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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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—¡Vaya, se me ha olvidado la pipa! ¡Qué desgracia, hermanos míos! –exclamó, después de un breve silencio y sin dirigirse a nadie en particular.

II


En Rusia predominan tres clases de soldados, en las que pueden comprenderse todas las tropas; las del Cáucaso, de la guardia, de infantería, de caballería, de artillería, etcétera.

Los tipos principales, con muchas divisiones y subdivisiones, son los siguientes:

1. Los sumisos.

2. Los autoritarios.

3. Los temerarios.

Los sumisos se subdividen en: a) sumisos indiferentes; b) sumisos diligentes.

Los autoritarios comprenden: a) los autoritarios severos; b) los autoritarios diplomáticos.

Los calaveras se dividen en: a) calaveras divertidos; b) calaveras depravados.

El tipo más frecuente es seductor, simpático y, generalmente, reúne las mejores virtudes cristianas: la dulzura, la devoción, la paciencia y la resignación a la voluntad de Dios, es decir, es sumiso. El rasgo característico del sumiso de sangre fría es una serenidad que no se altera con nada y desprecio hacia las adversidades que el destino le depara. El rasgo característico del sumiso que bebe es una serena predisposición poética y sentimental; la del sumiso diligente, es la limitación de sus facultades intelectuales, unida a su celo y a su deseo de afanarse sin objetivo alguno.

El tipo de los autoritarios se encuentra principalmente en una esfera más elevada de soldados: cabos, sargentos, etcétera, y, en la primera subdivisión, la de los autoritarios severos, hay tipos muy nobles y enérgicos, sobre todo marciales y dotados de grandes arrebatos poéticos (a esta categoría pertenecía el cabo Antonov, al que quiero presentar a los lectores). La segunda categoría la constituyen los autoritarios diplomáticos, que desde hace algún tiempo empiezan a extenderse bastante. El autoritario diplomático es siempre elocuente, ilustrado, lleva camisa color de rosa, no come rancho, a veces fuma tabaco de Musatov, se tiene por mucho más que un simple soldado, pero rara vez es tan buen militar como al autoritario de la primera categoría.

El tipo del calavera, lo mismo que el de autoritario, es bueno en la primera categoría, la del calavera divertido, cuyos rasgos característicos son: alegría inquebrantable, gran capacidad para todo, naturaleza sana y arrojo; en la segunda, en cambio, es muy malo. Sin embargo, es preciso decirlo en honor al ejército ruso, los calaveras depravados se encuentran muy rara vez, y de encontrarse, quedan aislados por sus mismos compañeros. La incredulidad y cierta osadía para el vicio son sus rasgos principales.

Velenchuk pertenecía a la clase de los sumisos diligentes. Era de origen ucraniano y servía en el ejército desde hacía quince años; era un soldado insignificante y poco hábil, pero ingenuo, bondadoso, muy diligente –aunque la mayoría de las veces intempestivo de su celo– sumamente honrado. Digo sumamente honrado porque el año anterior ocurrió un hecho en el que mostró de un modo patente esa cualidad característica. Es preciso observar que casi todos los soldados tienen su oficio. El más corriente es el de sastre o el de zapatero. Velenchik aprendió por sí mismo el primero de ellos, y a juzgar por el hecho de que Mijail Dorofeievich en persona, el sargento, le encargaba sus trajes, había llegado a cierto grado de perfección en su arte. El año anterior, Velenchik se encargó de confeccionar un capote de buena calidad para Mijail Dorofeievich; pero la misma noche en que lo cortó, le puso el forro y lo guardó debajo de la almohada, le ocurrió un percance: el paño, que había costado siete rublos, desapareció. Velenchuk, con sus ojos arrasados de lágrimas, los pálidos labios temblorosos y reprimiendo los sollozos, se lo comunicó al sargento. Mijail Dorofeievich se indignó. En el primer momento, despechado, amenazó al sastre, pero luego, como hombre bueno y pudiente, se despreocupó de aquello sin exigirle a Velenchik el importe del capote. Por más que hizo el diligente Velenchuk, por más que lloró y contó su desgracia, no se pudo encontrar al ladrón.

Aunque se sospechaba de un soldado, calavera, libertino, un tal Chernov, que dormía con él en la misma tienda, no existían pruebas convincentes. El autoritario diplomático, Mijail Dorofeievich, como hombre de buena posición, hacía pequeños negocios con el vigilante del arsenal y con el jefe de la cooperativa, aristócratas de la batería, y no tardó en olvidar por completo la desaparición de su capote. Velenchik, en cambio, no pudo olvidar su desgracia.

Los soldados temieron en aquella época que se suicidara o huyese al monte, hasta tal punto le había afectado su desventura. No comía ni bebía, ni siquiera podía trabajar y lloraba sin tregua. A los tres días de aquello, Velenchk, pálido, se presentó ante Mijail Dorofeievich y, con mano temblorosa, extrajo de la bocamanga una moneda de oro y se la tendió.

—Le juro, Mijail Dorofeievich, que es todo lo que tengo, y hasta eso lo he pedido prestado a Jdanov –dijo, sollozando—. En cuanto los gane, le devolveré los otros dos rublos. El (ni el mismo Velenchik sabía quién era él) me ha hecho pasar por un bribón ante usted. El, con su alma vil e hipócrita, ha robado a un soldado, hermano suyo, lo último que tenía; y yo que sirvo desde hace quince años…

En honor a Mijail Dorofeievich hay que decir que no aceptó los dos rublos restantes cuando Velenchik, al transcurrir dos meses, fue a entregárselos.

III


Además de Velenchuk, cinco soldados en mi sección se calentaban junto a la hoguera.

En el mejor sitio, resguardado del viento, el polvorista Maximov se hallaba sentado en una barrica fumando en pipa. La actitud, la mirada, y todos los movimientos de este hombre reflejaban la costumbre de mandar y la conciencia de su propio valer, sin hablar ya de la barrica en la que estaba sentado, que constituía durante los descansos el emblema del poder, ni de su pelliza revestida de buena tela. Cuando me acerqué, Maximov movió la cabeza, pero sus ojos continuaban fijos en la llama y sólo mucho después su mirada, siguiendo la dirección de su cabeza, se fijó en mí. Maximov era hijo de campesinos propietarios, tenía dinero y había seguido un curso en la escuela de la brigada, adquiriendo conocimientos. Era muy rico y muy erudito, como decían los soldados. Recuerdo que una vez en un ejercicio práctico de tiro explicó, con el cuadrante en la mano, a los soldados que se habían reunido en torno suyo, que el nivel no es más que el resultado del movimiento atmosférico del mercurio. En realidad, Maximov no era tonto y conocía perfectamente su obligación; pero tenía la extraña costumbre de hablar, en ocasiones a propósito, de forma que nadie pudiera comprenderle y estoy seguro de que tampoco él comprendía sus propios términos. Le gustaban particularmente, las palabras «resulta» y «prosiguiendo», y cuando las decía, ya sabía yo de antemano que no podría comprender nada. En cambio, según pude observar, a los soldados les gustaba oír estas palabras. Se imaginaban que tenían un profundo sentido, aunque, lo mismo que yo, no comprendían nada; atribuían esta falta de comprensión a su propia estupidez y, por tanto, respetaban más a Fiador Maximovich. En una palabra, Maximov era un autoritario diplomático.

El Segundo soldado, que se calzaba los pies musculosos y colorados junto al fuego, era Antonov. Era el artillero que en el año 37 se había quedado con otros dos junto a un cañón, disparando contra el poderoso enemigo, con dos balas incrustadas en el muslo. «Hace mucho tiempo que sería polvorista a no ser por su carácter», decían de él los soldados. En efecto, tenía un carácter extraño: cuando no estaba borracho, no había hombre más tranquilo, más dulce ni más exacto; pero cuando bebía se volvía completamente distinto: no reconocía la autoridad, se peleaba, alborotaba y procedía como un soldado indigno. Una semana antes, durante el Carnaval, se dio a la bebida; y, pese a las amenazas, las exhortaciones y a haberle atado al cañón, bebió y alborotó hasta el primer lunes de Cuaresma. A pesar de que el destacamento tenía permiso para no observar la abstinencia de carne, Antonov se alimentaba solamente de pan seco y en la primera semana ni siquiera tomó su ración de vodka. Por otro lado, había que ver esa figura de mediana estatura, robusta, con sus piernas cortas y torcidas, su cara resplandeciente y con bigote cuando ligeramente embriagado, cogía la balalaika en sus musculosas manos y, mirando distraído a su alrededor, empezaba a tocar una canción. O cuando paseaba por la calle con el capote, lleno de condecoraciones, echado por los hombros y las manos en los bolsillos del pantalón azul, expresando orgullo por ser soldado y desprecio hacia los que no lo fueran. En tales momentos bastaba ver su cara para comprender que no podía dejar de pegarse con un asistente que le dijera alguna grosería o con alguien que se encontrase por casualidad, bien fuese cosaco, infante o extranjero, en una palabra, que no perteneciera a la artillería. Se pegaba y alborotaba, no tanto por propia satisfacción como por mantener el espíritu de la soldadesca, de la cual se consideraba representante.

El tercer soldado, que se hallaba en cuclillas junto a la hoguera, era el conductor de artillería Chikin. Tenía cara de pájaro, un bigotillo erizado y sostenía en la boca una pipa de porcelana. El simpático Chikin, como le llamaban los soldados, era bromista. Tanto con una gran helada, como con barro hasta la rodilla, sin haber comido nada durante dos días, estando de expedición, pasando revista o haciendo prácticas, el buen hombre hacía muecas, piruetas, y gastaba tales bromas que todo el destacamento se moría de risa. Durante los descansos o en el campamento, a Chikin lo rodeaba siempre un grupo de soldados jóvenes con los que jugaba una partida de filka (juego de cartas), o a los que contaba anécdotas de un soldado astuto y de un milord inglés. A veces imitaba a un tártaro, a un alemán, o, simplemente, hacía observaciones que producían la hilaridad general. Su reputación de hombre divertido estaba tan consolidada en la batería, que le bastaba abrir la boca o guiñar un ojo para suscitar una carcajada general; pero no dejaba de tener mucha comicidad espontánea. En todo veía algo particular, algo que a los demás ni siquiera se les ocurría, y la capacidad de observar la parte ridícula no cedía con ningún sufrimiento.

El cuarto era un muchacho poco agraciado, un recluta del año anterior, que salía por primera vez en una expedición. Estaba envuelto por el humo y tan acerca del fuego que poco faltaba para que se le prendiera la ropa; pero, a pesar de eso, por su raída pelliza desabrochada y la postura tranquila y desenvuelta de sus piernas arqueadas, se veía que experimentaba un gran placer.

Finalmente, el quinto, que se hallaba sentado algo más lejos de la hoguera tallando una ramita, era Jdanov, el más antiguo de todos los soldados de la batería. Había conocido a todos los demás como reclutas, que por una antigua costumbre lo llamaban tiíto. Según decían, no bebía nunca, no fumaba, no jugaba a las cartas, ni profería juramentos. Todo el tiempo que le quedaba libre del servicio lo empleaba en su oficio de zapatero; los días festivos iba a la iglesia, siempre que le fuera posible, o bien encendía una vela que costaba un copeck ante una imagen y abría el libro de Salmos, el único que sabía leer. Hablaba poco con los soldados y se mostraba frío y respetuoso con los de grado superior, aunque fuesen más jóvenes que él;

como no bebía, no tenía ocasión de tratar a sus iguales; sin embargo, apreciaba mucho a los reclutas y a los soldados jóvenes: los solía proteger, les daba consejos y, a menudo, les ayudaba. Todos los de la batería lo consideraban como a un capitalista, porque tenía veinticinco rublos, que prestaba al soldado que realmente los necesitase. Maximov, que en la actualidad era polvorista, me contó que diez años atrás, cuando entró en filas y los veteranos se gastaron su dinero en beber, al enterarse de su situación, Jdanov lo llamó y, después de recriminarle severamente su proceder y hasta de pegarle, le dijo cómo debía vivir un soldado, le regaló una camisa, porque ya no tenía ninguna y cincuenta copecks. «Ha hecho de mí un hombre», decía Maximov, hablando de él con respeto y agradecimiento. También protegió a Velenchik desde que entró en filas y le ayudó cuando tuvo la desgracia de perder el capote, así como a muchos otros durante sus veinticinco años de servicio.

No se podía desear un soldado que conociese mejor su obligación, que fuese más valiente ni más puntual; pero era demasiado dulce e insignificante para ser promovido a polvorista, a pesar de ser artillero desde hacía quince años. La única alegría, casi la pasión, de Jdanov, la constituían las canciones, y tenía preferencia por algunas. Solía reunir un grupo de cantantes entre los jóvenes soldados y, aunque no sabía cantar, permanecía con ellos, con las manos en los bolsillos de la pelliza y los ojos entornados, expresando su participación moviendo la cabeza y las mandíbulas. No sé por qué en ese movimiento de mandíbulas que sólo observaba en él, encontraba mucha expresión. Su cabeza blanca como la nieve, su bigote teñido de negro y su rostro moreno y surcado de arrugas, le daban a primera vista una expresión severa y grave; pero al fijarse en sus grandes ojos redondos, sobre todo cuando sonreía (nunca lo hacía con los labios), se observaba algo extraordinariamente dulce, casi infantil, que sorprendía.

IV


—¡Vaya! Se me ha olvidado la pipa. Es una desgracia, hermanos míos –repitió Velenchuk.

—Sería mejor que fumaras cigarrillos, buen hombre –dijo Chikin, torciendo la boca y guiñando un ojo—. En casa yo fumaba siempre cigarrillos; son más suaves.

Como es natural, todos soltaron una carcajada.

—¡Ah! ¿Con que se te ha olvidado? –intervino Maximov, sin hacer caso de la risa general, mientras daba golpecitos con la pipa en la palma de su mano izquierda con gesto altivo y autoritario—. ¿Donde te habrás metido? ¿Eh, Velenchuk?

Velenchuk se volvió hacia él, se llevó la mano a la gorra y después la bajó.

—Por lo visto, no has dormido bastante, ya que te quedas dormido en pie. Esas cosas se castigan.

—Que me aspen, Fiodor Maximovich, si he bebido una sola gota; ni yo mismo sé lo que me ha ocurrido –replicó Velenchuk—. ¿Con qué motivo me iba a emborrachar? –masculló.

—Está bien. Uno tiene que responder de ti ante los jefes y, sin embargo, siempre haces lo mismo. Te portas muy mal –concluyó el elocuente Maximov, con un tono más tranquilo ya.

—Es un milagro, hermanos míos –continuó Velenchuk después de un breve silencio, sin dirigirse a nadie en particular, mientras se rascaba la coronilla. Un verdadero milagro, hermanos míos. Hace dieciséis años que sirvo y nunca me ha pasado una cosa igual. Cuando dieron la orden de formar, me preparé como es debido. Todo fue bien hasta que, de pronto, estando en el parque, ella se apoderó de mí… Y, agarrándome, me echó al suelo. Eso fue todo… Ni yo mismo me he dado cuenta de cómo me dormí, hermanos míos –concluyó.

—Me costó trabajo despertarte –comentó Antonov, calzándose una bota—. Te empujaba como un tronco…

—En mi tierra hubo una mujer que se pasó dos años en la cama durmiendo. Una vez quisieron despertarla, creyéndola dormida, y vieron que estaba muerta.

—Cuéntanos, Chikin, cómo te dabas tono cuando estabas de licencia –dijo Maximov sonriendo y mirándome, como si dijera: “¿Quiere usted oír hablar a un hombre tonto?»

—¡No se trataba de darme tono! –replicó Chikin, mirándome de reojo—. Sólo contaba cómo es el Cáucaso.

—¡Claro! ¡Claro! No te hagas rogar… Cuéntanos cómo alardeabas delante de los demás.

—Ya se sabe cómo lo hacía. Me preguntaban cómo vivíamos y yo les decía que muy bien – empezó diciendo Chikin con el aire y la volubilidad del hombre que ha contado varias veces lo mismo—. Nos dan muy bien de comer; por las mañanas y por las noches cada soldado recibe una taza de chocolate; a la hora de comer, una sopa de cebada perlada, lo mismo que los señores, y, en lugar de vodka, una copa de vino de Madera, que, sin contar el caso, vale cuarenta y dos copecks.

—¡Valiente madera! –exclamó Velenchuk lanzando una carcajada que dominó las de los demás—. ¡Vaya un madera!

—Bueno, ¿y cómo describías a los asiáticos? –continuó preguntando Maximov cuando la risa general se hubo calmado un poco.

Chikin se inclinó hacia la llama, sacó una brasa por medio de una ramita y la puso en la pipa. Como si no se diera cuenta de la curiosidad silenciosa, llena de excitación, del auditorio, encendió en silencio y con gran calma el tabaco. Después arrojó la brasa, se echó hacia atrás la gorra y, fumando y sonriendo ligeramente, continuó:

—También me preguntaban cómo es el circasiano y si los turcos luchaban contra nosotros en el Cáucaso. Yo les decía: el circasiano no es siempre igual: los hay distintos, como es de suponer. Algunos viven en las montañas pedregosas y comen piedras en lugar de pan. Son altos como unos troncos, tienen un ojo en la frente y llevan unos gorros rojos, como la llama, lo mismo que el tuyo, muchacho –añadió, dirigiéndose a un joven recluta que, en efecto, llevaba un gracioso gorrito colorado por la parte de arriba.

A esta salida inesperada, el soldado se sentó en el suelo, se golpeó las rodillas y, lanzando una carcajada, fue presa de un acceso de tos, tan fuerte, que apenas pudo pronunciar, sofocándose:

—¡Vaya unos montañeses!

—También existen los numri – prosiguió Chikin, echándose la gorra hacia la frente con un movimiento de cabeza—. Son pequeños, una cosa así. Siempre van de dos en dos, sujetos por las manos, y corren tan veloces que no se los alcanzaría ni montando a caballo. «Pero, ¡cómo!, ¿es que nacen cogidos de la mano?», me preguntaban –dijo Chikin parodiando a un campesino con su voz de bajo—. Sí, buen hombre, son así por naturaleza. Si se les separasen las manos, sangrarían; es lo mismo que si se les quita el gorro a los chinos, también sangran.

«Cuéntanos cómo guerrean.» Pues veréis: si le cogen a uno, le abren el vientre en canal, le cuelgan los intestinos en la mano y venga a agitarlos. Ellos los agitan y uno se ríe, se ríe, hasta quedarse sin aliento…

—¿Y te creían, Chikin? –preguntó Maximov, sonriendo ligeramente, mientras los demás se morían de risa.

—La gente es tan extravagante, Fiador Maximovich, que se lo creían todo, le juro que se lo creían todo. En cambio, cuando les hablé del monte Kasbek, diciendo que no se deshiela en él la nieve en todo el verano, se rieron en mis propias barbas. “¿Qué nos cuentas, buen hombre?

¿No se va a deshelar la nieve en un monte tan alto? Aquí, en la época de deshielo, la nieve se funde antes en cualquier cerro que en los valles.» ¡Ya veis! –terminó Chikin, guiñando un ojo.

V


El claro disco del sol que se filtraba a través de la neblina blanca y lechosa se había remontado bastante alto; el horizonte, de un gris violáceo, se ensanchaba poco a poco y, aunque mucho más lejos que antes, no dejaba de estar limitado por la blanca barrera engañosa de la niebla.

Ante nosotros, más allá del bosque talado, se abría una pradera bastante grande, en la que se elevaba por todos lados el humo negro, blanco lechoso o violáceo de las hogueras y capas de niebla que formaban extrañas figuras. A lo lejos, aparecían, de cuando en cuando, grupos de tártaros montados y se oían los disparos poco frecuentes de nuestras carabinas y de nuestros fusiles y cañones.

«Esto no era más que un juego», según decía nuestro bondadoso capitán Jlopov.

El comandante de la novena compañía de cazadores se acercó a mis cañones y, señalando tres jinetes tártaros que pasaban junto al bosque, a una distancia de unas seiscientas sajenas de nosotros, con esa afición que suelen tener los oficiales de infantería a los disparos de la artillería, me rogó que les enviase una bala de cañón o una granada.

—¿Ve esos dos árboles? –dijo, con su sonrisa bondadosa y persuasiva, extendiendo el brazo por encima de mi hombro—. Pues, delante de ellos hay un tártaro montado en un caballo blanco, lleva guerrera circasiana negra, y ahí detrás, hay otros dos. ¿Los ve? ¿No se podría, por favor…?

—Ahí llegan otros tres; ahí, junto al bosque –añadió Antonov, que se distinguía por su buena vista, acercándose a nosotros y ocultando la pipa que fumaba tras de la espalda—. El que va delante ha sacado el fusil de la funda. ¡Se ve muy bien!

—¡Anda! ¡Ha disparado! Se ve el humo –exclamó Velenchuk, que se hallaba entre un grupo de soldados, detrás de nosotros.

—Debe de apuntar hacia nuestras filas, el muy bribón –observó otro.

—Fijaos cuántos han salido del bosque; se conoce que estudian el terreno para colocar los cañones –añadió un tercero—. Si les enviásemos una granada, no les vendría mal.

—¿Y crees, buen hombre, que llegaría hasta allí? –preguntó Chikin.

—Debe de haber unas quinientas, o quinientas veinte sajenas, no más –dijo Maximov con sangre fría, como si hablara consigo mismo, aunque se veía que, lo mismo que los demás, estaba deseando disparar—. Si tirásemos con el de cuarenta y cinco, no cabe duda de que haríamos blanco.

—Si apuntase usted al grupito, seguro que caería alguno. ¡Ahora, ahora que se han reunido!

Ordene que disparen –seguía suplicándome el jefe de la compañía.

—¿Manda usted encarar la pieza? –me preguntó de pronto Antonov con su entrecortada voz de bajo y expresión de ira.

Confieso que también yo deseaba disparar; ordené que encarasen el segundo cañón.

Apenas lo hice, cuando ya habían colocado el obús, y Antonov, inclinado sobre el punto de mira, llevaba el cañón de derecha a izquierda.

—Un poco a la izquierda…, una pizquita a la derecha… más, un poco más… Eso es, ya está bien –concluyó, retirándose con expresión de orgullo.

El oficial de infantería, Maximov, y yo fijamos la vista en el punto de mira y cada uno dio una opinión distinta.

—Estoy seguro de que caerá demasiado lejos –observó Velenchuk chascando la lengua, aunque no se basaba en nada para suponerlo, puesto que había mirado por encima del hombro de Antonov—. Estoy seguro de que caerá demasiado lejos, ¡hará blanco en aquel árbol!

—¡Fuego! –ordené.

Los sirvientes del cañón se separaron. Antonov se retiró corriendo para presenciar el vuelo del obús; el tuvo se inflamó, resonando el bronce. Al mismo tiempo nos envolvió el humo de la pólvora, y en medio del retumbar sordo del disparo, se destacó un sonido metálico y sibilante que se alejaba con la rapidez de un rayo, perdiéndose a lo lejos en el silencio general.

Algo más allá del grupo de jinetes se distinguió una humareda blanca, los tártaros se dispersaron y la explosión del proyectil llegó hasta nosotros.

—¡No está mal! ¡Han huido! Hay que ver: a estos diablos no les agradan estas cosas –se oyó comentar entre las filas, animadamente y en tono de burla, a los artilleros y a los infantes.

—Si se hubiese disparado un poquitín más bajo, se habría hecho blanco en el mismo grupo –observó Velenchuk—. Dije que daría en el árbol y así ha sido. Ha caído demasiado a la derecha.

VI


Dejé a los soldados comentando cómo habían huido los tártaros, para qué habían ido allí y si eran numerosos los que aún quedaban en el bosque, y me alejé unos cuantos pasos acompañado del comandante de la compañía. Nos sentamos al pie de un árbol, mientras esperábamos las chuletas asadas que me había ofrecido. El comandante de la compañía, Boljov, era uno de esos oficiales a los que se suele llamar en los regimientos de buena estrella. Tenía dinero, había hecho el servicio en la guardia y hablaba francés. Y, a pesar de eso, los compañeros lo querían, lo apreciaban. Era bastante inteligente y poseía el tacto suficiente para llevar la guerrera según la moda de San Petersburgo, comer bien y hablar francés, sin zaherir demasiado a los oficiales que lo rodeaban. Después de charlar un rato del tiempo, de las operaciones militares, de los oficiales que ambos conocíamos, y, convenciéndonos (por las preguntas y respuestas y por el punto de vista sobre las cosas) de que nuestras ideas nos satisfacían mutuamente, pasamos sin querer a una conversación más íntima. Además, al encontrarse en el Cáucaso dos hombres de la misma capa social, surge siempre la siguiente pregunta, aunque no se haga verbalmente: “¿Por qué está usted aquí?»

Me pareció que mi interlocutor se disponía a contestar a esta pregunta muda que le hice.

—¿Cuándo terminará la expedición? –dijo con tono indolente—. ¡Esto es un aburrimiento!

—Yo no me aburro –repliqué—. En el cuartel se aburre uno mucho más.

—¡Oh, desde luego, en el cuartel se está mil veces peor! –exclamó con rabia—. Pero ¿cuándo terminará todo esto?

—¿Qué quiere usted que termine? –pregunté.

—¡Todo! ¡Que acabe todo de una vez!… Esas chuletas ¿no están todavía, Nikolaiev? – preguntó.

—¿Por qué ha venido a servir al Cáucaso, si no le gusta?

—¿Sabe por qué lo he hecho? –me respondió con resuelta franqueza—. Por tradición. En Rusia existe la tradición de que el Cáucaso es la tierra prometida para toda clase de seres desgraciados.

—Esto es casi verdad –dije—. La mayor parte de nosotros…

—Pero lo mejor del caso es que todos los que venimos aquí por tradición nos equivocamos horriblemente en nuestros cálculos –me interrumpió—. No comprendo por qué a raíz de unos amores infortunados o del fracaso de algún negocio es mejor servir en el Cáucaso que en Kazan o Kaluga. En Rusia todos se presentan el Cáucaso como algo grandioso, con sus eternos hielos virginales, sus torrentes impetuosos, sus puñales, sus capotes de fieltro, sus guerreras circasianas…; se imaginan que todo esto es terrible, cuando en realidad no representa nada en particular. Si supieran, al menos, que nosotros no estamos nunca entre los hielos virginales, que no causa ninguna alegría vivir entre ellos, y que el Cáucaso se divide en provincias, como Stavropol, Tiflis, etcétera.

—Sí –dije, echándome a reír—. En Rusia se considera el Cáucaso de un modo completamente distinto de cómo lo vemos aquí. ¿Le ha ocurrido alguna vez probablemente leer versos en un idioma que no domina bien? Uno se los imagina mucho mejores de lo que son…

—Ignoro el motivo, pero no me gusta nada el Cáucaso –me interrumpió.

—Pues a mí me sigue gustando también ahora, pero de distinto modo.

—Tal vez tenga algo bueno –continuó con cierta irritabilidad—; pero lo único que me consta es que yo no me encuentro bien aquí.

—¿Por qué? –le pregunté por decir algo.

—En primer lugar, porque me ha engañado. Siguiente la tradición, yo venía al Cáucaso para curarme de una serie de cosas, pero todas ellas han venido conmigo, con la única diferencia de que antes todo era en gran escala y, ahora, en cambio, es en una escala mezquina y sucia, en cuyos peldaños me encuentro millones de molestias, iniquidades y ofensas; en segundo lugar, porque me doy cuenta de que moralmente cada día caigo más y, sobre todo, porque me siento incapaz para este servicio: no puedo soportar los peligros… Sencillamente, no soy valiente… – se detuvo y me miró—. Fuera de bromas.

Aunque esta confesión espontánea me sorprendió mucho, no lo contradije como él deseaba, al parecer, sino que esperé a que él mismo hiciera objeción a sus palabras, cosa que suele ocurrir en semejantes ocasiones.

—¿Sabe usted que es la primera vez que salgo de operaciones? –continuó—. No puede usted figurarse lo que me ocurrió ayer. Cuando el sargento trajo la orden que designaba a mi compañía a formar parte de la columna, palidecí y la emoción no me dejó hablar. ¡Si supiera usted la noche que he pasado! Si es verdad que el cabello se pone blanco por el miedo, yo debería estar completamente canoso hoy. Seguramente ningún condenado a muerte sufre más una noche de lo que he sufrido yo; incluso ahora, que me siento un poco mejor, es terrible lo que me pasa aquí – añadió, agitando el puño ante su pecho—. Y es ridículo que por dentro se desarrolle un drama horroroso, mientras uno come chuletas con cebolla y asegura que está muy alegre. ¿Hay vino, Nikolaiev? – preguntó, bostezando.

—¡Es él, muchachos! –gritó en aquel instante un soldado con voz alterada; todos los ojos se dirigieron hacia la linde del lejano bosque.

En la lejanía, llevada por el viento, se levantaba una creciente nube de humo azulado.

Cuando comprendí que el disparo del enemigo iba dirigido contra nosotros, todo lo que tenía ante mis ojos en aquel momento adquirió un aspecto nuevo e imponente. Los fusiles en pabellón, el humo de las hogueras, el cielo azulado, las verdes cureñas y el moreno rostro bigotudo de Nikkolaiev, todo me decía que el obús que había salido de la boca del cañón y que volaba por el espacio tal vez se dirigía a mi pecho.

—¿De dónde ha cogido usted el vino? –pregunté negligentemente a Boljov, mientras que en el fondo de mi alma dos voces hablaban con la misma claridad; una decía: «Señor, recibe mi alma en paz.» Y la otra: «Espero no agacharme y sonreír en el momento en que pase el obús.»

En aquel instante, algo pasó por encima de nuestras cabezas produciendo un silbido muy desagradable, y el obús estalló a dos pasos de allí.

—Si yo fuese Napoleón o Federico –dijo Boljov, volviéndose hacia mí con sangre fría– seguramente diría alguna frase grande.

—La acaba usted de decir –repliqué, ocultando con dificultad la inquietud que me había producido el peligro pasado.

—Nadie anotará lo que he dicho.

—Yo lo haré.

—Si lo hace usted, será para criticarlo, como dice Mischenkov –añadió sonriendo.

—¡Condenado! –exclamó Antonov, que se hallaba detrás de nosotros, escupiendo con gran indignación—. Ha estado a punto de darme en los pies.

Todos nuestros esfuerzos por aparecer tranquilos y nuestras frases ingeniosas me parecieron estúpidas, al oír esta ingenua exclamación.

VII


El enemigo había colocado dos cañones en el sitio donde habíamos visto a los tártaros y cada veinte o treinta minutos disparaban contra nuestros soldados que talaban los árboles.

Mandaron a mi sección llanura adelante y se dio la orden de contestar al enemigo. En el linde del bosque se veía humo, se oían detonaciones y silbidos y las balas caían delante o detrás de nosotros. Los proyectiles del enemigo no nos ocasionaban ninguna baja.


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