Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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.¿Qué haces? –preguntó él, que en el primer momento no la había reconocido. Ella se detuvo y, sonriendo, se le quedó mirando.
.Estoy buscando el ternero. ¿Adónde va con este tiempo? –dijo, como si se estuviesen viendo todos los días.
.Ve a la choza –dijo él d pronto, sin saber él mismo cómo. Era como si otro hubiese dicho estas palabras.
Ella mordisqueó el pañuelo, asintió con los ojos y corrió hacia donde antes iba, a la choza del jardín, mientras que él siguió su camino con el propósito de dar la vuelta en cuanto hubiese pasado el macizo de las lilas, para reunirse con ella.
.Señor –oyó a su espalda, .le llama la señora; dice que vaya un momento.
Era Misha, su criado.
«Dios mío, es la segunda vez que me salvas», pensó Evgueni, y al instante volvió a casa.
Ella le recordó que había prometido llevar a la hora de la comida cierta medicina a una mujer enferma y le pedía que lo hiciera.
Mientras buscaba la medicina pasaron cinco minutos. Luego, al salir, no se decidió a ir a la choza para que no le viesen desde la casa. Pero, en cuanto se perdió de vista, dio vuelta y se dirigió a la cita. En su imaginación la veía ya en medio de la choza, sonriendo alegremente;
pero no estaba y allí no había nada que recordase su presencia. Pensó que no había acudido, que no había oído ni entendido sus palabras. Gruñó para sus adentros, como temeroso de que pudiera oírle. “¿Y si no ha querido acudir? ¿Por qué me había imaginado que iba a echarse en mis brazos? Tiene a su marido. Yo sí que soy un miserable; tengo a mi mujer, que es buena, y voy tras otra». Así pensaba, sentado en la choza, cuya techumbre de paja dejaba pasar el agua.
“¡Que felicidad, si hubiese venido! Aquí, los dos solos, bajo esta lluvia. Abrazarla siquiera una vez más, y luego venga lo que venga. ¡Ah, sí! –recordó. –Si ha estado, encontraré algún rastro». Miró el suelo de la choza y el sendero, no invadido por la hierba, y descubrió huellas recientes de sus pies descalzos. «Sí, ha estado. Ahora se acabó. Donde quiera que la vea, me acercaré a ella. Iré de noche a verla». Permaneció un largo rato en la choza y salió allí extenuado y abatido. Llevó la medicina, volvió a casa y se tumbó en su cuarto, en espera de la comida.
XVII
Poco antes de la hora de la comida, llegó Lisa y, en sus intentos de imaginar la causa del descontento que en él veía, le dijo que tenía miedo; no quería que la llevasen a Moscú para dar a luz y había decidido quedarse. No iría a Moscú por nada del mundo. Él sabía lo mucho que temía el momento del parto y que el niño naciese con algún defecto, y por eso no pudo por menos de enterarse al ver la facilidad con que lo sacrificaba todo movida por el amor que le profesaba. Dentro de la casa todo era bueno, alegre y limpio; pero en su alma sentía algo sucio, infame, horrible. La tarde entera la pasó Evgueni atormentado ante la conciencia de que, a pesar de su firme propósito de poner fin a aquel estado de las cosas, a la mañana siguiente ocurriría lo mismo.
«No, esto no es posible –se decía, yendo y viniendo por el cuarto. –Tiene que hacer un remedio contra esto. ¿Qué hacer, Dios mío?
Alguien llamó a la puerta a la manera de los extranjeros. Era, lo sabía, el tío.
.Adelante –dijo.
El tío llegaba como embajador espontáneo de su mujer.
.La realidad es que observo en ti un cambio –le dijo, .y me doy cuenta de lo que Lisa sufre. Comprendo que se te haga duro dejar todo esto, ahora que había empezado tan bien, pero que veux tu? Yo os aconsejaría un cambio de ambiente. Os sentiréis más tranquilos los dos. Mi opinión es que vayáis a Crimen. El clima es excelente, allí hay un buen tocólogo y llegaréis en plena vendimio.
.Tío –empezó de pronto Evgueni. .¿Puede guardar un secreto, un secreto horrible? Es un secreto vergonzoso.
.No faltaba más, ¿es que dudas de mí?
.Tío, usted puede ayudarme. No sólo ayudarme, sino salvarme –dijo Evgueni.
Y la idea de que iba a revelar su secreto a un tío a quien no estimaba, la idea de que iba a aparecer ante él en una posición tan desfavorable, humillante, pareció agradable. Se sentía ruin y culpable, y experimentó el deseo de castigarse.
.Habla, amigo mío, ya sabes cuanto te quiero –dijo el tío, al parecer muy contento de que hubiera un secreto, de que se tratase de un secreto vergonzoso, de que este secreto le iba a ser revelado y de que él podía ser útil.
.Ante todo, he de decir que soy un miserable y un canalla; un canalla, precisamente un canalla.
.No digas eso –empezó el tío ahuecando la voz.
.Claro que lo soy. ¡Cuando soy el marido de Lisa, de Lisa! Porque hay que reconocer su pureza y su amor. Y yo su marido, quiero hacerle traición con una mujer cualquiera.
.¿Qué significa eso de que quieres? ¿No la has traicionado?
.No, pero da igual, es lo mismo que si la hubiese traicionado, porque no ha dependido de mí. Yo estaba dispuesto. Me lo impidieron, porque de lo contrario ahora… ahora… No sé lo que haría.
.Espera, explícate…
.Verá. De soltero cometí la estupidez de entenderme con una mujer de aquí, de nuestra aldea. Es decir, me veía con ella en el bosque, en el campo…
.¿Es bonita?
Evgueni arrugó el ceño al oír esto, pero tan necesitado estaba de ayuda, que pasó por alto la pregunta y prosiguió:
.Pensé que era algo por alto sin importancia, que lo cortaría y ahí acabaría todo. Lo corté antes de la boda y casi durante un año ni la vi ni pensé en ella –a Evgueni se le hacía raro escucharse, oír la descripción del estado en que se encontraba; .luego, de pronto, no sé por qué (la verdad es que a veces cree uno en los hechizos), volví a verla, se me metió un gusano en el corazón y no cesa de roerme. Me increpo a mí mismo, comprendiendo el horror de mi acción, es decir, de lo que a cada momento podría hacer, y yo mismo voy a buscarla, y si no lo he hecho es porque Dios me salvó. Ayer, cuando Lisa me llamó, iba a buscarla.
.¿En plena lluvia?
.No puedo más, tío, y he decidido a abrirle mi corazón y pedirle ayuda.
.Sí, se comprende; dentro de tu propia hacienda no está bien. Se sabría. Comprendo que Lisa está delicada y que hay que cuidarla, pero ¿por qué en tu propia hacienda?
Evgueni no quiso tampoco ahora escuchar lo que el tío le decía y se apresuró a exponer la esencia de su problema.
.Sálveme de mí mismo. Es lo que le pido. Hoy, por casualidad, me han impedido consumar el hecho, pero mañana, ora vez, no me lo impedirán. Y ahora ella lo sabe. No me deje nunca solo.
.Sí, admitámoslo –dijo el tío. –Pero ¿tan enamorado estas?
.No se trata de eso. No es eso, es una fuerza que se apodera de mí y no me suelta. No sé qué partido tomar. Puede que llegue a hacerme fuerte, y entonces…
.Resulta lo que yo pensaba –dijo el tío. –Hay que ir a Crimen.
.Sí, sí, iremos; mientras tanto, estaré con usted, hablaré con usted.
XVIII
El hecho de haber confiado al tío su secreto y, sobre todo, los suplicios y la vergüenza que había sufrido después del día de la lluvia, devolvieron la calma a Evgueni. Quedó decidido que irían a Yalta. Mientras tanto, Evgueni hizo un viaje a la ciudad al objeto de arbitrar dinero para el viaje, tomó sus disposiciones en lo relativo a la casa y la hacienda, recobró la alegría, se sintió atraído de nuevo por su mujer y empezó a revivir moralmente.
Así, sin haber visto ni una sola vez a Stepanida después del día de la lluvia, salió con su mujer hacia Crimen. Allí pasaron dos meses excelentes. Era tantas las nuevas impresiones, que todo lo anterior pareció haberse borrado para Evgueni. En Crimen encontraron a antiguos conocidos, con los que intimaron, e hicieron nuevas amistades. La vida allí era para Evgueni una continua fiesta, además de que le resultaba instructiva y útil. Intimaron con el antiguo mariscal de la nobleza de su propia provincia, hombre inteligente y liberal, que tomó cariño a Evgueni, le expuso sus puntos de vista y le ganó para su partido. A fines de agosto Lisa dio a luz a una hermosa niña; contra todo lo que se esperaba, el parto resultó muy fácil.
Cuando los Irténev volvieron a casa, en septiembre, eran ya cuatro, contando la niña y la nodriza, puesto que Lisa no la podía criar. Completamente libre de los horrores de antes, cuando Evgueni volvió era un hombre nuevo y feliz. Las inquietudes propias del parto, comunes a todos los maridos, hicieron todavía más fuerte el amor que sentía por su mujer.
Cuando tomó la niña en brazos notó que había algo que movía a risa; era un sentimiento nuevo, muy agradable, como un cosquilleo. Otro factor nuevo en su vida era ahora que además las ocupaciones de la hacienda, en su lama, gracias a la amistad con Dumchin (el antiguo mariscal de la nobleza), había surgido otro interés, el de los asuntos políticos, en parte por ambición, y en parte por la conciencia del deber. En octubre debía celebrarse una asamblea extraordinaria en la que sería presentada en la que sería presentada su candidatura.
Ya en casa, fue una vez a la ciudad y otra a visitar a Dumchin.
Ni siquiera pensaba en los tormentos de la seducción y la lucha, y le costaba trabajo imaginárselos. Se le figuraba como un acceso de locura que hubiera sufrido.
Hasta tal punto se sentía libre de todo esto, que en la primera ocasión, cuando se quedó a solas con el intendente, no vació en preguntarle. Como no era la primera vez que hablaban de esto, no sintió reparo en hacerlo:
.¿Y Sidor Péchnikov? ¿Sigue fuera?
.Sí, está en la ciudad.
.¿Y su mujer?
.¡Es caso perdido! Ahora se ha liado con Zinovi. Está imposible.
«Magnífico –pensó Evgueni. .¡Cómo he cambiado! Es asombrosa mi indiferencia hacia todo eso».
XIX
Todo salió tal y como Evgueni deseaba. Había conseguido conservar la finca, la fábrica estaba en marcha, la cosecha de remolacha había sido espléndida y esperaba de ella grandes beneficios; su esposa había dado a luz felizmente a una niña y la suegra se había ido. Por si eso fuera poco, que elegido por unanimidad.
Después de las elecciones en la ciudad, Evgueni debía regresar a casa. Llovieron las felicitaciones, tuvo que celebrarlo. En la comida se tomó cinco copas de champaña. En su mente forjaba planes de vida completamente nuevos. Volvió a casa pensando en ellos. El camino era excelente y brillaba el sol. Al acercarse a casa, Evgueni pensaba que ahora, después de la elección, ocuparía la posición que siempre había aspirado, es decir, que estaría en condiciones de servir al pueblo y no ahora con el trabajo que podía proporcionar, sino con su influencia directa. Se imaginaba como al cabo de tres años juzgarían de él otros campesinos. «Este, por ejemplo», se dijo al pasar por la aldea, mirando a un mujik y una mujer que pasaba por el camino transportando una tina. Detuvo el cochecillo para dejarlos pasar. El mujik era el viejo Péchnikov y la mujer era Stepanida. Evgueni la miró y al reconocerla sintió la alegría que había quedado completamente tranquilo. Parecía tan atractiva como siempre, pero eso no le afectó en absoluto. Llegó a su casa. Su mujer salió a recibirle al portal. La tarde era maravillosa.
.¿Qué? ¿Podemos felicitarte?
.Sí, he sido elegido.
.Excelente. Hay que mojarlo.
Al día siguiente, Evgueni hizo un recorrido por la hacienda, que tenía abandonada. N la alquería estaba en marcha la nueva trilladora. Iba entre las mujeres tratando de no fijarse en ellas, pero, por mucho que se esforzase, un par de veces reparó en los negros ojos y el pañuelo rojo de Stepanida, que retiraba la paja. Os veces la miró de reojo y de nuevo sintió algo, aunque sin llegar a darse cuenta clara de lo que ocurría. Sólo al otro día, al volver a la era de la alquería, donde estuvo dos horas sin tener necesidad alguna, sin dejar de acariciar con la mirada la hermosa y conocida figura de Stepanida, sintió que era hombre perdido, que estaba perdido por completo, irremisiblemente. De nuevo los tormentos, de nuevo los mismos horrores y miedos. Y no había salvación.
*** Ocurrió lo que esperaba. Al día siguiente, a la caída de la tarde, sin él mismo darse cuenta, se vio en la parte trasera de la casa de ella, frente al henil, donde el otoño pasado habían tenido una cita. Como si fuera paseando, se detuvo para encender un cigarrillo. La vecina lo vio y él al dar la vuelta, oyó que decía a alguien:
.Anda, te está esperando; se ve que no puede más. ¡Anda, tonta!
Vio como una mujer, ella, corría al henil, pero ya no pudo volver, porque un mujik le había salido al encuentro, y se fue a casa.
XX
Al entrar en la sala todo le pareció absurdo y falto de naturalidad. Se había levantado animoso, con la decisión de dejarlo, de olvidar, de no permitirse pensar en ello. Pero, sin él mismo advertirlo, durante la mañana no sólo se había interesado por los asuntos, sino que había procurado eludirlos. Lo que antes le parecía importante y le alegraba, ahora era fútil.
Sin conciencia de lo que hacía, trataba de apartarse de los asuntos de la hacienda. Le parecía que debía hacerlo para reflexionar y meditar. Prescindió de todo, buscando la soledad. Pero, en cuanto se vio solo, se fue a pasear por el jardín y el bosque. Y todos estos lugares estaban ensuciados con recuerdos que lo dominaban por completo. Sentía que iba al jardín y que se decía que pensaba algo, pero no pensaba nada, sino que, como un insensato, sin darse cuenta cabal de nada, la esperaba; esperaba que ella, por un milagro, comprendía como la deseaba;
acudir a él, a un sitio donde nadie los viese, o de noche, cuando no hubiese luna, y nadie ni siquiera ella misma, pudiese ver nada; en una noche así acudiría y él podría tocar su cuerpo…
«Sí, corté la relaciones cuando quise –se decía. .¡Para cuidar de mi salud me junté con una mujer limpia y sana! No, se ve que no es posible jugar así con ella. Pensé que la había tomado, pero fue ella quien me tomó a mí, y ya no me suelta. Pensé que yo era libre, pero no lo era. Me engañé a mí mismo al casarme. Todo ha sido un absurdo, un engaño. Cuando me junté con ella experimenté un sentimiento nuevo, al auténtico sentimiento de marido. Sí, debí seguir viviendo con ella.
«Sí, dos vidas son posibles para mí. Una, la que empecé con Lisa; el cago, la hacienda, la niña, la estimación de la gente. Si opto por esta vida, hace falta que Stepanida desaparezca.
Hay que mandarla fuera, como yo decía, o suprimirla. Y la otra vida… ya se sabe. Quitársela a su marido, darle a él dinero, olvidar la vergüenza y el bochorno y vivir con ella. Pero entonces hace falta que desaparezca Lisa y Mimí (la niña). No, la niña no molestaría, pero hace alta que Lisa no esté aquí, que se vaya. Que sepa que la he cambiado por una mujer de la aldea, que soy un embustero, un miserable. ¡No, esto es demasiado horrible! Esto no puede ser. También podría ocurrir de otro modo –seguía pensando: .que Lisa se pusiera enferma y muriera. Que se muriera, y entonces todo resultaría perfecto.
“¡Perfecto! ¡Oh, eres un infame! No, si alguien tiene que morir, es ella. Si muriera ella, Stepanida, todo resultaría bien.
«Sí, así es como envenenan o pegan un tiro a las esposas o a las amantes. Basta tomar un revolver, llamarla y, en vez de un abrazo, dispararle en el pecho. Y se acabó.
«Porque ella es el diablo. El mismo diablo. Porque se ha apoderado de mí contra mi voluntad.
“¡Matar! Sí. Sólo hay dos salidas: matar a mi mujer o a ella. Porque la vida es imposible», se dijo y acercándose a la mesa, sacó de ella un revolver y, después de examinarlo (faltaba un cartucho), se lo guardó en el bolsillo del pantalón.
.¿Qué hago, Dios mío? –exclamó de pronto, juntando las mano y empezó a rezar. – Ayúdame, Señor, líbrame del mal. Tú sabes que no quiero nada malo, pero yo solo no puedo.
Ayúdame –decía, sin cesar de hacer la señal de la cruz ante la imagen.
«Aun puedo dominarme; daré una vuelta para pensarlo».
Se dirigió al recibimiento, se pudo la pelliza y las galochas y salió al portal. Sin él mismo darse cuenta, bordeando el jardín, sus pasos se dirigieron por el camino del campo, hacia la alquería. Allí seguía zumbando la trilladora y se oían los gritos de los chicos que acercaban la mies. Entró en el cobertizo. Estaba allí. La vio inmediatamente. Estaba recogiendo la paja y, al verle, riendo con los ojos, ágil y alegre, echó a correr al trote por la paja, separándola hábilmente. Evgueni no quería, pero no podía por menos mirarla. Se dio cuenta de las cosas sólo cuando ella desapareció de su vista. El administrador le informó que estaban trillando la mies escamada, por lo que el trabajo era mayor y daba menor rendimiento. Evgueni se acercó al tambor, que dejaba oír acompasados, sus golpes al pasar la mies, mal extendida, y preguntó si quedaban muchos de estos fajos.
.Unas cinco carretadas.
.Pues bien… .empezó Evgueni, mas no terminó la frase.
Ella se había acercando al tambor que seguía tragando espigas, y le abrazó con su sonriente mirada.
Esta mirada le habló de la alegre despreocupación del amor entre los dos, de que ella sabía que él la deseaba y había acudido al cobertizo; que, como siempre, estaba dispuesta a vivir y divertirse con él, sin pensar en las condiciones y consecuencias. Evgueni se sintió dominado por ella, pero no quería rendirse.
Recordó su oración y trató de repetirla. Empezó a recitarla para sus adentros, pero al instante advirtió que era inútil. Una idea le absorbía por completo: cómo, sin que nadie advirtiese, convenir la cita.
.¿Empezamos otra hacina si terminamos hoy, ola dejamos para mañana? –preguntó el administrador.
.Sí, sí –contestó Evgueni, dirigiéndose mecánicamente a la paja que ella y otra mujer estaban amontonando.
“¿Es que no puedo dominarme? –se dijo. .¿Es que soy un hombre perdido? ¡Dios mío!
Pero no hay Dios. Hay el diablo. Y el diablo es ella. Se ha apoderado de mí, y yo no lo quiero, no lo quiero. El diablo, sí, el diablo».
Se acercó hasta Stepanida, sacó el revolver del bolsillo y le disparó a la espalda, una, dos, tres veces. Ella dio unos pasos y cayó sobre el montón.
.¿Qué es esto, Dios mío? –gritaron las mujeres.
.No, no ha sido sin querer. La he matado deliberadamente –gritó Evgueni. –Id, buscad al comisario.
Llegó a casa y, sin decir nada a su mujer, se encerró en el despacho.
.¡No entres! –gritó a Lisa desde el otro lado de la puerta. –Ya te enterarás de todo.
Una hora más tarde llamó a un criado y le mandó a preguntar si Stepanida había quedado con vida.
El criado estaba al tanto ya y le dijo que había muerto hacía un rato.
.Perfectamente. Ahora déjame. Avísame cuando venga el comisario o el juez de instrucción.
El comisario y el juez llegaron a la mañana siguiente, y Evgueni, después de despedirse de su mujer y su hija, fue conducido a la cárcel.
Lo juzgaron. Eran los primeros tiempos del tribunal de jurados. Considerado su enajenación temporal, sólo lo condenaron a penitencia eclesiástica.
Estuvo nueve meses en la cárcel y uno en un monasterio.
Ya en la cárcel había empezado a beber, en el monasterio siguió haciéndolo, y cuando volvió a casa era ya un alcohólico sin voluntad e irresponsable.
Varvara Alexéievna aseguraba que siempre lo había predicho. Se veía lo que iba a suceder cuando discutía. Lisa y María Pávlovna no podían comprender en absoluto la causa, aunque tampoco daban crédito a las afirmaciones de los médicos de que era un enfermo mental, un psicópata. No podían aceptarlo porque sabían que era más sensato que los cientos de personas que habían conocido.
Efectivamente, si Evgueni Irténev era un enfermo mental cuando cometió su crimen, todos serían enfermos mentales, y los más enfermos serían, sin duda, aquellos que veían en los otros síntomas de locura y no los veían en sí mismos.
El músico Alberto
I
A las tres de la mañana, cinco jóvenes de apariencia fastuosa entraban en un baile de San Petersburgo, dispuestos a recrearse. Bebíase champaña copiosamente. La mayoría de los invitados eran muy jóvenes y abundaban entre ellos las mujeres jóvenes también y hermosas.
El piano y el violín tocaban sin interrupción, una polka tras otra. El baile y el ruido no cesaban; pero los concurrentes parecían aburridos; sin saber por qué era visible que no reinara allí la alegría que en tales fiestas parece debe reinar.
Varias veces probaron algunos a reanimarla, pero la alegría fingida es peor aún que el tedio más profundo.
Uno de los cinco jóvenes, el más descontento de sí mismo, de los otros de la velada, levantóse con aire contrariado, buscó su sombrero y salió con la intención de marcharse y no volver.
La antesala estaba desierta, pero al través de una de las puertas oíanse voces en el salón contiguo. El joven se detuvo y púsose a escuchar.
—No se puede entrar…; están los invitados –decía una voz de mujer.
—Que no se puede pasar, porque allí no entran más que los invitados —dijo otra voz de mujer.
—Dejadme pasar, os lo ruego, pues eso no importa —suplicaba una voz débil de hombre.
—Yo no puedo dejaros pasar sin el permiso de la señora—. ¿A dónde vais? ¡Ah!…
Abrióse la puerta y en el umbral apareció un hombre de aspecto extraño. Al ver salir al joven, la criada cesó de retenerle y el extraño personaje saludó tímidamente, y, tambaleándose en sus corvas piernas, entró en el salón. Era un hombre de mediana estatura, la espalda encorvada y los cabellos largos y en desorden. Llevaba abrigo roto, pantalones estrechos y rotos, botas abiertas y en muy mal estado; una corbata parecida a una cuerda se anudaba en su blanco cuello. Una camisa sucia le salía por las mangas, sobre las flacas manos. Pero, a pesar de la extraordinaria magrura de su cuerpo, su cara era blanca y fresca, y un ligero carmín coloreaba sus mejillas entre la barba y las patillas negras. Los cabellos en desorden descubrían una frente hermosa y pura. Los ojos sombríos, cansados, miraban fija y humildemente, y al mismo tiempo con gravedad.
Esta expresión confundíase de modo agradable con la de sus frescos y arqueados labios, que se percibían bajo el escaso bigote.
Dio algunos pasos y se detuvo; volvióse hacia el joven y sonrió. Sonrió con algún esfuerzo, pero cuando esta sonrisa asomó a sus labios, el joven, sin explicarse por qué, sonrió también.
—¿Quién es ese hombre? – preguntó en voz baja la criada, cuando el otro hubo desaparecido hacia la sala donde se bailaba.
—Es un músico de teatro, un loco —respondió la doncella. A veces visita a la señora.
—¿Dónde te has metido, Delessov? – clamaron en la sala.
El joven a quien llamaban Delessov volvió al salón.
El músico estaba cerca de la puerta, observando a los que bailaban, y su sonrisa, su mirada y sus movimientos, daban una idea exacta del placer que le producía el espectáculo.
—¡Vamos, bailad también! – le dijo uno de los jóvenes.
El músico saludó y dirigió a la señora una mirada indagatoria.
—Podéis hacerlo, ya que estos señores os invitan —dijo la dama.
Los débiles y flacos miembros del músico comenzaron a agitarse con violencia, y, guiñando el ojo con una sonrisa, púsose a saltar locamente por la sala. En medio del baile, un oficial muy alegre y que bailaba bastante bien, chocó por casualidad con el músico. Sus febles y cansadas piernas perdieron el aplomo, y el músico dio un traspié y cayó cuan largo era. A pesar del ruido seco que produjo su caída, a la primera impresión todos se echaron a reír. Al ver que el músico no se levantaba, calláronse los que reían, paróse el piano y Delessov fue el primero que se acercó al músico apresuradamente, con la señora de la casa. Estaba el caído apoyado en un codo y miraba al suelo sin expresión ninguna. Cuando le hubieron levantado y le sentaron en una silla, con un movimiento rápido apartóse los cabellos que tenía en la frente, sonriendo, sin contestar a las preguntas que le hacían.
—¡Señor Alberto! ¡Señor Alberto! – decía la señora de la casa. ¿Os habéis hecho daño?
¿Dónde? ¡Bien os decía yo que no bailarais!… Está tan débil —continuó dirigiéndose a los invitados. Si casi no puede andar, ¡cómo quiere bailar!
—¿Quién es? – preguntaron a la señora.
—Un pobre hombre, un artista, un buen muchacho, pero un desdichado, como podéis ver…
La señora se expresó en esta forma con la mayor naturalidad delante del músico. Éste se repuso y, como asustándose de algo que no sabía lo que era, empujó a los que le rodeaban, hizo un esfuerzo para levantarse de la silla y exclamó: "¡no es nada!» Y para probar que no sufría, probó a dar algunos saltos en medio del salón; pero sin duda hubiera caído otra vez, a no ser porque unos jóvenes le sostuvieron.
Todos parecían cortados; todos le contemplaban en silencio.
De pronto la mirada del músico se apagó de nuevo, y olvidándose sin duda de los que le rodeaban, rascóse con fuerza la rodilla. A poco levantó la cabeza, echóse los cabellos hacia atrás, y acercándose al violinista le quitó el instrumento.
—No ha sido nada —repitió agitando el violín—. Señores, vamos a tocar…
—¡Qué figura tan extraña! – decíanse los invitados.
—Quizá tenga un gran talento ese infeliz —dijo alguno.
—Infeliz, sí, infeliz… – pronunció un tercero.
—¡Qué hermoso semblante!… Hay en él algo extraordinario —dijo Delessov. Veamos.
II
Alberto, sin prestar atención a nadie, iba y venía a lo largo del piano, mientras templaba el violín apretado al hombro. Había plegado los labios en una sonrisa indiferente; los ojos no se le distinguían, pero la estrecha y huesosa espalda, el cuello largo y blanco, las corvas piernas y la abundante cabellera negra, le daban un aspecto extraño. Es difícil explicarlo, pero no tenía nada de ridículo. Después de haber templado el instrumento, se puso en tono y dirigiéndose al pianista que se preparaba a acompañarle.
—Melancolía, en do mayor —le dijo con un gesto imperioso. Y como para pedirle perdón por ese gesto, sonrió dulcemente y con esta sonrisa miraba al público en torno.
Alisándose los cabellos con la mano en que tenía el arco, Alberto se detuvo en el ángulo del piano, y, con un movimiento lento, hizo resbalar el arco por las cuerdas. Un sonido delicado y puro llenó el salón; el silencio era absoluto.
Las notas iban saliendo libres y elegantes. Desde el primer momento una luz clara, tranquila, inesperada, iluminó de súbito el mundo interior de cuantos escuchaban. Ni una sola nota falsa o exagerada turbó el silencio del auditorio. Los sonidos eran puros, armoniosos y graves. Los oyentes seguían en silencio con febril ansiedad el desenvolvimiento del tema. De un estado de fastidio, de diversiones enloquecedoras y de sueños del alma, aquellos hombres veíanse transportados a otro mundo que habían olvidado del todo. En sus almas nacía unas veces el sentimiento de la dulce contemplación del pasado, otras, el recuerdo apasionado de alguna hora feliz; ya el deseo ¡limitado de grandeza y esplendor, ya un sentimiento de sumisión, de amor no satisfecho y de tristeza. Los sonidos, tiernos y lastimeros, rápidos y desesperados, confundíanse libremente; deslizábanse uno tras otro, tan agradables, tan fuertes, tan cautivadores, que ya no se oían, sino que en el alma de cada uno se desbordaba un torrente de poesía, de belleza imaginada hacía mucho tiempo, pero sentida por primera vez.!
Alberto se exaltaba más y más, y estaba muy lejos ya de parecer feo y grotesco; con el violín apretado a la barbilla, tocaba apasionadamente, agitando nervioso las piernas o enderezándose o encorvando todo el cuerpo. Mantenía el brazo izquierdo plegado e inmóvil, y sólo sus huesudos dedos se movían nerviosamente, mientras el brazo derecho se movía con lentitud, de una manera casi insensible y elegante.
Su cara revelaba el entusiasmo y la felicidad más completos; estaba su mirada brillante y clara y sus labios enrojecidos se entreabrían de placer. A veces inclinaba más la cabeza sobre el violín, cerraba los ojos, y su cara, casi cubierta por la cabellera, iluminábase con una sonrisa de dicha inmensa.
Otras veces enderezábase rápidamente, avanzaba una pierna, y en su pura frente y en su ardiente mirada, que paseaba alrededor de la sala, aparecían grabadas la arrogancia y la fiereza con que sentía su poder.
Dio el pianista de pronto una nota falsa y un gran sufrimiento físico se expresó en todo el músico.
Paróse un momento y golpeando el suelo con el pie, gritó en tono de cólera infantil: "¡No es eso!» El pianista recobró el compás y Alberto entonces cerró los ojos, sonrió, y olvidándose visiblemente de sí mismo y de los demás, se abandonó completamente a su música. Cuantos se hallaban en el salón mientras Alberto tocaba, guardaron un silencio religioso y parecían no vivir ni respirar siquiera.
Un alegre oficial estaba sentado en una silla cerca de la ventana, mirando al suelo, inmóvil, y dejaba escapar de una vez en vez profundos suspiros. Las jóvenes guardaban un silencio religioso. Sentadas a lo largo de la pared, si un murmullo de aprobación que rayaba en entusiasmo llegaba hasta ellas, se miraban entre sí. El rostro afable y sonriente de la dama de la casa irradiaba placer. El pianista, con los ojos fijos en Alberto, trataba de seguirle y se le advertía en el semblante su temor de equivocarse. Uno de los invitados, que había bebido más que los otros, recostado en un diván, trataba de no moverse para no descubrir la emoción de que era presa. Delessov experimentaba una sensación desconocida; fría corona que parecía crecer y luego se estrechaba ceñía su cabeza; las raíces de los cabellos se le hacían sensibles;
frío de nieve subíale por la espalda y llegaba a su garganta; finísimas agujas le picaban la nariz y el paladar, y a pesar suyo rodábansele las lágrimas por las mejillas… Se sacudía, quería enjugarlas sin que nadie lo advirtiera, pero otras brotaban de sus ojos y rodaban por el rostro.
Por una extraña asociación de ideas, las primeras notas del violín de Alberto transportaron a Delessov a su primera juventud. Él, que ya no era joven y estaba cansado de la vida, sentíase volver de nuevo a los diecisiete años, hermoso, contento de si mismo, bueno, inconsciente y feliz. Acodábase de su primer amor, de su prima, vestida de color de rosa, y de su primera declaración en la avenida de los tilos; el ardor y el atractivo incomparables de un beso furtivo; la ilusión de los misterios incomprensibles que entonces te rodeaban. En el recuerdo que surgía en medio de la espesa niebla de infinitas esperanzas, de vagos deseos, de una fe inquebrantable en la posibilidad de una felicidad imposible, brillaba la imagen de ella.