Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Nuestro deber común consiste ahora en hacerle lo más soportable posible los días que le quedan de vida. Sería bueno buscar un confesor en este pueblo…
—¡Ah, Dios mío! ¡Considere mi angustia al tener que recordar a mi esposa que debe expresar su postrera voluntad! No, ocurra lo que ocurra, no se lo diré, Ud. sabe, doctor, lo buena que es ella.
—Sin embargo, debe usted tratar de persuadirla para que se quede hasta el invierno —insistió el doctor sacudiendo significativamente la cabeza—.
Pues de otro modo, puede suceder algo muy grave en el camino…
—¡Axiucha, Axiucha, óyeme! – gritó con voz chillona la hija del encargado de la posta, quien al mismo tiempo hacía de alguacil. Y echándose el pañolón a la cabeza, insistió ruidosa:
—Axiucha, vamos a ver a la señora de Shirkinsk.
Dicen que la llevan al extranjero y que está muy enferma del pecho. ¡Yo nunca he visto cómo se ponen los tísicos!
Axiucha salió a la puerta y, asidas ambas de las manos, corrieron hacia el zaguán.
Aflojaron el paso al pasar cerca del coche, y atisbaron por la ventanilla, que estaba abierta. La enferma levantó la cara para mirarlas, y habiendo notado la curiosidad de las dos muchachas, hizo una mueca y se volvió al otro lado.
—¡Madre mía! – exclamó la hija del posadero, tras de volver precipitadamente la cara—.
¡Qué hermosa debe de haber sido, y en qué lamentable estado se halla ahora! ¡Infunde pavor!
¿Has visto, Axiucha?
—¡De veras, qué flaca está la pobre! –afirmó Axiucha—. ¿Vamos a verla otra vez?
Fingiremos que vamos a la noria… ¡Qué lástima, Macha!
—¡Dios mío; pero cuánto lodo hay aquí! –exclamó Macha. Y las dos regresaron a toda prisa hacia el zaguán.
—Se ve que he de estar hecha un horror —reflexionó la enferma—. ¡Dios mío, haz que lleguemos al extranjero, que allí podrá quizá curarme rápidamente! – Y, ¿qué hay, como te sientes, amiga mía? –preguntó de pronto el marido, y acercóse al estribo masticando todavía.
«Siempre la misma pregunta; pero eso sí, ¡no deja de comer!», pensó la enferma, y murmuró entre dientes: – ¡Bien!
—Sabes, esposa mía, que temo mucho que empeore tu salud si continuamos el viaje con este tiempo tan malo. Y Eduardo Ivanovich opinó lo mismo. ¿No crees que sena mejor regresar?
Ella guardó silencio, descontenta.
—Durante el invierno, el tiempo y los caminos estarán quizá mejor. Tú te habrás restablecido, y podremos entonces venir con los niños.
Ella, exasperada: – Perdóname; pero si yo no te hubiera escuchado podía estar a estas fechas en Berlín y completamente restablecida.
—Y, ¿cómo remediarlo, ángel mío? Tú sabes que era imposible marcharnos entonces. En cambio ahora, si nos quedamos un mes más, tu podrás restablecerte; yo habré arreglado todos mis negocios y podremos traer a los niños con nosotros.
—¡Los niños están sanos, y yo no…!
—Es verdad, amiga mía, pero debes comprender que con el mal tiempo que hace ahora, como empeore tu salud en el camino… Si estuvieran al menos en casa…
—Cómo…, ¿en casa?…. ¿morir en casa? – repuso la enferma muy asustada. La palabra «morir» le causaba un visible espanto, pues se quedó extática frente al marido, en actitud de súplica. Él bajo los ojos y calló. La boca de la enferma se contrajo ingenuamente, y de sus dos grandes ojos comenzaron a rodar las lágrimas. El marido se cubrió el rostro con el pañuelo, y se alejó del coche sin decir palabra.
—¡No, yo iré de todos modos! – repetía la pobre tísica, levantando los ojos al cielo; cruzó las manos y balbuceó con voz entrecortada—: Padre Eterno, ¿qué crimen he cometido para que me castigues de este modo? – . Y de sus ojos corría el llanto cada vez más abundante. Rezó largo tiempo ardorosamente. Pero el dolor arreciaba, oprimíale paulatina, pero fatalmente, el pecho.
El cielo, el camino, la campiña, todo era gris, sombrío aquel día. Y aun la niebla, ni más espesa ni más transparente, caía sobre los tejados, sobre los carruajes y sobre los basteados abrigos de pieles de los aurigas, quienes entre francas charlas de vocablos malsonantes enjaezaban las bestias.
El coche estaba listo. Pero el postillón no aparecía. Había entrado en la choza de los cocheros, donde hacía un calor sofocante. Estaba oscura y olía a pan recién cocido, a coles y a piel de carnero.
Varios cocheros charlaban en la estancia, mientras la cocinera iba y venía muy atareada alrededor de la estufa. Sobre la campana de la estufa, en un descanso a manera de lecho, estaba un enfermo, echado entre pieles de carnero.
—¡Tío Fedor, óigame, tío Fedor! – gritó desde abajo un mozalbete, cochero también, que lucía abrigo de pieles y un látigo encajado entre los pliegues del cinturón, y que acababa de entrar en la fonda.
—¡Ea, buen chico, deja en paz a Fedor! – dijo uno de los otros cocheros—. ¿No ves que te están esperando en el carruaje?
—¡Quería pedirle sus botas! – respondió el mozo, y al decir esto sacudió las melenas y se metió los guantes bajo el cinturón—. ¿Dónde duermes, tío Fedor? – insistió cada vez más cerca de la estufa.
—¿Qué cosa dices? – inquirió una voz débil a tiempo que se asomaba desde lo alto de la campana el rostro demacrado y calenturiento de un hombre que, con mano enflaquecida y llena de vello, tiró del abrigo de jerga sobre un hombro anguloso, cubierto tan sólo con una camisa sucia. Dame qué beber, hermano. ¿Qué deseabas?
El mozo le tendió un jarro de agua.
—Quería decirte una cosa, Fedia, comenzó con reticencia—. Yo me figuro que tú no vas a necesitar ya tus botas nuevas. ¿Por qué no me las regalas?, ¡al fin que tú ya no has de caminar, tío Fedor!…
El enfermo bebía con la cara pegada al luciente jarro, bebía con avidez exasperante, mojándose los mostachos hirsutos. Con marcada dificultad levantó la barba sucia y los ojos hundidos para mirar a su interlocutor. Al desprenderse del jarro quiso levantar el brazo para enjugarse los labios; pero no pudo: se limpió con la manga del abrigo de jerga.
Respiraba pesadamente por la nariz y contemplaba con fijeza al joven cochero, haciendo esfuerzos para hablar.
—¿Se las has ofrecido a alguien acaso de balde? Te las pido porque está lloviendo afuera y tengo que ira trabajar. Dime la verdad, tío Fedor, ¿las necesitas?
En el pecho del enfermo se oyó un ruido sordo, y al voltearse le acometió fuerte tos casi se ahogaba.
—¡Cómo las ha de necesitar! ¿No ves que hace dos meses que no baja de su rincón? – gritó de repente la cocinera, y su cólera resonó estruendosa por todo el aposento—. De tal modo sufre que siento que se me desgarran mis propias entrañas solamente de oír sus quejas. Para qué diablos habrá de necesitar ya sus botas. Con botas no le habrán de enterrar… Por más que, con perdón de Dios, ya seria tiempo… Miren ustedes cómo se desgarra los pulmones al toser.
Habría sido prudente transportarle a alguna otra parte. Parece que en la ciudad vecina hay hospitales: allí estaría mejor, porque aquí nos ocupa espacio y no deja de acusar molestias. ¡Y se atreven todavía a pedirme limpieza!
—¡Ea, Serioga, date prisa, que los señores te están esperando! – gritó desde la puerta el posadero. Serioga quiso marcharse sin obtener respuesta del enfermo; pero éste, víctima del ataque de tos, le hizo comprender con ojos y manos que deseaba hablarle. Tras breves instantes de reposo: – Puedes llevarte las botas, Serioga –dijo ahogándose—. Pero con la condición de que habrás de comprar una piedra y mandarla colocar sobre mi tumba cuando me muera —agregó con voz cada vez más hueca y apagada.
—Muchas gracias, tío Fedor. Entonces me las llevo; claro que compraré la piedra, descuide.
—¿Han oído, muchachos? – insistió penosamente el enfermo, y comenzó a toser con más fuerza.
—Sí, sí, hemos oído —contestó uno de los cocheros.
—Por Dios, Serioga: mira, allí viene otra vez el posadero a buscarte. Dicen que la dama de Shirkinsk se ha puesto muy grave. Serioga se descalzó precipitadamente sus botas viejas, demasiado grandes, y las arrojó debajo del banco.
Las botas del tío Fedor le quedaban a las mil maravillas, y las miraba y remiraba complacido, mientras a toda prisa se dirigía hacia el coche. – ¡Hombre, que botas te has comprado! –exclamo en el camino otro cochero– ¡Dámelas, te las engrasaré! – agregó con la untura en la mano.
Serioga, sin hacer, caso, saltó al Pescante Y empuñó las riendas.
—Oye, ¿es cierto que te las regaló?
—¡Envidioso! – exclamó Serioga, mientras se envolvía las piernas con los largos faldones de su abrigo volvía las piernas con los troncos: – ¡Hola, preciosos! – dijo, y levantó el látigo en el aire.
Arrancaron los dos coches, y viajeros, baúles y aurigas se perdieron entre la bruma otoñal.
El cochero tísico se quedó allí, en la choza malsana, sobre la estufa. Trabajosamente se volteó del otro lado y guardó silencio. Las gentes iban y venían, comiendo y charlando, hasta que anochecido, se encaramó la cocinera por encima de la estufa en busca de su propio abrigo, que había guardado en un rincón.
—Perdóname, Nastasia; no te dice eso? –masculló condolida—. ¿Qué te duele, tío?
—Las entrañas, Nastasia; las entrañas, que se me van acabando, ¡Dios sabe por qué!
—La garganta y el pecho, ¿no te duelen mucho?
—Me duele todo, Nastasia, es la muerte que se acerca. Eso es lo único que yo sé —gimió el enfermo.
—Ahora cúbrete bien los pies —dijo Nastasia compasiva, y con sus propias manos lo abrigó cuidadosamente.
Una lamparilla mortecina alumbraba la choza durante toda la noche. Nastasia y una decena de cocheros roncaban tendidos en el suelo o sobre los bancos. Sólo el tío Fedor gemía y tosía toda la noche. Hacia el amanecer se calló completamente.
—¡Es extraño lo que vi en sueños! – dijo la cocinera desperezándose a la débil claridad de la mañana—. Vi que el tío Fedor bajaba de su rincón y se ponía a cortar leña.
Soñé que me decía: «Permíteme, Nastasia que te ayude» y yo le respondía. «Y, ¿cómo has de poder cortar leña, tío Fedor?» A pesar de todas mis súplicas le vi que cogía el hacha y que comenzó a trabajar con una rapidez asombrosa. En torno de él volaban las astillas, y de ver aquello me preguntaba azorada: "¡Pues no decían que estaba muy enfermo!» A lo cual él me respondía: "¡Nada de eso, me siento muy bien!» Y de nuevo levantaba el hacha y seguía partiendo leña con una rara habilidad. En eso estaba cuando lancé un grito y desperté.
—¡Tío Fedor, tío Fe… dor…!
Fedor no respondía.
—¡Se habrá muerto! ¡Vamos a ver! – dijo uno de los cocheros, La mano fría y exangüe colgaba cubierta de vello. El rostro estaba pálido, yerto.
—Hay que dar parte al inspector, ¡creo que está muerto! – anunció el cochero desde arriba.
El pobre cochero muerto no tenía parientes, y había venido de comarcas muy lejanas. Al día siguiente lo enterraron en el camposanto nuevo, detrás del bosque. Y por muchos días Nastasia no cesó de relatar a cuantas gentes pasaban por la fonda, su extraño sueño, y cómo fue ella la primera que pensó en el tío Fedor en los instantes de la muerte.
Había llegado la primavera. A lo largo de las húmedas calles del pueblo, por entre las capas de escarcha que cubrían los basureros, murmuraban los riachuelos. Lo abigarrado de los trajes y el barullo de las conversaciones daban el paisaje cierta vivacidad. En los huertos, detrás de los tabiques de las chozas, se hinchaban los brotes de los árboles, y las ramas se mecían con suavidad al arrullo de una fresca brisa. Por todas partes caían límpidas las gotas.
Los gorriones piaban chillones, revoloteando en alegre confusión. El jardín, las casas y los árboles resplandecían bajo el sol. El cielo, la tierra y el corazón de los mortales parecían bañados de juvenil regocijo.
En una de las calles principales, frente a una vasta residencia señorial, se levantaba una enorme hacina de heno verde. En esa casa se hallaba la misma moribunda que dejamos en la venta, camino del extranjero.
Cerca de la puerta de la alcoba estaban en pie su marido y una mujer entrada en años.
Sobre el diván aparecía sentado un sacerdote, con los ojos cerrados y algo en la mano, que cubría la estola. En la esquina, en un sillón, se hallaba recortada una anciana, la madre de la enferma, que lloraba amargamente. junto a ella, una criada desdoblaba entre las manos un pañuelo limpio, en espera de que la anciana lo pidiese, en tanto que otra le frotaba las sienes con algún linimento, y le abanicaba el rostro.
—Que nuestro Señor Jesucristo sea con usted –decía el marido a la dama que lo acompañaba, a punto de abrir la puerta—. En nadie tiene tanta confianza como en usted; le habla usted siempre con tal dulzura. Vaya usted a persuadirla, querida prima.
Quiso él abrir la puerta; pero ella lo detuvo, se pasó varias veces el pañuelo por los ojos, y dijo —¡Supongo que ahora no se me conocerá que he llorado!
Abrió la puerta ella misma y penetró en la estancia de la moribunda.
El marido esperaba presa de una emoción indecible: perdidamente agobiado. Intentó acercarse adonde estaba la anciana; pero le faltó valor, desvió su camino y fue a pararse frente al cura. Éste levantó el rostro y suspiró. Su abundosa barba siguió el movimiento de los ojos y volvió a caer.
—¡Dios mío, Dios mío! – murmuró el marido—.
¿Qué haremos?
—¡Es irremediable! – repuso el cura, y al exhalar un suspiro su ceño y su barba blanca se elevaron y descendieron alternativamente.
—Y pensar que mamá se halla en ese estado de desolación. Es para ella un golpe de muerte.
Seguramente no resistirá. ¡La quería tanto! – Y hablando con el cura—. ¡Padre, consuélela usted!
El sacerdote se levantó de su sitio y se acercó a la anciana diciendo: – Es evidente que nadie puede comprender la pena de una madre, lo confieso; mas con todo, hay que tener fe en la misericordia de Dios.
Al oír estas palabras, el rostro de la anciana se contrajo en un ataque nervioso que la dejó postrada por algunos instantes.
—¡Dios es misericordioso! – siguió el cura predicando en cuanto la anciana comenzaba a recobrar los sentidos—. Habrá de saber usted que en mi parroquia hubo una vez una enferma, seguramente mucho más grave que María Dmitrievna. Pues bien, un simple burgués la curó en pocos días con un cocimiento de yerbas. Ese curandero habita actualmente en Moscú. Yo le decía a Vassily Dmitriovich que podía llamarlo, aunque no fuera más que para proporcionar a la enferma un consuelo. Para Dios todo es posible.
—No, mi hija no podrá vivir más: ¡Dios ha dispuesto, sin duda, llamarla en mi lugar! – dijo la anciana, y de nuevo perdió los sentidos.
El marido se cubrió el rostro con las manos y huyó de la habitación. En el corredor, a los primeros pasos, topóse con el primogénito, de seis años, que a todo correr perseguía a su hermanita menor.
—¡Cómo! – repuso la criada—, ¿no quiere usted mandar a los niños a que vean a la señora?
—No, no quiere verlos, ello podría emocionarla—.
El chico de detuvo unos instantes mirando fijamente el rostro de su padre, como si por instinto presintiese algún desenlace grave que él no acertaba a explicarse. Luego, saltó en un pie y echó a correr nuevamente en persecución de su hermanita.
—Mírala, papá —gritó el chicuelo—, parece caballo moro.
En la otra estancia, la prima se hallaba sentada a la cabecera de la moribunda, y la consolaba en hábil plática; trata de iniciarla, de familiarizarla con la idea de la muerte. El médico, cerca de la otra ventana, preparaba los medicamentos. Y la enferma, sentada entre cojines, y envuelta en una bata blanca, contemplaba con serenidad a su prima.
—No seas inocente, hermana mía —le dijo —; no hagas esfuerzos inútiles, sabes que soy cristiana y que no ignoro nada; sé que no me quedan muchos días de vida, y sé también que si mi marido me hubiera hecho caso, a estas fechas estaría yo en Italia, y seguramente sana. Pero qué remedio, acaso Dios lo habrá querido así. Todos los mortales pecamos, no se me escapa;
pero tengo fe en que Dios, misericordioso, sabrá perdonar a todos. Y cuando intento comprender lo que pasa en mi propio ser, descubro que, al igual que mis semejantes, soy pecadora, amiga mía. Mas a pesar de ello, no puedo olvidar lo mucho que he sufrido; ni con cuánta paciencia he sabido soportar mis dolores.
—¡Entonces llamaremos al cura, amiga mía! Te sentirás mejor cuando hayas comulgado afirmó la prima.
La enferma inclinó la cabeza en señal de asentimiento y murmuró: – ¡Señor, perdona a esta pobre pecadora!
La prima salió a la puerta y llamó al cura.
Es un ángel —dijo al marido—. Éste se puso a llorar. Pasó el sacerdote a la alcoba. La anciana seguía sin sentido sobre el diván; reinó por algunos instantes el silencio, al cabo de los cuales volvió a salir el sacerdote. Mientras se desvestía la estola y se arreglaba los cabellos murmuraba en voz baja: – Gracias a Dios, la enferma se muestra más tranquila.
Desea veros.
Entraron en la alcoba la prima y el marido, y encontraron a la enferma bañada en llanto frente a la imagen de la Virgen.
—¡Te felicito, esposa mía, te felicito! –interrumpió el marido.
—Gracias, me siento mucho mejor, experimento una indecible dulzura —dijo sonriendo y serena.
—¡Dios es misericordioso, omnipotente!
Bruscamente, como si se hubiera acordado de algo urgentísimo, hizo una seña a su marido y murmuró: – ¡Tú no quieres nunca hacer lo que te pido!
—¿Qué cosa, ángel mío?
—Cuántas veces te he dicho que esos doctores no saben nada; existen simples curanderos que suelen hacer milagros, curar a las gentes. El señor cura conoce un burgués. ¿Por qué no mandas buscarle?
—Pero, ¿cómo se llama, amiga mía?
—¡Dios mío, nunca quiere comprender! – dijo la enferma y al decirlo se extendió en el lecho y cerró los ojos. El médico, al notario, se acercó y le tomó el pulso, cada vez más débil, guiñó un ojo al marido.
La enferma notó el gesto y volvió la cara con espanto. La prima se puso también a llorar.
—¡No llores! – dijo la paciente—, ¡no ves que sufres y a la vez aumentas mi congoja! ¿O quieres, por ventura, robarme lo que me queda de calma?
—¡Eres un ángel, eres un ángel! – repetía la prima.
Aquella misma tarde la enferma era sólo un cadáver, tendida en su lecho mortuorio, en medio de la vasta sala de la residencia señorial. Adentro, con las puertas cerradas, un diácono leía con voz nasal, monótona, los salmos de David. La luz viva de los cirios en los altos candeleros de plata caía sobre la fuente pálida de la muerta, sobre las manos pesadas que parecían de cera, y sobre los pliegues tiesos de la sobrecama; particularmente en las partes salientes donde se ocultaban los pies y las rodillas.
El diácono seguía leyendo rítmicamente, sin comprender palabra de la lectura. Su voz resonaba con extraña sonoridad en la espaciosa sala callada.
De vez en cuando se oían procedentes de alguna pieza contigua voces de niños y ruido de pasos. El diácono seguía salmodiando: – «Oculta tu faz en el polvo, retén tu aliento, porque ellos serán turbados, ellos desfallecerán y volverán al polvo.»
«Pero si Tú rechazas su espíritu, serán creados de nuevo y renovarás la faz de la tierra.»
«Que la gloria del Eterno sea por siempre celebrada.»
El rostro de la muerta estaba grave y majestuoso.
Ni la frente pura, ni en los labios herméticos, se notaba el más leve movimiento: era un cuerpo en perpetua expectación.
¿Comprendería ahora al menos la grandeza de estas palabras?
Un mes después, se elevaba sobre la tumba de la difunta una capilla con altar de madera preciosa, ricamente tallado. En la del cochero, un montón de tierra, cubierto ya de césped y malezas, era la única señal de una existencia que pasó.
—Cometes un pecado capital, Serioga, si no compras una lápida para ponerla en la tumba del tío Fedor —dijo un día la cocinera al mancebo—. Muchas veces has Prometido hacerlo antes de que pasara el invierno. ¿por qué no cumples tu palabra? Recuerda que lo prometiste al difunto en presencia mía y de otras personas que viven aún. ¿No has encarmentado con que se te haya aparecido su ánima una vez? Mira, si no compras pronto esa piedra, Serioga, se te va a aparecer otra vez y es capaz aun de estrangularte.
—Y, ¿por qué habrá de estrangularme? ¿He renunciado acaso a cumplir con lo prometido?
No, Nastasia, la piedra habré de comprarla. Con rubio y medio salgo del apuro. Lo que pasa es que no hay quien pueda traerla. ¡Deje usted que se me presente una oportunidad, y acá vendrá a dar la piedra, Natasia!
—Bien podrías cuando menos haberle puesto una cruz. Por Dios que haces mal. Sobre todo que las botas te han servido, ¿no es verdad? – dijo otro de los cocheros presentes.
—Y, ¿de dónde he de haber yo una cruz? ¡No voy a hacerla de un leño!
—¡Vamos, hombre, qué estás diciendo! ¿No puedes conseguir un hacha y marcharte cualquier mañana de éstas, de madrugada, al bosque? ¡Aunque no fuera más que de fresno!
De otro modo, los vigilantes son unos canallas, no sacian nunca su sed de vodka. Te lo digo por experiencia. El otro día quebré un balancín. Bueno, pues corté un árbol y a los pocos días había tallado uno nuevo, admirable.
Te juro que nadie me dijo nada.
Apuntaba apenas la aurora del día siguiente, cuando Serioga terció el hacha y se encaminó hacia el bosque. Un velo tenue de rocío no iluminado aún por el sol se extendía sobre la tierra.
Insensiblemente, casi, fue acercándose al Oriente, y su luz lejana invadía más y más el firmamento cubierto de nubecillas transparentes. Ni una hoja de árbol, ni siquiera el césped, se movía. Rara vez se oían alas en la espesura de la fronda. Una y otra rompía el silencio.
Repentinamente, un ruido extraño a la naturaleza se propagó y fue a morir a los lindes de la soledad.
Volvió a sonar, uniforme, sobre el tronco de uno de los árboles inmóviles. Una copa vibró de un modo extraordinario; su follaje, grávido de savia, murmuró no sé qué secreto, y la curruca que allí se guarecía cambió dos veces de lugar, lanzó un silbido, y tras de sacudir la cola fue a refugiarse en otro árbol.
Abajo seguía resonando el hacha sordamente.
Las astillas jugosas caían sobre la yerba bañada de húmedo rocío. A los golpes implacables sucedió de pronto un estruendo. El árbol tembló; cabeceó su corpulencia; se erguió altivamente, y, tambaleante, lleno de pavor, cayó rígido al suelo.
Desaparecieron el ruido del hacha y de los pasos.
La curruca silbó otra vez y voló más alto. La rama que había rozado con sus alas tembló un instante y se inmovilizó.
Los árboles con sus frondas tranquilas elevábanse más majestuosamente en el anchuroso espacio. Los primeros rayos del sol traspasaron las nubes y resplandecieron sobre el cielo, recorriendo veloces la tierra. La niebla se resolvió en ondas, y corrió por arroyos y quebradas.
El rocío brillaba juguetón sobre lo verde. Las nubes bogaban blancas y presurosas por la bóveda celeste. Las aves se agitaban con alboroto en el bosque: gorjeaban una canción de ventura. Las hojas murmuraban, serenamente regocijadas, y los ramajes de los árboles vivientes que quedaban en torno, se movían lenta y majestuosamente por encima del árbol muerto.
Ilia
Vivía en la región de Ufim Un Bachkirv, llamado Ilia. Hacia apenas un año que lo había casado su padre, cuando éste murió, dejándole poca cosa.
Ilia tenía en aquel entonces siete yeguas, dos vacas y veinte carneros.
Pero era un muchacho trabajador y ahorrativo; en poco tiempo se acrecentó su patrimonio. Todo el día trabajaba, y su mujer lo ayudaba. Se levantaba más temprano, se acostaba más tarde que los demás, y se iba enriqueciendo poco a poco.
E Ilia vivió así, trabajando durante treinta y cinco años, y reunió una gran fortuna.
Tenía doscientos caballos, ciento cincuenta cabezas de ganado mayor y mil doscientos corderos. Los criados conducían los rebaños a los pastos; las criadas ordeñaban a las yeguas y a las vacas, y hacían kumiss, manteca y queso.
Todo era abundante en casa de Ilia, y sus paisanos lo envidiaban.
–¡Qué dichoso es este Ilia! –decían–. Está repleto de bienes. Bien puede decirse de él que ha hallado el paraíso en la vida.
La gente sencilla solicitaba su amistad, y de lejos acudían para verlo. El recibía bien a todos y les daba comida y bebida. A cuantos lo visitaban, Ilia hacía hervir kumiss, té, yerba y carnero. Si llegaba un forastero, mataba un carnero o dos; y si eran varios, hasta mataba una yegua.
Ilia tenia dos hijos y una hija. A los tres los casó. Cuando era pobre, sus hijos lo ayudaban en sus trabajos, y hasta guardaban las piaras de caballos. Cuando se vieron ricos, los varones empezaron a divertirse y uno se dio a beber.
Al mayor lo mataron en una riña; el otro, habiéndose casado con una mujer orgullosa, dejó de escuchar a su padre; Ilia se vio precisado a separarse de él.
Le dio una casa con ganados, lo que mermó la riqueza de Ilia. Al poco tiempo, se desarrolló una enfermedad entre los carneros, que le mató un gran número. Luego atravesaron un año de gran escasez; los prados no produjeron pastos y se murió el ganado en gran cantidad durante el invierno.
Después, las plagas se apoderaron de una buena parte de su tierra, y cada día disminuía la hacienda de Ilia. Su miseria aumentaba, mientras que sus fuerzas desaparecían.
Sucedió que, a los setenta años, se vio precisado a vender sus chubas, sus tapices, sus sillas de montar, sus kibitkas, y vendió también hasta su última cabeza de ganado. De modo que, sin advertirlo, no le quedó nada.
Y tuvo que irse con su mujer, en la vejez, a servir a los demás.
Sólo tenía en el mundo los vestidos que llevaba puestos, un bastón, un par de zapatos, un gorro, y su mujer, Scham‑Schemaghi, tan anciana como él. Su hijo se había ido a países lejanos; su hija había muerto: a nadie tenían para ayudarlos.
Su vecino, Mukhamed‑Schah, de regular posición, hacía la vida uniforme de un buen hombre. Recordó la bondad de Ilia, se compadeció de él y le dijo:
–Ven a vivir a mi casa con tu mujer. En verano, harás jornales para mí; en invierno te cuidarás de dar la comida al ganado y Scham‑Schemaghi ordeñará las yeguas y hará kumiss.
Yo os alimentaré, os vestiré a los dos y no dejaré que os falte nada.
Ilia dio las gracias a su vecino y se fue con su mujer a servir a Mukhamed‑Schah.
Al principio, su nueva vida les pareció dura. Luego se acostumbraron y trabajaron según sus fuerzas.
El amo se felicitaba de haber tomado a aquellos criados, pues los dos ancianos, habiendo sido amos también, desempeñaban admirablemente los trabajos de la casa, y no estaban nunca sin hacer o en la medida que sus fuerzas se lo permitían. Pero a Mukhamed‑Schah le daba mucha compasión verlos a ellos, antes tan ricos, y ahora sin nada suyo.
Llegó un día en que unos parientes vinieron desde muy lejos a visitar a Mukhamed‑Schah. Entre ellos había un noble. Mandó que tomaran un carnero y que lo mataran. Ilia mató uno, lo hizo asar, y lo mandó a los huéspedes de su amo.
Estos comieron, pues, carnero, luego tomaron té y kummis y hablaron entre sí.
Pasó en aquel momento Ilia por delante de la puerta, ya que había concluido su trabajo, Mukhamed‑Schah lo vio, y dijo a uno de sus comensales:
–¿Has visto al anciano que acaba de pasar?
–Lo he visto. ¿Qué tiene de notable ese hombre?
–Verás. Era el más rico del país. Se llama Ilia: quizá has oído nombrarle alguna vez…
–¡Ya lo creo! –dijo el otro–. No lo había visto nunca, pero su fama es grande.
–Pues ahora no tiene nada absolutamente. Vive en mi casa de criado y su mujer ordeña mis yeguas.
El otro, sorprendido, meneó la cabeza en señal de duda.
–Sí puedes creerme: la dicha da vueltas como una rueda que eleva a unos y baja a los otros.
–¿Y está triste ese anciano?
–¿Quién puede decirlo? Vive apaciblemente y trabaja bien.
–¿Será posible hablarle? –dijo el huésped entonces–; ¿preguntarle sobre su vida?
–¿Porqué no? –dijo el dueño.
Y gritó entonces fuera de la kibitka:
–¡Babai! (es decir, «abuelo», en lengua baschkir). Ven a beber kumiss con nosotros, y tráete a Scham‑Schemaghi.
Entró Ilia con su mujer. Saludaron al dueño y a los huéspedes. Luego Ilia dijo la oración y se agachó cerca de la puerta, mientras que su mujer pasó por detrás de la cortina, y fue a sentarse con su amo.
Dieron una taza de kumiss a Ilia, se inclinó, bebió un sorbo y dejó la taza.
–Dime, abuelo –profirió el huésped–, debe afligirte el mirarnos, pensando en tu vida pasada, y comparando tu dicha de antes con la vida triste que tienes actualmente.
Sonrióse Ilia y contestó:
–Si te hablase yo mismo de mi felicidad o de mi desgracia, acaso no me creerías.
Pregúntale mejor a mi babá; tiene el corazón en la lengua; te dirá la verdad.
Y el otro gritó hacia la cortina:
–Ea, babuchka, dime lo que piensas acerca de tu pasada dicha y de tu actual desgracia.
Y Scham‑Shemaghi contestó desde su sitio:
–Verás lo que pienso: Hemos vivido cincuenta años con mi marido buscando la felicidad, sin poder hallarla. Sólo ahora, desde dos años que no tenemos nada y vivimos a expensas de otro, sólo ahora hemos hallado la verdadera dicha. No pedimos otra cosa.
Quedáronse el dueño y los huéspedes muy sorprendidos. El primero se levantó y alzó la cortina para ver a la babuchka. Y la vio en pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, y se sonreía al mirar a su esposo, y el esposo se sonreía también.
Y la anciana prosiguió:
–He dicho la verdad, hablo en serio. Durante medio siglo habíamos buscado la dicha;
siendo ricos no la encontramos. Y ahora que no nos queda nada nuestro, y que vivimos en casa ajena, hemos hallado la felicidad, y no deseamos otra cosa más.
–¿En qué consiste la dicha de que gozáis ahora?
–Sencillamente, en que cuando éramos ricos no teníamos ni él ni yo un momento de descanso. No podíamos ni hablar un rato solos, ni pensar en la salvación de nuestra alma, ni rogar a Dios. ¡Cuántas preocupaciones! A lo mejor nos llegaba un huésped, y pensábamos:
– «Qué le serviremos? ¿Qué le regalaremos, para que tenga buena opinión de nosotros?
«Luego, cuando el huésped se marchaba, era preciso vigilar a los criados, siempre dispuestos a no trabajar y a comer bien, y cuidábamos de que nuestra hacienda no se malgastara, y esto es un pecado. Otras veces temíamos que algún lobo se llevara un pollino o una ternera, o que nos robaran. Y una vez acostados, no podíamos dormir: ¡con tal de que los carneros no aplasten a los corderitos! Nos levantábamos, íbamos a verlo por la noche. En cuanto estábamos tranquilos por este lado, nuevas preocupaciones nos asaltaban. ¿Cómo haremos las provisiones para el ganado durante el invierno? No estábamos siempre de acuerdo mi marido y yo: él quería hacer esto y yo lo otro, y de ahí el pecado.