Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Así, pues, una angustia seguía a la otra y un pecado a otro: y no era feliz nuestra existencia».
–¿Y ahora?
Ahora nos levantamos con mi marido siempre unidos y en buen acuerdo. Ni una discusión, ni un disgusto. Sólo tenemos una preocupación: servir bien al amo. Trabajamos como podemos: trabajamos con gusto, para que las cosas sean de provecho para el amo y no lo perjudiquen. Llegamos: el kumiss está dispuesto, la comida servida. Si hace frío, tenemos kisiaks y chuba. Y podemos hablar cuanto queremos, pensar en la salvación de nuestra alma, y rogar a Dios. Buscamos la felicidad durante cincuenta años: y hasta ahora no la hemos encontrado.
Los invitados se echaron a reír. E Ilia les dijo:
–No os riáis, hermanos míos: no es broma lo que os ha dicho mi babá, así es toda la vida del hombre. ¡Cuán necios éramos, cuando al principio llorábamos por nuestras riquezas! Mas ahora, Dios nos ha hecho ver la verdad; y no es por gusto nuestro, sino por vuestro propio provecho que se la revelamos ahora.
Y el noble dijo:
–Eso es hablar con juicio. Ilia os ha dicho la verdad cierta: así la dice el Korán.
Y los invitados, dejando de reír, se quedaron pensativos.
Dios ve la verdad pero no la dice cuando quiere
En la ciudad de Vladimir vivía un joven comerciante, llamado Aksenov. Tenía tres tiendas y una casa. Era un hombre apuesto, de cabellos rizados. Tenía un carácter muy alegre y se le consideraba como el primer cantor de la ciudad. En sus años mozos había bebido mucho, y cuando se emborrachaba, solía alborotar. Pero desde que se había casado, no bebía casi nunca y era muy raro verlo borracho.
Un día, Aksenov iba a ir a una fiesta de Nijni. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo:
–Ivan Dimitrievich: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.
–¿Es que temes que me vaya de juerga? –replicó Aksenov, echándose a reír.
–No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de la ciudad; y, en cuanto te quitaste el gorro, vi que tenías el pelo blanco.
–Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.
Tras de esto, Aksenov se despidió de su familia y se fue.
Cuando hubo recorrido la mitad del camino, se encontró con un comerciante conocido, y ambos se detuvieron para pernoctar. Después de tomar el té, fueron a acostarse, en dos habitaciones contiguas. Aksenov no solía dormir mucho; se despertó cuando aún era de noche y, para hacer el viaje con la fresca, llamó al cochero y le ordenó enganchar los caballos.
Después, arregló las cuentas con el posadero y se fue.
Ya había dejado atrás cuarenta verstas, cuando se detuvo para dar pienso a los caballos;
descansó un rato en el zaguán de la posada y, a la hora de comer, pidió un samovar. Luego sacó la guitarra y empezó a tocar. Pero de pronto llegó un troika con cascabeles. Se apearon de ella dos soldados y un oficial, que se acercó a Aksenov y le preguntó quién era y de dónde venía. Este respondió la verdad a todas las preguntas, y hasta invitó a su interlocutor a tomar una taza de té. Pero él continuó haciendo preguntas. ¿Dónde había pasado aquella noche?
¿Había dormido sólo o con algún compañero? ¿Había visto a éste de madrugada? ¿Por qué se había marchado tan temprano de la posada? Aksenov se sorprendió de que le preguntan todo aquello.
–¿Por qué me interroga? –inquirió a su vez–. No soy ningún ladrón, ni tampoco un bandido. Mi viaje se debe a unos asuntos particulares.
–Soy jefe de policía y te pregunto todo esto porque encontraron degollado al comerciante con el que pasaste la noche – replicó el oficial–: quiero ver tus cosas –añadió después de llamar a los soldados y de ordenarles que lo registraran de arriba abajo.
Entraron en la posada y revolvieron las cosas de la maleta y del saco de viaje de Aksenov.
De pronto, el jefe de policía encontró un cuchillo en el saco.
–¿De quién es esto? –exclamó.
Aksenov se horrorizó al ver que habían sacado un cuchillo ensangrentado de sus cosas.
–¿Por qué está manchado de sangre? –preguntó el jefe de policía.
Aksenov apenas pudo balbucir lo siguiente:
–Yo… yo no sé… yo… este cu… no es mío…
–De madrugada han encontrado al comerciante, degollado en su cama. La pieza donde habéis pernoctado estaba cerrada por dentro y nadie ha entrado en ella, salvo vosotros dos.
Este cuchillo ensangrentado estaba entre tus cosas y, además, por tu cara, se ve que eres culpable. Dime cómo le has matado y qué cantidad de dinero le quitaste.
Aksenov juró que no había cometido ese crimen; que no había vuelto a ver al comerciante, después de haber tomado el té con él: que los ocho mil rublos que llevaba eran de su propiedad y que el cuchillo no lo pertenecía. Pero, al decir esto, se le quebraba la voz, estaba pálido y temblaba, de pies a cabeza, como un culpable.
El jefe de policía ordenó a los soldados que ataran a Aksenov y lo llevaran a la troika.
Cuando lo arrojaron en el vehículo con los pies atados, se persignó y se echó a llorar. Le quitaron todas las cosas y el dinero, y le encerraron en la cárcel de la ciudad más cercana.
Pidieron informes de Aksenov en la ciudad de Vladimir. Tanto los comerciantes, como la demás gente de la ciudad, dijeron que, aunque de mozo se había dado a la bebida, era un hombre bueno. Juzgaron a Aksenov por haber matado a un comerciante de Riazan y por haberle robado veinte mil rublos.
Su mujer estaba preocupadísima y no sabía ni qué pensar. Sus hijos eran de corta edad, y el más pequeño, de pecho. Se dirigió con todos ellos a la ciudad en que Aksenov se hallaba detenido. Al principio, no le permitieron verlo; pero, tras muchas súplicas, los jefes de la prisión lo llevaron a su presencia. Al verlo vestido de presidiario y encadenado, la pobre mujer se desplomó y tardó mucho en recobrarse. Después, con los niños en torno suyo, se sentó junto a él, lo puso al tanto de los pormenores de la casa y le hizo algunas preguntas.
Aksenov relató a su vez, con todo detalle, lo que le había ocurrido.
–¿Qué pasará ahora? –preguntó la mujer.
–Hay que pedir clemencia al zar. No es posible que perezca un hombre inocente.
La mujer le explicó que había hecho una instancia; pero que no había llegado a manos del zar.
–No en vano soñé que se te había vuelto el pelo blanco, ¿te acuerdas? Has encanecido de verdad. No debiste hacer ese viaje exclamó ella; y, luego, acariciando la cabeza de su marido, añadió–: Mi querido Vania, dime la verdad, ¿fuiste tú?
–¿Eres capaz de pensar que he sido yo? –exclamó Aksenov; y, cubriéndose la cara con las manos, rompió a llorar.
Al cabo de un rato, un soldado ordenó a la mujer y a los hijos de Aksenov que se fueran.
Esta fue la última vez que Aksenov vio a su familia.
Posteriormente, recordó la conversación que había sostenido con su mujer y que también ella había sospechado de él, y se dijo: «Por lo visto, nadie, excepto Dios, puede saber la verdad. Sólo a El hay que rogarle y sólo de El esperar misericordia». Desde entonces, dejó de presentar solicitudes y de tener esperanzas. Se limitó a rogar a Dios.
Le condenaron a ser azotado y a trabajos forzados. Cuando le cicatrizaron las heridas de la paliza, fue deportado a Siberia en compañía de otros presos.
Vivió veintiséis años en Siberia; los cabellos se le tornaron blancos como la nieve y le creció una larga barba, rala y canosa. Su alegría se disipó por completo. Andaba lentamente y muy encorvado; y hablaba poco. Nunca reía, y, a menudo, rogaba a Dios.
En el cautiverio aprendió a hacer botas: y, con el dinero que ganó en su nuevo oficio, compró el libro de los Mártires, que solía leer cuando había luz en su celda. Los días festivos iba a la iglesia de la prisión, leía el Libro de los Apóstoles y cantaba en el coro. Su voz se había conservado bastante bien. Los jefes de la prisión querían a Aksenov por su carácter tranquilo. Sus compañeros le llamaban «abuelito» y «hombre de Dios». Cuando querían pedir algo a los jefes, lo mandaban como representante y, si surgía alguna pelea entre ellos, acudían a él para que pusiera paz.
Aksenov no recibía cartas de su casa e ignoraba si su mujer y sus hijos vivían.
Un día trajeron a unos prisioneros nuevos a Siberia. Por la noche, todos se reunieron en torno a ellos y los preguntaron de dónde venían y cuál era el motivo de su condena. Aksenov acudió también junto a los nuevos prisioneros y, con la cabeza inclinada, escuchó lo que decían.
Uno de los recién llegados era un viejo, bien plantado, de unos sesenta años, que llevaba una barba corta entrecana. Contó porqué le habían detenido.
–Amigos míos, me encuentro aquí sin haber cometido ningún delito. Un día desaté el caballo de un trineo y me acusaron de haberlo robado. Expliqué que había hecho aquello porque tenía prisa en llegar a determinado lugar. Además, el cochero era amigo mío. No creía haber hecho nada malo sin embargo, me acusaron de robo. En cambio, las autoridades no saben dónde ni cuándo robé de verdad. Hace tiempo cometí un delito, por el que hubiera debido haber estado aquí. Pero ahora me han condenado injustamente.
–¿De dónde eres? –preguntó uno de los prisioneros.
–De la ciudad de Vladimir. Me dedicaba al comercio. Me llamo Makar Semionovich.
Aksenov preguntó levantando la cabeza:
–¿Has oído hablar allí de los Aksenov?
–¡Claro que sí! Es una familia acomodada, a pesar de que el padre está en Siberia. Debe ser un pecador como nosotros. Y tú, abuelo. ¿Por qué estás aquí?
A Aksenov no le gustaba hablar de su desgracia.
–Hace veinte años que estoy en Siberia a causa de mis pecados –dijo suspirando.
–¿Qué delito has cometido? –preguntó Makar Semionovich.
–Si estoy aquí, será que lo merezco –exclamó Aksenov, poniendo fin a la conversación.
Pero los prisioneros explicaron a Makar Semionovich por qué se encontraba Aksenov en Siberia; una vez que iba de viaje, alguien mató a un comerciante y escondió el cuchillo ensangrentado entre las cosas de Aksenov. Por ese motivo, le habían condenado injustamente.
–¡Qué extraño! ¡Qué extraño! ¡Cómo has envejecido, abuelito! –exclamó Makar Semionovich, después de examinar a Aksenov; y le dio una palmada en las rodillas.
Todos le preguntaron de qué se asombraba y dónde había visto a Aksenov; pero Makar Semionovich se limitó a decir:
–Es extraño, amigos míos, que nos hayamos tenido que encontrar aquí.
Al oír las palabras de Makar Semionovich, Aksenov pensó que tal vez supiera quién había matado al comerciante.
–Makar Semionovich: ¿has oído hablar de esto antes de venir aquí? ¿Me has visto en alguna parte? –preguntó.
–El mundo es un pañuelo y todo se sabe. Pero hace mucho tiempo que oí hablar de ello, y ya casi no me acuerdo.
–Tal vez sepas quién mató al comerciante.
–Sin duda ha sido aquel entre cuyas cosas encontraron el cuchillo –replicó Makar Semionovich, echándose a reír–. Incluso si alguien lo metió allí. Cómo no lo han cogido, no le consideran culpable.
¿Cómo iban a esconder el cuchillo en tu saco si lo tenías debajo de la cabeza? Lo habrías notado.
Cuando Aksenov oyó esto, pensó que aquel hombre era el criminal. Se puso en pie y se alejó. Aquella noche no pudo dormir. Le invadió una gran tristeza. Se representó a su mujer, tal como era cuando le acompañó, por última vez, a una feria. La veía como si estuviese ante él; veía su cara y sus ojos y oía sus palabras y su risa. Después se imaginó a sus hijos como eran entonces, pequeños aún, uno vestido con una chaqueta y el otro junto al pecho de su madre. Recordó los tiempos en que fuera joven y alegre; y el día en que hablaba sentado en el porche de la posada, tocando la guitarra, y vinieron a detenerle. Recordó cómo le azotaron y le pareció volver a ver al verdugo, a la gente que estaba alrededor, a los presos… Se le representó toda su vida durante aquellos veintiséis años hasta llegar a viejo. Fue tal su desesperación, al pensar en todo esto, que estuvo a punto de poner fin a su vida.
«Todo lo que me ha ocurrido ha sido por este malhechor», pensó.
Sintió una ira invencible contra Makar Semionovich y quiso vengarse de él, aunque esta venganza le costase la vida. Pasó toda la noche rezando, pero no logró tranquilizarse. Al día siguiente, no se acercó para nada a Makar Semionovich, y procuró no mirarlo siquiera.
Así transcurrieron dos semanas. Aksenov no podía dormir y era tan grande su desesperación, que no sabía qué hacer.
Una noche empezó a pasear por la sala. De pronto vio que caía tierra debajo de un catre.
Se detuvo para ver qué era aquello. Súbitamente, Makar Semionovich salió de debajo del catre y miró a Aksenov con expresión de susto. Este quiso alejarse; pero Makar Semionovich, cogiéndole de la mano, le contó que había socavado un paso debajo de los muros y que todos los días, cuando lo llevaban a trabajar, sacaba la tierra metida en las botas.
–Si me guardas el secreto, abuelo, te ayudaré a huir. Si me denuncias, me azotarán; pero tampoco te vas a librar tú, porque te mataré.
Viendo ante sí al hombre que le había hecho tanto daño; Aksenov tembló de pies a cabeza. Invadido por la ira, se soltó de un tirón y exclamó.
–No tengo por qué huir, ni tampoco tienes por qué matarme; hace mucho que lo hiciste. Y en cuanto a lo que preparas, lo diré o no lo diré, según Dios me de a entender.
Al día siguiente, cuando sacaron a los presos a trabajar, los soldados se dieron cuenta de que Makar Semionovich llevaba tierra en las cañas de las botas. Después de una serie de búsquedas, encontraron el subterráneo que había hecho. Llegó el jefe de la prisión para interrogar a los presos. Todos se negaron a hablar. Los que sabían que era Makar Semionovich, no le delataron, porque le constaba que le azotarían hasta dejarlo medio muerto.
Entonces, el jefe de la prisión se dirigió a Aksenov. Sabía que era veraz.
–Abuelo, tú eres un hombre justo. Dime quién ha cavado el subterráneo, como si estuvieras ante Dios.
Makar Semionovich miraba el jefe de la prisión como si tal cosa; no se volvió siquiera hacia Aksenov. A éste le temblaron las manos y los labios. Durante largo rato no pudo pronunciar ni una sola palabra, «¿Por qué no delatarle cuando él me ha perdido? Que pague por todo lo que me ha hecho sufrir. Pero si lo delato, le azotarán. ¿Y si le acuso injustamente?
Además, ¿acaso eso aliviaría mi situación?», pensó.
–Anda viejo, dime la verdad: ¿quién ha hecho el subterráneo? –preguntó, de nuevo, el jefe.
–No puedo, excelencia –replicó Aksenov, después de mirar a Makar Semionovich–. Dios no quiere que lo diga; y no lo haré. Puede hacer conmigo lo que quiera. Usted es quien manda.
A pesar de las reiteradas insistencias del jefe, Aksenov no dijo nada más. Y no se enteraron de quién había cavado el subterráneo.
A la noche siguiente, cuando Aksenov se acostó, apenas se hubo dormido, oyó que alguien se había acercado, sentándose a sus pies. Miró y reconoció a Makar Semionovich.
–¿Qué más quieres? ¿Para qué has venido? –exclamó.
Makar Semionovich guardaba silencio.
–¿Qué quieres? ¡Lárgate! Si no te vas, llamaré al soldado –insistió Aksenov, incorporándose.
Makar Semionovich se acerco a Aksenov; y le dijo, en un susurro:
–¡Iván Dimitrievich, perdóname!
–¿Qué tengo que perdonarte?
–Fui yo quien mató al comerciante y quien metió el cuchillo entre tus cosas. Iba a matarte a ti también; pero oí ruido fuera. Entonces oculté el cuchillo en tu saco; y salí por la ventana.
Aksenov no supo qué decir. Makar Semionovich se puso en pie e, inclinándose hasta tocar el suelo, exclamó:
–Iván Dimitrievich, perdóname, ¡perdóname por Dios! Confesaré que maté al comerciante y te pondrán en libertad. Podrás volver a tu casa.
–¡Qué fácil es hablar! ¿Dónde quieres que vaya ahora?… Mi mujer ha muerto, probablemente; y mis hijos me habrán olvidado… No tengo adónde ir…
Sin cambiar de postura, Makar Semionovich golpeaba el suelo con la cabeza repitiendo:
–Iván Dimitrievich, perdóname. Me fue más fácil soportar los azotes, cuando me pegaron, que mirarte en este momento. Por si es poco, te apiadaste de mí y no me has delatado.
¡Perdóname en nombre de Cristo! Perdóname a mí, que soy un malhechor.
Makar Semionovich se echó a llorar. Al oír sus sollozos también Aksenov se deshizo en lágrimas.
–Dios te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú –dijo.
Repentinamente un gran bienestar invadió su alma. Dejó de añorar su casa. Ya no sentía deseos de salir de la prisión; sólo esperaba que llegase su último momento.
Makar Semionovich no hizo caso a Aksenov y confesó su crimen. Pero cuando llegó la orden de libertad, Aksenov había muerto ya.
El primer destilador
Un pobre mujik se fue al campo a labrar, sin haber almorzado. Llevó un pedazo de pan. Después de haber preparado su arado, escondió su mendrugo debajo de un matorral, y lo cubrió todo con su caftán.
El caballo se había cansado; el mujik tenía hambre. Desenganchó su caballo y lo dejó pacer; luego se acercó para comer. Levanta el caftán; el mendrugo había desaparecido. Busca por todos lados, vuelve y revuelve el caftán, lo sacude: no aparece el mendrugo.
–¡Qué raro es esto! –pensaba–. ¡No he visto pasar a nadie, y, sin embargo, alguien me ha llevado el mendrugo!
El mujik quedó sorprendido.
Y era un diablillo que, mientras labraba el mujik le había robado la comida. Luego se escondió detrás del matorral, para escuchar al mujik, y ver cómo se enfadaba y nombraba al demonio.
El mujik distaba de estar contento.
–¡Bah! –dijo–. No me moriré de hambre. El que me haya quitado la comida la necesitaba, sin duda: ¡que le haga buen provecho!
El mujik se fue al pozo, bebió agua, descansó un momento, y volvió a enganchar el caballo, tomó el arado y se puso de nuevo a trabajar.
El diablillo se enfureció mucho al ver que no había logrado hacer pecar al mujik. Fue a pedir al diablo jefe que lo aconsejase. Le refirió cómo había tomado el pan al mujik, y cómo este, en vez de enfadarse, había dicho: «¡Buen provecho!»
El diablo en jefe se enojó.
–Ya que el mujik –le dijo– se ha burlado de ti en esta ocasión, es que tú mismo has dejado de cumplir tu deber. No has sabido hacerlo bien. Si dejamos que los mujiks y las babás se nos suban a las barbas, esto va a ser intolerable… No puede esto concluir de este modo vete, vuelve a casa de ése, y gánate el mendrugo, si quieres comértelo. Si antes de tres años no has vencido a ese mujik, te daré un baño de agua bendita.
Estremecióse el diablillo.
Volvió rápidamente a la tierra, reflexionó largo tiempo sobre el modo de reparar su falta.
Pensaba y pensaba el diablillo; y, por fin, dio con lo que buscaba.
Se transformó en un buen hombre, y se puso al servicio del mujik. En previsión de que vería seco el verano, aconsejó a su dueño que sembrara el trigo en terrenos pantanosos.
El mujik siguió el consejo de su criado, y sembró el trigo en tierras pantanosas.
El trigo de los demás mujiks fue quemado por el sol: el del pobre mujik creció lozano y fresco; tuvo para comer hasta la otra cosecha, y le quedó aún mucho pan.
Aquel verano, el criado convenció al mujik de que sembrara el trigo en las alturas; y precisamente hubo muchas lluvias.
El trigo de los demás se inundó, se pudrieron los tallos, y no sacaron espigas. En cambio, el mujik recogió en las alturas un trigo magnífico. Y tuvo tanto trigo sobrante, que no sabía qué hacer con él.
Entonces, el criado le enseñó a hacer vodka, se puso a beberla y dio a beber a los demás.
Entonces, el diablillo se fue a encontrar al diablo jefe, diciéndole que había ganado el mendrugo. El diablo jefe, quiso ver si era verdad.
Se fue a casa del mujik y vio que éste, habiendo invitado a las personas principales, les daba vodka a todas. La esposa misma servía la bebida; pero, al pasar cerca de la mesa, se enganchó con el ángulo, y derramó un vaso.
El mujik se enfadó; riñó a su mujer.
–¡Cuidado con esa tonta de mil demonios! –dijo–. ¿Acaso te figuras que esto es agua de lejía, para derramarla de este modo?
El diablillo tocó con el codo al diablo, su jefe.
–Fíjate bien –le dijo–. Ahora veremos cómo le duele el mendrugo.
Después de haber reñido a su mujer, el mujik quiso servir él mismo, y que brindaran todos. Llegó un pobre mujik que nadie esperaba. Viendo que los demás bebían vodka, habría querido también beber un poco para animarse. Allí estaba el pobre mujik tragando saliva. El dueño se negó a hacerlo beber: iba murmurando:
–¿Se figuran que he hecho bastante vodka para dar a cuántos vengan?
También esto gustó al diablo jefe. Y el diablillo, enorgulleciéndose:
–Aguarda, aguarda un poco –le dijo–. No es esto todo.
Los mujiks ricos, y con ellos el dueño, después de haber bebido la vodka, se adulaban unos a otros, se prodigaban mutuas alabanza, y sus palabras eran melosas.
El diablo jefe iba escuchando, y felicitaba al diablillo:
–Si esta bebida los hace ser hipócritas –le dijo y se engañan unos a otros, están en nuestro poder.
–Aguarda aún lo que falta –díjole el diablillo–. Déjalos que beban sólo otra copita. Ahora están como zorros que menean la cola delante de los demás, y procuran engañarse: mas luego los verás feroces como lobos.
Los mujiks bebieron otra copa.
Y empezaron a gritar y a hablar groseramente. En vez de palabras melosas, se injuriaban unos a otros; se enfurecieron se pelearon y se rompieron las narices; y habiéndose el dueño de casa metido en la pelea, recogió su parte de porrazos.
El diablo jefe miraba y se ponía contento. ¡Esto marcha perfectamente! –dijo. Y el diablillo repuso:
–Aguarda todavía lo que va a suceder. Deja que beban otra copita más. Ahora están como lobos furiosos; cuando hayan bebido otra copa, estarán como cerdos.
Cada uno de los mujiks bebió otra copita. Todos estaban atontados. Gruñían, gritaban sin saber lo que decían, y no se escuchaban unos a otros. Se fueron cada cual por su lado, unos solos, otros de dos en dos o de tres en tres: todos fueron a caerse al suelo en su calle.
El dueño de la casa, que había salido para acompañar a sus huéspedes, cayó en un charco, se ensució completamente, y se quedó allí tendido como un cerdo que gruñe.
Y esto acabó de alegrar al diablo jefe.
–¡Vaya! –dijo–. Has inventado una hermosa bebida. Te has ganado tu mendrugo. Dime ahora cómo has fabricado este brebaje. Juraría que lo has compuesto de sangre de zorro, y así los mujiks se han vuelto traidores como los zorros; luego sangre de lobo, que les hiciera ser crueles como lobos, y por fin, sangre de cerdo, que los ha convertido en cerdos.
–No –dijo el diablillo–. No lo he hecho así. Me he limitado a hacer que cosechara demasiado trigo. En el mismo estaba la sangre de esas bestias; pero esta sangre no podía obrar mientras el trigo le diese apenas lo necesario. Y entonces era cuando no le dolía su último mendrugo y cuando empezó a pensar cómo lo hacía para utilizar el sobrante, entonces le enseñé a beber vodka. Y cuando empezó a destilar, para su gusto el don de Dios en vodka, la sangre del zorro, la del lobo y la del cerdo han salido; y ahora, le bastará que beba vodka para ser al punto como esas bestias.
El diablo jefe felicitó al diablillo, le dio su mendrugo y le hizo ascender un grado.
La muñeca de porcelana
(Una carta escrita por Tolstoi seis meses después de su matrimonio a la hermana más joven de su esposa, la Natacha de «Guerra y Paz». En las primeras líneas, la letra es de su mujer, en el resto la suya propia.)
21 de marzo de 1863
¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de ti…
Aún no has contestado a la alocada carta de Levochka (Tolstoi), de la que no entendí una palabra.
23 de marzo
Aquí ella empezó a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a mí.
Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, siempre estuvo constituida de carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición: respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más importante, tenia control sobre sus extremidades, las cuales – brazos y piernas– podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo a las diez de la noche, nos sucedió algo extraordinario a ella y a mí. ¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé qué sentimiento despertará ahora en ti), sé que sientes un afectuoso interés por mí y conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida;
además, amas a tus padres (por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido), es por esto que te escribo, para contarte cómo ocurrió.
Aquel día me levanté temprano, paseé mucho rato a pie y a caballo. Almorzamos y comimos juntos, después leímos (aún podía hacerlo) y yo me sentía tranquilo y feliz. A las diez le di las buenas noches a la tía (Sonia estaba como siempre y me dijo que pronto se reuniría conmigo) y me fui a la cama. A través de mi sueño la oí abrir la puerta, respirar mientras se desvestía, salir de detrás del biombo y acercarse a la cama. Abrí los ojos y vi —no a la Sonia que tú y yo conocíamos—, ¡sino a una Sonia de porcelana! Hecha de esa misma porcelana que provocó una discusión entre tus padres. Ya sabes, una de esas muñecas con desnudos hombros fríos y cuello y brazos inclinados hacia adelante, pero hechos con el mismo material que el cuerpo. Tienen el cabello pintado de negro y arreglado en largas ondas con la pintura que desaparece en la parte superior, protuberantes ojos de porcelana que son demasiado grandes y que también están pintados de negro en los bordes. Los rígidos pliegues de porcelana de sus faldas forman una sola pieza junto con el resto. ¡Y Sonia era así! Le toqué el brazo; era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Pensé que estaba dormido y me pellizqué, pero ella no cambió y se mantuvo inmóvil frente a mi.
Le dije:
—¿Eres de porcelana?
Y sin abrir la boca (que permaneció como estaba con sus labios curvos pintados de rojo brillante), replicó:
—Sí, soy de porcelana.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Miré sus piernas: también eran de porcelana y (ya puedes imaginarte mi horror) estaban fijas en un pedestal de la misma materia, que representaba el suelo y estaba pintado de verde para simular un prado. Cerca de su pierna izquierda, un poco más arriba, detrás de la rodilla, había una columna de porcelana, pintada de marrón, que probablemente pretendía ser el tronco de un árbol. También formaba parte de la misma pieza que la contenía a ella. Comprendí que sin ese apoyo no podría permanecer erguida y me puse muy triste; tú, que la querías tanto, ya te puedes imaginar mi pena. No podía creer lo que estaba viendo y empecé a llamarla. Le era imposible moverse sin el tronco y su base; giró un poco (junto con la base) para inclinarse hacia mí. Pude oír el pedestal batiendo contra el suelo. Volví a tocarla, era suave, agradable al tacto y de fría porcelana.
Traté de levantarle la mano, pero no pude; traté de pasar un dedo, siquiera la uña entre su codo y su cadera, pero no lo logré. El obstáculo lo formaba la misma masa de porcelana, esa materia con la que en Auerbach hacen las salseras. Empecé a examinar su camisa, formaba parte del cuerpo, tanto arriba como abajo. La miré desde más cerca y vi que tenía una punta rota y que se había puesto marrón. La pintura en la parte superior de la cabeza había caído y se veía una manchita blanca. También había saltado un poco de pintura de un labio y uno de los hombres mostraba una pequeña raspadura. Pero estaba todo tan bien hecho, tan natural, que aún seguía siendo nuestra Sonia. La camisa era la que yo le conocía, con encajes; llevaba el pelo recogido en un moño, pero de porcelana y sus manos delicadas y grandes ojos, al igual que los labios, eran los mismos, pero de porcelana. El hoyuelo en su barbilla y los pequeños huesos salientes bajo sus hombros estaban allí también, pero de porcelana. Sentía una terrible confusión y no sabía qué decir ni qué pensar. Ella me habría ayudado gustosa, pero, ¿qué podía hacer una criatura de porcelana? Los ojos entornados, las cejas y las pestañas, a cierta distancia, parecían llenos de vida. No me miraba a mí, sino a la cama. Quería acostarse y daba vueltas en su pedestal continuamente. Casi perdí el control de mis nervios; la levanté y traté de llevarla hasta el lecho. Mis dedos no dejaron huella en su frío cuerpo de porcelana y lo que me dejó más sorprendido es que era ligera como una pluma. De repente, pareció encogerse y volverse muy pequeña, más diminuta que la palma de mi mano, aunque su aspecto no varió.
Tomé una almohada y la puse en un extremo, hice un hueco en el otro con mi puño y la coloqué allí, para luego doblar su gorro de dormir en cuatro y cubrirla hasta la cabeza con él.
Continuó inmóvil. Apagué la vela y súbitamente oí su voz desde la almohada:
—Leva, ¿por qué me he vuelto de porcelana?
No supe qué contestar, y ella repitió:
—¿Cambiará algo entre nosotros el que yo sea de porcelana?
No quise apenarla y respondí que no. Volví a tocarla en la oscuridad; estaba quieta como antes, fría y de porcelana. Su estómago seguía siendo el mismo que en vida, sobresalía un poco, hecho poco natural para una muñeca de porcelana. Entonces experimenté un extraño sentimiento. Me pareció agradable que hubiese adquirido aquel estado y ya no me sentí sorprendido. Ahora todo resultaba natural. La levanté, me la pasé de una mano a la otra para abrigarla bajo mi cabeza. Le gustó. Nos dormimos. Por la mañana me levanté y sali sin mirarla. Todo lo sucedido el día anterior me parecía demasiado terrible. Cuando regresé a la hora de comer, había recuperado su estado normal, pero no le recordé su transformación, temiendo apenarlas a ella y a la tía. Sólo te lo he contado a ti. Creí que todo había pasado, pero cada día, al quedarnos solos, ocurre lo mismo. De pronto se convierte en un minúsculo ser de porcelana. En presencia de los demás continúa igual que antes. No se siente abatida por ello, ni tampoco yo. Por extraño que pueda parecerte, confieso con franqueza que me alegro, y aun pese a su condición de porcelana, somos muy felices.
Te escribo todo esto, querida Tania, para que prepares a sus padres para la noticia y para que papá investigue con los médicos el significado de esta transformación y si no puede ser perjudicial para el niño que esperamos. Ahora estamos solos, está sentada bajo mi corbata de lazo y siento como su nariz puntiaguda me rasca el cuello. Ayer la dejé sola en una habitación y al entrar vi que «Dora», nuestra perrita, la había arrastrado hasta una esquina y jugaba con ella. Estuvo a punto de romperla. Le pegué a «Dora», metí a Sonia en el bolsillo de mi chaleco y la conduje a mi estudio. Ahora estoy esperando de Tula una cajita de madera que he encargado, cubierta de tafilete en el exterior y con el interior forrado de terciopelo frambuesa, con un espacio arreglado para que pueda ser llevada con los codos, cabeza y espalda dispuestos de tal modo que no pueda romperse. La cubriré también totalmente de gamuza.