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Narrativa Breve
  • Текст добавлен: 24 сентября 2016, 06:27

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Автор книги: Leon Tolstoi



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Y volvió a escuchar con atención tan reconcentrada que ni siquiera el dolor le distrajo.

—¿Vivir? ¿Cómo vivir? – preguntó la voz del alma.

—Sí, vivir como vivía antes: bien y agradablemente.

—¿Como vivías antes? ¿Bien y agradablemente? – preguntó la voz. y él empezó a repasar en su magín los mejores momentos de su vida agradable. Pero, cosa rara, ninguno de esos mejores momentos de su vida agradable le parecían ahora lo que le habían parecido entonces;

ninguno de ellos, salvo los primeros recuerdos de su infancia. Allí, en su infancia, había habido algo realmente agradable, algo con lo que sería posible vivir si pudiese volver. Pero el niño que había conocido ese agrado ya no existía; era como un recuerdo de otra persona.

Tan pronto como empezó la época que había resultado en el Ivan Ilich actual, todo lo que entonces había parecido alborozo se derretía ahora ante sus ojos y se trocaba en algo trivial y a menudo mezquino.

y cuanto más se alejaba de la infancia y más se acercaba al presente, más triviales y dudosos eran esos alborozos. Aquello empezó con la Facultad de Derecho, donde aún había algo verdaderamente bueno: había alegría, amistad, esperanza. Pero en las clases avanzadas ya eran raros esos buenos momentos. Más tarde, cuando en el primer período de su carrera estaba al servicio del gobernador, también hubo momentos agradables: eran los recuerdos del amor por una mujer. Luego todo eso se tornó confuso y hubo menos de lo bueno, menos más adelante, y cuanto más adelante menos todavía.

Su casamiento… un suceso imprevisto y un desengaño, el mal olor de boca de su mujer, la sensualidad y la hipocresía. Y ese cargo mortífero y esas preocupaciones por el dinero… y así un año, y otro, y diez, y veinte, y siempre lo mismo. Y cuanto más duraba aquello, más mortífero era. «Era como si bajase una cuesta a paso regular mientras pensaba que la subía. Y así fue, en realidad. Iba subiendo en la opinión de los demás, mientras que la vida se me escapaba bajo los pies… Y ahora todo ha terminado, ¡Y a morir!»

«Y eso qué quiere decir? ¿A qué viene todo ello? No puede ser. No puede ser que la vida sea tan absurda y mezquina. Porque si efectivamente es tan absurda y mezquina, ¿por qué habré de morir, y morir con tanto sufrimiento? Hay algo que no está bien.»

«Quizá haya vivido como no debía —se le ocurrió de pronto—. ¿Pero cómo es posible, cuando lo hacía todo como era menester?»se contestó a sí mismo, y al momento apartó de sí, como algo totalmente imposible, esta única explicación de todos los enigmas de la vida y la muerte.

«Entonces qué quieres ahora? ¿Vivir? ¿Vivir cómo? ¿Vivir como vivías en los tribunales cuando el ujier del juzgado anunciaba: «jLlega el juez…» Llega el juez, llega el juez —se repetía a sí mismo—. Aquí está ya. ¡Pero si no soy culpable! – exclamó enojado—. ¿Por qué?» Y dejó de llorar, pero volviéndose de cara a la pared siguió haciéndose la misma y única pregunta: ¿Por qué, a qué viene todo este horror?

Pero por mucho que preguntaba no daba con la respuesta. Y cuando surgió en su mente, como a menudo acontecía, la noción de que todo eso le pasaba por no haber vivido como debiera, recordaba la rectitud de su vida y rechazaba esa peregrina idea.

10


Pasaron otros quince días. Ivan Ilich ya no se levantaba del sofá. No quería acostarse en la cama, sino en el sofá, con la cara vuelta casi siempre hacia la pared, sufriendo los mismos dolores incesantes y rumiando siempre, en su soledad, la misma cuestión irresoluble: «¿Qué es esto? ¿De veras que es la muerte?» Y la voz interior le respondía: «Sí, es verdad.» «¿Por qué estos padecimientos?» Y la voz respondía: «Pues porque sí.» Y más allá de esto, y salvo esto, no había otra cosa.

Desde el comienzo mismo de la enfermedad, desde que Ivan Ilich fue al médico por primera vez, su vida se había dividido en dos estados de ánimo contrarios y alternos: uno era la desesperación y la expectativa de la muerte espantosa e incomprensible; el otro era la esperanza y la observación agudamente interesada del funcionamiento de su cuerpo. Una de dos: ante sus ojos había sólo un riñón o un intestino que de momento se negaban a cumplir con su deber, o bien se presentaba la muerte horrenda e incomprensible de la que era imposible escapar.

Estos dos estados de ánimo habían alternado desde el comienzo mismo de la enfermedad;

pero a medida que ésta avanzaba se hacía más dudosa y fantástica la noción de que el riñón era la causa, y más real la de una muerte inminente.

Le bastaba recordar lo que había sido tres meses antes y lo que era ahora; le bastaba recordar la regularidad con que había estado bajando la cuesta para que se desvaneciera cualquier esperanza.

Últimamente, durante la soledad en que se hallaba, ¡ con la cara vuelta hacia el respaldo del sofá, esa soledad en medio de una ciudad populosa y de sus numerosos conocidos y familiares —soledad que no hubiera podido ser más completa en ninguna parte, ni en el fondo del mar ni en la tierra—, durante esa terrible soledad Ivan Ilich había vivido sólo en sus recuerdos del pasado. Uno tras otro, aparecían en su mente cuadros de su pasado.

Comenzaban siempre con lo más cercano en el tiempo y luego se remontaban a lo más lejano, a su infancia, y allí se detenían. Si se acordaba de las ciruelas pasas que le habían ofrecido ese día, su memoria le devolvía la imagen de la ciruela francesa de su niñez, cruda y acorchada, de su sabor peculiar y de la copiosa saliva cuando chupaba el hueso; y junto con el recuerdo de ese sabor surgían en serie otros recuerdos de ese tiempo: la niñera, el hermano, los juguetes. «No debo pensar en eso… Es demasiado penoso» – se decía Ivan Ilich; y de nuevo se desplazaba al presente: al botón en el respaldo del sofá y a las arrugas en el cuero de éste.

«Este cuero es caro y se echa a perder pronto. Hubo una disputa acerca de él. Pero hubo otro cuero y otra disputa cuando rompimos la cartera de mi padre y nos castigaron, y mamá nos trajo unos pasteles.» Y una vez más sus recuerdos se afincaban en la infancia, y una vez más aquello era penoso e Ivan Ilich procuraba alejarlo de sí y pensar en otra cosa.

Y de nuevo, junto con ese rosario de recuerdos, brotaba otra serie en su mente que se refería a cómo su enfermedad había progresado y empeorado. También en ello cuanto más lejos miraba hacia atrás, más vida había habido. Más vida y más de lo mejor que la vida ofrece. y una y otra cosa se fundían. «Al par que mis dolores iban empeorando, también iba empeorando mi vida» – pensaba. Sólo un punto brillante había allí atrás, al comienzo de su vida, pero luego todo fue ennegreciéndose y acelerándose cada vez más. «En razón inversa al cuadrado de la distancia de la muerte» – se decía. Y el ejemplo de una piedra que caía con velocidad creciente apareció en su conciencia. La vida, serie de crecientes sufrimientos, vuela cada vez más velozmente hacia su fin, que es el sufrimiento más horrible. «Estoy volando…»

Se estremeció, cambió de postura, quiso resistir, pero sabía que la resistencia era imposible; y otra vez, con ojos cansados de mirar, pero incapaces de no mirar lo que estaba delante de él, miró fijamente el respaldo del sofá y esperó —esperó esa caída espantosa, el choque y la destrucción. «La resistencia es imposible —se dijo—. ¡Pero si pudiera comprender por qué! Pero eso, también, es imposible. Se podría explicar si pudiera decir que no he vivido como debía.

Pero es imposible decirlo» – se declaró a sí mismo, recordando la licitud, corrección y decoro de toda su vida—. «Eso es absolutamente imposible de admitir —pensó, con una sonrisa irónica en los labios como si alguien pudiera verla y engañarse—. ¡No hay explicación! Sufrimiento, muerte… ¿Por qué?»

11


Así pasaron otros quince días, durante los cuales sucedió algo que Ivan Ilich y su mujer venían deseando: Petrischev hizo una petición de mano en debida forma. Ello ocurrió ya entrada una noche. Al día siguiente Praskovya Fyodorovna fue a ver a su marido, pensando en cuál sería el mejor modo de hacérselo saber, pero esa misma noche había habido otro cambio, un empeoramiento en el estado de éste. Praskovya Fyodorovna le halló en el sofá, pero en postura diferente. Yacía de espaldas, gimiendo y mirando fijamente delante de sí.

Praskovya Fyodorovna empezó a hablarle de las medicinas, pero él volvió los ojos hacia ella y esa mirada —dirigida exclusivamente a ellaexpresaba un rencor tan profundo que Praskovya Fyodorovna no acabó de decirle lo que a decirle había venido.

—¡Por los clavos de Cristo, déjame morir en paz! – dijo él.

Ella se dispuso a salir, pero en ese momento entró la hija y se acercó a dar los buenos días. Él miró a la hija igual que había mirado a la madre, y a las preguntas de aquélla por su salud contestó secamente que pronto que. darían libres de él. Las dos mujeres callaron, estuvieron sentadas un ratito y se fueron.

—¿Tenemos nosotras la culpa? – preguntó Liza a su madre—. ¡Es como si nos la echara! Lo siento por papá, ¿pero por qué nos atormentaa?

Llegó el médico a la hora de costumbre. Ivan Ilich contestaba «sí» y «no» sin apartar de él los ojos cargados de inquina, y al final dijo:

—Bien sabe usted que no puede hacer nada por mí; conque déjeme en paz.

—Podemos calmarle el dolor —respondió el médico. – Ni siquiera eso. Déjeme.

El médico salió a la sala y explicó a Praskovya Fyodorovna que la cosa iba mal y que el único recurso era el opio para disminuir los dolores, que debían de ser terribles.

Era cierto lo que decía el médico, que los dolores de Ivan Ilich debían de ser atroces; pero más atroces que los físicos eran los dolores morales, que eran su mayor tormento.

Esos dolores morales resultaban de que esa noche, contemplando el rostro soñoliento y bonachón de Gerasim, de pómulos salientes, se le ocurrió de pronto: «¿Y si toda mi vida, mi vida consciente, ha sido de hecho lo que no debía ser?»

Se le ocurrió ahora que lo que antes le parecía de todo punto imposible, a saber, que no había vivido su vida como la debía haber vivido, podía en fin de cuentas ser verdad. Se le ocurrió que sus. tentativas casi imperceptibles de bregar contra lo que la gente de alta posición social consideraba bueno —tentativas casi imperceptibles que había rechazado inmediatamentehubieran podido ser genuinas y las otras falsas. y que su carrera oficial, junto con su estilo de vida, su familia, sus intereses sociales y oficiales… todo eso podía haber sido fraudulento. Trataba de defender todo ello ante su conciencia. Y de pronto se dio cuenta de la debilidad de lo que defendía. No había nada que defender.

«Pero si es así —se dijo—, si salgo de la vida con la conciencia de haber destruido todo lo que me fue dado, y es imposible rectificarlo, ¿entonces qué?» Se volvió de espaldas y empezó de nuevo a pasar revista a toda su vida. Por la mañana, cuando había visto primero a su criado, luego a su mujer, más tarde a su hija y por último al médico, cada una de las palabras de ellos, cada uno de sus movimientos le confirmaron la horrible verdad que se le había revelado durante la noche. En esas palabras yesos movimientos se vio a sí mismo, vio todo aquello para lo que había vivido, y vio claramente que no debía haber sido así, que todo ello había sido una enorme y horrible superchería que le había ocultado la vida y la muerte. La conciencia de ello multiplicó por diez sus dolores físicos. Gemía y se agitaba, y tiraba de su ropa, que parecía sofocacle y oprimirle. Y por eso los odiaba a todos.

Le dieron una dosis grande de opio y perdió el conocimiento, pero a la hora de la comida los dolores comenzaron de nuevo. Expulsó a todos de allí y se volvía continuamente de un lado para otro…

Su mujer se acercó a él y le dijo:

—Jean, cariño, hazlo por mí (¿por mí?). No puede perjudicarte y con frecuencia sirve de ayuda. ¡Si no es nada! Hasta la gente que está bien de salud lo hace a menudo…

Él abrió los ojos de par en par. – ¿Qué? ¿Comulgar? ¿Para qué? ¡No es necesario! Pero por otra parte…

Ella rompió a llorar. – Sí, hazlo, querido. Mandaré por nuestro sacerdote. Es un hombre tan bueno…

—Muy bien. Estupendo —contestó, él.

Cuando llegó el sacerdote y le confesó, Ivan Ilich se calmó y le pareció sentir que se le aligeraban las dudas y con ello sus dolores, y durante un momento tuvo una punta de esperanza. Volvió a pensar en el apéndice y en la posibilidad de corregirlo. y comulgó con lágrimas en los ojos.

Cuando volvieron a acostarle después de la comunión tuvo un instante de alivio y de nuevo brotó la esperanza de vivir. Empezó a pensar en la operación que le habían propuesto.

«Vivir, quiero vivir» – se dijo. Su mujer vino a felicitarle por la comunión con las palabras habituales y agregó:

—¿Verdad que estás mejor? Él, sin mirarla, dijo «sí».

El vestido de ella, su talle, la expresión de su cara, el timbre de su voz… todo ello le revelaba lo mismo: «Esto no está como debiera. Todo lo que has vivido y sigues viviendo es mentira, engaño, ocultando de ti la vida y la muerte.» Y tan pronto como pensó de ese modo se dispararon de nuevo su rencor y sus dolores físicos, y con ellos la conciencia del fin próximo e ineludible. y a ello vino a agregarse algo nuevo: un dolor punzante, agudísimo, y una sensación de ahogo.

La expresión de su rostro cuando pronunció ese «sí» era horrible. Después de pronunciarlo, miró a su mujer fijamente, se volvió boca abajo con energía inusitada en su débil condición, y gritó:

—¡Vete de aquí, vete! ¡Déjame en paz!

12


A partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas. En el momento en que contestó a su mujer Ivan Ilich comprendió que estaba perdido, que no había retorno posible, que había llegado el fin, el fin de todo, y que sus dudas estaban sin resolver, seguían siendo dudas.

—¡Oh, oh, oh! – gritaba en varios tonos. Había empezado por gritar «¡No quiero!» y había continuado gritando con la letra O.

Esos tres días, durante los cuales el tiempo no existía para él, estuvo resistiendo en ese saco negro hacia el interior del cual le empujaba una fuerza invisible e irresistible. Resistía como resiste un condenado a muerte en manos del verdugo, sabiendo que no puede salvarse; y con cada minuto que pasaba sentía que, a despecho de j todos sus esfuerzos, se acercaba cada vez más a lo que tanto le aterraba. Tenía la sensación de que su tormento se debía a que le empujaban hacia ese agujero negro y, aún más, a que no podía entrar sin esfuerzo en él. La causa de no poder entrar de ese modo era el convencimiento de que su vida había sido buena.

Esa justificación de su vida le retenía, no le dejaba pasar adelante, y era el mayor tormento de todos.

De pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y el costado, haciéndole aún más difícil respirar; fue cayendo por el agujero y allá, en el fondo, había una luz. Lo que le ocurría era lo que suele ocurrir en un vagón de ferrocarril cuando piensa uno que va hacia atrás y en realidad va hacia delante, y de pronto se da cuenta de la verdadera dirección.

«Sí, no fue todo como debía ser —se dijo—, pero no importa. Puede serio. ¿Pero cómo debía ser?» – se preguntó y de improviso se calmó.

Esto sucedía al final del tercer día, un par de horas antes de su muerte. En ese momento su hijo, el colegial, había entrado calladamente y se había acercado a su padre. El moribundo seguía gritando desesperadamente y agitando los brazos. Su mano cayó sobre la cabeza del muchacho. Éste la cogió, la apretó contra su pecho y rompió a llorar.

En ese mismo momento Ivan Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría corregir aún. Se preguntó: «¿Cómo debe ser?» y calló, oído atento. Entonces notó que alguien le besaba la mano. Abrió los ojos y miró a su hijo. Tuvo lástima de él. Su mujer se le acercó. Le miraba con los ojos abiertos, con huellas de lágrimas en la nariz y las mejillas y un gesto de desesperación en el rostro. Tuvo lástima de ella también.

«Sí, los estoy atormentando a todos —pensó—. Les tengo lástima, pero será mejor para ellos cuando me muera.» Quería decirles eso, pero no tenía fuerza bastante para articular las palabras. «¿Pero, en fin de cuentas, para qué hablar? Lo que debo es hacer» – pensó. Con una mirada a su mujer apuntó a su hijo y dijo:

—Llévatelo… me da lástima… de ti también… – Quiso decir asimismo «perdóname», pero dijo «perdido», y sin fuerzas ya para corregirlo hizo un gesto de desdén con la mano, sabiendo que Aquél cuya comprensión era necesaria lo comprendería.

Y de pronto vio claro que lo que le había estado sujetando y no le soltaba le dejaba escapar sin más por ambos lados, por diez lados, por todos los lados. Les tenía lástima a todos, era menester hacer algo para no hacerles daño: liberarlos y liberarse de esos sufrimientos. «¡Qué hermoso y qué sencillo! – pensó—. ¿Y el dolor? – se preguntó—. ¿A dónde se ha ido? A ver, dolor, ¿dónde estás?»

Y prestó atención.

«Sí, aquí está. Bueno, ¿y qué? Que siga ahí.» «y la muerte… ¿dónde está?»

Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. «¿Dónde está? ¿Qué muerte?» No había temor alguno porque tampoco había muerte.

En lugar de la muerte había luz.

—¡Conque es eso! – dijo de pronto en voz alta—. ¡Qué alegría!

Para él todo esto ocurrió en un solo instante, y el significado de ese instante no se alteró.

Para los presentes la agonía continuó durante dos horas más. Algo borbollaba en su pecho, su cuerpo extenuado se crispó bruscamente, luego el borbolleo y el estertor se hicieron menos frecuentes.

—¡Éste es el fin! – dijo alguien a su lado.

Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. «Éste es el fin de la muerte» – se dijo—. «La muerte ya no existe.» Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió.

El Diablo



Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en el corazón.

Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor es que perezca uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la «gehnma».

Y si tu mano derecha te escandaliza, córtatela y arrójala de ti, porque mejor te es que uno de tus miembros perezca, que no que todo el cuerpo sea arrojado a la «gehnma».

I


A Evgueni Irténev le esperaba una espléndida carrera. Lo tenía todo para que así fuese. La excelente educación recibida en casa, los brillantes estudios en la Facultad de Derecho de la universidad de Petesburgo, las amistades que su padre, muerto hacía poco, había tenido en las esferas más altas de la sociedad, y hasta el comienzo de su servicio en el ministerio bajo la protección del ministro. Disponía también de bienes de fortuna, incluso de una gran fortuna, aunque esto resultaba dudoso. El padre, que había vivido en el extranjero y en Petesburgo, daba seis mil rublos anuales a cada uno de los hijos, a Evgueni y al primogénito, Andrei, oficial de caballería de la guardia, mientras que la madre y él derrochaban el dinero a manos llenas. Sólo durante el verano, por dos meses, iba a la finca, pero no se dedicaba a los asuntos de la hacienda, dejándolo todo en manos de un administrador circunstancial que tampoco se ocupaba de estos asuntos, pro en el que tenía absoluta confianza.

Después de la muerte del padre, cuando los hermanos quisieron repartir la herencia, resultó que había tantas deudas, que el apoderado llegó a aconsejarles que se quedasen con la finca de la abuela, valorada en cien mil rublos, y renunciasen al resto. Mas un terrateniente vecino, que había tenido tratos con el viejo Irténev, es decir, que poseía un pagaré con la firma de éste y había acudido a Petesburgo para hacerlo efectivo, dijo que, a pesar de las deudas, la cosa podría arreglarse y conservar una parte muy considerable de los bienes.

Bastaba vender el bosque y algunos terrenos baldíos, y conservar lo principal, Semeónovskoe, con sus cuatro mil desiatinas de tierras negras, la fábrica de azúcar y las doscientas desiatinas de prados; eso sí, sería preciso consagrarse por entero a esta obra, irse a vivir al campo y administra la hacienda con sensatez e inteligencia.

Y Evgueni, que aquella primavera (su padre había muerto en la cuaresma) había ido a la finca y pudo verlo todo, decidió presentar la dimisión, irse a vivir al campo con su made y dedicarse a este trabajo al objeto de conservar lo principal. Con su hermano, con quien no se llevaba muy bien, hizo lo siguiente: se comprometió a entregarle cuatro mil rublos anuales, o una suma de ochenta mil, a cambio de lo cual el otro renunciaba a su parte de la herencia.

Así lo hizo, y, una vez se hubo trasladado con su madre aquel caserón, se consagró, con calor y al mismo tiempo con cautela, a los asuntos de la finca.

De ordinario se piensa que los conservadores más vulgares son los viejos y que los innovadores son jóvenes. Esto no es muy justo. Los conservadores más vulgares son los jóvenes. Los jóvenes que quieren vivir, pero que no piensan ni tiene tiempo para pensar en cómo hay que vivir, y que por eso toman como modelo lo que han encontrado.

Así le ocurrió a Evgueni. Cuando se vio en el campo, su sueño y su ideal se cifraban en resucitar la forma de vida que había conocido con su abuelo, y no con su padre, que era un mal administrador. Y ahora, tanto en la casa como en el jardín y en la hacienda, trató de hacer resurgir, con los cambios propios del tiempo, se entiende, el espíritu general de la vida del abuelo: todo a lo grande, abundancia, orden y buena organización. Mas, para alcanzar esta vida, hacía falta trabajar de firme: había que dar satisfacción a los acreedores y a los bancos, y para vender parte de la tierra y conseguir una demora en los pagos era necesario conseguir dinero, a fin de seguir la explotación, parte en arriendo y parte con braceros, de la enorme hacienda de Semiónovskoe, con sus cuatro mil desiatinas de tierra de labor y su fábrica de azúcar; también hacía falta mantener en buen estado, sin señales de abandono y decadencia, la casa y el jardín.

El trabajo era mucho, pero a Evgueni no le faltaban las energías, tanto físicas como espirituales. Tenía veintiséis años, era de estatura mediana, de vigorosa complexión, con los músculos desarrollados por la gimnasia, sanguíneo, de mejillas muy coloradas, con fuertes dientes y labios y un cabello poco espeso, suave y rizado. Su único defecto físico era la miopía, que él mismo se había producido con el empeño de usar gafas, ya hora ya no podía prescindir de los lentes, que empezaban a marcar su huella en el caballete de la nariz. Tal era físicamente. En el aspecto moral, cuanto más se le conocía, más cariño se le tomaba. Siempre había sido el preferido de la madre, y ésta, después de la muerte del marido, había concentrado en él no sólo su afecto, sino su vida entera. Y no era sólo la made. Sus compañeros del gimnasio y la universidad siempre le tuvieron particular afecto y respeto.

Idéntica impresión producía en todos. Era imposible no creer lo que decía. Era imposible supone el engaño, la mentira en aquella cara abierta y honrada y, principalmente, en aquellos ojos.

En general, su personalidad le ayudaba mucho en los negocios. El acreedor que se hubiese negado a las peticiones de otro, creía sus palabras. El empleado de la oficina o el mujik que a otro habrían jugado una mala pasada o le habrían engañado, no lo hacían bajo la agradable impresión de aquel hombre bueno, sencillo y, sobre todo, franco.

Era a fines de mayo. Mal que bien, Evgueni arregló en la cuidad el asunto de la exención de impuestos de los baldíos a fin de proceder a venderlos a un mercader y tomar de este mismo un préstamo para renovar el ganado de labor y los aperos. Y, en primer término, para iniciar la necesaria construcción de la alquería. La empresa parecía ponerse en marcha. Traían madera, los carpinteros estaban trabajando y habían sido llevadas al campo ochenta cargas de estiércol, pero de momento todo pendía de un hilo.

II


En plenos trabajos se presentó una circunstancia que, aunque no grave, no cesaba de atormentar a Evgueni. Hasta entonces había vivido como todos los hombre jóvenes, sanos y solteros; es decir, había tenido relación con distintas mujeres. No rea un libertino, pero tampoco era, como él mismo decía, un fraile. Y se entregaba a ello sólo en la medida en que resultaba imprescindible para su salud y su libertad intelectual, según él afirmaba. Esto había empezado a los dieciséis años. Y desde entonces todo había marchado felizmente, en el sentido de que no se había entregado a la depravación, no se había apasionado ni una sola vez y nunca había estado enfermo. En un principio, en Petesburgo, había tenido una costurera;

luego ésta perdió sus encantos y él se las arregló de otro modo. Esta cuestión estaba tan asegurada, que no le producía inquietudes.

Pero he aquí que llevaba en el campo ya más de un mes y no sabía en absoluto qué hacer.

La abstinencia forzosa empezaba a repercutir en él desfavorablemente. ¿Es que tendría que ir a la ciudad para esto? ¿Y dónde? ¿Cómo? Eso era lo único que preocupaba a Evgueni Irténev, y como estaba seguro de que le era necesario, se le hizo realmente necesario, y sentía que no se veía libre de ello y que, contra su voluntad, los ojos se le iban tras cualquier mujer joven.

Consideraba algo indigno entenderse en su misma aldea con una casada o una moza.

Había oído contar que lo mismo su padre que su abuelo habían portado en este sentido de manera muy diferente a como la generalidad de los propietarios de aquel tiempo, y nunca se permitieron libertad alguna con sus siervas; decidió, pues, que no lo haría. Pero luego, sintiéndose cada vez más atado e imaginándose con terror lo que podía ocurrirle en una ciudad de mala muerte, considerando además que ya no se trataba de siervas, llegó a la conclusión de que también en su aldea era posible. Lo único que debía procurar era que no lo supiera nadie; lo haría, no por espíritu de libertinaje, sino para conservar la salud, según se decía. Y cuando lo hubo decidido se sintió aún más inquieto; al hablar con los muijks o con el carpintero, sin darse cuenta, sacaba la conversación sobre mujeres, y si la conversación versaba sobre mujeres, la mantenía de buen grado. Cada vez se le iban más los ojos tras ellas.

III


Pero decidir el asunto en su fuero interno era una cosa y ejecutarlo era otra. Acercarse él mismo a una mujer resultaba imposible. ¿A cuál? ¿Dónde? Tenía que buscar un intermediario, pero ¿a quién recurrir?

En una ocasión llegó a beber agua en la casa de su guara forestal. Éste era un antiguo ojeador de su padre. Evgueni Irténev trabó conversación con él y el guarda le contó viejas historias de juergas corridas en las cacerías. A Evgueni Irténev se le ocurrió que resultaría bien organizar el asunto allí, en la casa del guarda o en el bosque. Lo único que no sabía era cómo hacerlo y si el viejo Danila lo aceptaría. «Se puede escandalizar, y yo quedaría cubierto de vergüenza, pero es muy posible que acepte.» Así pensaba, escuchando lo que Danila lecontaba. Éste le habó de cómo se encontraban en un campo alejado, de la mujer del diácono, y de cómo él la había llevado a Priánichnikov.

«Se lo puedo decir», pensó Evgueni.

.Su padre, que en gloria esté, no hacía esas estupideces.

«No, no es posible», pensó Evgueni, mas, para tantear el terreno, dijo:

.¿Y cómo te ocupabas tú de unos asuntos tan feos?

.¿Qué tiene eso de malo? Ella quedó contenta y mi Fiódor Zajárich satisfechísimo. Me dio un rublo. ¿Qué iba a hacer él? También era persona. Le gustaba el vino.

«Sí, se lo puedo decir», pensó Evgueni, e inmediatamente puso manos a la obra.

.¿Sabes, Danila? –dijo sintiendo que se ponía todo colorado. –Yo no puedo más.

Danila sonrió.

.Después de todo, no soy fraile; estoy acostumbrado.

Advirtió que todo cuanto decía era estúpido, pero se alegró porque Danila se manifestó conforme.

.Podría habérmelo dicho antes; eso se puede arreglar –asintió. –Lo único que tiene que decirme es cuál prefiere.

.Eso me es lo mismo. Claro, como se comprende, que no sea fea ni esté enferma.

.Entiendo –picó Danila, que se quedó pensando. –Hay una buena –empezó; y Evgueni enrojeció de nuevo. –Muy buena. Verá, este otoño la vieron –y Danila bajó la voz hasta convertirla en un susurro, .y él no puede hacer nada. A un ojeador es algo que le cuesta muy poco.

Evgueni incluso arrugó la frente de vergüenza.

.No, no –dijo. –No es eso lo que busco. Al contrario .¿qué podría ser lo contrario? –al contrario, lo único que yo necesito es que no padezca enfermedades; no quiero líos: la mujer de un soldado o algo por el estilo…

.Comprendo. Quiere decirse que la que le conviene es la Stepanida. Su marido está en la ciudad, lo mismo que si fuese un soldado. Y la mujer está bien, es limpia. Quedará contento.

Le hablaré…

.¿Cuándo podría ser?

.Mañana mismo. Tengo que ir a comprar tabaco y me acercaré a verla. Usted venga a la hora de la comida, o vaya al baño, al otro lado del huerto. No habrá nadie. Además, a la hora e la comida todos se quedan en casa a dormir la siesta.

.Está bien.

En el camino de vuelta, una extraña agitación se apoderó de Evgueni. ¿Cómo resultará?

¿Cómo será la tal campesina? Puede ser una mujer fea, espantosa. Pero no, suelen ser bonitas –se decía, recordando a las que había mirado de reojo. .¿Qué voy a decir, qué haré?

Estuvo inquieto la jornada entera; al día siguiente, a la doce, se acercó a la casa del guarda. Danila le esperaba en la puerta y con un gesto significativo le señaló hacia el bosque.

Evgueni sintió que la sangre le afluía al corazón y se dirigió al huerto. No había nadie. Se llegó al baño, tampoco; echó un vistazo dentro, salió y en eso oyó el ruido de una rama que se partía. Miró alrededor: ella se encontraba entre los árboles, al otro lado del barranco. Se lanzó en esa dirección. En el barranco había muchas ortigas, de las que él no se había dado cuenta.

Procurando evitarlas, perdiendo los lentes, que se le escaparon de la nariz, subió a la parte opuesta del barranco. Con una blusa blanca, bordada, una falda de color rojo oscuro y un pañuelo de un rojo vivo, descalza, lozana, firme y hermosa, le sonreía tímidamente.


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