Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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—¿Qué? ¿Hay algo? –preguntó a Ignat, que volvía, avanzando penosamente, hundido en la nieve hasta las rodillas.
—Si. Desde luego, se ve un campamento; pero no sé de qué tribu será –contestó éste, jadeando—. Sin duda estamos en la aldea de Prolgov. Debemos tirar hacia la izquierda.
—Pero ¿qué nos estás contando? Es un campamento de los nuestros, que está detrás de la aldea cosaca –replicó el otro cochero.
—Te digo que no.
—No puede ser otra cosa. Me basta con echar una ojeada para saberlo. O, a lo mejor, es la aldea de Tamishev. Tiremos hacia la derecha para salir directamente al puente grande…, a la versta ocho.
—Te estoy diciendo que no. ¡Si lo acabo de ver! –gritó Ignat, malhumorado.
—¡Qué cosas tienes! ¡Y eso que eres cochero!
—Ve a verlo tú, que también lo eres.
—¿Para qué? Lo sé sin necesidad de ir.
Sin contestar y muy enfadado, Ignat subió al pescante de un salto; y proseguimos el viaje.
—Se me han dormido los pies. No hay manera de que entren en calor –dijo a Aliosha, mientras sacaba la nieve que se le había introducido en la caña de las botas.
Me invadieron unas terribles ganas de dormir.
VIII
“¿Será posible que me esté helando? –pienso a través del sueño—. Dicen que, cuando uno se hiela, empieza por dormirse. Es mejor ahogarse que morir helado; me sacarán con unas redes. Aunque, por otra parte, da igual que me ahogue o me hiele, con tal que no se me incrustase ese palo en la espalda y pueda adormilarme.»
Por un instante, caigo en la inconsciencia.
“¿Cómo terminará todo esto?» me pregunto, de pronto. Abro los ojos y contemplo la blanca llanura. “¿Cómo acabará? Si no encontramos haces de heno y los caballos se paran –lo que sin duda no tardará en ocurrir –nos helaremos todos.» Reconozco que, aun cuando tenía un poco de miedo, el deseo de que nos ocurriera algo extraordinario, algo trágico, era más fuerte que mi temor. Me gustaba la idea de que de madrugada los caballos nos condujeran a una aldea desconocida y que algunos estuviéramos medio helados y otros del todo. Me imaginaba cosas extrañas con sorprendente claridad. Los caballos se detienen; se amontona la nieve y ya no se ven sino sus orejas. De pronto, aparece Ignashka que pasa junto a nosotros en su trineo. Le suplicamos a gritos que nos recoja, pero el viento se lleva nuestras voces y no nos oye. Ignashka se echa a reír. Acucia a los caballos y desaparece en un profundo barranco cubierto de nieve. El viejecito monta uno de los caballos con intención de irse, pero no logra moverse del sitio en que está; mi primer cochero, que lleva una gorra muy grande, se arroja sobre él, lo derriba y lo pisotea en la nieve: «Eres un brujo, un pendenciero –vocifera—. Vamos a errar los dos juntos.» Pero el viejecito rompe el cerro de nieve con la cabeza y se transforma en un conejo que huye de nuestro lado. Unos perros lo persiguen. El cochero que daba consejos, que es Fiodor Filipovich, ordena que todos se sienten en corro. Así, no importa que nos sepulte la nieve. Estaremos abrigados. En efecto, estamos calentitos y a gusto; pero tenemos sed. Saco la cantina y obsequio a todos con ron azucarado. Y yo también bebo con gran avidez. El narrador nos relata un cuento sobre el arco iris. Por encima de nosotros se ha formado un techo de nieve y se ve un arco iris. «Construyamos una habitación para cada uno y echémonos a dormir», digo. La nieve es suave y templada, lo mismo que una piel. Me preparo un cuarto y me dispongo a entrar en él; pero Fiodor Filipovich, que ha visto mi dinero en la cantina, me dice: “¡Espera! Dame el dinero. ¡De todas formas hemos de morir!», y me agarra por una pierna. Le entrego el dinero, rogándole únicamente que me suelte. No cree que ése sea todo mi dinero y quiere matarme. Me apodero de la mano del viejecito y la cubro de besos con un placer indescriptible: su mano es suave y está dulce. Al principio, el anciano quiere retirarla, pero luego me la abandona y hasta me acaricia con la otra mano. Sin embargo, Fiodor Filipovich se acerca y me amenaza. Corro a mi habitación que se convierte en un largo pasillo blanco. Alguien me retiene por los pies. Logro desprenderme. Mi ropa y parte de mi piel queda en manos del que me sujetaba. Tengo frío y me siento avergonzado, sobre todo porque veo que mi tía, con la sombrilla y el botiquín homeopático, viene a mi encuentro del brazo del hombre ahogado. Ambos ríen, sin comprender las señas que les hago.
Salto al trineo; sin embargo, mis pies se arrastran por la nieve. El viejecito me persigue, agitando los codos. Ya está cerca de mí, pero oigo el tintineo de los cascabeles y sé que, en cuanto los alcance, estoy salvado. El sonido de los cascabeles se torna más intenso por momentos. El viejo me ha pillado, cayendo de bruces encima de mi cara, de manera que apenas si distingo el tintineo de los cascabeles. Lo mismo que antes, me pongo a besarle la mano. De pronto, me doy cuenta de que se ha transformado en el hombre ahogado… que grita: “¡Detente! ¡Ignashka, detente! Me parece que están ahí los haces de Ajmetkin. Ven a ver.» Esto es demasiado horrible… Es mejor despertar…
Abro los ojos. El viento me ha echado sobre la cara los bajos del capote de Aliosha y tengo las rodillas destapadas. Nos deslizamos por una capa de hielo. Vibra en el aire el tintineo de los cascabeles que suenan a la tercera, con la quinta trémula.
Quiero ver los haces, pero en lugar de éstos, aparecen ante mí una casa con balcón y el muro almenado de una fortaleza. Sin embargo, no siento interés en examinarlos. Lo principal es ver de nuevo el pasillo blanco, oír el tañido de la campana de la iglesia y besar la mano del viejecito. Vuelvo a cerrar los cojos y me adormilo.
IX
Estaba profundamente dormido; pero oía sin cesar los cascabeles que sonaban a la tercera y que, en el sueño, se me presentaban ora bajo la forma de un perro que ladraba y se tiraba sobre mí, ora bajo la de un órgano, del que yo era un tubo, ora bajo la de unos versos franceses que estaba escribiendo. A ratos me parecía que esa tercera era un instrumento de tortura con el que me apretaban la planta del pie derecho. El dolor llegó a ser tan agudo que me desperté. Abrí los ojos y me froté el pie, que comenzaba a helárseme. La noche seguía siendo turbia, blanca. Lo mismo que antes, algo me empujaba, empujando también el trineo;
Ignashka iba sentado al lado y daba golpes con los pies; el caballo de varas corría al trote por la gruesa capa de nieve, con el cuello en tensión, levantando poco las patas. La cabeza del de la derecha, con las crines al aire, se balanceaba uniformemente, estirando y aflojando las riendas. Pero todo estaba más cubierto de nieve. Se había arremolinado formando verdaderos montones por delante y a ambos lados; los palos de los trineos, los cuellos de nuestras pellizas y las gorras estaban materialmente sepultados. Las patas de los caballos se hundían hasta la rodilla. El viento soplaba ora por la derecha, ora por la izquierda, agitando el cuello y los bajos del armiak de Ignashka y las crines del caballo de varas.
El frío arreciaba. En cuanto sacaba un poco la cabeza de la pelliza, unos copos secos, helados, me cubrían las pestañas, la nariz, la boca y se me deslizaban por el cuello. En torno a mí, no se veía que la blanca llanura bajo una luz turbia. Sentí miedo. Aliosha dormía a mis pies, en el fondo del trineo. Una espesa capa de nieve le cubría la espalda. Ignashka no se desanimaba: tiraba de las riendas, acuciaba a los caballos y pataleaba sin cesar. Los cascabeles seguían sonando tan maravillosamente como antes. De cuando en cuando, se oía relinchar a los caballos. Corrían más despacio y tropezaban con frecuencia. Ignashka dio un salto, sacudió uno de sus guantes y entonó una canción con su voz aguda; pero antes de acabarla, detuvo la troika, echó las riendas sobre el pescante y se apeó. El viento aullaba con furia y la nieve caía con más intensidad. Volví la cabeza. La tercera troika no nos seguía; se había quedado rezagada. A través del torbellino, distinguí al viejecito que saltaba sobre un pie y sobre el otro, junto a la segunda. Cuando hubo recorrido unos pasos, Ignashka se sentó en la nieve y, tras de quitarse el cinturón, procedió a descalzarse.
—¿Qué haces? –pregunté.
—Tengo que cambiarme el calzado para que no se me hielen los pies –me dijo.
No me asomé para ver cómo lo hacía, por miedo al frío. Permanecí erguido observando el caballo de varas, que había avanzado una pata y movía su cola atada y cubierta de nieve, en una actitud cansada. Me despertó la sacudida que produjo Ignashka al saltar al pescante.
—¿Dónde estamos? ¿Llegaremos antes del amanecer?
—¡Claro que sí! Esté tranquilo. Lo importante es que se me han calentado los pies, ahora que me he puesto otras botas.
Tiró de las riendas, resonaron los cascabeles y el trineo se puso en marcha balanceándose como antes. De nuevo empezamos a bogar por aquel infinito mar de nieve.
X
Me quedé profundamente dormido. Cuando me desperté, porque Aliosha me empujó con un pie, había amanecido. Me pareció que el frío apretaba más de de noche. No nevaba; pero el viento hacía revolotear la nieve por la estepa, sobre todo bajo los cascos de los caballos y bajo los patines del trineo. Por levante, el cielo aparecía azul oscuro, pero se destacaban en él unas franjas oblicuas, de un color rojo anaranjado. Por encima de nuestras cabezas, a través de unas nubes blancas, podía distinguirse el pálido firmamento, y a la izquierda, también se veían unas nubes claras, ligeras y movibles. En torno a nosotros, hasta donde podía alcanzar la vista, la estepa estaba cubierta de espesas capas de nieve. Aquí y allá se divisaba algún cerrillo gris por encima del cual se formaban torbellinos de nieve seca. No se veían huellas de trineos, pisadas de hombres ni de animales. La silueta del cochero y las de los caballos se destacaban distintamente, incluso en el fondo blanco… El gorro azul marino de Ignashka, el cuello de su pelliza, sus cabellos y sus botas aparecían blancos. El caballo gris tenía parte de la cabeza y la cerviz cubiertas de una capa de nieve y el de la derecha, las patas y el lomo. Las borlitas del caballo de varas se agitaban al compás de cualquier melodía que me imaginara y el animal corría igual que antes; pero, por su vientre hundido, que se inflaba y se encogía, y por sus orejas gachas, se deducía que estaba agotado. Un solo objeto me llamó la atención: era un poste indicando una versta. Junto a él, del lado derecho, el viento había formado un enorme montón de nieve. Me sorprendió que hubiésemos conseguido llegar a algún sitio, después de haber viajado durante toda la noche, por espacio de doce horas, con los mismos caballos y sin saber adónde íbamos. Nuestros cascabeles parecían sonar más alegremente que antes. Ignashka estaba jadeante. De cuando en cuando lanzaba un grito. Detrás, se oía relinchar a los caballos y tintinear los cascabeles de la troika del viejecito y del que daba consejos. En cambio, el cochero, que iba dormido, se había separado definitivamente de nosotros. Después de recorrer media versta, divisamos las huellas recientes, apenas cubiertas por la nieve, de un trineo de tres caballos y gotas de sangre aquí y allá. Probablemente, se había herido algún caballo.
—Estas huellas deben de ser del trineo de Filip. ¡Ha llegado antes que nosotros! –exclamó Ignashka.
Al borde del camino, sepultada bajo la nieve, casi hasta el tejado, se ve una casita con un letrero. Es una fonda. Ante la puerta hay una troika de caballos grises. Están sudorosos, esparrancados y tienen las cabezas gachas. Junto a la entrada, que acaban de limpiar, se ve una pala. Pero sigue cayendo la nieve del tejado y el viento la arremolina.
Al oír los cascabeles, aparece en la puerta un cochero. Es un hombre pelirrojo, alto, coloradote. Tiene un vaso en la mano y nos grita algo. Inashka se vuelve hacia mí y me pide permiso para detenernos. Veo su cara por primera vez.
XI
No era de tez morena, enjuto y de nariz recta, como me había figurado a juzgar por sus cabellos y su constitución, sino un chato, de rostro redondo y alegre, boca muy grande y ojos de un azul intenso. Tenía el cuello y las mejillas tan colorados como si se los hubiera acabado de frotar; y sus cejas, sus largas pestañas y su barbilla estaban cubiertas de nieve.
Faltaba media versta para llegar a la estación de postas. Nos detuvimos.
—Bueno; pero démonos prisa –dije.
—Sólo un momentito –replicó Ignashka y, apeándose de un salto, se acercó a Filip—: Venga, traiga –dijo, mientras se quitaba el guante de la mano derecha y lo arrojaba en la nieve, junto con el látigo.
Después, con la cabeza echada hacia atrás, se bebió de un trago la copita de vodka que le había tendido el otro. El tabernero, sin duda un cosaco retirado, salió a la puerta con una botella en la mano.
—¿A quién sirvo? –preguntó.
Vasili, el cochero alto –un joven rubio, delgado, con barba de chivo‑y el que daba consejos –un hombre grueso, de barba blanca, muy poblada, que enmarcaba su colorado rostro –se acercaron a tomar una copita cada uno. El viejecito llegó hasta el grupo de bebedores; pero, al ver que no le ofrecían vodka, se fue junto a los caballos, atados a la trasera del trineo, y se puso a acariciar a otro de ellos.
Era tal y como me había imaginado: bajito, delgado, de rostro surcado de arrugas, de barba rala, nariz afilada y dientes amarillos y cariados. Llevaba una gorra nueva de cochero, pero su pelliza estaba raída y manchada. Los bajos, rotos, no le llegaban a las rodillas, y dejaban ver su pantalón de lienzo remetido en las enormes botas de fieltro. Estaba encogido, ceñudo, le temblaban las rodillas y se le contraían los músculos de la cara. Empezó a afanarse junto al trineo, sin duda para entrar en calor.
—¿Qué hay, Mitrich? Ofrécenos media botellita; así entrarás en calor –le dijo el cochero que daba consejos.
Mitrich se estremeció. Tras de arreglar la retranca de uno de los caballos, se dirigió a mí:
—Toda la noche hemos andado buscando el camino para ti, barin –dijo, quitándose la gorra, con lo que dejó al descubierto sus cabellos canosos—. ¿No nos vas a ofrecer siquiera media botella? Anda, excelencia, que yo no tengo para pagármela y así no hay quien entre en calor –añadió, con una sonrisa servil.
Le di veinticinco copecks. El tabernero trajo un vaso y se lo tendió al viejecito. Tras de quitarse el guante, éste alargó su pequeña mano morena, picada de viruelas y ligeramente azulada; pero el dedo gordo, como si no fuera suyo, se negó a obedecerle: no pudo agarrar el vaso que cayó sobre la nieve.
Los cocheros lanzaron una carcajada.
—¡Vaya con Mitrich! Está helado. No puede ni sostener un vasito.
Pero el viejo se disgustó mucho por haber tirado el vodka. Trajeron otro vaso y le echaron el contenido en la boca, con lo que se animó en seguida. Entró corriendo en la posada. Una vez dentro, encendió la pipa y se hurgó en los dientes, lanzando invectivas a cada palabra que decía. Cuando hubieron terminado de beber, los cocheros se separaron, dirigiéndose a sus respectivas troikas y partimos.
La nieve tornábase más blanca y deslumbradora por momentos. Me empezaron a doler los ojos de mirarla. Unas franjas rojizas y anaranjadas se elevaron por el cielo, volviéndose muy luminosas. En el horizonte, entre las nubes grises, apareció el rojo disco del sol; el cielo se volvió de un azul intenso y brillante. Junto a la aldea cosaca, las huellas del camino aparecían claras; acá y allá se veía algún bache; el frescor del aire helado me resultaba muy agradable.
Mi t trineo se deslizaba veloz. La cabeza del caballo de varas y su cuello, con las crines al aire, se balanceaban rápidamente. Los animales tiraban todos a una, dando enérgicos brincos;
las borlitas les golpeaban los flancos y las retrancas heladas se ponían tensas. A ratos, el de varas se hundía en un montón de nieve y salía de él con los ojos pegados. Ignashka lanzaba alegres gritos, con su voz de tenor. Los palos de los trineos rechinaban sobre la nieve helada;
como si fuera un día de fiesta, se oía el sonoro tintineo de los cascabeles y los gritos de los cocheros, que estaban algo bebidos. Volvía la cabeza, con los cuellos en tensión y respirando uniformemente, los caballos trotaban por la nieve; Filip se arreglaba el gorro, sin dejar de blandir el látigo; y el viejecito iba echado en el centro del trineo, con las piernas recogidas.
Al cabo de dos minutos, el trineo chirrió, deslizándose por las tablas de la entrada recién barrida de la estación de postas. El cochero volvió hacia mí su alegre rostro helado y cubierto de nieve.
—Por fin lo hemos traído, barin –dijo.
El sueño
I
No la considero hija mía, compréndelo. Pero, de todos modos, no soy capaz de dejarla a cargo de personas extrañas. Arreglaré las cosas de manera que pueda vivir como se le antoje;
mas no quiero saber nada de ella. Nunca hubiera imaginado una cosa así… ¡Es terrible!…
¡terrible…!
Se encogió de hombros, sacudió la cabeza y alzó los ojos. Era el príncipe Mijail Ivánovich Sh., un hombre sesentón, quien hablaba así con su hermano menor, el príncipe Piotr Ivánovich, de cincuenta años, mariscal de la nobleza de esa provincia.
La conversación tenía lugar en la ciudad provinciana, a la que había ido el hermano mayor, desde San Petersburgo, al enterarse de que su hija, que huyera un año atrás, se había instalado allí con su criatura.
El príncipe Mijail Ivánovich era un anciano apuesto, lozano, de cabellos grises y hermoso rostro, de expresión altiva. Su familia constaba de su esposa, una mujer vulgar que, a menudo, reñía con él por cualquier nimiedad; de su hijo, un muchacho despilfarrador y juerguista, aunque «decente», según decía el viejo; y de dos hijas, la mayor, que se había casado bien y vivía en San Petersburgo, y la pequeña, Liza, su favorita, que había huido de casa hacía casi un año, apareciendo por aquellos días, con su criatura, en aquella lejana ciudad provinciana.
Piotr Ivánovich hubiera querido preguntar a su hermano en qué condiciones se había marchado Liza y quién era el padre del niño; pero no se atrevió. Aquella misma mañana, cuando su mujer demostró compasión a su cuñado, Piotr Ivánovich había podido ver el sufrimiento en el rostro de Mijail Ivánovich, los esfuerzos que hacía por ocultarlo, bajo una expresión de altivez; y que, para cambiar de conversación, le había preguntado cuánto pagaba por el piso. Durante el almuerzo, rodeado de familiares e invitados, se había mostrado burlón e ingenioso, como de costumbre. Solía tratar altivamente a todo el mundo, exceptuando a los niños, a quienes mostraba gran afecto. Sin embargo, era tan natural, que todos parecían concederle el derecho a mostrarse altivo.
Por la noche, su hermano organizó una partida de cartas. Cuando Mijail Ivánovich se hubo retirado a la habitación que le habían preparado y se quitaba la dentadura postiza, alguien dio dos golpecitos en la puerta.
—¿Quién es?
—C'est moi, Michel.
El príncipe reconoció la voz de su cuñada. Hizo una mueca, volvió a ponerse la dentadura; y, mientras se preguntaba qué diablos podía necesitar, exclamó:
—Entrez.
Su cuñada era una mujer dulce y tranquila, que obedecía en todo a su marido. No obstante, algunos la consideraban estrambótica, y otros, incluso tonta. Aunque se trataba de una mujer bastante bien parecida, siempre iba despeinada y mal vestida; y, a veces, con gran asombro de Piotr Ivánovich y de los conocidos, exponía unas ideas muy extrañas, nada aristocráticas, que no cuadraban en absoluto a la esposa de un mariscal de la nobleza.
—Vous pouvez me renvoyer, mais je ne m'en irai pas, je vous le dis d'avancé [21]—empezó diciendo, con la falta de lógica que le era propia.
—Dieu préserve‑replicó Mijail Ivánovich; y le acercó un sillón, con su habitual cortesía, un tanto exagerada—. Ça ne vous dérange pas? [22]—añadió, sacando un cigarrillo.
—Escuche, Michel; no he de decirle nada desagradable. Sólo quería hablarle respecto de Liza.
Mijail Ivánovich suspiró; probablemente eso le resultaba doloroso; pero no tardó en recobrarse y, sonriendo con expresión cansada, dijo:
—Mi conversación con usted sólo puede ser sobre un tema, precisamente sobre el que quiere hablarme.
Al pronunciar estas palabras, el príncipe evitó mirar a su cuñada, así como nombrar el tema de la conversación. Pero ella, la mujer regordeta y bien parecida, no se turbó; y continuó mirando a Mijail Ivánovich, con sus ojos azules, bondadosos y suplicantes.
—Michel, bon ami, apiádese de ella. Liza también es una persona —añadió, con un profundo suspiro, lo mismo que el de Mijail Ivánovich.
—Nunca lo he dudado —replicó éste, con una sonrisa desagradable.
—Es su hija —Lo era. Pero, querida Aline, ¿a qué viene esta conversación?
—Michel: tiene usted que verla. Quería decirle que el culpable de todo…
El príncipe Mijail Ivánovich se arrebató; y su rostro se tornó terrible:
—¡No hablemos más, por Dios! Ya he sufrido bastante. Ahora ya no me queda más que el deseo de crearle una situación tal que no sea una carga para nadie, que no tenga ninguna clase de relaciones conmigo y que viva su propia vida. Nosotros seguiremos nuestra existencia familiar, ignorándola por completo. Quiero que sea así.
—Michel: siempre habla usted de su propio «yo». Ella también tiene su yo…
—Nadie lo duda; pero, querida Aline, le ruego que dejemos este tema. Me resulta demasiado doloroso.
Alexandra Dimitrievna guardó silencio y movió la cabeza.
—¿Masha opina lo mismo?
Se refería a la mujer de Mijail Ivánovich.
—Exactamente igual.
Alexandra Dimitrievna chascó la lengua.
—Brisons là dessus. Et bonne nuit [23]—dijo, pero no se fue.
Guardó silencio durante un rato.
—Piotr me dijo que se propone usted dar dinero a la mujer que la hospeda. ¿Sabe las señas?
—Sí.
—Entonces no lo haga por medio de nosotros; vaya usted mismo. Y fíjese bien en cómo vive. Si no quiere verla, probablemente no la verá. El no se encuentra allí; no hay nadie en la casa.
El príncipe se estremeció de pies a cabeza.
—¿Por qué me atormenta? Su actitud no es hospitalaria.
Alexandra Dimitrievna se puso en pie; y pronunció, enternecida y con la voz dominada por las lágrimas:
—¡Es tan buena y tan digna de lástima!
El príncipe se había levantado y esperaba así a que su cuñada terminase de hablar. Ella le tendió la mano.
—Michel, eso no está bien —murmuró, abandonando la estancia.
Después de esto, Mijail Ivánovich paseó largo rato por la alfombrada habitación, que habían convertido en dormitorio para él; y, haciendo muecas y estremeciéndose, exclamaba:
"¡Ay, ay!».
Pero al oír su propia voz se asustaba y volvía a guardar silencio.
Lo atormentaba su orgullo ofendido. ¡La hija de Mijail Ivánovich, que había sido educada en casa de su madre, la célebre Avdosia Borisovna, la cual recibía en su casa a la emperatriz;
la hija de Mijail Ivánovich, que había pasado su vida como un caballero, sin tacha ni reproche… ¡El hecho de que tuviera un hijo natural, de una francesa, al que había instalado en el extranjero, no menguaba en absoluto la elevada opinión que tenía en sí mismo! Y he aquí que, de pronto, su hija, por la cual no sólo había hecho lo que debe hacer cualquier padre —la había educado perfectamente, dándole posibilidad de elegir un partido entre la mejor sociedad rusa—, sino a la que adoraba y de la que se enorgullecía, lo había mancillado; y ahora no podía mirar a nadie a la cara sin sentirse avergonzado.
El príncipe recordó la época en que no sólo la trataba como a su hija, como a un miembro de la familia, sino que le profesaba un amor muy tierno y se sentía orgulloso de ella. La recordó, tal como era a los ocho o nueve años: una chiquilla inteligente, graciosa y vivaracha, de ojos negros y brillantes y de cabellos rubios, que le caían por la espalda huesuda. Solía subírsele a las rodillas; y, echándole los brazos al cuello, le hacía cosquillas, riendo a carcajadas y sin hacer caso de sus protestas. Después, lo besaba en la boca, en los ojos y en las mejillas. El príncipe era enemigo de toda expansión; pero esto le enternecía y, a veces, se entregaba a ella. Y, en aquel momento, evocó los ratos agradables que pasara acariciando a su hija.
Y este ser, que antaño le fuera tan querido, había podido convertirse en lo que era ahora.
Un ser en el que no podía pensar sin sentir repulsión.
Evocó la época en que Liza se hizo mujer y en el sentimiento especial de temor y ofensa que experimentara al notar que los hombres la miraban. Recordó los celos que sintiera hacia ella, cuando venía a verlo, vestida con traje de noche, en actitud coqueta, porque sabía que estaba bella, así como cuando la veía en los bailes. Siempre le daba miedo de que le dirigieran miradas impuras; en cambio, ella no comprendía esto, y hasta parecía alegrarse. «Es una idea equivocada creer en la pureza de la mujer —pensó—. Al contrarío, no saben lo que es la vergüenza, no la tienen».
Recordó también que, sin que él comprendiera el motivo, su hija había rechazado a magníficos pretendientes y que, al frecuentar la sociedad, se apasionaba cada vez más por su propio éxito. Pero eso no podía durar mucho. Transcurrieron tres años. Todos la conocían. Era bella, pero no estaba ya en su primera juventud y se convirtió en un accesorio habitual de los bailes. Mijail Ivánovich presentía que iba a quedar soltera; y no deseaba más que una cosa:
casarla cuanto antes. Si no podía ser tan brillantemente como antes, al menos, que hiciera una boda decente. Pero la actitud de su hija era altanera y provocativa. Al recordarla ahora, experimentó un sentimiento de ira hacia ella. ¡Había rechazado a tantos hombres decentes, para caer luego en este horror! "¡Ay, ay!», gimió de nuevo; y, deteniéndose encendió un cigarrillo. Empezó a pensar en la manera de entregarle el dinero y cómo iba a arreglárselas para prohibirle que fuera a verlo. Pero recordó, de nuevo, que hacía relativamente poco – Liza tenía ya más de veinte años– había coqueteado con un chiquillo de catorce, un paje, al que habían invitado a su casa de campo. Había enloquecido al muchacho, el cual lloraba a lágrima viva. Replicó a su padre en actitud fría e incluso grosera, cuando éste, para poner fin a esos estúpidos amoríos, mandó al muchacho que se fuese. Desde entonces, las relaciones con su hija, frías de por sí, se enfriaron aún más. Era como si la muchacha se considerase ofendida por algo.
"¡Tenía yo más razón que un santo! Tiene una naturaleza malvada e impúdica», pensó.
Finalmente, recordó el horrible momento en que se recibió su carta de Moscú. Escribía que no podía volver en las condiciones en que estaba; que era una mujer perdida y desgraciada; y rogaba que la perdonase y la olvidase. Evocó asimismo las desgarradoras conversaciones que tuviera con su mujer, así como las suposiciones, las suposiciones cínicas que finalmente se hicieron realidad: la desgracia había sucedido en Finlandia, donde habían mandado a Liza, por una temporada, a casa de una tía suya. El culpable, un estudiante sueco, casado, era un hombre insignificante, vacío, miserable.
Ahora recordaba todo esto, dando paseos por la habitación; pensaba en el amor que había profesado a su hija; se horrorizaba por su caída, incomprensible para él; y la aborrecía por el dolor que le había causado. Al pensar en las palabras de su cuñada, trató de imaginarse el modo de perdonar a liza; pero en cuanto surgía su propio 'Yo», su corazón se invadía de sentimiento de repulsión, ofensa y orgullo. Volvió a emitir un gemido; y trató de pensar en otra cosa.
«No; esto es imposible. Le daré el dinero a Piotr, para que él se lo entregue mensualmente. Ya no tengo hija.»
Y de nuevo lo embargó la extraña y confusa sensación que lo atormentaba sin cesar: una especie de enternecimiento al recordar el cariño que había profesado a su hija; y una ira atormentadora, por el dolor que ésta le había causado.
II
En el último año, Liza había sufrido incomparablemente más de lo que sufriera en los veinticinco precedentes. Durante ese año se le reveló repentinamente lo vacía que había sido su vida anterior; y vio, de un modo claro, la bajeza de la existencia que llevara entre la alta sociedad petersburguesa, así como en su casa, donde, lo mismo que los demás, disfrutaba de una vida animal, aunque tan sólo superficialmente, sin llegar a caer en sus profundidades.
Durante los primeros tres años, las cosas marcharon bien; pero, luego, los bailes, las veladas, los conciertos, las cenas, los peinados y los trajes de noche, que realzaban la belleza del cuerpo; los pretendientes —unos jóvenes y otros de edad, pero todos iguales, que parecían saberlo todo y tener derecho de aprovecharse y de reírse de cuanto tuvieran delante—; los meses de verano en el campo, los mismos paisajes, que sólo proporcionaban placeres superficiales, la música y la lectura que planteaba los problemas de la vida, pero no los resolvía… Cuando todo esto duraba ya siete u ocho años, sin prometer cambio alguno, e iba perdiendo cada vez más el encanto, Liza se sumió en la desesperación y deseó la muerte. Sus amigas procuraron atraerla hacia las actividades benéficas. Y, entonces, vio la miseria auténtica, que repelía, y la miseria fingida, aún más digna de lástima y más repulsiva, así como la terrible frialdad de las damas del patronato, que llegaban en sus coches, avaluados en miles de rublos, vestidas con lujosos atuendos; y se sintió aún más desesperada. Deseaba hallar algo auténtico: vivir, y no jugar a la vida. El mejor de sus recuerdos era el amor que sintiera por un cadete, al que llamaban Koko. Había sido un sentimiento bueno y honesto;
pero ya no podía haber nada semejante. Cada vez estaba más triste; y cuando fue a Finlandia a casa de su tía, se encontraba en ese estado de ánimo. El nuevo ambiente, la naturaleza y la gente, tan distinta; todo le resultó interesante y atractivo.
No hubiera podido decir el día en que comenzó aquello. En casa de su tía había un invitado, de nacionalidad sueca. Solía hablar de su trabajo, de su pueblo y de una novela que estaba escribiendo: Liza ignoraba cuándo y cómo habían empezado aquellas miradas y aquellas sonrisas, cuyo sentido no hubiera podido expresar por medio de palabras, pero que, según ella, sobrepasaban todo lenguaje. Les revelaban a ambos, no sólo sus almas, sino también unos misterios magnos e importantísimos, comunes a toda la humanidad. Gracias a esas sonrisas, cada palabra pronunciada por el sueco adquiría un significado grandioso. Y también la música, siempre que la oían juntos cantaban a dúo. Lo mismo ocurría con los libros, leídos en voz alta. A veces discutían, defendiendo cada uno su opinión; pero bastaba que se encontrasen sus ojos y que se sonrieran, para que la discusión cayese por tierra, mientras el sueco y Liza se elevaban a unas regiones que sólo les estaban reservadas a ellos.