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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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En el destacamento reinaba un silencio absoluto, se percibían distintamente todos los rumores de la noche llenos de un misterioso encanto: el lejano y quejumbroso aullido de los chacales, que tan pronto parecía llanto desesperado como sonoras carcajadas; el monótono y penetrante canto de los grillos, el croar de las ranas, el grito de la codorniz y un rumor que se acercaba y que no me podía explicar. Todos los murmullos de la Naturaleza, apenas perceptibles, y que no se pueden comprender ni definir, se confundían en una melodía grave y hermosa que solemos llamar el silencio de la noche. Ese silencio se interrumpía o, mejor dicho, se confundía con el ruido sordo de los cascos de los caballos y el rumor de la alta hierba, producido por las tropas que avanzaban lentamente.

Sólo de cuando en cuando se oía en las filas el ruido de los pesados cañones y el entrechocar de las bayonetas, las charlas en voz baja y el relinchar de los caballos. Por el olor de la jugosa y húmeda hierba que tronchaban los cascos de los caballos, el ligero vaho que se elevaba desde la tierra y por el horizonte abierto a ambos lados, se podía deducir que atravesábamos un inmenso y hermoso prado.

La Naturaleza respiraba belleza y fuerza, que armonizaban íntimamente.

¿Es posible que los hombres se sientan estrechos viviendo en un mundo tan bello, bajo ese inacabable cielo estrellado? ¿Cabe que puedan albergarse en el alma humana la maldad, el sentimiento de venganza o el deseo de destruir a sus semejantes ante esa Naturaleza tan acogedora? Toda la maldad debería desaparecer del corazón del hombre al sólo contacto con la Naturaleza, la expresión más evidente de la belleza y el bien.

VII


Hacía más de dos horas que estábamos en marcha. Empecé a sentir escalofríos y sueño.

En la oscuridad se dibujaban confusamente los mismos objetos indefinidos: a cierta distancia, la barrera negra con las mismas manchas que se movían; a mi lado, la grupa de un caballo blanco que agitaba la cola y caminaba a grandes pasos; una espalda con guerrera blanca de circasiano sobre la cual se balanceaban un fusil en una funda negra y el blanco mango de una pistola en un estuche bordado, el fuego de un cigarrillo que iluminaba unos bigotes rubios, un cuello de castor y una mano con guante de gamuza. Me inclinaba hacia el cuello del caballo y, cerrando los ojos, me adormecía durante algunos instantes; después, el familiar ruido de los cascos de los caballos y algún rumor me despertaban: miraba a mi alrededor y me parecía que estaba parado y que la negra barrera que me precedía avanzaba hacia mí o bien que se detenía y que yo me echaba sobre ella. En uno de tales momentos, me sorprendió aún más aquel rumor ininterrumpido que se acercaba, cuya causa no podía adivinar. Era un murmullo del agua. Entrábamos en una profunda garganta y nos acercábamos al río de la montaña que en aquella época estaba desbordado. El rumor de intensificaba, la húmeda hierba era cada vez más espesa y más alta, los arbustos, cada vez más frecuentes y el horizonte se estrechaba poco a poco. De cuando en cuando, aparecían en distintos puntos del tenebroso fondo que formaban las montañas unas llamas que no tardaban en desaparecer.

—Dígame, por favor, ¿qué son esas llamas? –pregunté, en un susurro, a un tártaro que iba a mi lado.

—¿No lo sabes? –replicó.

—No.

—Son los habitantes de las montañas que atan paja a una estaca, la encienden y la agitan en el aire.

—¿Para qué?

—Para que todos sepan que han llegado los rusos. En este momento hay un gran alboroto en las aldeas –añadió, echándose a reír—. Todos llevan sus riquezas a los barrancos, para ocultarlas.

—¿Acaso saben ya en las montañas que avanza el destacamento? –le pregunté.

—¿Cómo podrían ignorarlo? Lo saben todo: así son los nuestros.

—¿Entonces también Shamil se estará preparando para la lucha?

—No –replicó, moviendo la cabeza negativamente—. Shamil no asistirá a las operaciones;

enviará a sus naib. (Así se llamaban los hombres a quienes Shamil confiaba alguna parte de su gobierno) y el las presenciará con su anteojo desde arriba.

—¿Vive lejos?

—No. Ahí a la izquierda, a unas diez verstas.

—¿Cómo lo sabes tú? ¿Acaso has estado allí? –pregunté.

—Sí; todos nosotros hemos estado en la montaña.

—¿Y has visto a Shamil?

—¡No! Los soldados no lo ven nunca. Tiene a su alrededor cien, trescientos y hasta mil miurides (especie de ayudante o de guardia de corps). ¡Shamil está siempre en el centro! – agregó con expresión de respeto servil.

Mirando hacia lo alto, se podía observar que el cielo, despejado ya, empezaba a clarear por el Este; pero el desfiladero por el que avanzábamos estaba oscuro y húmedo.

De pronto, ante nosotros, se encendieron en la oscuridad varias lucecitas, y al mismo tiempo silbaron unas balas; a lo lejos, en medio del silencio se oyeron disparos y un enorme griterío. Era el piquete de vanguardia del enemigo. Los tártaros que lo componían prorrumpieron en gritos, dispararon al aire y se dispersaron.

Todo quedó en silencio. El general llamó al intérprete. Un tártaro que llevaba una guerrera blanca circasiana se acercó a él. Le habló en voz baja y gesticulando, durante bastante rato.

—Coronel Jasanov: ordene que rompan filas –dijo el general lentamente y en voz baja, aunque firme.

El destacamento llegó hasta el río. Las negras montañas de la garganta quedaron atrás;

empezaba a clarear. El firmamento, en el que apenas se veían las pálidas estrellas, parecía estar más alto; un rayo luminoso resplandeció en el Levante; una brisa fresca soplaba desde el Poniente y la niebla, clara como el vapor, se elevó desde el río que rumoreaba.

VIII


El guía indicó el vado y la vanguardia de caballería, seguida del general con su séquito, empezó a vadear el río. El agua llegaba al vientre de los caballos, discurriendo con extraordinaria fuerza entre los blancos peñascos, que asomaban aquí y allá en la superficie, formando ruidosas corrientes espumeantes bajo los cascos de los caballos. Loa animales, sorprendidos por el ruido del agua, levantaban la cabeza y aguzaban las orejas, pero seguían avanzando, cautelosos y acompasados contra la corriente por el lecho desigual del río. Los jinetes recogían las armas y encogían las piernas. Los infantes, en camisa, sostenían por encima del agua los fusiles sobre los que colgaban hatos de ropa; y, cogidos de la mano, formando una hilera de veinte, trataban de vencer la corriente con un esfuerzo denotado por la tensión de sus rostros. La artillería montada, con grandes gritos, lanzaba al agua a los caballos. Los cañones y los arcones, azotados por el agua, chirriaban al rodar por el lecho de piedra, pero los valientes caballos se repartían amistosamente la carga y formaban espuma en el agua. Por fin, ganaron la otra orilla, saliendo con las crines y las colas mojadas.

En cuanto las tropas hubieron atravesado el río, el rostro del general adquirió una expresión pensativa y grave. Volvió su montura y uniéndose a la caballería, trotó por la gran pradera rodeada de bosques que se extendía ante nosotros. Las filas de cosacos montados se dispersaron por las lindes del bosque.

En éste apareció un hombre con guerrera circasiana y gorro alto; luego, otro y otro… Uno de los oficiales dijo: «Son los tártaros.» Se levantó una nubecilla de humo entre los árboles…;

después se oyó un tiro, el segundo, el tercero… Nuestros repetidos disparos ahogaban los del enemigo. Sólo de cuando en cuando alguna bala, con su prolongado silbido semejante al vuelo de una abeja, pasa volando junto a nosotros y nos demuestra que no todos los disparos son nuestros. La artillería se apresura a alinearse; se oye el estampido del cañón, el sonido metálico del vuelo de la metralla, el silbido de los cohetes, el traqueteo de los fusiles. La caballería, la infantería y la artillería están dispersas por la ancha pradera. Los velos de humo de los cañones, de los cohetes y de los fusiles se confunden con la verdura cubierta de rocío y con la neblina. El coronel Jasanov galopa hacia el general y detiene al caballo, en seco.

—¡Excelencia! –exclama, llevándose la mano a la gorra—. Ordene el avance de la caballería:

han aparecido señales –e indica con el látigo la caballería tártara, a cuya cabeza cabalgan dos hombres sobre blancos corceles, ostentando dos estacas en cuyos extremos se ve un guiñapo rojo y otro azul.

—¡Que Dios nos proteja! –dice el general.

El coronel vuelve su caballo, desenvaina la espada y grita:

—¡Hurra!

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! –resuena en las filas; y la caballería sigue al coronel.

Todos miran con interés: aparece una señal, después la segunda, la tercera, la cuarta…

El enemigo, sin esperar otro ataque, se oculta en el bosque y, desde allí abre fuego de fusilería. Las balas vuelan cada vez más a menudo.

—¡Qué panorama tan encantador! –dice el general, dando ligeros saltitos, al estilo inglés, sobre su caballo negro de finas patas.

—¡Charmant!… – replica el comandante, arrastrando la erre; y, acuciando al caballo con el látigo, se acerca al general—. Es un verdadero placer guerrear en un país tan hermoso – añade.

—Et surtout, en bonne compagnie –dice el general, con amable sonrisa.

El comandante se inclina.

En aquel momento una bala enemiga corta los aires con su rápido silbido desagradable y se incrusta en un cuerpo; detrás de nosotros se oyen los lamentos de un herido. Me impresionan tanto que, por un momento, el guerrero espectáculo pierde para mí todo su encanto; pero sin duda nadie se da cuenta de ello, excepto yo: el comandante ríe muy divertido, al parecer; el general mira hacia el lado opuesto y, con tranquila sonrisa, habla en francés.

—¿Permite mi general, contestar a estos disparos? –pregunta el jefe de la artillería, que se acerca.

—Sí, déles un susto –contesta el general, con indiferencia, mientras enciende un cigarro.

La batería se alinea y abre fuego. La tierra se estremece, el fuego brilla sin cesar y el humo, que apenas permite discernir a los artilleros junto a los cañones, nos ciega.

Una vez bombardeada la aldea, el coronel Jasanov se acerca de nuevo al general, y por orden de éste, se lanza al asalto. De nuevo se oyen gritos de guerra y la caballería desaparece envuelta en la nube de polvo que levanta.

El espectáculo era verdaderamente grandioso. Sin embargo, para mí, que no tomaba parte en las operaciones y que no estaba acostumbrado a ellas, había algo que echaba a perder la impresión general: me parecían superfluos ese movimiento, esa animación y esos gritos.

Involuntariamente los comparaba a un hombre que, esgrimiendo un hacha, cortara el aire.

IX


Nuestras tropas ocuparon la aldea, pero no quedaba allí un solo enemigo cuando el general, acompañado de su séquito, al que me había unido yo también, entró en ella.

Las casas, muy limpias, con sus tejados de tierra y sus chimeneas de color rojo, estaban diseminadas sobre unos cerros pedregosos, entre los cuales discurría un riachuelo. A un lado se veían los jardines verdes, iluminados por la luz radiante del sol, con sus enormes perales y ciruelos. Al otro, aparecían unos fantasmas extraños; altos peñascos colocados perpendicularmente y largas estacas de madera, en cuyos extremos se veían esferas y banderas multicolores. (Eran las tumbas de los djiguits.) Las tropas se alinearon junto a las puertas.

Al cabo de unos minutos, los dragones, los cosacos y los infantes se dispersaron, con manifiesta alegría, por las tortuosas callejuelas, y el pueblo desierto se animó en el acto. Aquí, se hundía un tejado, el hacha golpeaba la madera resistente y una puerta se derrumbaba; allá, las llamas devoraban un pajar, una valla o una choza y el humo denso se elevaba en columnas por el aire. Acullá, un cosaco arrastraba una alfombra y un saco de harina; un soldado de alegre rostro sacaba de una cabaña un cubo de latón y un paño; otro, con los brazos extendidos, quería pillar dos gallinas que cacareaban, defendiéndose, junto a una valla; un tercero, que había encontrado un enorme puchero con leche, la bebía; finalmente, lanzando carcajadas, arrojaba la vasija al suelo.

El batallón con el que yo había abandonado la fortaleza de N*** también se encontraba en el pueblo. El capitán, sentado en el tejado de una choza, echaba bocanadas de humo de su pipa, con un aire tan indiferente que, al verlo, olvidé que estaba en un pueblo enemigo y creí estar en mi propio país.

—¡Ah! ¿También usted está aquí? –me dijo al verme.

La alta figura del teniente Rosenkrantz dejaba ver aquí y allá; daba órdenes sin cesar y presentaba el aspecto de un hombre muy preocupado. Lo vi salir de una choza con expresión triunfante; lo seguían dos soldados conduciendo a un viejo tártaro maniatado. El viejo, que por toda ropa llevaba una harapienta casaca abigarrada y unos calzones rotos, era tan endeble que sus huesudos brazos, fuertemente sujetados a la espalda, parecían desprenderse de sus hombros, y apenas si podía levantar sus torcidas y desnudas piernas para andar. Su cara y hasta parte de su cabeza afeitada estaban surcadas de arrugas; su boca torcida desdentada, rodeada de unos bigotes canosos recortados y de una barba, se movía sin cesar, como si masticara algo; pero en sus ojos enrojecidos, desprovistos de pestañas, brillaba aún una luz que expresaba manifiestamente indiferencia por la vida.

Rosenkrantz le preguntó, por medio del intérprete, por qué no se había marchado.

—¿Donde iba a ir? –replicó el anciano, mirando a un lado, con expresión serena.

—Con los demás –observó alguien.

—Los djiguits han ido a luchar con los rusos; pero yo soy viejo.

—¿Acaso no temes a los rusos?

—¿Qué pueden hacerme? Soy viejo –repitió, mirando con indiferencia al círculo que se había formado en torno suyo.

Cuando regresábamos, vi al viejo, descubierto y maniatado, balancearse en la silla del caballo de un cosaco; seguía mirando a su alrededor con la misma expresión de indiferencia.

Era imprescindible llevárselo para el canje de prisioneros.

Me encaramé en el tejado y me instalé junto al capitán.

—Me parece que los enemigos no eran muy numerosos –le dije, deseando saber su opinión acerca de las recientes operaciones.

—¿Acaso se puede llamar enemigos a éstos?… Ya verá usted esta noche, cuando empecemos a retirarnos, ya verá cómo nos van a acompañar. ¡Saldrá una infinidad de ellos! – añadió, indicando con la pipa el sendero del bosque que habíamos atravesado por la mañana.

—¿Qué es esto? –pregunté, inquieto, interrumpiendo al capitán y mostrándole un grupo de cosacos del Don que se había reunido en torno de algo.

Desde el lugar donde estaban reunidos se oyeron unos lamentos parecidos al llanto de un niño y las palabras:

—¡Eh, no le des un hachazo…! Espera… que pueden verte… Evstigneiech ¿tienes una navaja?

—Se están repartiendo algo estos bandidos –replicó el capitán, con serenidad.

Pero, en aquel instante, el joven abanderado vino corriendo; su rostro sofocado expresaba espanto, agitando los brazos, se lanzó hacia los cosacos.

—¡No lo toquéis! ¡No le peguéis! –gritó, con su voz infantil.

Al ver al oficial, los cosacos se dispersaron, soltando a un cabrito blanco. El joven abanderado se desconcertó, masculló algo, y con el semblante turbado, se quedó inmóvil ante el animal. Al vernos al capitán y a mí, se ruborizó aún más y se acercó a nosotros dando saltitos.

—Creí que querían matar a una criatura –dijo, sonriendo tímidamente.

X


El general y la caballería marchaban al frente. El batallón con el que yo vine desde la fortaleza de N*** quedó en retaguardia. Las compañías del capital Jlopov y del teniente Rosenkrantz se retiraban juntas.

La predicción del capitán se confirmó plenamente: en cuanto penetramos en el estrecho sendero al que se había referido, aparecieron a ambos lados montañeses a pie y montados; y se acercaban tanto que pude ver perfectamente cómo algunos corrían de un árbol a otro, agazapados, con el fusil en las manos.

El capitán se descubrió y se persignó con devoción; algunos soldados viejos lo imitaron.

Por el bosque se oyeron gritos y las palabras: “¡A ellos! ¡A los rusos!» Los disparos secos de los fusiles se sucedían, y las balas silbaban, a ambos lados. Los nuestros respondían en silencio, con un tiroteo persistente, y sólo de cuando en cuando se oían en las filas observaciones tales como: “¿Desde donde tira? El (los soldados del Cáucaso designan así al enemigo) está mejor que nosotros, porque se oculta en el bosque; necesitaríamos cañones», etcétera.

Los cañones se alinearon y, tras unas cuantas descargas, el enemigo pareció debilitarse;

pero al cabo de un momento, según avanzaban las tropas, aumentaban el fuego, los gritos y las exclamaciones.

Apenas nos habíamos alejado unas trescientas sajenas del pueblo, comenzaron a caer sobre nosotros los proyectiles enemigos. Vi cómo un soldado caía muerto de un balazo…

Pero ¿para qué contar detalles de este horroroso espectáculo, cuando yo mismo daría lo que fuera para olvidarlo?

El teniente Rosenkrantz en persona disparaba su fusil sin tregua; con voz ronca les gritaba a los soldados y corría rápidamente de un extremo a otro de la fila. Estaba algo pálido, cosa que iba muy bien a su rostro de expresión marcial.

El apuesto alférez estaba enardecido; sus hermosos ojos negros brillaban con expresión de temeridad; su boca sonreía ligeramente y, a cada momento, se acercaba al capitán, pidiéndole permiso para atacar.

—¡Los rechazaremos! –decía con persuasión—. ¡Los rechazaremos sin falta!

—No debemos hacerlo –respondía tímidamente el capital—. Tendremos que retirarnos.

La compañía que mandaba el capitán ocupaba la linde del bosque, y los soldados disparaban echados. El capitán, con su guerrera vieja y la gorra arrugada había soltado las riendas y con las piernas encogidas en los altos estribos permanecía silencioso e inmóvil. (Los soldados conocían y cumplían tan bien su obligación que no necesitaba darles órdenes.) Sólo de cuando en cuando alzaba la voz para llamar la atención a los que levantaban la cabeza.

La figura del capitán era poco marcial; pero, en cambio, reflejaba tanta realidad y sencillez que me impresionó mucho; «Este sí que es valiente», pensé, a pesar mío.

Estaba exactamente igual a como lo había conocido siempre: los mismos movimientos tranquilos, la misma voz uniforme, la misma expresión sin picardía en su feo aunque franco rostro; únicamente en su mirada, más clara que de costumbre, se podía advertir la atención de un hombre que está cumpliendo su deber. Es fácil decir: exactamente igual que siempre; pero ¡cuántos matices diferentes notaba en los demás! Uno quería parecer más tranquilo; otro, más severo, y un tercero, más alegre que de costumbre. En cambio, por el rostro del capitán se veía que no comprendía siquiera la necesidad de aparentar.

El francés que dijo en Waterloo: «La garde meurt, mais ne se rend pas» (la guardia muere, pero no se rinde) y otros hèroes, franceses en su mayoría, que dijeron frases célebres, eran valiente; pero entre su valentía y la del capitán existe una diferencia. Si en alguna ocasión brotara una palabra grande del alma de mi héroe, estoy seguro de que no la pronunciaría; en primer lugar, porque temería echar a perder con ella un acto grandioso y, en segundo, porque cuando un hombre siente que posee las fuerzas necesarias para realizar una gran acción, no le hacen falta palabras de ninguna clase. A mi juicio, éste es el elevado rasgo característico de la valentía rusa… ¿Y como no ha de dolerle el corazón a un ruso cuando oye decir a los militares jóvenes triviales frases, en francés, con las que pretenden imitar a la antigua caballería francesa…?

De pronto, por el lado en que se encontraba el apuesto alférez con su sección, se oyó un hurra no muy fuerte, pero hostil. Al volverme, vi unos treinta soldados que, con el fusil en la mano y la mochila a la espalda, corrían por el campo labrado. Tropezaban, pero no dejaban de avanzar gritando. Delante de ellos con el sable desenvainado, galopaba el joven alférez.

Todos desaparecieron en el bosque… Al cabo de algunos minutos de griterío y de traqueteo, salió del bosque un caballo desbocado y aparecieron en la linde soldados que traían muertos y heridos. Entre estos últimos se hallaba el joven alférez. Los soldados lo llevaban por los brazos. Estaba pálido como el lienzo, y su hermosa cabeza, en la que sólo quedaba una sombra de aquel entusiasmo marcial que lo animaba un momento antes, se había hundido de un modo extraño entre los hombros y se inclinaba hacia el pecho. En su camisa blanca, que la guerrera desabrochada dejaba al descubierto, se veía una manchita de sangre.

—¡Oh! ¡Qué pena! – exclamé volviéndome, sin querer, para no ver ese triste espectáculo.

—Desde luego es una pena –asintió un soldado viejo, que permanecía junto a mí con aire sombrío y apoyado en su fusil—. No tenía miedo a nada. ¡Eso era una locura! –añadió, mirando fijamente al herido—. Era un novato y lo ha pagado.

—¿Acaso tú tienes miedo? –pregunté.

—¡Desde luego!

XI


Cuatro soldados trajeron al abanderado en unas angarillas; los seguía otro soldado conduciendo un caballo flacucho y extenuado, con el botiquín. Esperaban al doctor. Los oficiales se acercaban a la camilla, tratando de animar y de consolar al herido.

—Amigo Alanin; no podremos bailar pronto al son de las cucharillas –dijo el teniente Rosenkrantz, risueño.

Probablemente creía que estas palabras animarían al apuesto alférez; pero, por su triste y fría mirada, se podía deducir que no habían producido el efecto deseado.

También se acercó el capitán. Miró fijamente al herido, y su rostro, siempre frío e indiferente, denotó una sincera compasión.

—¡Qué le vamos a hacer, mi querido Anatoli Ivanovich! –dijo, con vos que reflejaba una ternura y una piedad que yo no hubiera esperado en él—. Ha sido la voluntad de Dios.

El herido se volvió; su pálida cara se animó con una sonrisa triste.

—No le obedecí.

—Es mejor que diga que es la voluntad de Dios –repitió el capitán.

Al llegar el doctor, tomó de manos del practicante las vendas, las sondas y otros instrumentos y, remangándose, se acercó al herido con una sonrisa llena de animación.

—A usted también le han hecho un agujero en un sitio sano –dijo, en tono de broma—.

Enséñemelo.

El abanderado obedeció; pero la mirada que dirigió al alegre doctor reflejaba extrañeza y reproche que éste no percibió. El médico comenzó a sondear la herida y a examinarla por todos lados; pero el herido, perdiendo la paciencia, rechazó su mano con un gemido…

—Déjeme –exclamó con voz apenas perceptible—. De todos modos me he de morir.

Al decir estas palabras, dejó caer la cabeza hacia atrás y, al cabo de cinco minutos, cuando me acerqué al grupo que se había formado en torno a él y pregunté a un soldado:

“¿Cómo sigue?» me contesto: «está agonizando.»

XII


Era tarde ya cuando el destacamento, en una ancha columna, se acercaba a la fortaleza, cantando.

El sol se había ocultado tras de la cadena de montañas nevadas y arrojaba sus últimos rayos rosados sobre una nube alargada y estrecha detenida en el diáfano horizonte. Las montañas nevadas empezaban a ocultarse en una niebla violácea y sólo se divisaban con extraordinaria claridad sus siluetas sobre el fondo carmesí del sol poniente.

La luna que se había remontado desde hacia rato empezaba a blanquear en el cielo azul oscuro. El verdor de la hierba y de los árboles oscurecía, cubriéndose de rocío. Las tropas, que formaban unas masas oscuras, avanzaban por la magnifica pradera produciendo un ruido acompasado; de todos los lados se oían panderos, tambores y alegres cantos. El tenor de la sexta compañía cantaba a pleno pulmón y los sonidos de su voz grave, llenos de sentimiento y de fuerza, se difundían a lo lejos en el aire diáfano de la noche.

La tala del bosque



(RELATO DE UN «JUNKER»)

I


A mediados del invierno de 185…, una división de nuestra batería formaba parte de un destacamento que se hallaba en el Gran Chechena. Cuando me enteré, en la tarde del día 14 de febrero, que habían designado la sección que yo mandaba, en ausencia del oficial, para formar parte de la columna que al día siguiente iba a talar el bosque, recibí y transmití las órdenes necesarias y me dirigí antes que de costumbre a mi tienda de campaña. Como no tenía la mala costumbre de calentarla con carbón encendido, me acosté sin desnudarme en un catre colocado sobre unas sacas, me encasqueté la gorra sobre los ojos y, envolviéndome en la pelliza, me dormí con ese sueño particular, fuerte y pesado que se tiene en los momentos de inquietud y de preocupación ante el peligro. La espera de la expedición del día siguiente me había puesto en ese estado.

A las tres de la madrugada, cuando aún reinaba la oscuridad completa, alguien me arrancó de encima la pelliza caliente, y la luz roja de una vela hirió desagradablemente mis ojos adormilados.

—Haga el favor de levantarse –dijo una voz.

Cerré los ojos y, tapándome de nuevo con la pelliza de un modo inconsciente, me volví a dormir.

—Haga el favor de levantarse –repitió Dimiti, sacudiéndome despiadadamente por el hombro—. La infantería se pone ya en camino.

De pronto recordé la realidad y, estremeciéndome, me puse en pie de un salto. A toda prisa bebí un vaso de té, me lavé con agua helada y salí de la tienda para dirigirme al parque de artillería. Estaba oscuro, había niebla y hacía frío. Las hogueras que ardían aquí y acullá en el campamento, iluminando las figuras de los soldados que dormitaban acostados en torno a ellas, aumentaban la oscuridad con su resplandor rojo. Se oía un ronquido tranquilo y uniforme; y, a lo lejos, movimiento, conversaciones y el entrechocar de los fusiles de la infantería, dispuesta para la expedición; olía a humo, a estiércol, a mecha y a niebla; me recorrió la espalda un escalofrío producido por el fresco de la mañana y me castañetearon los dientes a pesar mío.

Sólo por el resoplido y el piafar de los caballos se podía adivinar en esa oscuridad impenetrable donde se hallaban los avantrenes y los armones enganchados y, por las puntas brillantes de las mechas, el lugar de los cañones. La primera pieza se puso en marcha, seguida de un armón y del destacamento, a las palabras; «Con Dios.» Todos nos descubrimos para hacer el signo de la cruz. Al llegar junto a la infantería, la sección se detuvo y esperó durante un cuarto de hora a que se reuniera toda la columna y la llegada del jefe.

—Nos falta un soldado, Nikolai Petrovich –dijo una figura negra que se acercaba a mí; sólo por la voz reconocí que era Maximov, el polvorista del destacamento.

—¿Quién es?

—Velenchuk. Mientras enganchaban lo he visto por aquí, pero ahora no está.

Como no era probable que la columna se pusiera en marcha en seguida, decidimos mandar al cabo Antonov en busca de Velenchik. Poco después, pasaron trotando junto a nosotros en la oscuridad varios jinetes: era el jefe con su séquito. Acto seguido se puso en marcha la cabeza de la columna y, finalmente, también nosotros. Antonov y Velenchik no aparecían. Pero no habíamos recorrido aún cien pasos cuando ambos soldados nos alcanzaron.

—¿Donde estaba? –le pregunté a Antonov.

—Durmiendo en el parque.

—¿Está borracho?

—No.

—¿Cómo ha podido quedarse dormido, pues?

—No lo sé.

Por espacio de tres horas avanzamos lentamente por unos campos sin labrar, desprovistos de nieve, y por los espinares que crujían bajo las ruedas de los cañones en aquella silenciosa oscuridad. Finalmente, cuando atravesamos un riachuelo poco profundo, aunque de curso muy rápido, nos ordenaron que nos detuviéramos. En la vanguardia se oyeron unos disparos de fusil. Como siempre, estos disparos excitaron particularmente a todos. El destacamento pareció despertarse: en las filas se oyó un gran movimiento, conversaciones y risas. Algunos soldados luchaban con sus compañeros; otros, saltaban de un pie a otro: otros, comían pan seco, o, para pasar el tiempo, se ejercitaban en presentar y rendir armas. La niebla comenzaba a disiparse por Oriente, la humedad se hacía más sensible y los objetos circundantes iban destacándose paulatinamente en la oscuridad. Ya distinguía las cureñas, y los armones, el cobre de los cañones cubiertos de humedad, las conocidas figuras de mis soldados, que involuntariamente había examinado hasta en sus mínimos detalles, los caballos bayos y las filas de infantería con sus bayonetas claras, sus mochilas, sus sacatrapos y sus marmitas colgados en la espalda.

No tardaron en mandarnos que nos pusiéramos en camino de nuevo; y, cuando hubimos recorrido unos cuantos cientos de pasos a campo traviesa, nos indicaron el paraje. A la derecha se veía la ribera escarpada de un riachuelo sinuoso y las altas estacas del cementerio tártaro. A la izquierda, y frente a nosotros, se divisaba una línea negra a través de la niebla. La sección se bajó de los avantrenes. La octava compañía, que defendía la retaguardia, colocó los fusiles en pabellón, y el batallón de soldados penetró en el bosque, armado de hachas y fusiles.

Pero, antes que transcurrieran cinco minutos, empezaron a crepitar hogueras humeantes por todos lados; los soldados atizaban el fuego con los pies y las manos; arrastraban leños y ramas y cientos de hachas golpeaban sin cesar troncos de árboles que se desplomaban.

Los artilleros, rivalizando con los infantes, encendieron su propia hoguera y, aunque ardía vivamente, hasta el punto de que no se podían acercar a dos pasos, no se contentaban;

arrastraban troncos, echaban broza y atizaban el fuego cada vez más. La densa humareda negra se filtraba a través de las ramas heladas, cuyas gotas de rocío hervían con la llama;

abajo se habían formado carbones y la hierba blanca y mortecina se había deshelado en torno a la hoguera.

Cuando me acerqué a la hoguera para encender un cigarro, Velenchuk, que siempre se mostraba diligente, y en esta ocasión se afanaba más que nadie porque había cometido una falta, en un acceso de celo, sacó del fuego una brasa que pasó un par de veces de una mano a otra, hasta que finalmente la tiró al suelo.

—Enciende una rama y dásela –dijo uno.

—Acercadle una mecha, hermanos –intervino otro.

Cuando finalmente encendí el cigarro sin la ayuda de Velenchik, que de nuevo había querido coger una brasa, se frotó los dedos quemados en la parte posterior de los faldones de su capote y, por hacer algo, levantó un enorme tronco y lo lanzó a la hoguera con todas sus fuerzas. Cuando juzgó por fin que ya podía descansar, se acercó a las llamas, se desabrochó el capote que llevaba a guisa de capa, abotonado con un solo botón, separó las piernas, extendió hacia delante sus manazas negras y, torciendo ligeramente la boca, entornó los ojos.


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