Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Liza no sabía cuándo había sucedido esto. Ignoraba cómo y cuándo había surgido el diablo entre esas miradas y esas sonrisas, envolviéndolos a ambos al mismo tiempo; pero cuando tuvo miedo, los hilos invisibles que los unían estaban entrelazados ya, con tal fuerza, que se sintió impotente para liberarse; y puso sus esperanzas en él, en su caballerosidad. Esperaba que el sueco no se valiera de su fuerza, aunque eso era lo que deseaba vagamente.
Su impotencia para luchar se acentuó, debido a no tener a qué aferrarse. Su vida mundana, tan superficial y falsa, se le había vuelto odiosa. No quería a su madre; y se imaginaba que su padre la había apartado de sí. Deseaba ardientemente vivir la vida y no jugar a vivir; y se representaba la realización de sus deseos en el amor, en un amor completo de mujer a hombre. Su naturaleza, saludable y apasionada, la arrastraba a lo mismo. Liza creía que la verdadera vida estaba en él, en ese hombre de alta y apuesta figura, de cabellos rubios y tiesos mostachos, bajo los que resplandecía una sonrisa atractiva y poderosa. En él veía la promesa de lo mejor que existe en el mundo. Así, pues, esa sonrisa y esas miradas, esas esperanzas y esas promesas de algo magnífico e irrealizable, la condujeron a lo que debían conducirla, inevitablemente. Y, de pronto, todo lo que parecía encantador, espiritual y alegre, todo lo que estaba lleno de esperanza, se tornó repulsivo, brutal, triste y desesperante.
Liza le miraba a los ojos, trataba de sonreír, de disimular, de hacer ver que no temía nada, que así debía ser; pero, en el fondo de su alma, le constaba que todo se había echado a perder, que el sueco no encerraba lo que había buscado, ese algo que poseían ella y Koko. Le dijo que escribiera a sus padres, pidiéndola en matrimonio. El se lo prometió. Pero, en la próxima entrevista, le comunicó que no podía hacerlo en seguida. Liza leyó en sus ojos una expresión tímida, equívoca, que le hizo sospechar aún más. Al día siguiente, recibió una carta; el sueco le confesaba que era casado —su mujer lo había abandonado hacía mucho—. Se acusaba de ser culpable; y le pedía que le perdonase.
Liza lo llamó, para decirle que lo amaba y que, aunque fuera casado, se consideraba ligada a él para siempre, y que no lo abandonaría.
Cuando se volvieron a ver, el sueco dijo a Liza que carecía de bienes; que sus padres eran pobres y sólo le podía ofrecer una vida penosa. Liza respondió que no necesitaba nada; estaba dispuesta a seguirle a donde quisiera.
El sueco la disuadió, aconsejándole que esperase. Pero los continuos disimulos, las entrevistas fortuitas y la correspondencia secreta la hacían sufrir. Insistió en partir de allí.
Cuando, finalmente, se marchó a San Petersburgo, el sueco le escribió unas cuantas veces, prometiéndole que iría a reunirse con ella: pero después dejó de escribir, y desapareció. La muchacha trató de vivir lo mismo que antes; mas le fue imposible. Empezó a sentirse mal. Y, aunque la pusieron a tratamiento, su estado empeoraba constantemente. El día en que se convenció de que no podría ocultar lo que iba a sobrevenir, decidió suicidarse. Y quería hacerlo de modo que la muerte pareciera natural. Se procuró veneno; y lo hubiera tomado, a no ser porque, en el momento en que se disponía a hacerlo, irrumpió en la habitación su sobrino, el hijo de su hermana, un niño de cinco años. Venía a enseñarle un juguete que le acababa de regalar su abuela. Liza atendió al niño; y, repentinamente, estalló en sollozos.
Pensó que hubiera podido ser madre si el sueco no estuviera casado. Y la idea de la maternidad la obligó a reconcentrarse y a pensar en su vida auténtica y no en lo que pensarían y dirían de ella los demás. Le parecía fácil suicidarse, teniendo en cuenta la opinión de la gente; pero, por ella misma, le resultaba imponible. Tiró el veneno y abandonó la idea del suicidio. Desde entonces, empezó a vivir su vida interior, que, aunque atormentadora, era una vida auténtica. Y ya no pudo ni quiso apartarse de ella. Empezó a rezar —no lo hacía desde mucho tiempo atrás—; pero eso no la alivió. No sufría por sí misma, sino por el dolor de su padre, al que comprendía y compadecía; sin embargo, no veía el medio de evitarlo. Su vida transcurría así, por espacio de varios meses, cuando, de repente, sobrevino un acontecimiento que pasó inadvertido para los demás, transformando por completo su existencia. Un día, mientras hacía una manta de punto, sintió una extraña sensación dentro de sí, como si alguien se moviera en sus entrañas.
—¡No puede ser! ¡No puede ser! —exclamó, quedando petrificada, con el ganchillo y la labor entre las manos.
Al cabo de un rato, sintió de nuevo aquel asombroso movimiento dentro de sí. ¿Era posible que fuera una criatura? ¿Un niño o una niña? Y olvidándolo todo, olvidando la vileza y la mentira del sueco, la irascibilidad de su madre y el dolor de su padre, sonrió; pero no con la sonrisa abominable con que solía corresponder a las de su amante, sino con una sonrisa pura, radiante y alegre.
Y se horrorizó de haber podido matarlo a «él» al suicidarse. Se concentró, preguntándose dónde iría para ser madre, una madre desgraciada y digna de lástima; pero madre, al fin.
Después de hacer una serie de proyectos y de arreglarlo todo, se instaló en una lejana ciudad de provincia, donde esperaba estar alejada de los suyos. Pero, para desgracia suya, nombraron gobernador de dicha ciudad a un hermano de su padre, cosa que nunca se hubiera podido figurar.
Hacía ya cuatro meses que vivía en casa de una comadrona, llamada María Ivanovna, cuando se enteró de que su tío se hallaba en la misma ciudad; y se dispuso a marcharse.
III
Mijail Ivánovich se despertó temprano. Sin esperar nada, se dirigió al despacho de su hermano, para entregarle una cantidad de dinero, que le rogó diera mensualmente a su hija.
Luego, entre otras cosas, se informó de cuándo salía el tren hacia San Petersburgo.
La salida era a las siete de la tarde, de manera que le daba tiempo para comer antes de marcharse. Después de tomar café en compañía de su cuñada —la cual no hizo alusión a lo que le era tan doloroso, limitándose a mirarlo, de cuando en cuando, con expresión tímida– siguiendo una costumbre saludable, fue a dar su paseo habitual.
Alexandra Dimitrievna lo acompañó hasta el vestíbulo.
—Michel, vaya al parque municipal; se está muy bien allí; además, se encuentra cerca de cualquier sitio —dijo, acompañando de una mirada lastimera el semblante irritado de Mijail Ivánovich.
Este siguió su consejo. Fue al parque municipal. Pensaba en la tontería, la terquedad y la dureza de corazón de las mujeres. «No me compadece», se dijo, recordando a su cuñada. «No puede comprender mis sufrimientos. ¿Y Liza? Sabe perfectamente lo que esto supone para mí, lo mucho que sufro. ¡Ese terrible golpe, al final de mi vida! Probablemente se acortará por su culpa. Claro que es preferible que llegue la muerte a soportar tales sufrimientos. Y todo eso pour les Meaux yeux d'un chenapan» [24]. ¡Ay! —exclamó, sintiéndose invadido por un sentimiento de odio y de ira ante la idea de lo que se hablaría en la ciudad, cuando todos se enterasen. Quiso ir a ver a Liza y decírselo todo; era necesario que supiera el alcance que tenía su proceder. «Se encuentra cerca de cualquier sitio», se dijo, mientras sacaba su libro de notas y leía lo siguiente: «Señora Abramova, Viera Ivanovna Seliverstova, calle Kujonaya».
Liza vivía con un apellido supuesto. El príncipe se dirigió hacia la salida del parque, y alquiló un coche.
—¿Por quién pregunta, señor?, —inquirió María Abramova, la comadrona, cuando Mijail Ivánovich hubo llegado al rellano de la estrecha, empinada y maloliente escalera—. ¿Vive aquí la señora Seliverstova?
—¿Viera Ivanovna? Sí, pase. Acaba de salir; ha bajado a la tienda, pero vendrá en seguida.
Mijail Ivánovich entró en un saloncito, en pos de la gruesa comadrona. Le pareció que le daban una puñalada cuando oyó los desagradables gritos de un recién nacido, que provenían de la habitación contigua.
María se retiró, tras de excusarse. Mijail Ivánovich la oyó mecer al niño. Cuando lo hubo tranquilizado, regresó al salón.
—Es el niño de Viera Ivanovna. Volverá en seguida. ¿Quién es usted?
—Un conocido. Es mejor que vuelva luego —replicó el príncipe, disponiéndose a marchar, hasta tal punto lo atormentaba la idea de encontrarse con su hija. Le parecía imposible llegar a un acuerdo.
Pero, de pronto, resonaron unos pasos rápidos y leves en la escalera; y el príncipe reconoció la voz de Liza, que decía:
—¡María! ¿Ha llorado el pequeño…? He…
De pronto, Liza vio a su padre. Dejó caer al suelo el hatillo que llevaba en las manos.
—¡Papá! —exclamó; y se detuvo en el quicio de la puerta palideciendo y estremeciéndose, de pies a cabeza.
El príncipe permanecía inmóvil, mirándola. Liza había adelgazado, tenía los ojos más grandes, la nariz más afilada y las manos muy enjutas. Su padre no sabía qué decir ni qué hacer. En aquel momento olvidó lo que pensara acerca de su oprobio; sólo sentía lástima de ella. La compadecía, porque había adelgazado, porque iba mal vestida y, sobre todo, porque su rostro lastimoso tenía una expresión suplicante, mientras clavaba los ojos en él.
—Papá, perdóname —pronunció, acercándose al príncipe.
—Perdóname tú a mí…, tú a mí… —replicó éste; y, sollozando como un niño, le cubrió de besos el rostro y las manos.
La compasión por su hija reveló al príncipe su propio yo. Y, al darse cuenta de cómo había sido en la realidad, comprendió hasta qué punto era culpable ante ella, por su orgullo, su frialdad e, incluso, sus malos sentimientos. Le alegró el hecho de no tener que perdonar, sino, por el contrario, pedir que le perdonasen.
Liza lo condujo a su habitación; le contó la vida que hacía; pero no le enseñó a su hijo, ni mencionó para nada el pasado, sabiendo que eso le era doloroso. El príncipe le dijo que debía instalarse de otro modo.
—Es verdad; si pudiera ir a la aldea…
—Ya pensaremos en esto.
Repentinamente se oyó el llanto del niño, al otro lado de la puerta. Liza abrió desmesuradamente los ojos y, sin quitarlos del rostro de su padre, se quedó perpleja e indecisa.
—Tienes que darle el alimento —dijo Mijail Ivánovich, frunciendo las cejas, a causa del evidente esfuerzo que hacía por dominarse.
La muchacha se puso en pie. De pronto, le acudió la idea descabellada de enseñar al ser que más quería en el mundo a aquel a quien quisiera tanto antaño. Pero, antes de decirlo, miró al rostro de su padre. ¿Se enfadaría?
La expresión del príncipe no era de enojo, sino de sufrimiento.
—¡Sí! ¡Vete, vete! —exclamó. Gracias a Dios, mañana volveré. Entonces, decidiremos.
¡Adiós, querida! ¡Adiós!
Y de nuevo tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener los sollozos que le apretaban la garganta.
* * * Cuando Mijail Ivánovich volvió a casa de su hermano, Alexandra Dimitrievna le preguntó:
—¿Qué hay?
—Pues… nada.
—¿La has visto? —preguntó Alexandra Dimitrievna, adivinando, por la expresión del príncipe, que había ocurrido algo.
—Sí —pronunció éste, rápidamente; y, de pronto, se deshizo en lágrimas—. La verdad es que he envejecido y me he vuelto tonto —añadió al tranquilizarse.
* * * Mijail Ivánovich perdonó a su hija, la perdonó sin reservas; y, gracias a eso, pudo vencer el miedo que tenía a la opinión que formaran de él. Instaló a Liza en casa de una hermana de Alexandra Dimitrievna que vivía en una aldea. Iba a verla a menudo, pasaba temporadas con ella; y no sólo la quería como antes, sino mucho más. Pero evitaba ver al niño; y no era capaz de vencer el sentimiento de repulsión, de asco, que le inspiraba. Eso constituyó la fuente de sufrimiento de Liza.
13 de noviembre de 1906
Los decembristas
Nota Preliminar
Por una carta de Tolstoi a Herzen, del 26 de marzo de 1861, se deduce que a finales de 1861 el autor había empezado una novela «cuyo protagonista debía ser un decembrista de regreso a Rusia en el año 56, con su mujer y sus dos hijos, un varón y una hembra.»
Posteriormente, interrumpiendo la labor comenzada desde el otoño de 1863, Tolstoi se trasladó a la época precedente, la de las guerras contra Bonaparte. Y esa nueva creación se desarrolló hasta el punto de adquirir proporciones gigantescas, hasta constituir, andando el tiempo y sin que por de pronto el propio autor sospechara su trascendencia, la gran epopeya histórico popular titulada Guerra y paz. «Por extraño que esto parezca‑escribe Biriukov refiriéndose a esa novela—, esta gran obra vio el día por casualidad, o, en términos jurídicos, sin premeditación.» Pero hasta 1875 Tolstoi volvió a su idea primitiva. Hizo muchos esfuerzos para reunir y estudiar el material relativo a la época de los decembristas y escribió varios principios distintos. En enero de 1879 interrumpió de nuevo su labor, quedando la novela sin terminar. En 1884 el autor llevó a cabo una serie de correcciones de estilo en los originales de los tres primeros capítulos, escritos a principios de 1860, y en los dos que redactó en 1870. Entregó esas dos variantes a la edición XXV años, 1859—1884:
Colección de la Sociedad para Ayuda de Literatos y Sabios Necesitados. Ambas variantes, cuidadosamente revisadas con los manuscritos, corregidos por el propio autor, se han publicado en 1936, de cuyo texto se ha hecho esta versión.
I
Esto sucedió no hace mucho; fue durante el reinado de Alejandro II, en esa época de civilización y progreso, de grandes problemas, de renacimiento, cuando el victorioso ejército ruso volvía de Sebastopol, después de haber entregado la ciudad al enemigo ; cuando Rusia en pleno festejaba el hundimiento de la flota del mar Negro, y Moscú, la ciudad de piedra blanca, felicitaba con motivo de ese afortunado acontecimiento al resto de la tripulación, brindando con una copa de buen vodka ruso y, siguiendo la tradición, le ofrecía el pan y la sal. Fue en la época en que Rusia, representada por sagaces políticos, lloraba por la ilusión perdida de celebrar oficios religiosos en la catedral de Sofía y por la pérdida, tan sensible para la patria, de dos grandes hombres, caídos en la guerra (uno de ellos, arrastrado por el deseo de celebrar misa en la citada catedral, murió en los campos de Valaquia ; bien es verdad que al mismo tiempo dejó allí dos escuadrones de húsares ; y el otro, un hombre inapreciable, se dedicaba a repartir entre los heridos té, sábanas y dinero ajeno sin robar ninguna de estas cosas); fue en la época en que los grandes hombres brotaban como setas por doquier, en todas las ramas de la actividad humana ; jefes de ejército, administradores, economistas, escritores, oradores ; en una palabra, personas de gran valía, aunque sin vocación ni objetivo determinados.
Fue en la época en que, durante el jubileo de un actor de Moscú, surgió, fortalecida por un brindis, la opinión pública de que se debía castigar a los delincuentes ; fue cuando amenazadoras comisiones de San Petersburgo corrían al Sur para descubrir y castigar a los malhechores de otras comisiones ; fue cuando se daban por doquier comidas con discursos en honor de los héroes de Sebastopol, a los que se esperaba en los puentes y en las calles ; fue en la época en que los talentos oradores se desarrollaban entre el pueblo con tal facilidad que un tabernero cualquiera, con cualquier motivo, escribía, imprimía y pronunciaba discursos tan violentos que los guardadores del orden se veían obligados a tomar enérgicas medidas contra su elocuencia ; fue cuando se dispuso una sala en el club inglés, especialmente para examinar los asuntos sociales, cuando aparecían revistas, bajo los emblemas más diversos, que planteaban principios europeos para el suelo europeo, pero bajo un concepto ruso, y revistas exclusivamente para el suelo eslavo, con principios rusos, aunque desde el punto de vista europeo. Había una infinidad y parecían haberse agotado los títulos tales como El Noticiero, La Palabra, La Charla, El observador, La Estrella, El Aguila, etc., y sin embargo, no cesaban de surgir otras. Fue en la época en que aparecían pléyades de escritores y pensadores que demostraban que la ciencia puede ser popular o no serlo, y multitudes de escritores y pintores que describían los bosques, el amanecer, las tormentas, el amor de la muchacha rusa, la indolencia del funcionario, etc. Fue en la época en que surgían por todas partes los problemas (así llamaban en el año 56 un conjunto de circunstancias que nadie podía resolver), los problemas del Cuerpo de Cadetes, de las universidades, de la censura, de los procedimientos judiciales, los problemas financieros, los bancarios, los de la Policía, de la emancipación y otros muchos. Se escribía, se leía, se proponían proyectos con el deseo de corregir, de cambiarlo todo y, como un solo hombre, todos los rusos sentían un entusiasmo indescriptible.
Este estado de cosas se repetía por segunda vez en Rusia en el transcurso del siglo XIX ; la primera fue en el año 12, cuando se dio una paliza a Napoleón I, y la segunda, en el año 56, al proporcionarle otra a Napoleón III. ¡Grandiosa e inolvidable época la del renacimiento ruso! Lo mismo que aquel francés que afirmaba que quien no haya vivido en la época de la Revolución francesa no sabe lo que es vivir, me atrevo a asegurar que el que no haya presenciado el año 56 en Rusia ignora lo que es la vida. El que escribe estas líneas no solo vivió en aquella época, sino que fue uno de los hombres de acción. Estuvo varias semanas en uno de los blindajes de Sebastopol, y hasta escribió un relato acerca de la guerra de Crimea, que le dio mucha fama, y en el que contó detalladamente cómo tiraban los soldados desde los baluartes, cómo se vendaba a los heridos en los puestos de socorro y cómo se daba sepultura a los cadáveres en los cementerios. Una vez cumplidas estas hazañas, fue a la capital, donde se ciñó los laureles que le valieron sus heroicidades. Presenció el entusiasmo de ambas capitales, así como el del pueblo, y comprobó por sí mismo que Rusia sabe recompensar los verdaderos servicios. Los poderosos de este mundo querían conocerlo, le estrechaban la mano, le hacían homenajes, lo invitaban a sus casas y, para que les contara detalles de la guerra, le expresaban su sentir. Por tanto, el que escribe estas líneas puede apreciar aquella época grandiosa e inolvidable. Pero no hablemos de eso.
Dos coches y un trineo se habían parado simultáneamente a la entrada del mejor hotel de Moscú. Un joven entró corriendo en el recibimiento para informarse si había habitaciones. El anciano que se hallaba en uno de los carruajes en compañía de dos señoras les explicaba cómo había sido el puente Kuznietzky en la época de los franceses. Proseguía una conversación que había iniciado al entrar en Moscú. El viejo llevaba una barbita blanca y la pelliza desabrochada. Charlaba tan tranquilo como si estuviese dispuesto a pernoctar en el coche. Su esposa y su hija lo escuchaban con interés, pero no sin lanzar miradas de impaciencia a la puerta. El joven salió del hotel acompañado del portero y de un mozo.
—¿Qué hay, Serguei? —preguntó la madre asomando el rostro extenuado, que iluminó la luz de un farol.
Fuese por costumbre o tal vez para que el portero no lo tomara por un criado, debido a la pelliza corta que llevaba, Serguei contestó en francés y abrió la portezuela. El anciano miró un momento a su hijo, pero luego siguió hablando en el interior oscuro del coche, como si lo demás no le concerniera.
—Aún no había teatro…
—Pierre‑exclamó la esposa mientras se envolvía en la capa.
Pero el anciano no le hizo caso.
—La señora Chalmier estaba en Tverskoy…
Desde el interior del coche se oyó una risa juvenil.
—Sal, papá. Estás tan entusiasmado con la charla…
Solamente entonces, el anciano pareció darse cuenta de que habían llegado.
Después de calarse el gorro, se apeó en actitud obediente. El portero lo cogió del brazo, pero al convencerse de que podía andar muy bien, ofreció inmediatamente sus servicios a la dama. Natalia Nikolaievna, la esposa, le pareció una señora muy importante, tanto por su capa de cibelina como por la finura de sus movimientos y la manera en que se apoyó en su brazo.
A la señorita ni siquiera la distinguió de las muchachas que bajaron del otro coche ; lo mismo que aquellas, siguió a los demás con un hatillo en la mano. Dedujo que era ella por sus risas y por lo que decía.
—No es por ahí, papá. Es a la derecha‑exclamó, deteniendo a su padre por la manga.
En la escalera, entre el ruido de pasos y puertas y la pesada respiración de la señora, resonó de nuevo la risa que se había oído en el coche. Al oírla, cualquiera pensaría : «Qué bien se ríe, hasta da envidia.»
El hijo, Serguei, se había ocupado de todas las cuestiones materiales durante el viaje. Le faltaba experiencia, pero tenía, en cambio, la energía y la actividad propias de los veinticinco años. Sin causas importantes, al parecer, había bajado lo menos veinte veces al coche, sin ponerse la pelliza, estremeciéndose de frío, y había vuelto a subir los peldaños de la escalera de dos en dos o de tres en tres con sus largas piernas. Natalia Nikolaievna temía que se enfriase. Serguei aseguró que no tenía frío, y continuó dando órdenes. Iba de un cuarto a otro dando portazos y, cuando las cosas habían quedado ya en manos de los criados, recorrió aún varias veces todo el piso, saliendo por una puerta del salón y entrando por la otra, siempre en busca de algún trabajo nuevo.
—¿Querrás ir a los baños, papá? ¿Te parece que me informe? —preguntó al fin.
El papá estaba pensativo y parecía no darse cuenta de dónde se encontraba. Tardó una hora en contestar. Había oído aquellas palabras sin entender el significado. Pero de pronto comprendió.
—Sí, sí ; infórmate, por favor. Hay unos en el puente Kamenyi.
El cabeza de familia recorrió las habitaciones con paso apresurado e inquieto y se sentó en una butaca.
—Bueno, ahora hay que decidir lo que vamos a hacer, hay que instalarse‑dijo—.
¡Vamos, hijos, ayudad de prisa! ¡Como unos valientes! Colocad las cosas en su sitio ; mañana mandaremos a Serguei con una esquelita a casa de mi hermana María Ivanovna y a casa de los Nikitin, o iremos nosotros mismos. ¿No es eso, Natalia? Pero ahora, arreglad las cosas.
—Mañana es domingo ; espero que ante todo irás a oír misa, Pierre‑dijo la esposa, de rodillas ante el baúl que abría.
—Tienes razón, mañana es domingo. Iremos todos juntos a la catedral de Uspiensky. Así daremos principio a nuestro regreso. ¡Dios mío! Cuando recuerdo el día que fui por última vez a esa catedral. ¿Te acuerdas, Natasha? Pero no hablemos de eso‑dijo levantándose presuroso de la butaca en que se había sentado—. Ahora hay que instalarse.
Después de un rato de ir y venir de una habitación a otra sin hacer nada, dijo :
—¿Vamos a tomar el té o quieres descansar primero?
Bueno‑contestó Natalia Nikolaievna mientras sacaba algo del baúl—. Pero querías ir a los baños.
—Sí… En mis tiempos había unos junto al puente Kamenyi. Esta habitación la ocuparemos Serioja [25]y yo. ¡Serioja! ¿Crees que estarás bien aquí?
Este había ido a informarse acerca de los baños.
—Pero no, porque no podrás pasar directamente al salón. ¿Qué opinas tú, Natasha?
—Tranquilízate, Pierre ; todo se arreglará—replicó la esposa desde la habitación contigua, donde unos mujiks entraban las cosas.
Pierre se encontraba en un gran estado de excitación producido por la llegada.
—Ten cuidado, no confundas las cosas de Serioja. Fíjate cómo han tirado sus esquíes en el salón.
Fue a recogerlos en persona. Como si de eso dependiera el orden futuro de la instalación, los levantó con sumo cuidado y los apoyó en el quicio de la puerta. Pero en cuanto se hubo alejado, los esquíes cayeron estrepitosamente. Natalia Nikolaievna hizo una mueca y se estremeció. Luego, al darse cuenta de lo que se había caído, se limitó a decir:
—Sonia, hija mía, recoge eso.
—Recoge eso‑repitió el marido—; mientras voy a ver al dueño, pues de otro modo no acabaréis nunca de arreglar las cosas. Es preciso hablar con él.
—Es mejor mandar a buscarlo, Pierre. ¿Para qué te vas a molestar?
El anciano accedió.
—Sonia. avisa a… ¿Cómo diablos se llama? Monsieur Cavalier. Por favor, dile que queremos hablar con él.
—Chevalier, papá—dijo Sonia.
Y se dispuso a salir.
Natalia Nikolaievna daba órdenes en voz baja e iba y venía con pasos silenciosos. ya llevando una caja, ya una almohada que tomaba de un enorme montón, y ponía cuidadosamente en su sitio.
—No vayas tú; manda a un criado‑susurró al pasar junto a Sonia.
Mientras el criado iba en busca del dueño, Pierre, empeñado en ayudar a su mujer, arrugó una prenda de vestir y tropezó con un cajón vacío. Para no caer, el decembrista se apoyó en la pared y volvió. la cara sonriendo. Natalia Nikolaievna estaba tan atareada que no se dio cuenta de nada, pero Sonia miró a su padre con los ojos risueños. Parecía esperar permiso para echarse a reír. Su padre se lo dio con gusto al lanzar una carcajada tan franca, que todos los presentes, desde su mujer hasta la doncella y los mujiks, rieron también. Esas risas excitaron aún más al anciano. Juzgó que la colocación del diván del cuarto de su mujer y de su hija les resultaría incómoda, a pesar de que ellas sostenían lo contrario y le pedían que se tranquilizara. En el momento en que el anciano iba a cambiar de sitio el diván con ayuda de un mujik, entró en la habitación el dueño del hotel.
—¿Me llamaba usted? —preguntó con expresión grave, mientras sacaba y desdoblaba el pañuelo.
Luego empezó a sonarse, no precisamente en señal de desprecio, aunque sí de indiferencia.
—Sí, querido amigo‑dijo Piotr Ivanovich, acercándose—. No sabemos aún el tiempo que hemos de permanecer aquí ; mi mujer y yo…
Y el anciano, que tenía debilidad de ver a un prójimo en toda persona, empezó a contar su situación y sus planes.
El señor Chevalier no compartía ese punto de vista.
No le interesaba lo que decía Piotr Ivanovich, pero el buen francés en que se expresaba (ya se sabe que el idioma francés representaba en Rusia una especie de categoría), así como sus modales de gran señor, le obligaron a elevar un tanto su opinión sobre los recién llegados.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó al fin.
Esta pregunta no puso en un aprieto a Piotr Ivanovich. Expresó el deseo de disponer de más habitaciones, de que les trajesen un samovar, les sirviesen la cena y dieran de comer a las criadas ; en una palabra, deseaba que les facilitasen una serie de cosas propias de cualquier hotel. Cuando monsieur Chevalier, sorprendido por la ingenuidad del viejo, que probablemente suponía encontrarse en las estepas de Trujmensk, accedió a su petición. Piotr Ivanovich fue presa de un gran entusiasmo.
—¡Magnífico! ¡Muy bien! Así todo está arreglado. Entonces, por favor…
Pero de pronto se sintió avergonzado de hablar siempre de sí mismo, y comenzó a hacer preguntas a monsieur Chevalier acerca de su familia y de sus asuntos. Serguei Petrovich, que había vuelto, no parecía aprobar la conducta de su padre; había notado un gesto de descontento por parte del dueño, y recordó a Piotr Ivanovich que debía ir a los baños. Pero al anciano le interesaba saber más cómo marchaba un hotel francés en Moscú en el año 56 y qué hacía madame Chevalier. Finalmente, el dueño se inclinó preguntando si le ordenaban algo más.
—¿Vamos a tomar el té, Natasha? ¿Sí? Entonces, que nos lo sirvan, por favor, y ya volveremos a charlar otro rato después, mi querido monsieur.
—¿Cuándo vas a ir a los baños, papá?
—Tienes razón… Entonces no es preciso que nos sirvan el té ahora.
Así, pues, el único resultado positivo de la charla le fue arrebatado al dueño. Piotr Ivanovich se sentía feliz y orgulloso en su instalación. Le disgustó cuando los cocheros le pidieron propina, porque Serioja no tenía cambio. Y se disponía a mandar otra vez en busca del dueño, cuando se le ocurrió la afortunada idea de que no solo él debía estar contento aquella noche. Tomó dos billetes de tres rublos y poniendo uno de ellos en mano de un cochero, dijo:
—Aquí tiene‑Piotr Ivanovich tenía costumbre de hablar de usted a todos sin excepción, menos a los miembros de su familia—; y para usted‑añadió dirigiéndose al otro.
Después se fue a los baños.
Sonia, sentada en el diván, apoyó la cabeza en la mano y se echó a reír.
—¡Ay, qué bien se está, mamá, qué bien se está!
Luego colocó las piernas sobre el diván, y después de estirarse y buscar una posición cómoda, se durmió con un sueño profundo de muchacha sana de dieciocho años, después de un viaje que había durado mes y medio. Natalia Nikolaievna, que seguía recogiendo las cosas en la habitación contigua, debió de oír con su oído de madre que Sonia no se movía y fue a verla. Alzando con su mano blanca la cabeza de cabellos enredados y de encendido rostro de la muchacha, la puso encima de una almohada. Sonia suspiró profundamente, movió los hombros y recostó la cabeza sin decir merci, como si aquello se hubiese hecho por sí solo.
—Gavrilovna, Katia, no es esa, no es esa la que tenéis que hacer‑exclamó Natalia Nikolaievna dirigiéndose a las doncellas, que habían empezado a hacer una cama y, como si lo hiciera al paso, recogió los cabellos de su hija.
Continuó arreglando las cosas sin parar un solo momento, aunque sin precipitarse tampoco.
Al llegar su marido y su hijo, todo estaba dispuesto ; ya no había baúles en las habitaciones ; en el dormitorio de Pierre todo estaba igual que lo estuviera durante tantos años en Irkust : la bata, la pipa, la petaca, el agua azucarada, los Evangelios, que solía leer de noche, y hasta una estampa por encima del lecho, sobre el vistoso empapelado. En el hotel Chevalier no se solía emplear tal adorno ; sin embargo, aquella noche apareció en todas las habitaciones del piso tercero.
Una vez que hubo terminado con todo, Natalia Nikolaievna se arregló el cuellecito y los puños, limpios a pesar del viaje, se peinó y tomó asiento junto a la mesa. Sus encantadores ojos quedaron fijos en el vacío, como si mirase a la lejanía. Así descansaba. Parecía descansar no sólo después de haber ordenado las cosas, no sólo del viaje, no sólo de unos cuantos años penosos, sino de toda la vida. Aquella lejanía que contemplaba, en la que se le representaban vivos los rostros queridos, constituía el reposo que deseaba. Fuese el amor heroico que sintiera por su marido, el cariño que tuviera a sus hijos, cuando eran pequeños, la dolorosa pér– dida de un ser allegado o una particularidad de su carácter, el caso es que cualquiera que viese a esta mujer comprendería que ya no podía esperar nada de ella; hacía mucho tiempo que se había entregado toda a la vida. Conservaba un porte digno y una expresión de delicada tristeza, como un recuerdo, como la luz de la luna.