Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Toda la yeguada guardó silencio.
X
Al volver al día siguiente a la casa, el ganado se encontró al dueño con un extraño.
La vieja Juldiba se les acercó y les dirigió una mirada investigadora. Uno de ellos era joven todavía, el propietario. El otro era un antiguo militar, de rostro congestionado.
La yegua pasó por delante de ellos tranquilamente, pero las yeguas jóvenes se conmovieron y admiraron cuando su dueño se colocó entre ellas y le indicó algo a su amigo.
–Esa yegua tordilla se la compré a Vageikof –le dijo.
–Y aquella cuatralba, ¿de dónde procede? Es muy bonita.
–Aquella es la de la raza de Krienovo –repuso el dueño.
Pero no se podía examinar bien a los caballos de aquel modo, así que llamaron a Néstor y el viejo, montado sobre el pío, se acercó apresuradamente con el sombrero en la mano. El pobre animal, a pesar de su cojera, hizo lo posible para marchar tan de prisa como se lo permitían sus patas llenas de heridas y hasta intentó tomar el galope para testimoniar su buena juventud.
–No hay yegua mejor que ésa en toda Rusia –dijo el dueño, mostrando una de las yeguas jóvenes.
El desconocido la admiró, por cortesía. Parecía estar profundamente aburrido, pero fingió que le interesaba la yegua.
Si, efectivamente –contestó con voz distraída. Al cabo de cierto tiempo, y después de haber visto una porción de caballos, no pudo resistir más y dijo:
–¿Vámonos?
–Como quieras –replicó el dueño, y ambos se alejaron en dirección a la puerta.
El desconocido, contento de verse libre y ante la idea de sentarse pronto a la mesa para comer, beber y fumar, se animó visiblemente.
Al pasar por delante de Néstor, que permanecía en pie y en actitud de esperar órdenes, apoyó su gruesa mano en las ancas del caballo pío, y dijo:
–¡Qué casualidad! He tenido un caballo parecido a éste. Te he hablado de él en otra ocasión, ¿te acuerdas?
El dueño, viendo que su amigo no ponía atención en sus caballos, no se cuidó de lo que éste le decía y consintió andando y siguiendo con la vista a sus yeguas.
De pronto oyó un relincho débil y trémulo. Era el viejo pío, que había empezado a relinchar, pero se contuvo en seguida, asustado de su temeridad.
El viejo Kolstomier había reconocido en el viejo militar a su querido amo, el húsar.
XI
Caía desde la mañana una lluvia fina y fría, pero en casa del propietario no se preocupaban de ello.
En derredor de una mesa bien servida se hallaban reunidos el propietario, su mujer y el viejo militar.
La mujer, que estaba esperando un niño, se mantenía erguida y tiesa, pero su vientre se notaba ya claramente. Hacía con gracia los honores de la mesa, mientras el propietario abría una caja de cigarros, con fecha de diez años. Según él, nadie los tenía iguales.
El propietario era un arrogante mozo de veinticinco años, elegante y vestido a la moda por un sastre de Londres. Algunas alhajas adornaban la cadena de su reloj y hermosos botones de turquesa los puños de su camisa. Tenía la barba cortada a lo Napoleón III y llevaba las puntas de su bigote retorcidas hacia arriba.
La mujer llevaba puesto un traje de muselina de seda de grandes ramos. Adornaba su cabeza con gruesos pasadores de oro, y sus brazos con hermosas pulseras. El centro de mesa y los cubiertos eran de plata, y todo el servicio de porcelana de Sèvres.
El mozo del comedor, con traje negro y chaleco azul, permanecía derecho como un huso ante la puerta.
Los muebles y las colgaduras denotaban riquezas. Todo era bello, pero faltaban el gusto y la elegancia.
El dueño, deportista encarnizado, era uno de esos hombres a quienes se les ve en todas partes, lo mismo en las carreras que en el teatro. Uno de esos que arrojan magníficos ramos a las actrices. Su amigo Nikita Serpukovsky tenía ya cuarenta años. Era alto, robusto, calvo, y llevaba barba y largo bigote.
En otro tiempo debió haber sido muy guapo. Actualmente era pasable, moral y físicamente.
Sus deudas eran tan considerable, que, para no verse reducido a prisión, había tenido que solicitar del gobierno un empleo en una ganadería de la Corona.
Todo cuanto llevaba puesto tenía un sello particular de elegancia que demostraba su origen distinguido.
En su juventud se había comido una fortuna de un millón de rublos y había contraído deudas que ascendían a ciento veinte mil. Aquel pasado inspiraba tanto respeto a sus abastecedores, que le concedieron un crédito ilimitado.
Habían transcurrido diez años. Su prestigio disminuía y Nikita empezaba a encontrar muy triste la vida. Tomó la costumbre de embriagarse, cosa que no le había sucedido nunca en otro tiempo. Sin embargo, no se le podía acusar de que empezara entonces a beber, puesto que había bebido ya desde su edad más tierna. Su seguridad de otro tiempo iba desapareciendo. Su mirada se hacia vaga. Sus movimientos comenzaban a ser indecisos.
Semejante situación resultaba enojosa para quien había estado acostumbrado a hacerse obedecer y admirar por todo el mundo.
El propietario y su mujer, que lo conocían desde hacia largo tiempo, lo miraban compasivamente, se cambiaban signos de inteligencia y procuraban hacer lo necesario para que se sintiese a gusto.
La felicidad y la fortuna de su amigo humillaban al pobre Nikita y le recordaban su pasado, que desgraciadamente no volvería ya. Procuraba, no obstante, vencer la preocupación que se apoderaba de él.
–¿No le molesta el cigarro, María? dijo, dirigiéndose a la dueña de la casa.
No tenía la menor intención de molestarla. Al contrario, en su actual posición, más bien trataba de congraciarse con ella.
Tomó un cigarro.
El dueño de la casa le ofreció un puñado de los suyos con aire contrariado.
–Tómalos: son excelentes –le dijo.
Nikita rechazó los cigarros con la mano, algo humillado, diciendo:
–Gracias.
Y abrió su petaca.
–Prueba los míos, te lo ruego.
La joven tenía más delicadeza que el propietario. Trató de cambiar de conversación y se puso a hablar con volubilidad.
–Me gustan mucho los cigarros, pero no fumo aunque vea fumar a mi lado –dijo con amable sonrisa.
Otra sonrisa de Nikita fue su contestación.
–No insistió el propietario, que no se daba cuenta de nada, tómalos, tengo otros, pero no son tan buenos. Ahora que, si prefieres los grandes, puedes quedártelos todos.
Y luego, dirigiéndose a su criado, le dijo en alemán:
–Fritz, bringen. Sie bitte noch einen Kasten.
Se consideraba feliz dándose tono delante de cualquiera. No comprendía hasta qué punto humillaba al pobre Nikita, que encendió un cigarro y procuró darle nuevo giro a la conversación.
–¿Cuánto te ha costado Atlasnii? –le preguntó.
–Muy caro –repuso–; no menos de cinco mil rublos, pero estoy satisfecho. ¡Si vieras qué vástagos!
–¿Corren bien?
–¿Que si corren …? Han ganado los tres primeros premios: uno en Tula, otro en Moscú y el tercero en San Petersburgo, y eso que tenían por rivales los caballos de Vageikof.
–Para mi gusto, está un poco gordo tu Atlasnii –replicó Nikita.
–¡Y las yeguas! Son finísimas. Ya las verás mañana. Tengo dos que son soberbias.
Y empezó a enumerar sus riquezas.
Su mujer comprendió que aquella conversación mortificaba a Nikita, y para cortar por lo sano dijo:
–¿Queréis tomar una taza de té?
–No, gracias –contestó el dueño, y continuó su conversación con Nikita.
Viendo que no había medio alguno de hacerle cambiar de tema, la mujer se levantó.
Entonces, el dueño de la casa la cogió en sus brazos y la abrazó con ternura.
Nikita sonrió. Pero cuando ambos desaparecieron detrás de la cortina, la expresión de su rostro se alteró profundamente: se volvió triste, dolorosa y hasta se dibujó en ella una sombra de irritación.
XII
El dueño de la casa volvió y se sentó, sonriendo, frente a Nikita. Ambos guardaron silencio.
Aquél se preguntaba de qué podría vanagloriarse aún delante del pobre Nikita, que procuraba aparentar no ser tan desgraciado como se le creía. Pero a uno y a otro les costaba trabajo hallar nuevo tema de conversación.
«¡Si al menos bebiera! –se decía el dueño–. Este hombre es triste como un entierro. Habrá que hacerle beber para que se ponga alegre».
–¿Te vas a quedar aquí mucho tiempo? le preguntó a su hués ped.
–Un mes quizá.
–¿Te parece que cenemos…?
Y, dirigiéndose a su criado, preguntó:
–Fritz, ¿está servida la cena?
Se encaminaron al comedor, donde habían servido la mesa con los manjares más delicados y los vinos más exquisitos.
Bebieron. Luego comieron. Volvieron a beber. Volvieron a comer y la conversación se hizo más animada.
Nikita Serpukovsky se animó y habló con el aplomo de tiempos pasados.
Hablaron de mujeres, bohemias, bailarinas y francesas.
–Di, ¿dejaste a la Mathieu? –le preguntó su huésped.
–No fui yo quien la dejé, sino ella la que me dejó a mi. ¡Cuando pienso en el dinero que he gastado en mi vida, me estremezco! Hoy me considero dichoso poseyendo mil rublos, y en otro tiempo… Me alegraría perder de vista Moscú y todos mis antiguos amigos… Me resulta muy penoso vivir entre ellos.
El dueño de la casa se fastidiaba escuchando a Nikita. Hubiera preferido hablar de sí mismo o vanagloriarse de sus riquezas.
Nikita, por su parte, sentía la necesidad de hablar de él, de su pasado.
El dueño de la casa le sirvió más bebida y esperó a que acabase para hablarle de su yeguada, de sus caballos, de su María, que no lo amaba por su dinero, sino por él mismo.
–Quisiera decirte que me gustaría… empezó a decir, pero Nikita le interrumpió, y siguió diciendo:
–Hubo un tiempo en que yo sabía vivir bien y gastarme el dinero. Hablas de caballos, pues bien, dime: ¿cuál es tu caballo más veloz?
Su huésped, feliz por tener la palabra, empezó a contar una larga historia sobre su yeguada. Nikita no le dejo concluir.
–Sí, sí –dijo–; no es por distracción, no es por gusto por lo que tenéis caballos, sino por vanidad. Ya lo sabemos; pero en mí era distinto. Te decía esta mañana que tuve un caballo pío parecido a ese caballo viejo que monta el guardián de tu ganadería. ¡Qué caballo, cielo santo!
No puedes recordarlo, porque fue en el año 42. Llegué a Moscú. Fui a casa de un chalán y vi allí un caballo pío; me agradaron sus formas… ¿El precio? Mil rublos. Lo compré. No he tenido ni volveré a tener nunca un caballo como aquél… Tú eras entonces demasiado pequeño para juzgar su mérito, pero oirías hablar de él. Todo Moscú lo admiraba.
–Sí. Oí hablar de él, efectivamente; pero quería decirte que en mi…
–¡Ah! ¿Conque oíste hablar de él? Lo compré sin conocer su raza. Hasta mucho tiempo después no supe que era hijo de Liubeski I. Lo habían vendido a causa de su pelo, que no fue del agrado de su dueño… ¡Ah! ¡Aquél era un gran tiempo! ¡Oh! ¡Mi juventud, mi juventud!
Ya estaba casi completamente ebrio.
–Tenía yo entonces veinticinco años y ochenta mil rublos de renta, los dientes blancos y ni una sola cana en la cabeza… ¡Todo me salía bien en aquel tiempo!
–Pero entonces no había caballos que trotasen tanto como los de hoy –le interrumpió el dueño de la casa–. Como sabes, mis caballos…
–¡Tus caballos…! Pero ¿acaso tienen comparación… ? Me acuerdo como si hubiera sido hoy… Iba con mi caballo pío a las carreras… En aquel momento no tenía mis caballos en Moscú… No me gustaban los trotones; siempre he preferido los caballos de raza. El pío era mi caballo favorito. Tenía en aquella época un buen cochero. También acabó mal… Pues, como te decía, llegué a las carreras…
– «Serpukovsky –me decían–, ¿dónde están tus trotones?
– «No los tengo; no tengo más que mi caballo pío. Apuesto a que os deja a todos atrás.
– «¡Imposible!
– «¿Apuestas mil rublos…?
«Aceptaron. El pío llegó a la meta cinco minutos antes que los demás, y gané la apuesta…
Pero eso no es todo: yo he hecho, con mis caballos de raza, cien verstas en tres horas. Todo Moscú lo sabe».
Y Nikita se puso a hablar con tanto entusiasmo, que le fue imposible al dueño de la casa meter baza. Lo miraba con desesperación, y no hacía más que llenar su copa.
Iba a amanecer y Nikita seguía hablando con animación de sus pasadas proezas: su huésped seguía escuchándole desesperado.
Por fin, se decidió a levantarse.
–Vayámonos a dormir –dijo Serpukovsky.
Y se levantó tambaleándose, y con paso vacilante se dirigió a las habitaciones que se le habían preparado.
El dueño de la casa comentaba con su mujer:
–No. ¡No hay quien pueda tolerar a Nikita! Está borracho, y ha hablado sin cesar ni detenerse un momento.
Y luego se permite hacerme la corte.
–Temo que me pida dinero.
Serpukovsky, por su parte, se arrojó en la cama vestido.
«Creo que he bebido bien –se dijo; pero, ¿qué importa eso? Su vino es bueno, pero él es un cochino. Se ve en él enseguida al advenedizo. En cuanto a mi… también soy un cochino».
Y se echó a reír.
En otro tiempo era yo el que pagaba y ahora me pagan a mí… Sí, la Winkler me mantiene… Le tomo dinero. Esto en él estaría bien… ¡Si pudiera desnudarme! ¡Si pudiera quitarme las botas…!»
–¡Eh! ¡Muchacho! –gritó; pero el criado se había ido a acostar hacia ya tiempo.
Se sentó. Se quitó el uniforme, el chaleco interior, los pantalones. Se quitó hasta una bota, pero le fue imposible quitarse la otra.
Se echó de nuevo en la cama y empezó a roncar con todas sus fuerzas, saturando la habitación con las emanaciones del vino y del tabaco.
Aquella noche no pudo entregarse Kolstomier a sus recuerdos. Vaska le echó una manta sobre el lomo, montó en él y salió a galope.
Lo dejó hasta la madrugada en la puerta de la taberna, en compañía del caballo de un aldeano.
Los dos caballos se lamieron mutuamente con cariño.
A la mañana siguiente, cuando Kolstomier volvió a la cuadra, se rascó con encarnizamiento.
–Esto me molesta –se dijo.
Pasaron cinco días. Llamaron al veterinario.
–Tiene sarna –dijo–. Vendedlo a los gitanos.
–¿Para qué? Vale más matarlo, y hoy antes que mañana.
El día se anunciaba hermoso.
Salió la yeguada y únicamente se quedó en casa Kolstomier.
Un hombre raro, pobremente vestido con una túnica llena de remiendos, se acercó a él.
Era el curtidor de pieles. Cogió al caballo por la brida y se lo llevó. Kolstomier le siguió con docilidad, arrastrando sus patas llenas de ampollas, heridas y pústulas. Al rebasar la puerta cochera, intentó dirigirse al abrevadero, pero el curtidor le tiró de la brida, diciendo:
–Es inútil.
El curtidor y Vaska se dirigieron a un sitio solitario a espaldas del corral del ganado. El curtidor le entregó las bridas a Vaska. Se quitó la túnica y sacó un cuchillo y una piedra de afilar. El caballo quiso morder el bocado como hacía de costumbre, pero Vaska no se lo permitió.
El ruido monótono que hacía el curtidor aguzando el cuchillo y sacándole filo adormeció al caballo, que permaneció inmóvil con el belfo inferior caído y los dientes al descubierto.
De pronto sintió que le rodeaban el pescuezo y que le levantaban la cabeza… Abrió los ojos y vio dos perros delante de él.
Uno de ellos seguía con interés los movimientos del curtidor; el otro, sentado sobre sus patas traseras, miraba como si esperase de él alguna cosa. El caballo, después de contemplar a los perros, empezó a frotar el morro contra la mano del curtidor.
Van a curarme, probablemente –se dijo–.
Dejémoslos hacer.
En efecto. Sintió que acababan de hacerle algo extraordinario en la garganta. Experimentó un vivo dolor, se estremeció, vaciló, recobró el equilibrio en seguida y esperó lo que pudiera suceder,..
Notó que por el cuello y el pecho le corría alguna cosa liquida y tibia. Hizo una larga aspiración y experimentó un gran bienestar.
Cerró los ojos y bajó la cabeza, que nadie le sujetaba ya. Le acometió un gran temblor en las patas y todo su cuerpo se estremeció.
No se asustó en modo alguno, pero se sorprendió mucho.
Todo pareció haber tomado nuevo aspecto. Hizo un movimiento hacia delante y hacia arriba. Sus patas flaquearon, y al intentar dar un paso, cayó en tierra sobre el costado izquierdo.
El curtidor esperó a que terminaran las convulsiones. Espantó a los perros que habían avanzado algo y, cogiendo al caballo por las patas traseras, empezó a quitarle la piel.
–¡Pobre viejo! –dijo Vaska.
–Si no estuviera tan flaco, hubiera sido muy hermosa su piel –dijo el curtidor.
Cuando la yeguada regreso al anochecer, pudo distinguir a lo lejos una masa roja rodeada de perros, de cuervos y de halcones, que parecían disputarse alguna presa. Un perro, con las patas delanteras llenas de sangre, tiraba con fiereza un pedazo de carne. La pequeña yegua alazana contempló aquel espectáculo sin moverse, y fue necesario que le pegasen para que siguiese su camino.
Durante la noche se oyeron los aullidos de los lobeznos, que se regocijaban con la presa que habían encontrado. Cinco de ellos rodeaban el cadáver del pobre viejo, y se disputaban los jirones de su carne.
Ocho días después, detrás del corral, sólo se veía un cráneo blanco y dos fémures. Lo demás había desaparecido. En el verano siguiente, un aldeano que pasó por aquel sitio recogió los huesos y los vendió.
El cadáver vivo de Nikita, que aún seguía comiendo y bebiendo, no fue depositado en la tierra, sino años después. Ni su piel, ni su carne, ni sus huesos sirvieron para nadie.
Como hacía veinte años que aquel cadáver vivía a costa ajena, su entierro fue una molestia más para los que le habían conocido. Hacia ya mucho tiempo que nadie lo necesitaba. Sin embargo, cadáveres vivos parecidos a él creyeron un deber cubrir su podrida humanidad con un uniforme nuevo y magníficas botas, ponerlo en un ataúd, encerrar éste en una caja de plomo, transportarlo a Moscú y allí desocupar viejas tumbas y, enterrar en una de ellas aquel cuerpo vestido con uniforme nuevo y lustrosas botas, y cubrirlo de tierra…
La sonata a Kreutzer
Pero en verdad os digo que cualquiera que mira a una mujer para desearla, ha cometido ya adulterio con ella en su corazón.
(S. Mateo, vers.28) Y sus discípulos le dijeron: Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse; pero él les dijo:
no todos son capaces de eso, sino solamente aquellos a quienes está permitido; porque hay eunucos que nacieron tales desde el vientre de su madre; los hay a los que los hombres hicieron eunucos, y los hay que se hicieron eunucos a sí mismos para ganar el reino de los cielos. El que pueda comprender esto que lo comprenda.
(S. Mateo, XIX, 10, 11, 12)
I
Estábamos a comienzos de primavera.
Dos días con sus interminables noches llevábamos de viaje en ferrocarril.
Cada vez que el tren paraba, subían nuevos viajeros a nuestro coche y bajaban otros al mismo tiempo. A pesar de aquel continuo subir y bajar del coche, siempre quedaban tres personas que, como yo, no se apearían tal vez hasta la estación más lejana. Estas eran una señora ni joven ni vieja, de semblante marchito, con gorra a la cabeza y paletó de hombre, que fumaba continuamente; su acompañante, un caballero muy locuaz, de unos cuarenta años, que llevaba un bonito equipaje, perfectamente arreglado; y por último, otro caballero de edad regular, bajo de estatura, nervioso, con unos ojos muy abiertos y brillantes de color indefinido y muy atractivos, ojos que pasaban con rapidez de un objeto a otro. Este señor se mantenía apartado de nosotros, y no entabló conversación con viajero alguno en casi todo el trayecto, como si quisiera evitar toda clase de relación con sus compañeros de viaje. Si le dirigían la palabra, contestaba brevemente y se ponía a mirar por la ventanilla del coche.
Atribuí esta obstinación a que le pesaba la soledad. Él parecía adivinar mi pensamiento y, cuando se encontraban nuestros ojos, cosa que sucedía a menudo porque estábamos sentados frente a frente, volvía la cabeza y evitaba entrar en conversación conmigo, al igual que con los demás viajeros. Al caer la tarde, aprovechando una parada larga, el caballero del lujoso equipaje, que era un abogado —según me dijeron‑abandonó el coche con su señora y fue a tomar un té. Mientras estuvo fuera entraron nuevos viajeros, y entre ellos un señor bastante viejo, muy alto y completamente afeitado, comerciante al parecer, embutido en un amplio capote de pieles y con la cabeza cubierta por una gorra no menos cumplida. Este comerciante se sentó frente al asiento vacío del abogado y de su compañera. Inmediatamente entró en conversación con un joven que parecía viajante de comercio, y que también acababa de subir.
Empezó la conversación el viajante diciendo «que el sitio de enfrente estaba ocupado», y el viejo respondió «que él se quedaba en la estación más próxima». Así empezó la charla.
Yo no me encontraba lejos de esos dos viajeros, y como el tren estaba parado, podía oír trozos de su plática, mientras los demás callaban.
Hablaron primero del precio de los productos en el mercado, y, en general, de asuntos del comercio; nombraron a una persona que ambos conocían y después conversaron sobre la feria de Nijni‑Novgorod.
El comisionista se jactaba de conocer personas que andaban allí de francachelas y devaneos; pero el viejo no le dejó continuar, y empezó a relatar antiguas hazañas amorosas y francachelas en las cuales había tomado parte, siendo joven, en Funanvino. Se mostraba muy ufano de tales recuerdos, y creía sin duda que en nada padecía con eso la gravedad que denotaban su semblante y sus modales. Contaba cómo, estando beodo, había hecho en Kunavino tales locuras que no podía sino narrarlas en voz baja.
El viajante soltó una carcajada estrepitosa. El viejo se reía también, enseñando dos dientes agudos y amarillentos. Como no me interesaba semejante charla, salí del vagón para estirar un poco las piernas. Al pie de la portezuela me encontré al abogado que, seguido de su señora, volvía a ocupar su puesto. —¿Adónde va usted? —me dijo. —No tendrá tiempo; ha sonado el primer toque y el segundo no se hará esperar.
En efecto, apenas llegué a la cola del tren, se oyó la campana. En el momento de entrar, el abogado hablaba en voz alta con su compañera. El comerciante, sentado frente a ellos dos, permanecía taciturno y cabizbajo.
* * * —Pues como iba diciendo, —profirió el abogado sonriente, —cuando yo pasé por su lado, ella declaró rotundamente a su marido «que no podía ni quería vivir con él, porque…»
Y continuó, pero yo no me enteré del resto de la frase, distraído por el paso del revisor y de un nuevo viajero. Una vez restablecido el silencio, volví a oír la voz del abogado: la conversación pasaba de un caso particular a consideraciones generales.
—Después viene la discordia, los apuros de dinero, las disputas entre ambas partes, y el matrimonio se separa… Antiguamente, rara vez sucedían esas cosas… ¿No es cierto? – preguntó el abogado a los dos comerciantes, procurando manifiestamente atraerlos a la conversación.
En aquel momento empezó a moverse el tren; el viejo se descubrió, sin contestar, y se santiguó por tres veces, mascullando una oración. Cuando hubo acabado, se encasquetó la gorra hasta los ojos y dijo:
—No, señor, no es cierto; eso sucedía antes igual que hoy, aunque en los tiempos que corren ocurra con más frecuencia… ¡Ahora sabe la gente tanto!…
El abogado respondió al viejo algo que no pude entender, porque, como la velocidad del tren iba en aumento, era tal el ruido que no les oía ya distintamente. Picado de curiosidad por saber lo que diría el abuelo, me acerqué. También mi vecino, el caballero nervioso, estaba evidentemente interesado, y prestaba oído sin cambiar de sitio.
—Pero ¿qué daño hace la instrucción? —preguntó la señora con una sonrisa apenas perceptible. —¿Sería mejor casarse como antes, cuando los novios no se veían siquiera antes del matrimonio? —continuó, respondiendo, según la costumbre de nuestras señoras, no a las palabras de su interlocutor, sino a las que creía que iba a decir. —Las mujeres no sabían si llegarían a amar, ni si serían amadas; se casaban con el primer advenedizo, y después lloraban toda la vida. Por lo visto, según ustedes, las cosas andaban mejor de esa manera‑prosiguió, dirigiéndose al abogado y a mí solamente.
—¡Ahora sabe tanto la gente! —volvió a decir el viejo, mirando con desdén a la señora.
—Quisiera saber cómo explica usted la correlación entre la instrucción y los sentimientos conyugales‑profirió el abogado sonriendo ligeramente.
El comerciante quiso responder, pero la señora se adelantó diciendo:
—No, ¡aquellos tiempos han pasado!
El abogado le cortó la palabra.
—Déjale decir lo que piensa.
—Porque ya no se respeta nada‑repuso el abuelo.
—Sin embargo, ¿qué razón tiene asociarse a una persona a la que no se quiere? Los animales son los únicos que se aparejan a la voluntad del amo. Pero las personas tienen inclinaciones, afectos… —se apresuró a decir la señora, dirigiendo una mirada al abogado, a mí y al viajante, que escuchaba de pie y sonriendo maliciosamente.
—Señora, —dijo el anciano, —los animales son bestias, y el hombre ha recibido una ley.
—Bien, pero a pesar de esto, ¿es posible vivir con un hombre cuando no se le ama? – insistió la señora, animada indudablemente por la simpatía y la atención con que todos la escuchábamos.
—Antes no se hacían semejantes distinciones, —replicó el anciano en tono grave. —Ahora es cuando ha entrado eso en las costumbres. Tan pronto ocurre la cosa más pequeña en el matrimonio, la mujer dice: «Ahí te quedas; yo me voy de esta casa.» Hasta entre los aldeanos se ha aclimatado la moda: «Toma, aquí tienes tus camisas y tus calzones; ¡yo me voy con Vanka, que tiene el pelo más rizado que tú!» ¿Es posible entenderse con esas?… Y, sin embargo, lo primero para toda mujer, debe ser el temor al marido.
El viajante nos miró al abogado, a la señora y a mí, reprimiendo una sonrisa, y dispuesto a burlarse de las palabras del comerciante o a aprobarlas, según la actitud de los demás.
—¿Qué temor? —preguntó la señora.
—¿Qué temor? ¡Pues el temor del marido! Ya lo he dicho; sí, del marido.
—Eso se acabó para siempre.
—No, señora; eso no puede acabarse nunca. Eva, es decir, la mujer, salió de una costilla del hombre, y no será otra cosa hasta el fin del mundo– dijo el anciano, meneando la cabeza tan severamente y con tales aires de triunfo, que el viajante, creyendo decidida en su favor la victoria, soltó una estrepitosa carcajada.
—Sí, eso piensan ustedes los hombres‑replicó la señora, sin darse por vencida y volviéndose hacia nosotros, —ustedes se han reservado la libertad para su uso solamente; en cuanto a la mujer, quieren encerrarla en un serrallo. A ustedes les está permitido todo. ¿No es cierto?
—¡Un hombre es muy diferente!
—¿De modo que, según usted, al hombre le está permitido todo, verdad?
—Nadie ha dicho tal cosa, señora; lo que hay es que, si el hombre anda en malos pasos fuera de casa, no por eso se aumenta la familia; pero la mujer, la esposa, es un cristal que fácilmente se rompe‑continuó el comerciante con la misma severidad.
Su tono autoritario subyugaba evidentemente al auditorio; la misma señora se veía derrotada, pero no se daba por vencida.
—Sí; pero usted admitirá seguramente que la mujer es un ser humano, y tiene sentimientos, como el marido. ¿Qué debe hacer, pues, si no quiere a su esposo? Diga usted.
—¡Si no le quiere!… —dijo el viejo, descomponiéndose y frunciendo el ceño. —¡Pues no faltaba más! ¡Se la obliga a que lo quiera!
Este argumento inesperado pareció de perlas al comisionista, que se creyó en el caso de acogerlo con muestras de asentimiento.
—No, señor; eso no es posible. Nunca podrá obligarse a nadie a querer por fuerza; cuando no hay cariño, esto es imposible.
—Y si la mujer falta al marido, ¿qué ha de hacerse entonces? —dijo el abogado.
—Eso no puede suceder‑contestó el abuelo. —Hay que andar con mucho cuidado.
—Pero ¿y si ocurre a pesar de los cuidados? ¿Convendrá usted en que ocurre con frecuencia?
—¡Sucede entre los señorones, es cierto; pero entre nosotros no! – respondió el abuelo. – Y si hay maridos tan imbéciles que no dominen a su mujer, bien merecido tienen cuanto les ocurra. Pero de todos modos, nada de escándalos. Tengas o no tengas cariño; pero no trastornes la casa. Todo marido puede dominar a su mujer. ¡Para eso es fuerte! Yo no ignoro que hay imbéciles que se dejan manejar por sus mujeres; peor para ellos, que se arreglen allá con su manera de vivir…
Todos callaron. Se adelantó el comisionista y, no queriendo quedarse a la zaga del debate, dijo sonriente:
—Sí, en casa de nuestro principal ha ocurrido un escándalo, y no es fácil ver en claro el asunto. Se trata de una mujer amiga de divertirse y que ha empezado a torcerse. Él es un hombre inteligente y serio. Primeramente era con el librero. El marido trató, con la mayor dulzura, de reducirla a la razón; pero ella no cambiaba de conducta, sino que, al contrario, cometía las acciones más feas, y hasta dio en robarle el dinero. Él la maltrataba. ¡Como si no!
La cosa iba de mal en peor. Empezó a admitir requiebros de un hombre que no era cristiano, es decir, de un hereje, de un judío, con perdón de ustedes. ¿qué podía hacer mi principal? La ha dejado a sus anchas, y él lo pasa ahora como soltero, mientras ella vive arrastrándose por esos mundos de Dios, vamos, perdida.
—Es que él es un imbécil, —dijo el viejo, —si desde el primer día no la hubiese dejado campar por sus respetos y la hubiese atado corto, viviría honradamente. ¡Ya lo creo! Hay que acabar con esas libertades desde el principio. No te fíes de caballo en camino real, ni de la mujer en tu casa, dice el adagio.
En este momento pasó el revisor pidiendo los billetes para la estación próxima. El viejo le dio el suyo.
—Sí, hay que dominar a tiempo al sexo femenino; si no, se lo llevará todo el diablo.
—Pero vamos: ¿usted no ha corrido también en Kunavino con buenas mozas? —preguntó el abogado sonriendo.
—¡Eso es distinto! —repuso severamente el comerciante. —Adiós, —añadió levantándose del asiento.
Se envolvió en su capotón de paño, saludó, quitándose la gorra, cogió la maleta y salió del coche.
II
Tan pronto como se hubo marchado el viejo, se generalizó la conversación.
—¡He ahí un vejete del Antiguo Testamento! —exclamó el viajante.
—Es un Domostroy (1)—dijo la señora—¡vaya unas ideas salvajes sobre la mujer y el matrimonio!
—Señores, —repuso el abogado, —todavía estamos muy lejos de las ideas europeas con respecto al matrimonio. En primer término, los derechos de la mujer; luego la mujer libre;