Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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después el divorcio, como cuestión no resuelta aún… y en fin, qué sé yo…
—Lo esencial, y lo que no comprenden sujetos como ese, —interrumpió la señora‑es que sólo el amor consagra el matrimonio, y que el verdadero matrimonio es el consagrado por el amor, y no otro.
El viajante escuchaba con atención y guardaba en la memoria las frases instructivas para explotarlas en lo sucesivo.
—¿Y qué amor es ese que consagra el matrimonio? —dijo de improviso el caballero nervioso y taciturno, que se había aproximado, sin que ninguno de nosotros lo notara.
Estaba de pie con la mano apoyada en el respaldo del asiento y notablemente impresionado. Tenía encarnada la cara, hinchada una vena de la frente y temblorosos los músculos de las mejillas.
—¿Qué amor es ese que consagra el matrimonio? —volvió a decir.
—¿Qué amor? —contestó la señora. —¡El amor común entre esposos!
—Pero ¿cómo puede ocurrir que sea capaz de consagrar el matrimonio un amor común? —continuó, visiblemente afectado, el caballero nervioso.
Y pareció que intentaba decir algo desagradable a la señora.
Ella lo comprendió, sin duda, y empezó a aturdirse.
—¿Cómo? Pues muy sencillo‑dijo.
El caballero nervioso cogió la palabra al vuelo.
—¡No; muy sencillo, no!
—La señora dice, —interrumpió el abogado, señalando a su esposa, —que el matrimonio debe ser ante todo resultado de un afecto, de un amor, si usted quiere, y que cuando existe el amor, el matrimonio representa algo sagrado, pero sólo en tal caso; mientras que todo matrimonio que no se funda en un afecto natural, en el amor, no encierra nada que obligue moralmente. ¿No es cierto, querida?… Por consiguiente… —añadió el abogado, queriendo continuar la discusión.
El caballero nervioso no le dejó acabar y, haciendo grandes esfuerzos por contenerse, preguntó:
—Bien, sí, señor; pero ¿como ha de entenderse ese amor, única cosa que consagra el matrimonio, según ustedes?
—Todo el mundo sabe lo que es el amor‑dijo la señora.
—Pues yo no lo sé, y desearía saber cómo lo define usted.
—¿Cómo? Pues muy sencillamente.
Se quedó pensativa, y después continuó de esta manera:
—El amor… el amor… es la preferencia exclusiva de una persona a todas las demás.
—¿Una preferencia por cuánto tiempo?… ¿Por un mes, por dos días, por media hora? – arguyó el caballero con una irritación singular.
—No, cálmese usted y dispense, sin duda no me ha entendido, puesto que su contestación es muy distinta a lo que ya afirmo y pretende refutar.
—¡Sí; hablo absolutamente de lo mismo! De la preferencia de una persona a todas las demás… Pero pregunto: ¿una preferencia, por cuanto tiempo? Ésta es la cuestión.
—¿Por cuánto tiempo? Por mucho, y a veces por toda la vida.
—Bien, pero todo eso se ve en las novelas, y jamás en la vida práctica; pues la preferencia de uno sobre todos rara vez dura varios años; lo más común es que sólo dure meses, cuando no semanas, días, horas, minutos…
—¡Ah! No, no, señor. ¡Usted dispense! —dijimos los tres a la vez.
Hasta el viajante profirió un monosílabo de reprobación.
—¡Sí, ya sé! —dijo gritando más que todos. —¡Ustedes hablan de lo que se cree que existe, y yo hablo de lo que existe efectivamente! Cualquier hombre experimenta lo que ustedes llaman amor por todas las mujeres bonitas, y muy poco por su mujer. De ahí el refrán que no miente: Es la mujer ajena miel, y la propia, hiel.
—¡Ah! Lo que usted dice es horrible. Y el hecho es que existe entre los seres humanos ese sentimiento que se llama amor, y que dura, no meses y años, sino toda la vida.
—No, no existe tal cosa; yo lo afirmo. Aun admitiendo que Menelao hubiese preferido a Elena por toda la vida, Elena prefirió a Paris. Es lo que ha sucedido, sucede y sucederá siempre, y no puede ser de otra manera, como no puede suceder que, en un saco lleno de garbanzos, dos de ellos, marcados con una señal especial, vayan a colocarse siempre el uno al lado del otro. A parte de que ya no es algo discutible sino cierto que han de llegar un día la saciedad o el aborrecimiento, por parte de Elena o por parte de Menelao. La única diferencia que puede haber en esto es que el uno se canse más tarde o más temprano que el otro, pero amarse toda la vida, vamos, señores, repito que eso no se ve mas que en las novelas cursis, y que no pueden creerlo más que los niños. Amar a una persona toda la vida es como si se dijera que una vela puede arder siempre.
—Pero es que usted habla del amor físico… ¿No admite usted un amor basado en una conformidad de ideales, en una afinidad espiritual?.
—¿Por qué no? Pero en ese caso no hace falta procrear. Dispensen ustedes mi rudeza. Lo raro es que esa armonía de ideales no se ve entre viejos, sino entre personillas jóvenes y agraciadas (añadió con una sonrisa irónica). Sí; yo afirmo que el amor, que el verdadero amor, no consagra el matrimonio, como solemos creer, sino que, al contrario, lo destruye.
—No soy de su opinión, —repuso el abogado, —a cada aserto, los hechos de la vida real desmienten sus teorías sobre el matrimonio, pues toda la humanidad, o, por lo menos, la mayor parte, hace vida conyugal, y muchos esposos acaban tranquilamente una larga vida en común.
El caballero nervioso sonrió maliciosamente :
—¿Y qué? Me dice usted que el matrimonio se funda en el amor; y cuando yo niego la existencia de todo otro amor que el que proviene del goce de los sentidos, quiere usted probarme la existencia del amor por el hecho del matrimonio, que es por parte del hombre una violencia y una mentira por parte de la mujer.
—No, no hay tal‑objetó el abogado. —Yo sólo digo que los matrimonios han existido y existen.
—Pero, ¿cómo y por qué? Han existido y existen para gentes que han visto y ven en el matrimonio algo sacramental… una obligación contraída ante la divinidad. Para esos, existen, y para nosotros no son más que hipocresía y violencia. Estamos convencidos de ello, y para acabar tan inicua farsa, predicamos el amor libre; pero predicar el amor libre no es en substancia sino invitar a volver a la promiscuidad de los sexos (usted dispense, dijo a la señora), al pecado a la buena de Dios de los raskolniks. Los viejos cimientos no son ya tan sólidos como antes y hay que edificar sobre otros nuevos, pero no predicar la vida licenciosa.
Al hablar así se acaloró de tal modo que todos callaron, mirándole con asombro.
—Y, sin embargo, el estadio de transición es terrible. La gente comprende que no se puede admitir el pecado al azar. Hace falta regularizar de algún modo las relaciones sexuales, pero no existe más base que la antigua en la que ya nadie cree. Hombres y mujeres siguen casándose lo mismo que antes, pero han perdido la fe en el matrimonio, lo cual lleva consigo la mentira y la violencia. La mentira, de por sí, no es una carga demasiado pesada para la pareja. Ambos cónyuges representan ante el mundo una comedia considerándose como monógamos (cosa que no está bien, si en realidad son polígamos); pero, en fin, eso puede aguantarse con paciencia. Pero cuando marido y mujer, como sucede a menudo, después de haberse comprometido a pasar juntos toda la vida (sin saber por qué), se encuentran con que ya al segundo mes sienten deseos de separarse, y, sin embargo, siguen viviendo juntos, entonces sobreviene una existencia infernal, y las víctimas de semejante tortura no tienen otro remedio para sus males que la embriaguez o el suicidio.
Todos guardaron silencio. Nos encontrábamos en una situación violenta.
—Sí, no puede negarse que, en algunas ocasiones, la vida marital termina con una tragedia espantosa. Vean ustedes, por ejemplo, el caso de Pozdnychev‑dijo el abogado, queriendo desviar la conversación de aquel terreno inconveniente y demasiado excitante. – ¿Han leído ustedes cómo mató a su mujer por celos?.
La señora contestó que no había leído nada sobre ese crimen. El caballero nervioso no despegó los labios; cambió de color. De repente dijo:
—Veo que ha adivinado usted quién soy.
—No, no he tenido ese gusto.
—El gusto no es muy grande. Yo soy Pozdnychev.
Nuevo silencio. Pozdnychev se sonrojó y volvió a palidecer en seguida.
—Después de todo nada importa. Ustedes dispensen, no quiero molestarlos.
III
Volví a sentarme en mi sitio. El abogado y la señora cuchicheaban. Yo estaba sentado junto a Pozdnychev, y guardaba silencio. Habría querido hablarle, pero no sabía por dónde empezar, y así pasó una hora hasta la próxima estación, en la cual se apearon el abogado, la señora y el viajante. Pozdnychev y yo nos quedamos solos.
—¡Lo dicen, pero mienten o se engañan! —exclamó Pozdnychev.
—¿De qué habla usted?
—Pues… siempre de lo mismo.
Apoyó los codos en las rodillas, y se apretó las sienes con las manos.
—¡El amor, el matrimonio, la familia!… ¡Mentira mentira y mentira!
Luego, se levantó y, corriendo la cortinilla, volvió a echarse sobre el asiento. En esta postura permaneció en silencio durante más de un minuto.
—¿No le resulta a usted desagradable estar conmigo, sabiendo quién soy?
—¡Oh! ¡De ninguna manera!
—¿Tiene usted sueño?
—En absoluto.
—Entonces, ¿quiere usted que le cuente mi vida?
En este preciso momento entró el revisor de billetes. Mi interlocutor le dirigió una mirada llena de enfado, y no comenzó hasta que estuvo fuera. Después siguió su relato sin detenerse.
Mientras hablaba, su rostro se alteró varias veces de una manera tan completa que, en cada una de sus transformaciones, no ofrecía nada de semejante con su expresión anterior.
Los ojos, la boca, el bigote, hasta la barba, todo era nuevo, y siempre una fisonomía bella y conmovedora. Estos cambios tenían lugar en la penumbra que nos rodeaba de golpe: durante cinco minutos se veía una cara pero en seguida, sin saber cómo, volvía a cambiar y aparecía enteramente desconocida.
IV
¡Sea! Voy, pues, a contarle todos mis infortunios y la historia espantosa de mi vida. Sí, espantosa; y la historia misma es más espantosa que su sangriento desenlace.
Se pasó la mano por los ojos y empezó, después de una pausa:
—Para entenderlo debidamente hay que contarlo todo desde el principio; hay que explicar cómo y por qué me casé, y hay que explicar lo que era yo antes de mi matrimonio. Empezaré diciéndole cuál es mi condición: hijo de un rico hidalgo de la estepa, antiguo mariscal de la nobleza, fui alumno de la Universidad, licenciado en Derecho. Me casé a los treinta años.
Pero antes de hablarle de mi matrimonio, quiero contarle la vida que llevaba de soltero y las falsas ideas que en aquel tiempo abrigaba sobre el matrimonio. Yo llevaba la misma existencia de tantos otros que presumen de distinción, es decir una existencia relajada y llena de vicios, a pesar de lo cual estaba muy convencido de ser hombre de una moralidad intachable.
La idea que tenía de mi moralidad dimanaba de que no se conocían en mi familia esas disposiciones especiales, tan comunes en la esfera de nuestros nobles terratenientes, pues todos mis deudos permanecían fieles al juramento de fidelidad que habían hecho ante el altar.
De esa suerte me había forjado desde la infancia el sueño de una vida conyugal elevada y poética. Mi esposa sería un dechado de todas las virtudes; nuestro mutuo cariño, inquebrantable; la pureza de nuestra vida conyugal, inmaculada. Así pensaba yo, muy engreído con la nobleza de mis proyectos.
Pasé diez años de mi vida de adulto sin darme prisa por contraer matrimonio, y haciendo lo que yo llamaba la vida tranquila y juiciosa del soltero. No era un seductor, no tenía apetitos contra natura, ni convertía la disipación en objeto principal de mi vida, sino que participaba del placer sin ofender las conveniencias sociales, y me creía ingenuamente un ser moral en extremo. Las mujeres con quienes tenia relaciones no pertenecían a nadie más que a mí, y yo no les pedía otra cosa que el placer del momento.
En todo esto no veía nada de anormal, sino que, por el contrario, me felicitaba de no formar lazos duraderos en mi corazón, y miraba como una prueba de honradez el pagar siempre con dinero contante. Huía de las mujeres que podían estorbar mi porvenir enamorándose o dándome un hijo. No vaya a creerse que dejó de mediar algún hijo o un pasajero amor, pero yo me las arreglaba de modo que no llegué una sola vez a enterarme…
Y viviendo así, me reputaba un hombre honrado a carta cabal. No comprendía que los actos físicos por sí solos no constituyen la relajación, sino que ésta consiste más bien en emanciparse de todo lazo moral respecto de una mujer con quien se tienen relaciones carnales.
¡Y yo veía como un mérito esa emancipación! Recuerdo que una vez me inquieté seriamente por haberme olvidado de pagar a una mujer, cuyas caricias, sin duda, inspiró el amor y no el interés. No me quedé tranquilo hasta demostrarle, enviándole el dinero, que no me creía sujeto a ella por ningún lazo. No mueva usted la cabeza como si estuviese de acuerdo conmigo‑exclamó de pronto vehementemente;—ya conozco esas ilusiones. Todos en general, y usted en particular, si no es una rara excepción, tienen las mismas ideas que yo tenía entonces y, si está usted de acuerdo conmigo, es sólo ahora; antes no pensaba usted así.
Tampoco pensaba así yo; y si hubiera tenido quien me contara lo que yo ahora le cuento, no me habría sucedido lo que me ha sucedido. Pero, en fin, la cosa no es para tanto. Usted dispense. En verdad que es espantoso, espantoso este abismo de errores y de disipación en que vivimos frente al verdadero problema de los derechos de la mujer…
—¿Qué es lo que usted entiende por el verdadero problema de los derechos de la mujer?
—El problema de lo que es ese ser especial, organizado de distinto modo que el hombre, y de cómo ese ser y el hombre deben mirar a la mujer. Pero continuemos la historia.
V
—Durante diez años, viví en el desorden más repulsivo, soñando con el amor más noble, y hasta en nombre de ese amor. Sí, antes de contarle cómo asesiné a mi mujer, he de decirle de qué modo me pervertí. La maté antes de conocerla: maté a la mujer desde el momento en que hube saboreado los deleites de la sensualidad sin amor, y con eso y, desde entonces, maté a la mía. Sí. señor, no he comprendido mi crimen y el origen de todas mis desgracias sino después de haberme atormentado y de haber vivido largo tiempo en continuo suplicio. Vea usted, pues, dónde y cómo empezó el drama que ha acarreado mi desgracia.
Hay que remontarse a la época en que tenía dieciséis años, cuando estaba todavía en el colegio y mi hermano mayor estudiaba el primer curso. Aunque en aquella época no andaba yo aún en tratos con mujeres, no era inocente ni mucho menos, como tampoco lo son los infelices niños de nuestra sociedad. Hacía más de un año que me habían abierto los ojos algunos mozalbetes, amigos míos, y que me torturaba la idea de la mujer, no como se quiera, sino la idea de la mujer como algo infinitamente delicioso, la idea de la desnudez de la mujer.
Mi soledad no era ya pura. Vivía en un suplicio, como seguramente le habrá pasado a usted y al noventa y nueve por ciento de nuestros muchachos. Sentía un vago espanto, oraba a Dios y me prosternaba.
Estaba ya pervertido en imaginación y en la realidad, pero me faltaba dar los últimos pasos. Me perdía a mis solas, más sin haber puesto las manos todavía en otro ser humano.
Todavía era tiempo de salvarme, cuando he aquí que un amigo de mi, hermano un estudiante muy alegre, de los que se llaman mozos de chispa, es decir, uno de los mayores bribones, al que debíamos ya el saber beber y jugar a las cartas, se aprovechó de una noche de embriaguez para arrastrarnos. Fuimos. Mi hermano, tan inocente como yo, cayó esa noche… Y yo, un monigote de dieciséis años me manché igualmente y contribuí a la deshonra de la mujer, sin comprender lo que hacía; nunca he pensado que cometiese por ello una mala acción. Verdad es que hay diez mandamientos en la Biblia; pero los mandamientos no son más que para recitarlos delante de los curas, y no parecen tan indispensables siquiera como los preceptos sobre el uso del que en las oraciones subordinadas.
De modo que yo no había oído nunca a las personas mayores, cuya opinión respetaba, que aquello fuese reprensible. Al contrario, muchas personas me decían que había hecho bien, que, después de ese acto, se calmarían mis luchas y mis sufrimientos: eso lo había oído o lo había leído. Había oído decir a las personas mayores que era saludable, y mis amigos creían ver en ello cierta audacia merecedora de aplauso. Así, pues, el hecho era enteramente loable.
En cuanto al peligro de una enfermedad, no hay que temer; ¿no se cuida: de ello el gobierno?
Este rige la marcha regular de las casas públicas, asegura la higiene de la corrupción en beneficio de todos nosotros, jóvenes y viejos, y se encargan de esta vigilancia médicos retribuidos. ¡Perfectamente bien! Afirman que el libertinaje es provechoso para la salud, e instituyen una corrupción regular. Sé de algunas madres que vigilan para que la salud de sus hijos no se altere por lo que a este caso refiere. ¡Y la ciencia misma los envía a los lupanares!
—Pero ¿por qué dice usted la ciencia? —pregunté.
—Los médicos son los sacerdotes de la ciencia. ¿Quién pervierte a los jóvenes afirmando tales reglas de higiene? ¿Quién pervierte a las mujeres ideando y enseñándoles medios de no tener familia? ¿Quién cuida la enfermedad? ¡Ellos!
—Pero ¿por qué no cuidar la enfermedad?
—Porque cuidar la enfermedad es dar carta blanca a la disipación.
—No, porque entonces…
—Sí, con que una centésima parte de los esfuerzos que se gastan en curar la enfermedad se emplease en curar la lascivia, hace mucho tiempo que no existiría la enfermedad, mientras que ahora todos los esfuerzos se consumen, no en extirpar la disipación sino en favorecerla combatiendo sus consecuencias. Pero en fin no se trata de eso; se trata de que yo, como la mayoría de los hombres de nuestra clase, incluso los aldeanos, he pasado por el horrible trance de caer, y no porque me subyugase la seducción natural de una mujer cualquiera. De ningún modo. Caí en el lazo porque no veía en ese hecho degradante más que una función legítima y útil para la salud, porque otros no veían en él más que una expansión natural., excusable, y hasta inocente en un joven. Yo no comprendía que aquello fuese una caída y empecé a entregarme a esos placeres que creía característicos de mi edad, de la misma manera que empecé a beber y fumar.
Y, a pesar de todo, había en esa primera caída algo singular y conmovedor. Recuerdo muy bien que allí mismo, sin salir del cuarto, me invadió al punto una tristeza tan profunda, que me daban ganas de llorar: ¡de llorar la pérdida de mi inocencia, la destrucción para siempre de mis relaciones con la mujer! Sí, mis relaciones con la mujer quedaban destruidas para siempre. Ya no podía tener relaciones puras de allí en adelante. Me había convertido en un ser voluptuoso, y la voluptuosidad es un estado físico semejante al del morfinómano, el fumador y el borracho.
Así como los hombres en este estado no son seres normales, quien ha conocido varias mujeres para el placer no es ya tampoco un hombre normal. Es anormal para siempre, es un voluptuoso. Y así como cabe conocer al borracho y al morfinómano por la fisonomía y los modales, así también cabe conocer al voluptuoso. Puede contenerse, puede luchar, pero no volverá a tener nunca con las mujeres relaciones sencillas, puras y fraternales. En la manera de mirar a una joven se puede reconocer al voluptuoso, y yo me volví voluptuoso y lo he sido siempre desde entonces. Lo confieso con entera franqueza.
VI
—Sí, esto fue así y siguió siéndolo durante mucho tiempo. ¡Dios mío! Cuando acude a mi memoria el recuerdo de mis malas acciones, me hace estremecer de espanto pensar en las pesadas bromas que me hacían mis compañeros burlándose de mi inocencia. ¡Y cuando veo la juventud que llaman dorada, en los militares, en los parisienses…! ¡Cuando pienso en el aire digno que tenemos todos nosotros, vividores y calaveras de treinta años, con la conciencia manchada por el recuerdo de mil terribles crímenes, al penetrar en un salón de baile, en una reunión, recién afeitados, adornados con la blancura resplandeciente de nuestras camisas, de frac o de uniforme…¡ ¡Qué ideal de pureza! ¡Un verdadero sueño infantil!
Reflexionemos un momento acerca de lo que esto es y de lo que debería ser. Cuando uno de esos libertinos se acerca a mi hermana o a mi hija estando enterado, como lo estoy, de su vida, debería yo llamarle y decirle: «Amigo mío, sé que eres un libertino y en qué compañía pasas las noches, y debo decirte que tu puesto no está aquí, al lado de las jóvenes inocentes.»
Eso es lo que debería decírsele. ¿Y qué es lo que, por el contrario, sucede? Que cuando se presenta uno de esos tipos y baila con mi hermana o con mi hija, pasándole el brazo por la cintura, nos sonreímos muy satisfechos, sobre todo si se trata de un hombre rico y bien emparentado… ¡Qué asco! ¡Pero muy pronto ha de llegar un día en que todas esas cobardías y esos embustes se desenmascaren y se borren!
De esta manera viví hasta los treinta años, alimentando como una obsesión la idea del matrimonio y de la familia. Observé a todas las jóvenes casaderas de la comarca, y pese a ser un vicioso y un libertino, me atrevía a buscar aquella cuya pureza podría convenirme. Al cabo, fijé mis miradas en una de las dos hijas de un hacendado de Penza, hombre que había sido rico en otros tiempos y luego se había arruinado. A decir verdad, me atraparon y caí en una ratonera. La madre, pues el padre había muerto, me preparó una porción de emboscadas, y en una de ellas caí; fue en un paseo en barca. Una noche, al regresar de uno de esos paseos, con la hermosa claridad de la luna iluminándonos y a punto de llegar al término del viaje, estaba sentado a su lado y no podía apartar la mirada de su esbelto talle, de las formas que hacía resaltar un jersey muy ceñido y de los sedosos bucles de sus cabellos rubios. Y lo comprendí de pronto, era ella la elegida.
Se me figuró que mis pensamientos y mis sentimientos elevados encontraban un eco en ella, cuando en realidad no estaba seducido más que por su talle y su cabello, y aparte de esto, la intimidad de todo el día había hecho germinar en mí el deseo de otra intimidad aún mayor.
Desbordándose del alma impresiones exquisitas, y convencido de que aquella joven era la perfección personificada, la creí digna de ser inmediatamente mi esposa. Al día siguiente hice mi petición matrimonial.
Este es un mal que no tiene remedio. Nos hallamos sumidos en un abismo tal de embustes, que es necesario, para que nos enteremos de la verdad, que nos caiga una teja sobre la cabeza, como me sucedió a mí. ¡Qué situación más embrollada! Entre mil futuros maridos, lo mismo entre los pertenecientes al pueblo que en nuestra clase, costaría mucho trabajo hallar a uno solo que no haya estado en contacto con mujeres lo menos una docena de veces. Según parece, abundan hoy los jóvenes castos que comprenden y saben que este asunto no es una broma, sino algo sumamente serio. ¡Que Dios los proteja! En mi época no se encontraba más que uno por mil.
Todos lo saben, y sin embargo obran como si lo ignorasen. En las novelas se describen, hasta en sus menores detalles, los sentimientos de los héroes, las fuentes, los matorrales y las flores. Al describir sus amores, no dicen ni una palabra acerca de su vida anterior, ni de sus visitas a las casas públicas, ni de las persecuciones de que han hecho objeto a las doncellas, a las cocineras y a la mujer ajena. Si se escribiesen novelas como estas, no se las dejarían leer a las jóvenes, porque los hombres ocultan sus pensamientos, no sólo a ellos mismos, sino también a las mujeres. Al oírlos, se creería a que no existe esa vida corrompida de las grandes ciudades, y hasta de las aldeas populosas, ese libertinaje en el cual todos se encenagan con voluptuosidad. Y lo dicen con una apariencia de convicción tal, que se persuaden a sí mismos, y las pobres muchachas lo creen también. Este fue el caso de mi desventurada mujer.
Me acuerdo de que un día, cuando todavía no éramos más que novios, le enseñé mis memorias, poniéndola así al corriente de mi vida pasada, y especialmente de las últimas relaciones que había tenido y que creí era mi deber darle a conocer. Cuando comprendió lo que significaba mi revelación, su terror y su desesperación fueron tan grandes que creí llegado el momento en que renunciaba a casarse conmigo. ¡Qué dicha más grande hubiese sido para los dos!
Pozdnychev se calló y luego añadió:
—Vale más, no obstante, que haya sido así, pues obtuve lo que tenía merecido, pero no nos detengamos más en esto. Lo que quería decir es que las pobres jóvenes son las engañadas en este caso, y las madres lo saben porque los maridos no ignoran lo que ocurre. Fingen una creencia grande en la pureza de los hombres y obran como si ésta fuese realidad. Conocen perfectamente los celos a los que pueden apelar para atraer a los hombres hacia ellas y hacia sus hijas. En cambio, nosotros, los hombres, lo ignoramos por poca voluntad de aprender. Las mujeres saben que el amor más puro, el más poético como se dice, no depende esencialmente de las facultades morales, sino de aproximaciones carnales, de la manera de peinarse, y del color o del corte de los trajes. Preguntadle a una coqueta experimentada que se haya propuesto conquistar a un hombre qué es lo que prefiere, que ante ese hombre prueben que mintió, que fue cruel o disoluta, o bien que la presenten ante él en un momento en que se halle ataviada con un vestido de mal gusto o mal cortado, y todas preferirán la primera alternativa.
Les consta que mentimos de una manera indigna al hablar de la pureza de nuestros sentimientos, que es sólo su cuerpo lo que nos tienta y que mejor pasaremos por alto un defecto cualquiera que un vestido de mal gusto o mal cortado. La coqueta lo hace sin pensarlo, instintivamente; por lo mismo se pone esos odiosos vestidos ceñidos, toma ciertas posturas y usa esos tocados que le permiten llevar al descubierto hombros, brazos y pecho.
A las mujeres, sobre todo aquellas que han tenido relaciones con los hombres, les consta perfectamente que las conversaciones sobre temas elevados no son más que charla y que el hombre no tiene más punto de mira que el cuerpo y todo lo que ayuda a dar relieve a éste, y obran en consecuencia. No hay para qué buscar por qué serie de circunstancias se incorporó a nuestras costumbres ese hábito que se convirtió en una segunda naturaleza. Consideremos la vida de las diversas clases de la sociedad en todo su impudor; ¿no es en realidad la de una casa pública? ¿No lo cree así? Pues voy a demostrarlo‑dijo anticipándose a mi objeción. – En su concepto, las mujeres de la clase social a la que pertenecemos tienen intereses muy distintos de los de las mujeres que viven del vicio. Pues bien, yo sostengo que no y voy a probarlo. Cuando las personas se proponen otro objetivo llevan una vida muy distinta, y esas diferencias han de aparecer en lo exterior, por lo que debiera de ser todo muy diferente.
Compare a esas desdichadas con las mujeres de la clase más elevada, ¿qué ve? Los mismos tocados, los mismos modales, iguales perfumes, idénticos escotes, brazos al aire y pechos al descubierto, igual afición a la pedrería, y a las alhajas. Hasta los placeres, es decir, bailes, música y cantos son iguales. Para unas y para otras todos los medios son buenos con tal de atraer. Hablando con entera franqueza, la mujer que peca momentáneamente por vil interés, es despreciada de todos…; la que peca toda la vida obtiene el respeto general. Fueron esos cuerpos ceñidos, esos cabellos rizados, esos modales seductores los que me atrajeron.
VII
—No era difícil, en verdad, hacerme caer en un lazo, porque con mi educación me sentía atraído hacia el amor como el viajero del desierto se siente atraído por el espejismo. ¿No es una alimentación abundante un excitante para los ociosos? Los hombres de nuestra clase se alimentan como caballos. Si se cierra la válvula de seguridad, es decir, si se condena a un joven lanzado a la vida del placer a seguir otra mas tranquila, se verá cómo aparecen en seguida una excitación nerviosa y una inquietud tan terribles como extraordinarias, que, miradas a través del prisma de nuestra vida artificial, se convertirán en una ilusión que se tomará por amor. El amor y el matrimonio dependen en gran parte del alimento. ¿Os asombra esto? Pues más extraño aún es que esto no haya sido reconocido universalmente. En mi tierra hicieron este año algunos trabajos para un ferrocarril. Ya sabe qué es lo que beben y comen generalmente nuestros aldeanos: sidra hecha con cebada, pan y cebollas, y eso les basta para poder trabajar bien el campo. En las obras del ferrocarril les daban gachas hechas con harina y grasa y además una libra de carne; pero está alimentación más sólida se compensaba con dieciséis horas de trabajo rudo, manejando tierras o materiales o empujando pesadas vagonetas y carretillas, de manera que trabajo y alimento se compensan. ¿En qué gastamos nosotros las dos libras de carne, caza, toda clase de manjares excitantes y las bebidas que consumimos a diario? Pues en los excesos sexuales. Si entonces se abre la válvula de seguridad todo va bien; pero si se cierra, como hice yo más de una vez, resulta una excitación nerviosa que, espoleada por la lectura de novelas, periódicos, versos y por la música, hace que la buena alimentación se convierta en el más puro amor. De esta manera me enamoré yo también e hice lo que todo el mundo, y en mis amores no faltó nada: delicias, enternecimientos, horas de arrobamiento… En el fondo, ese amor era obra de la madre de mi novia y del modisto por una parte, y por la otra de la buena mesa y de la falta de actividad.
Sin los paseos en barca, sin aquel talle esbelto, sin aquel cuerpo en que la tela parecía pegada a la carne, sin los paseos juntos, no me habría enamorado, ni habría caído en la emboscada.
VIII
—Fíjese también en este embuste tan generalizado: en la manera como suelen hacerse los casamientos. ¿Qué es lo mas natural? La joven es núbil, hay que casarla; nada más sencillo, y a menos que sea un espantajo encontrará quien suspire por ella. Pues bien, no hay nada de esto y ahí es donde empieza una nueva mentira. Antaño, cuando la joven llegaba a la edad conveniente, sus padres la casaban, dejando a un lado toda idea sentimental y sin que por eso la quisiesen menos. Esto sucedía y sucede aún en el mundo entero, entre los chinos, los indios, los musulmanes, entre nuestro pueblo y, en resumen, entre las noventa y nueve partes de la humanidad. Una centésima parte apenas, nosotros, gentes corrompidas, creímos que eso no estaba bien y buscamos otra cosa, ¿y qué fue lo que hallamos? A las jóvenes las exponen como el género en un almacén donde los hombres tienen la entrada libre para elegir a su gusto. Las muchachas esperan allí, pensando para su fuero interno y sin atreverse a decirlo en voz alta: «¡Tómame a mí, querido mío, a mí y no a esa otra! ¡Mira mis hombros y todo lo demás!» Los hombres pasamos y volvemos a pasar por delante de ellas, las miramos y remiramos, hablando de vez en cuando de los derechos de la mujer, de la libertad que deben tener, basada, a lo que se pretende, en su instrucción.