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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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XIV


—Sí, el hombre es peor que la bestia, si no vive más que como hombre. Este fue mi caso.

Lo más fuerte del caso es que yo creía llevar una vida ejemplar, porque no me dejaba arrastrar por los encantos de las otras mujeres. Me creía un sujeto moral, y las escenas violentas que se sucedían entre mi mujer y yo las atribuía exclusivamente a su carácter. Como es natural, me equivocaba, pues era como todas, como la mayoría de ellas. Su educación había sido la que imponen las exigencias de nuestra clase, parecida a la que reciben todas las jóvenes de familias ricas y tal cual debe darse a todas.

¡Cuántas quejas se oyen acerca de la educación de la mujer, y cuántos quisieran cambiarla! Pero todo esto no son más que añagazas, porque la educación de la mujer debe basarse en la idea verdadera del hombre acerca del destino de la mujer. En nuestra clase, y a pesar de las ideas que hay en su favor, es que el destino de la mujer es servir para placer del hombre, y su educación es ni más ni menos que el reflejo de estas ideas. Desde su juventud no le enseñan más que a aumentar el poder de sus encantos, y por su parte, ella no tiene más preocupación. De la misma manera que la educación de las esclavas se dirigía únicamente hacia un solo objeto, el de satisfacer los caprichos de su amo, nuestras mujeres no reciben educación más que teniendo en cuenta un solo objetivo: el de atraer a los hombres. En cualquiera de los dos casos no podía, no puede suceder otra cosa.

Tal vez se imagine que esto sólo es cierto cuando se trata de esas chicas mal educadas a las que llamamos con desdén jovenzuelas, y que hay una educación más seria, la que se da en ciertos colegios, en los liceos donde se enseña latín, en las aulas de Medicina y en las academias. ¡Grave error! Toda la educación de la mujer, sea cual fuere, no tiene más que un objetivo: atraer al hombre. Unas lo consiguen por medio de la música, otras con sus cabellos rizados, algunas con su ciencia o su buen sentido; pero el objetivo es el mismo, y no puede ser de otra manera porque no tienen más que ese.

¿Imagina a las mujeres adquiriendo en la Academia la ciencia aparte de los hombres, es decir, a las mujeres haciéndose sabias sin que los hombres lo sepan? Imposible. No hay educación, no hay instrucción que pueda cambiar nada, mientras el ideal de la mujer sea el matrimonio, no la virginidad y la liberación de los sentidos. La mujer será, de otro modo, siempre una esclava. No hay más que ver las condiciones en que se educan las jóvenes de nuestra clase, y no quiero generalizar para no quedarme yo menos sorprendido ante el desorden de las mujeres de la clase elevada que ante la moderación misma de ese orden.

Fíjese bien: desde que llegan a la adolescencia no les preocupa más que una cosa: el vestido y sus adornos. No hay para ellas más ocupaciones que los cuidados que han de dar a su cuerpo; el baile, la música, la poesía, las novelas, el canto, los teatros, los conciertos, y a todo esto puede añadir una ociosidad física completa, una indolencia general y una alimentación agradable y nutritiva. Como nos lo ocultan, ignoramos los sufrimientos que producen a las jóvenes la excitación de los sentidos. De cada diez, nueve se atormentan más de lo que se sospecha en la primera época de su pubertad, y más adelante mucho más, si no se casan antes de los veinte años. Cerramos los ojos para no ver estas cosas, pero aquellos que quieren tenerlos bien abiertos se dan cuenta de que dicha excitación llega hasta ese punto a causa de la sensualidad contenida (es una dicha cuando se contiene), y no son capaces de nada si no se hallan en presencia del hombre.

Los cuidados que impone la coquetería, y ésta misma, llenan toda su existencia. En presencia del hombre exageran su vivacidad, se despiertan los sentidos, y lejos de él, la energía se embota y desaparece la vida. Y tenga presente que esto no sucede en presencia de un hombre determinado, sino en la de cualquiera, con tal que no sea un tipo repugnante.

Me dirá que esa es la excepción, no la regla. Lo que sucede es que en ciertas mujeres se nota más que en otras, pero ninguna tiene vida propia, independiente del hombre. Cuando éste les falta, todas se aprestan a la conquista, y no puede ser de otra manera porque su bello ideal es atraer el mayor número posible de hombres. Todos los sentimientos femeniles se concentran en esa vanidad, no de mujer, sino de hembra, que procura atraer a su alrededor el mayor número posible de machos para escoger mejor. Y sucede lo mismo cuando se trata de mujeres casadas que de solteras. A éstas les es necesario para poder elegir, y a las primeras como un medio para dominar mejor al marido.

Una sola cosa interrumpe esta clase de vida: los hijos, con la condición de que la mujer tenga salud y los amamante ella misma. Y en esto vuelven a presentarse los médicos. Mi mujer, que quería dar el pecho a sus hijos, cayó enferma al dar a luz al primero, pero pudo criar a los otros cuatro. Los médicos la desnudaron cínicamente, le palparon todo el cuerpo, y yo, agradecido, tuve que pagarles muy bien y hasta darles las gracias, aunque al final habían declarado que no podía criar. De este modo quedó privada, desde el principio, de la única cosa que podía distraerla de la coquetería. Tomamos un ama y nos convertimos en explotadores de la pobreza, de la necesidad y de la ignorancia de una mujer, le robamos a su propio hijo, privándole de su alimento, para que lo diese al nuestro y, satisfechos, la engalanamos con llamativas cofias y galones de plata. No es de esto, sin embargo, de lo que se trata. Lo que quería decir es que esa libertad momentánea despertó en mi mujer, con nueva fuerza, la coquetería femenina un tanto adormecida durante el período precedente. Entonces aparecieron en mí unos celos tales, como jamás habría sospechado que pudiera sentir. ¡Dios mío! ¡Qué sufrimiento! Aparte de que estos son comunes a todos los maridos que viven como yo vivía con mi mujer, esto es, sin apelar al adulterio.

XV


—¡Los celos! Ahí tiene otro secreto de la vida conyugal, secreto que todo el mundo conoce y que todos ocultan. Junto al mutuo rencor de los esposos, que proviene de su común envilecimiento y de muchas otras causas, los celos recíprocos son una de las causas de las escenas violentas que con mucha frecuencia se desarrollan en los hogares, pero como de común acuerdo se dice que debe ocultarse, todo se oculta. Todos ven en ello una desgracia personal que les apena y no un destino que es común. Eso fue precisamente lo que me sucedió. Los celos deben existir entre dos esposos que viven inmoralmente. Si no pueden acallarlos en favor de su hijo, se deduce que jamás podrán sacrificarlos en beneficio de la mutua paz y tranquilidad, porque se puede pecar en secreto, pero en provecho de la propia conciencia. Ambos saben que no hay, ni para el uno ni para el otro, obstáculos morales que se opongan a la consumación de una infidelidad, y lo saben porque ellos mismos violan todos los días y en sus relaciones recíprocas los principios de la moral, y de ahí la desconfianza mutua y la vigilancia del uno para con el otro.

¡Qué cosa tan terrible son los celos! No hablo de los celos verdaderos que, al menos, tienen su razón de ser. Estos producen tormentos, pero se puede encontrar remedio. Me refiero a esos celos inconscientes, acólitos fatales de toda vida inmoral, y que no tienen fin como tampoco tienen causa. Estos son como un cáncer, un mal horrendo que corroe noche y día, día y noche; ¡son espantosos, verdaderamente insoportables!

¿Quiere que le cite un ejemplo? Un joven habla a mi mujer, la mira sonriendo y me figuro que con la mirada escruta su cuerpo. ¿Cómo se atreve a pensar en mi mujer y en la posibilidad de hacer una novela con ella? ¿Y cómo ella, que lo ve, puede tolerar semejante cosa? Y no sólo la tolera, sino que además parece muy satisfecha y hasta su satisfacción, lo observo, se manifiesta por él. En mi corazón se desarrolla entonces un odio tan feroz que todas sus palabras, todos sus gestos, me excitan. Lo advierte y se corta, fingiendo indiferencia. ¡Yo sufro y ella está alegre y habladora! Mi odio va en aumento y no puedo por menos de dominarlo, porque no tengo motivos para estar celoso y lo sé. Se sienta uno a su lado, hace un papel indiferente y hasta le dispensa al joven en cuestión una acogida cordial y cortés, y luego, descontento uno de sí mismo, quiere abandonar la habitación dejándola sola. Y procede así, efectivamente, y apenas se halla fuera se le ocurre un pensamiento terrible y se pregunta:

«¿Qué pasará ahí dentro? Entonces, aprovechando cualquier pretexto, vuelve a entrar o, si no, escucha tras la puerta.

¿Cómo es posible que ella se pueda envilecer y envilecerme a mí hasta ese extremo, haciéndome desempeñar el humillante papel de espía, tan humano y al mismo tiempo tan indigno? ¿Y él? Pues él es lo mismo que todos los hombres, como lo era yo antes de casarme.

Está muy satisfecho, sonríe y me mira, como diciéndome «¿Qué quieres? ¡Ahora me toca a mí!»

¡Sentimiento horrendo! Como no es menos tremendo el veneno que inyecta en nuestras venas. ¡Oh! ¡Cuánto habría dado por poder sospechar con fundamento de un hombre para arrojarle a la cara ese veneno! Habría quedado marcado como si le hubiesen echado vitriolo, sin duda. Me bastaba con tener celos una sola vez de un hombre para no seguir manteniendo el mismo tono con él en nuestras relaciones habituales, para no poderlo mirar con calma. Con tanta frecuencia arrojé ese vitriolo de los celos a la cara de mi mujer, que a mis ojos quedó desfigurada. En esa época de inconsciente rencor, abominé de ella después de haberla cubierto, allá en mi fuero interno, de vergüenza e ignominia. La hice culpable en mi mente de los actos más irracionales. Llegué, lo confieso avergonzado, hasta a sospechar que, cual una sultana de Las mil y una noches, habría sido capaz de engañarme con un criado en mis barbas y burlándose de mí. A cada nuevo acceso de celos, y sigo refiriéndome a esos celos que no tienen causa conocida, caía yo regularmente y cada vez más bajo en mis despreciables sospechas, y otro tanto le sucedía a ella, que tenía más motivos que yo para estar celosa, puesto que conocía mi pasado. Y, en efecto, estaba más celosa que yo. Sus celos me proporcionaban sufrimientos de distinta naturaleza, pero no por eso menos penosos. He aquí un ejemplo: nos poníamos a hablar tranquilamente y me contradecía acerca de un asunto sobre el cual poco antes había manifestado la misma opinión que yo, y veía que de pronto se iba acalorando sin motivo. Creyendo que estaba de mal humor y que el tema de nuestra conversación debía de disgustarla, procuraba cambiar de asunto. ¡Lo mismo! Se enfadaba por cualquier cosa, por una palabra. Esto me asombraba, y trataba de indagar la causa, pero no lo conseguía y no obtenía más respuesta que algunos monosílabos, tras los cuales se quedaba en silencio. Me figuraba entonces que todo su mal humor podía provenir de que me había paseado por el jardín en compañía de una prima suya que me era completamente indiferente, o de cualquier otra cosa parecida. Lo adivinaba, en efecto, pero no decía ni una palabra.

Decirlo habría supuesto atizar sus sospechas. —¿Qué es lo que tienes? —Le preguntaba. – Pues nada, estoy igual que todos los días‑me respondía, y sin embargo se ponía arrebatada como una loca, empezaba a decir despropósitos sin fundamento. Algunas veces daba pruebas de una paciencia extraordinaria; otras, estallaba la tempestad y arrastraba a cada cual por su lado. Aquello era una lluvia de ultrajes, y recibía en pleno rostro la acusación del pretendido crimen. Se desbordaba y después venían las lágrimas, los sollozos, o se marchaba corriendo para ocultarse en lugares tan inverosímiles que no era posible sospechar que hubiese ido a buscar refugio en ellos. Allí costaba gran trabajo encontrarla. Avergonzado, me ponía a buscarla en presencia de hijos y criados. ¡Había que hacerlo, porque la creía capaz de todo! La seguíamos, la encontrábamos, ¡y qué noches más terribles después! No se oían más que palabras amargas, acusaciones penosas, y sólo después de algunos ataques de nervios, recobrábamos la calma. Sí, esos celos injustificados eran la plaga de nuestra vida conyugal, y confieso que me hicieron sufrir de una manera horrorosa mientras duraron.

Hubo dos épocas en que mi sufrimiento fue más intenso. La primera se remonta al nacimiento de mi primer hijo, cuando tuvimos que tomar una ama de cría por haber prohibido los médicos a mi mujer que lo criase. Esos celos provinieron al principio de la inquietud de madre que mi esposa experimentó respecto al que, sin culpa, venía a ser un trastorno en la regularidad de nuestra vida; pero más que nada, provino de la facilidad con que la vi renunciar a sus deberes maternales, lo que contribuía a que dedujese, tanto por instinto como razonadamente, que con la misma facilidad podía abandonar sus deberes de esposa, tanto más cuanto que gozaba de una salud excelente y que, a pesar de la prohibición de los médicos, dio el pecho con fortuna a los hijos que tuvo más adelante.

—Me parece que no tiene en mucha estima a los médicos‑le dije, al haber observado cómo se alteraba su voz y cambiaba de expresión su rostro cada vez que hablaba de ellos.

—No se trata de estimarlos o no, sino de que echaron a perder mi vida como la de tantos otros, y no puedo menos de indagar el enlace entre la causa y el efecto. Admito que quieran, al igual que los abogados y otros muchos, ganar dinero; yo les cedería la mitad de mi fortuna, si estuviese seguro de que todo el que los conociese fuese a obrar del mismo modo, si consintiesen en dejar de ocuparse de nuestra vida doméstica y renunciasen a mezclarse en cosas que no les importan. No he consultado las estadísticas, pero conozco personalmente a muchos, y sé de centenares de casos, pues los hay a millones, en los que han matado al niño en el seno de la madre, pretendiendo que ésta no podía dar a luz, y otras veces a la madre a consecuencia de una operación.

No se tienen en cuenta esas muertes, del mismo modo que se han olvidado los asesinatos de la Inquisición, con la convicción de que eran útiles a la humanidad. Los crímenes cometidos por los médicos son incalculables, pero no representan nada al lado de la putrefacción moral que engendra el materialismo del que son víctima los padres y que extienden por el mundo con la ayuda de la mujer. No haré hincapié en el hecho de que siguiendo sus consejos llegaríamos, por la fuerza del contagio, no a la unión, sino a la desunión completa. Según sus máximas, deberíamos pasar el tiempo en el descanso y el aislamiento y empleando ácido fénico continuamente‑del que hoy ya empiezan a decir que no sirve para nada—.

Pero no es esto lo peor. El veneno más fatal, más violento, es la corrupción hacia la que impulsan a la humanidad, especialmente a la mujer. No puede hoy día decirse uno, ni a sí mismo ni a los otros: «Llevas una vida deplorable; corrígete.» No, no se puede decir eso, porque cuando se lleva mala vida, ésta es consecuencia de una enfermedad nerviosa o heredada o de algo parecido. Entonces se va a consultar a los médicos, y mediante una cantidad más o menos crecida, recetan medicinas que la farmacia facilita. Se pone uno más enfermo, vuelta otra vez al médico y de éste al boticario. ¡Buena invención, realmente!

Volviendo al asunto del que nos ocupábamos: debo decir que mi mujer crió muy bien a sus hijos, y que éstos sirvieron para calmar los sufrimientos que me ocasionaban mis celos;

pero ¡ay! fueron la causa de nuevos trastornos. Puede, sin embargo, que fuera providencial, porque la catástrofe se retrasó: los hijos nos salvaron durante algún tiempo. Durante ocho años mi mujer tuvo cinco hijos, a los que ella misma crió.

—¿Y dónde están ahora vuestros hijos? —le pregunté. —Quiero decir…

—¡Los hijos! —exclamó, y su mirada centelleó.

—Dispénseme, pues tal vez he evocado recuerdos dolorosos.

—No, nada de eso. La familia de mi esposa se hizo cargo de ellos. Les habría cedido toda mi fortuna con tal de que me permitieran educar a mis hijos, pero como paso por loco, se negaron a entregármelos. Es una desdicha, porque yo los habría educado a mi gusto… Aunque después de todo, quizá vale más que sea así, porque yo no sirvo para nada.

XVI


—A medida que aumentó la prole, vino también lo que viene siempre tras los niños: el amor maternal… ¡Una de las maravillas de la vida! Para las mujeres de la clase social a la que pertenecemos, los hijos no son una alegría, un orgullo, ni el cumplimiento del destino, sino que se convierten en una inquietud, en un terror, en suplicios y castigos. Respecto a ese punto no se muerden la lengua para manifestar lo que piensan. Los hijos son para ellas un tormento, no por su nacimiento, por tenerlos que criar o por los cuidados que exigen, ya que las mujeres‑y entre ellas la mía‑tienen un sentido maternal muy desarrollado que las hace estar prontas para cualquier eventualidad, sino porque pueden enfermar y morir. Si temen el acto de dar a luz no es porque rechacen el cariño de los hijos, sino porque temen por la salud y la vida del amado recién nacido. Por esta razón es por lo que generalmente no quieren darle el pecho. «Si le diese de mamar, —suelen decirse, —le tomaría mucho cariño, ¿y si se muriese después?» Casi estoy por decir que preferirían muñecos de goma que no estuviesen expuestos a caer enfermos o a morirse y que fueran reemplazables con facilidad. ¡Qué extrañas confusiones hay en el cerebro y en el corazón de las pobres mujeres! ¿Por qué evitan tener hijos? ¡Por miedo a tomarles demasiado cariño!

Temen al amor como a un peligro, a pesar de que es un estado ideal del alma; ¿y por qué?

Porque el hombre es peor que la bestia cuando no vive como hombre. La mujer no considera al hijo más que bajo el punto de vista del placer. El principio es muy penoso, pero muy expedito: ¡Oh, qué manecitas! ¡Qué piececitos! ¡Qué vocecita! ¡Qué medias palabras! En resumen: ese amor materno bestial, todo él procede de la sensualidad. No se piensa siquiera en la misteriosa aparición del nuevo ser, destinado a ocupar nuestro lugar, que ya se le asigna desde que se le bautiza. No se razona, y sin embargo, esto no es más que la advertencia de la importancia que tiene el recién nacido en la humanidad, no se hace caso de todo esto; no se piensa en ello; no ha sido reemplazado por nada y no tenemos más que los encajes, las manecitas, los piececitos, en una palabra, lo que es inherente a la bestia. La única diferencia es que ésta no tiene razón ni entendimiento ni necesita médicos, sí, médicos. Cuando un ternero perece, la vaca muge y sigue amamantando a los demás terneros. ¡Qué hacemos nosotros cuando cae enfermo un niño? ¡Pronto, socorro, ayuda! ¿Qué médico escoger? ¿A dónde ir a buscarlo? Y si el niño se muere, ¿dónde están las manecitas, los piececitos? ¿Para qué proporcionarse esos sufrimientos? Esta es la causa de que los hijos sean un verdadero tormento. La vaca, que no razona, no piensa en los medios que podría emplear para salvar su a cría; por eso la pena que experimenta en su estado físico no es más que un estado y no un dolor, que contribuyen a exagerar la calma y la saciedad. No puede la vaca preguntarse el porqué de sus dolores y la razón de su cariño, puesto que la cría debía morir; no tiene criterio que le diga que tal vez en el futuro no tendrá más hijos, y que si los tiene es inútil que los amamante y que los quiera, puesto que ese cariño sólo produce sufrimientos. Este es precisamente el razonamiento que se hacen nuestras mujeres, y el hombre es la peor de las bestias si no vive como hombre.

—Con arreglo a vuestras ideas, ¿cómo se debería tratar, humanamente, a los hijos?

—¿Cómo? ¡Queriéndoles como a hombres!

—Pero, ¿no aman las madres a sus hijos?

—Sí, pero no humanamente, o al menos, rarísimas veces: ni siquiera los quieren como la perra a sus cachorros. Fíjese en que la gallina, la oca, la loba, serán siempre para la mujer un modelo inimitable de amor maternal. La mujer que se arroja al paso de un elefante para salvar a su hijo es un caso de los más raros. Al contrario, la gallina, el gorrión hembra, se arrojan atrevidamente sobre el perro y se sacrifican por sus pequeñuelos, y es algo realmente extraordinario que se cuente un caso igual de una mujer. Observe que la mujer tiene la facultad de privarse del amor físico que profesa al hijo; la bestia no puede hacerlo. ¿Quiere decir esto que la mujer está por encima de la bestia? No, precisamente es superior a ésta, por más que superior no es la palabra exacta. No es que sea superior, sino que debe ser de otra esencia, porque tiene además otros deberes, deberes humanos. La mujer puede privarse de ese amor físico, por la razón de que ese amor lo concentra por completo en el alma del niño. Este es el papel propio de la madre, y que no se encuentra en nuestra sociedad. Los relatos referentes a mujeres heroicas que han sacrificado a sus hijos por un ideal, los consideramos como cuentos de la antigüedad que no pueden conmovernos. Por lo que a mí respecta, creo que la madre carece de ese ideal al cual habría podido sacrificar su amor físico por su hijo. Si gasta toda la fuerza fisiológica de que dispone para intentar llevar a cabo alguna empresa difícil, y deja el cuidado de su hijo a la pericia de los médicos, no conseguirá otra cosa que hacerse más desgraciada, y experimentar siempre las mismas contrariedades y sufrimientos.

Esto mismo fue lo que sucedió con mi mujer, a quien le importaba muy poco tener un hijo o cinco. Al contrario, fue mejor que tuviese esos cinco. Nuestra existencia entera se perturbó con el temor de que les ocurriese un accidente, con enfermedades reales o de pura imaginación, y a veces hasta sencillamente con su sola presencia. En cuanto a mí, mientras duró mi vida conyugal comprendí perfectamente que toda mi dicha y hasta mis intereses estaban pendientes de un hilo, y que sólo dependían de la salud, del bienestar y de la actividad de mis hijos.

Los que ocupan el primer lugar son los hijos, y sin embargo es preciso que todos vivamos. En nuestros días, los padres no tienen vida propia; toda su vida está anudada a un cabello; no hay vida conyugal ni vida de familia. Por muy importante que pueda ser el negocio cuya conclusión nos preocupa, lo dejamos, olvidándolo y descuidándolo, en cuanto nos anuncian que a Vassia le duele el vientre, o que a Lisa le hace daño la garganta. Sí, lo olvidamos todo para no pensar más que en el médico, en el boticario y en la temperatura normal o anormal del enfermo.

Debo añadir que es imposible entablar una conversación seria sin que, por intempestiva que sea la hora, no entre Periquín en la habitación para pedir que le den una manzana, o para preguntar qué traje le han de poner, o sin que la nodriza se presente llevando un chiquillo que llora. La verdadera vida de familia no existe. Todas nuestras acciones, toda nuestra manera de ser, dependen de la salud de los hijos, y la salud de éstos no depende de nadie en el mundo, así que nuestra vida entera puede verse aniquilada por los médicos, que pretenden ser los dispensadores de la salud. Esto no es vivir; es estar oyendo continuamente el «¡Quién vive!», el «¡Alerta!», pues un peligro se sucede a otro, y hay que redoblar los esfuerzos para defenderse mejor. Se encuentra uno en la misma situación que el buque que zozobra.

Muchas veces me figuré que los temores de mi mujer por nuestros hijos eran ficticios, y que apelaba a ellos para conseguir mejor la victoria sobre mí, al mismo tiempo que lograba resolver fácilmente y en su favor todas las dificultades. Entonces creía yo que todos sus actos y sus palabras todas iban en contra mía, y hoy me doy cuenta de que sus enojos y sus tormentos los causaban nuestros hijos y el buen o mal estado de su salud. Esto, lo mismo para ella que para mí, era un verdadero martirio. Y no obstante, los hijos eran para ella fuente de olvido y colmo de dicha. Observé con mucha frecuencia que, en medio de su tristeza, y al estar enfermo uno de nuestros hijos, encontraba como un alivio a sus penas sumiéndose en aquella especie de anhelo que le producía el cuidado… Ese anhelo, esa singular embriaguez eran forzados, porque faltaba toda distracción de otra clase.

A cada momento le contaban que la señora X había perdido dos hijos; que el médico Tal salvó los de la señora N, y que en otra familia habían cambiado de aires, evitando así que se muriesen los niños. Como era natural, los médicos, pavoneándose, confirmaban el hecho, y eso contribuía a afirmar las creencias de mi esposa. Es indudable que habría querido no tener miedo, pero bastaba con que el médico pronunciase estas palabras: «envenenamiento de la sangre», «escarlatina» o, ¡Dios nos libre de ella!, «difteria», para que se trastornase, y era imposible que sucediese de otro modo.

Si las mujeres de ahora tuviesen las mismas creencias de las mujeres de tiempos pasados, que decían: «Dios nos los dio, Dios nos los quitó», «el alma del niño vuela hacia Dios, la muerte hace de él un bienaventurado porque murió en la inocencia» y, en fin, si tuviesen esa ciencia que tan generalizada estuvo siempre en el pasado, si tuviesen un sentimiento que recordase en algo esa fe, sobrellevarían con más valor y calma las enfermedades de sus hijos;

pero no conservan ni la sombra de esa fe que desapareció para no volver.

Sin embargo, la humanidad tiene necesidad de una creencia, y por eso la mujer cree ciegamente en la medicina, mejor dicho, en la medicina no, en los médicos. Para ésta, el mejor médico es el doctor A.; para aquélla el doctor B., y cual les pasatodos los fanáticos, no se dan cuenta de los defectos, de las faltas del ídolo; creen porque sí, quia absurdum. Si no se mostrasen tan testarudas con una creencia cualquiera, por poco razonada que sea, seguro que se darían cuenta exacta de la falta de fundamento, al mismo tiempo que de la vanidad y de la prosopopeya de esos asesinos.

La escarlatina, por ejemplo, es una enfermedad contagiosa. ¿Qué se hace cuando se presenta? Pues llevar a la mitad de la familia a una fonda. A nosotros nos pasó dos veces. En una población importante, todo individuo es el centro de un gran círculo, en el que se cruzan un sinnúmero de diámetros que no son más que otros tantos hilos conductores de contagio contra el que no hay muro protector; panaderos, sastres, cocheros, planchadoras, lavanderas, todos, en fin, contribuyen a la propagación del mal. Me vanaglorio de poder probar a aquel a quien una enfermedad contagiosa arrojó de su casa, que otra enfermedad, quizás tan peligrosa como la que le hace huir, o tal vez aquella misma, le espera en su nuevo domicilio. Nadie ignora lo que le sucedió a una familia rica que, habiendo mandado derribar la habitación donde tuvieron a un enfermo de difteria, cayó enferma en esa misma habitación construida de nuevo. Hay centenares de personas que viven en íntimo contacto con los enfermos y que, sin embargo, no se contagian.

He aquí la verdad, y he aquí cuál es la actitud de las mujeres. Una dice que su médico de cabecera es excelente: «¡Cualquier cosa! —exclama otra;—¡vaya un médico, que mató a Fulano!» Y viceversa. Presentadle a nuestras señoras un médico de aldea y no tendrán en él la menor confianza; llamad por el contrario a otro médico que gaste coche, que adquirió los mismos conocimientos que el otro en los mismos libros, aulas y clínicas, pero que pide cien rublos por visita, y en este último tendrán confianza absoluta.

No saben siquiera nuestras mujeres qué es lo que quieren, porque habiendo perdido la creencia en Dios, unas tienen fe en las echadoras de cartas, en las sonámbulas y en las curanderas, y otras en el afamado doctor N., porque exige honorarios elevados y tiene muchas excentricidades. Si tuviesen fe, sabrían que la escarlatina y otras enfermedades del mismo género no son tan temibles, puesto que no pueden hacer el menor daño a la única cosa que el hombre puede y debe amar, que es el alma. Sabrían también entonces que todo cuanto pueda sucedernos son acontecimientos que no podemos evitar: la enfermedad y la muerte. Esa falta, esa carencia de fe en Dios, son las que hacen que su amor sea puramente físico y pasen todo el tiempo empleando sus energías en realizar una utopía: ¡la de la prolongación de la vida!

Utopía cuya realización prometen los médicos a los imbéciles, y especialmente a las mujeres.

Así es que éstas, al vislumbrar el menor peligro, acuden a ellos.

Nuestros hijos no contribuyeron a suavizar nuestras relaciones ni a la unión más perfecta e íntima, sino que, por el contrario, sirvieron para acentuar nuestra desunión, y fueron una causa más de disgusto. Desde el día en que nacieron se convirtieron para nosotros en un arma de combate, en un pretexto más para discutir, porque cada uno de nosotros tenía un favorito que le servía de arma para la lucha. El mío era Vassia; el de mi mujer, Lisa, la hija mayor.

Cuando crecieron y su carácter se fue perfilando, los consideramos como aliados que queríamos atraer a nuestro bando. Su educación se resentía, naturalmente, a consecuencia de esta situación anormal, pero ¿qué hacer? Con nuestras eternas disputas no podíamos ocuparnos de aquellas pobres criaturas. El niño era aliado mío; en cuanto a la niña, la mayor, que era la aliada de mi esposa, a la que se parecía mucho, había momentos en que yo le tenía ojeriza.

XVII


—Al principio vivíamos en el campo, y luego en la capital, y a no ser por la catástrofe que más tarde nos hirió, habría llegado de ese modo a la vejez y al lecho de muerte creyendo haber llevado una vida feliz, es decir, no más desgraciada que la de la mayoría de mis semejantes. De ese modo no habría intuido la vil mentira que me rodeaba, ni habría comprendido que todo aquello no era lo mejor ni lo más bueno siquiera. Lo que sí habría sentido con más fuerza habría sido que yo, que debí ser el amo, no fui más que el esclavo de mi mujer, porque había sido ella y no yo quien llevó siempre, como vulgarmente se dice, los pantalones, por más esfuerzos que hice por quitárselos. Mis hijos fueron la causa de que yo perdiese la autoridad y, a pesar de mi deseo, me fue imposible liberarme y recobrarla. Mi mujer contaba con los hijos y, por consiguiente, con la dominación. No comprendía entonces sino que estaba en su derecho, un derecho basado en que, en la época de nuestra boda, estaba moralmente a cien codos de altura sobre mí, del mismo modo que toda recién casada es tanto más superior a su marido cuanto más pura es. Y fíjese bien en esto, en que las mujeres, sobre todo en la clase social a la que pertenecemos, son en general seres pervertidos que carecen de fuerza moral: egoístas, parlanchinas, testarudas; mientras que las jóvenes de veinte años o poco menos se sienten impulsadas, y de ello vemos ejemplos todos los días, a llevar a cabo acciones nobles e idealmente hermosas. ¿A qué se debe esta diferencia? Es indudable que los hombres han caído tan bajo que las hacen descender a su propio nivel.


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