unidades fascistas con la parte interior de la Ciudad Universitaria.

Las unidades republicanas han conquistado las ardientes ruinas de la Casa de Velázquez. En el piso superior han encontrado a algunos camaradas suyos muertos. Antes de fusilarlos, los fascistas, los desnudaron por completo.

Ha mejorado algo nuestra artillería. En el rascacielos de la telefónica ha establecido un punto de observación. Ha descubierto en la Casa de Campo una batería enemiga que disparaba contra la infantería republicana. Al instante, por teléfono, el fuego de la artillería madrileña ha sido dirigido contra dicha batería; un cañón ha sido destrozado en seguida; el otro ha enmudecido. Los milicianos, aprovechando este éxito, se han lanzado adelante y han ocupado un nuevo sector del parque.

También en el día de hoy los artilleros han descubierto una gran columna de facciosos, unos mil quinientos hombres, que se estaba secando al sol entre chaparrón y chaparrón. De nuevo el oportuno fuego de artillería ha caído en el centro mismo de la columna causándole grave quebranto.

Al anochecer, cuando el tiroteo cede un poco, cuando después del combate los hombres, envueltos en sus húmedas mantas, descansan junto a las mezquinas hogueras, se animan los invisibles espacios de las radios españolas.

«Con céfiro nocturno fluye el éter.» Por el éter, desde las orillas del Guadalquivir, desde Sevilla, a las nueve y media de la noche, corren las soeces agudezas de cuartel y las amenazadoras blasfemias del general Queipo de Llano, borrachín y narcómano, sadista y obsceno.

A las diez menos cuarto, radio Salamanca comienza la transmisión cifrada para la clandestinidad fascista de Madrid. Las emisoras de la capital ahogan esta transmisión, las milicias y los comités de las casas pasan la ronda por las viviendas, hacen registros procurando hallar con las manos en la masa a los radioyentes, mejor dicho, a los escuchas de la «quinta columna».

A las diez de la noche, la «Unión-Radio» transmite los partes de guerra y las novedades políticas. Por lo general a esa misma hora algún comisario o algún diputado pronuncia un discurso.

Después de las diez, empiezan a competir entre sí los transmisores de Tetuán, de Tenerife y del «Radio-Club» de Lisboa.

Tetuán transmite aullidos y danzas con redoble de tambores. En lengua árabe se explica con mucha grandilocuencia que Goering-pachá ha entregado a Franco-pachá selam aleikum del cheik Hitler, que el coronel Mahomet ibn Ornar fue invitado, ayer, a la mesa de Valera-pachá y que todos los fieles deben tener en mucha estima este gran honor.

Tenerife sirve a sus oyentes un baturrillo de las más delirantes noticias. Hasta los fascistas consideran que esa estación no tiene desperdicio.

Por Tenerife es posible enterarse de que Roosevelt ha fracasado en las elecciones presidenciales. Que el embajador británico ha sido despedazado por la milicia republicana en las calles de Cartagena, y hasta que la Falange Española, al entrar en Madrid, ha organizado la distribución de leche a los niños, a quienes los republicanos mataban de hambre.

El «Radio-Club» portugués, por lo común intenta hacer un análisis profundo y emotivo de la situación militar, política e internacional.

Por ejemplo:

«La demora en la operación de Madrid no es ni mucho menos una demora, sino una pausa que permite a las tropas nacionales preparar todos los recursos efectivos para el ataque, y al enemigo, reorganizar sus recursos de defensa.»

O bien:

«Los líderes marxistas no desisten de su propósito y porfían en su intento de defender a Madrid en Madrid.»

El comentarista militar del «Radio-Club» no está de acuerdo en lo más mínimo con esta táctica. A su juicio, los defensores de Madrid deberían abandonar la ciudad y pelear con el ejército fascista en algún otro punto, según acuerdo previo.

Después de lamentar semejante terquedad de los «líderes madrileños», el informante llega al reconocimiento de la inevitabilidad de un hecho:

«Es perfectamente lógico que defiendan la capital. A fin de cuentas, éste es su deber.»

Lo mejor es la conclusión final del teórico lisboeta:

«Madrid todavía no se rinde. El arte militar es un arte muy peligroso y difícil. De ello nos convencemos ahora con especial claridad y precisión.»

La emisora de Burgos empieza a trabajar más tarde que las demás. Es el órgano del regente supremo y por esto se reviste de gravedad y seriedad:


«El Japón y Alemania ya han abandonado la Sociedad de Naciones. Italia mantiene con ella las relaciones más superficiales. Éstas son las tres potencias fascistas que han comenzado la sacrosanta lucha contra el comunismo. No hay duda alguna: el primer país que más sufrirá a causa de ello será Gran Bretaña. ¡Qué va a quedar de este inmenso Estado colonial si el Japón afirma su superioridad en Asia, e Italia en el mar Mediterráneo!»


El representante de Franco en el éter propone a Inglaterra no hacerse rogar y unirse, mientras no sea tarde, al cohesionado bloque Berlín-Tokio-Roma-Burgos. ¡Pobre Inglaterra, hasta dónde has llegado, y quién te amenaza!

En esta emisión, desde el cuatro de noviembre se ha introducido una sección especial: «Últimas horas de Madrid.» Se ha comunicado cuál será el orden con que se efectuará el desfile fascista ante el Ministerio de la Guerra, se han citado los nombres de los directores de las bandas militares que participarán en el desfile, se han delimitado los distritos en que actuarán los destacamentos de castigo de la «Falange Española», se ha expuesto el plan para el traslado de las instituciones de Burgos a los edificios de Madrid.

Después de quince días, la sección ha cambiado de nombre. Ahora ya no se llama «Últimas horas», sino «Últimos días de Madrid». El locutor declara: «El Jefe del Estado, excelentísimo señor general Franco, ha indicado que la inminente torna de El Escorial y de su monasterio de San Lorenzo, principal centro histórico y religioso de España, equivaldrá a la conquista de la capital. Por lo que respecta a Madrid, el general Franco no considera justo apoderarse de la ciudad a sangre y fuego y evitará en esta operación el innecesario derramamiento de sangre.»

Es agradable escuchar los buenos discursos. Sobre todo cuando al mismo tiempo los trimotores del orador arrojan bombas explosivas e incendiarias sobre las casas y los hospitales de la capital.



23 de noviembre


Por la mañana ha muerto el capitán Antonio.

Ha estado delirando hasta las últimas horas de su vida: subía al caza, atacaba los aparatos de bombardeo fascistas, daba órdenes. Un cuarto de hora antes de la muerte, de súbito, ha recobrado el conocimiento.

Ha preguntado qué hora era y cómo luchaba su escuadrilla. Recibida la contestación, ha sonreído.

—Qué feliz soy de haber conducido, por lo menos antes de la muerte, a mis muchachos al combate... ¡Son mis discípulos, mi semilla, mi sangre!

Ahora ya no combate. Grande, tranquilo, yace sin movimiento, con una flor en la almohada.

primero lo han llevado abajo, al garaje convertido en depósito de cadáveres, donde también estuvo el tanquista Simón. Luego le hemos trasladado a un cementerio, en la parte oriental de la ciudad. Hermoso cementerio. Aquí traen gente sin cesar. Ahora es poco menos que el único. El cementerio donde enterrábamos antes a los aviadores de la escuadrilla internacional, en el extremo de Carabanchel, ya está en manos de los fascistas.

Sólo cinco personas acompañan el ataúd de Antonio, entre ellas el médico y la hermana de la caridad que lo han estado cuidando. Los «chatos» no han podido acudir a despedirse de su jefe. El día es claro, combaten. Precisamente estando nosotros en el cementerio han volado por encima de él altos, muy altos; la audaz bandada se lanza una y otra vez a nuevos combates.

En este cementerio no entierran los ataúdes, los colocan en nichos de cemento, dispuestos en dos pisos.

Hemos mirado una vez más a Antonio.

El celador del camposanto ha comprobado el documento del hospital, ha colocado la tapa del féretro y lo ha cerrado. Extraña costumbre la de España: cierran el ataúd con llave.

—¿Quién es, aquí, el pariente más próximo? —pregunta el celador.

—Yo soy el pariente más próximo —contesto.

Me ha tendido una llavecita de hierro atada a una cinta negra. Hemos levantado el ataúd hasta el nivel de los hombros y lo hemos colocado en la hilera superior de nichos. Nos hemos quedado mirando cómo un albañil, manejando hábilmente la llana, tapiaba el hueco.

—¿Qué inscripción se ha de poner? —pregunta el celador.

—Ninguna —he respondido—. Por de pronto, yacerá aquí sin inscripción. De él escribirán donde hace falta.



24 de noviembre


A eso de las dos de la madrugada, la silenciosa oscuridad ha sido rota por un tiroteo furioso, por el tronar de los cañones, por serpientes de fuego en el cielo —huellas de las balas trazadoras– como si todo se produjera en el mismísimo centro de la ciudad. Al comprobarse lo que sucedía, se ha visto que, en efecto, se trataba de un ataque y de un intento nocturno de abrir brecha, pero por ahora seguimos en las líneas anteriores.

De noche, el combate parece que se está librando al pie de la ventana; de día, el tiroteo, de todos modos queda ahogado por el ruido de Madrid.

Los fascistas han emprendido un ataque desde la parte meridional de la ciudad y otro desde la parte suroeste. El golpe ha sido cuidadosamente preparado. La infantería, precedida de los tanques, se ha lanzado al ataque con granadas de mano, con bengalas luminosas.

El ataque ha sido rechazado después de dos horas de lucha. Los atacantes han sufrido grandes pérdidas.

En las ropas de los cadáveres marroquíes se han encontrado billetes de banco alemanes de cien mil marcos, impresos en el año 1923. El valor real de tales billetes de «cien mil» era, en aquel entonces, el de una caja de cerillas. ¡Qué gente más ahorrativa, los alemanes! ¡Han conservado en algún depósito montañas de esta basura de papel para utilizarlo cínicamente treinta años más tarde y pagar con él a los asesinos mercenarios, a los desgraciados, ignorantes y engañados moros!

Durante el contraataque ha sido capturado un tanque fascista. Otros tres tanques fascistas han quedado inmovilizados entre las líneas de combate.

El tercer golpe lo ha dirigido el enemigo contra la Ciudad Universitaria. Por la estrecha franja con que cruza, aquí, el dispositivo republicano, ha acercado sus unidades y ha intentado abrirse paso hacia la parte central de la ciudad. Este ataque lo ha rechazado por completo la XII (II) Brigada Internacional.


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